Resurgir de las cenizas Christian Petzold es uno de los pocos directores alemanes que llegan con cierta regularidad a la cartelera comercial argentina. Tras los estrenos de Yella, Triángulo y Bárbara, Ave Fénix no es la excepción. Su último trabajo vuelve a alambicar el derrotero de sus personajes con la Historia, manteniendo inalterable su maestría narrativa. Ave Fénix es un melodrama romántico situado un tiempo después del fin de la Segunda Guerra Mundial, cuando Alemania intenta recuperar un mínimo orden después de la locura etnocentrista del nazismo. Lo primero que se ve es un auto con dos mujeres atravesando el campo. Un puesto de control obliga a focalizar la atención sobre una de ellas. Su rostro está enteramente vendado. El contraplano muestra la cara de horror del oficial que hace el registro ante la exhibición de aquello que subyace bajo las vendas. Luz verde para seguir avanzando y para una historia sobre la recuperación de identidades físicas, pero también relacionales y arquitectónicas. La película punteará ciertos elementos fantásticos y hitchcockianos sobre todo en el desarrollo de su premisa basal: ya de vuelta en la civilización, Nelly (Nina Hoss) reconstruirá su cara y saldrá a buscar a su marido en medio de una ciudad destruida, siempre asistida por su amiga Lene (Nina Kunzendorf). La sorpresa es que Johnny (Ronald Zehrfeld) no sólo no reconoce en esa mujer a la que alguna vez amó, sino que incluso le pide que se haga pasar por ella misma para resolver un asunto económico. A Petzold no le interesan los paralelismos evidentes entre la reconstrucción facial y la alemana, priorizando siempre los procesos internos de Nelly y el crecimiento -en vínculo y complejidad- de la relación mercantilista con su pareja por sobre el peso metafórico del relato. Narrada con maestría, y con una puesta en escena planificada al detalle, Ave Fénix es la validación de Petzold como una de las miradas más interesantes y personales del cine alemán contemporáneo.
Cuando el costumbrismo no se mancha Por una vez, el retrato localista no cae en los trazos gruesos televisivos: al abordar la historia del Patón Bonassiolle, el film de Biniez se mete además en un terreno tan dado al exceso como el futbolístico, pero evita sus lugares comunes. El diccionario online de la Real Academia Española define al costumbrismo como un elemento propio de una expresión artística que consiste en la “atención que se presta al retrato de las costumbres típicas de un país o región”. La corriente siempre fue una recurrencia en el ámbito audiovisual local, y basta repasar los principales exponentes de la pantalla chica de la era post Pol-Ka para ver que hoy se trata de una de sus principales vertientes. O al menos eso se intenta, ya que la generalidad marca que el sismógrafo auditivo y visual para captar la esencia local está mal calibrado, haciendo de esa apropiación cultural un acto exagerado, inflamado de gestos y deliberadamente gritón. Lo que hay aquí, entonces, es puro grotesco travestido de costumbrismo. En ese contexto, El 5 de Talleres es una bienvenida rareza. Porque presta atención al léxico popular –la referencia a Mauro o a los primeros exponentes del Nuevo Cine Argentino es inevitable– poniéndolo en boca de personajes barriales definidos con gustos y características concretas, palpables y alejadas del crayón televisivo, convirtiéndose así en una “ficción deportiva cargada de verdad”, tal como la definió el catálogo del último Festival de Mar del Plata, donde tuvo su primera exhibición nacional después de lanzarse al circuito en Venecia 2014.Nacido en Lanús y emigrado a Montevideo hace una década, Adrián Biniez se aproxima a sus personajes a través de un recorte naturalista de sus realidades, manteniendo como norma la evasión de picos dramáticos o los quiebres rotundos de guión ya exhibidos en Gigante (2009), además de una aproximación antropológica antes que evaluativa. Claro que el tono es radicalmente opuesto: si en su ópera prima había un vigilador nocturno solitario, ominoso y voyeurista que permitía el funcionamiento del humor deadpan, aquí hay básicamente fútbol, un protagonista transparente y, consecuencia del combo anterior, una comicidad más evidente, menos subterránea.El Patón Bonassiolle (Esteban Lamothe) es el amo y señor del mediocampo de Talleres de Remedios de Escalada, un rústico dentro y fuera de la cancha que no duda en cagarse a trompadas con cualquier hincha crítico, pero que supo erigirse como líder y referente de los más jóvenes. Una expulsión al comienzo del torneo y la posterior sanción severa lo ponen ante la perspectiva poco alentadora: tiene 35 años, esposa (Julieta Zylberberg, mujer de Lamothe en la vida real), casa y auto; sólo le falta un futuro. El retiro, entonces, asoma como una posibilidad más que concreta. “Pero si tirás dos o tres años más”, refunfuña el padre del Patón (César Bordón) ante el anuncio del cuelgue de botines al final de temporada. Esa situación agrega una nueva variable al universo del film como es la familia. O, aun mejor, cómo se comporta ella ante la adversidad y la incerteza del futuro.¿Qué hacer, entonces, cuando el cuerpo ya no dé más? ¿Y cuando los sábados ya no sean aquello que fueron durante décadas? ¿Será cierto que lo peor no es el retiro sino la imposibilidad de satisfacer la “memoria del cuerpo”, tal como le dice el DT (Néstor Guzzini, el papá de Tanta agua aquí calcando a Caruso Lombardi, barbita candado incluida)? Esas y muchas más son las preguntas que atraviesan al Patón. Ante esto, lo primero será ir por el título secundario. Después, ver en qué invertir el dinero –que no es demasiado– y sobre todo el tiempo. También habrá lugar para un retrato de lo cotidiano, un viaje y los primeros síntomas de un duelo. Duelo que Biniez tiene el tino de no subrayar, ubicándolo como una de las circunstancias que no por importantes ameritan más tiempo del metraje. Y entre medio de todo eso, el fútbol mirado con una inocencia e idealización romántica que no se corresponde con el tono general de un film que, sin embargo, logra erigirse como historia de aprendizaje sin moraleja ni enseñanzas. El costumbrismo, como la pelota y al menos en este caso, no se mancha.
La orfandad, una herida que no cierra El quinto largo del director de Gallero y Graba, la menos enigmática y rugosa de toda la filmografía de Mazza, sigue la trayectoria de un chico entrerriano abandonado a su suerte, pero se dispersa en demasiadas historias secundarias. Difícilmente pueda achacársele a Sergio Mazza el defecto de la reiteración o el automatismo. Compuesta por cinco films en casi una década, su filmografía varía en contenidos y formas, pero en casi todos sus exponentes se mantiene como eje central la presencia de un personaje solitario apresado entre un pasado dificultoso y la falta de certezas ante el futuro, con el sexo como único y potencial acto liberatorio. Allí están, entonces, la enigmática Gabriela Moyano de El amarillo (2006), los dos personajes centrales de Gallero (2008) y la joven inmigrante (Belén Blanco) que vagabundea por las calles de París en Graba (2011). Algo de eso también hay en El gurí, con la salvedad de que el sexo está ausente y los personajes quebrados ya no son ni uno ni dos, sino varios. Incluso uno, el purrete del título, lo está sin saberlo: su mamá se fue de un día para el otro con la promesa de volver pero sin decirle que tenía una enfermedad terminal.Filmada en la localidad entrerriana de Victoria, donde el cineasta recaló después de estudiar la carrera de Diseño de Imagen y Sonido en la UBA, y estrenada en la sección Generation de la última Berlinale, El gurí es la película más clásica, la menos enigmática y rugosa de toda la trayectoria de Mazza. Esto debido a que el relato adopta el punto de vista de Gonzalo, que a sus ocho años deambula por la ciudad con su hermanita a cuestas sin que nadie parezca demasiado interesado en hacerse cargo de ellos, iniciando un recorrido que funcionará de excusa para la presentación de los componentes de la fauna local.El gurí mantiene el ritmo acompasado de Graba, al tiempo que muta la cámara nerviosa y opresiva por otra mucho más relajada y contemplativa. Lo que no cambia es la preferencia de Mazza por ejercitar la observación pasiva de comportamientos en lugar de explicitar los por qué de la confluencia geográfica: tal como ocurría en el film anterior, las razones por las que ellos están ahí importan menos que el presente. Claro que donde antes había una pareja unida por la relación locador-locatario ahora hay un universo mucho más amplio que abarca desde el veterinario (Daniel Araóz) y potencial padre del nene y una viajante varada por un desperfecto en su auto (Sofía Gala Castiglione), hasta el bisabuelo de las criaturas (Federico Luppi). El principal problema del film es consecuencia de esa ampliación. Da la sensación de que Mazza quiere abarcar demasiado en poco tiempo –el metraje roza la hora y media–, dispersándose y desplazando a un segundo plano a algunos personajes y situaciones más relevantes que los que finalmente se muestran.
Ningún ánimo de reinterpretación Hace ya unos cuantos años que Hollywood puso el ojo en los clásicos de la literatura infantil para exprimirlos aún más releyéndolos desde una óptica oscura y ominosa, adoptando, en la mayoría de los casos, el punto de vista de los personajes malvados para tratar de dilucidar las motivaciones detrás de sus actos. Por esta nueva ola de la picadora de carne pasaron, entre otros, Caperucita roja (La chica de la capa roja, 2011), Blancanieves (Blancanieves y el cazador, 2012), Hansel y Gretel (Hansel y Gretel: cazadores de brujas, 2013) y La Bella Durmiente (Maléfica, 2014). La Cenicienta rompe con la tendencia enarbolando bien alto la bandera de los productos más emblemáticos de la factoría Disney. Esto es, los colores pastel, los príncipes bellos, las malvadas de caricatura y una protagonista tan sufriente como empática.Los principales cuestionamientos ante este regreso a las fuentes no deberían centrarse en su pertinencia, sino más bien en la nula predisposición del equipo artístico para ejercitar la reinterpretación. Incluso las versiones noveles más mediocres de este relato clásico, desde Por siempre Cenicienta (1998), con Drew Barrymore rebelándose en la Edad Media, hasta La nueva Cenicienta (2004), con la otrora estrellita juvenil Hilary Duff trabajando en un local de comidas rápidas, intentaron generar una plusvalía a lo ya conocido. La ausencia de una lectura ya no personal, pero al menos distinta, resulta particularmente llamativa proviniendo de un director como Kenneth Branagh, reconocido internacionalmente gracias a las mil y una adaptaciones de clásicos de William Shakespeare para cine y teatro.Cada película más cerca de convertirse en un técnico audiovisual asalariado, el director de Thor rinde pleitesía a Tim Burton vampirizándole no sólo la paleta brillosa y el tono onírico de El gran pez, sino también a una Helena Bonham-Carter que parece sacada de una de las películas de su flamante ex marido. Pero es sabido que la propiedad no se lleva muy bien con el cine. Branagh deglute y digiere mal los códigos audiovisuales característicos del director de El joven Manos de Tijera, confundiendo estilización con purpurina digital y limitando la fábula a su carácter enunciativo y bombástico. La que se divierte de lo lindo es Cate Blanchett como la madrastra. Exageradísima en cada palabra y gesto, plena de mohínes y en pose constante, odiable como nunca antes en su carrera, es la única que verdaderamente parece sorprendida ante el happy ending de este somero dramita romántico-juvenil palaciego. 4-LA CENICIENTA Cinderella/Estados Unidos, 2015.Dirección: Kenneth Branagh.Guión: Chris Weitz.Duración: 105 minutos.Intérpretes: Lily James, Cate Blanchett, Stellan Skarsgård, Richard Madden, Nonso Anozie y Helena Bonham-Carter.
Una comedia predecible pero honesta La historia de un veterano rockero de los ’70 que decide cambiar de rumbo y se embarca en un viaje de redescubrimiento. Y aunque es una sucesión de lugares comunes sobre reencuentros familiares y traumas no saldados, el film muestra real aprecio por sus criaturas. El antecedente más próximo de Dan Fogelman era el guión de Ultimo viaje a Las Vegas, una de las tantas comedias geriátricas estrenadas en los últimos años y cuyo principal gancho comercial eran las presencias de Michael Douglas, Robert De Niro, Morgan Freeman y Kevin Kline. El problema de aquel film, y de nueve de cada diez exponentes de ese subgénero, era la pereza para ir más allá de una serie de chistes de rigor sobre los achaques de la edad, la sexualidad combustionada por el Viagra y la imposibilidad de comprender las costumbres de “los jóvenes”. Que el primer largometraje como director del ex guionista de la factoría Disney (Enredados, Bolt, Cars 2) siga a un veterano rocker de los ’70 que “decide cambiar de rumbo y embarcarse en un inspirador viaje para redescubrir a su familia, encontrar el amor verdadero y comenzar un segundo acto”, tal como se lee en la sinopsis oficial, invita a presuponer que se verá un poco más –menos, en realidad– de lo mismo. Pero no: lo que hay es una comedia predecible e incluso un poco pava, pero menos aleccionadora que graciosa, honesta antes que moralista, y con las referencias generacionales ubicadas en un lugar felizmente secundario.La segunda escena tiene al Danny Collins del título original (Al Pacino actuando de taquito) paseándose por la pantalla cual Neil Diamond mientras mueve su cuerpo achacado al ritmo de una canción pop pegadiza. Es a priori un personaje patético, pero el film procurará comprenderlo antes que juzgarlo, reírse “con” él y no “de” él. El otrora prestigioso intérprete es el lugar común del paraíso musical: mansión de lujo, fama, dinero, cocaína y una novia treinta y pico de años menor que está buenísima. Pero en el fondo se siente insatisfecho. “Si eso que hice recién fue cantar, estoy genial”, dice después del show inicial. El asunto vira cuando su amigo y manager (Christopher Plummer, genial como siempre) lo sorprende con un regalo particular: más de treinta años atrás, y ante la publicación de una entrevista en una revista musical, el mismísimo John Lennon le escribió una carta alentándolo para seguir sus convicciones artísticas, independientemente de su éxito comercial. Algo que, claro está, no hizo.La carta es el disparador del “inspirador viaje” prenunciado por la gacetilla con el objetivo de, ay, (re)encontrarse con el hijo que nunca conoció (Bobby Cannavale) y, de yapa, descubrir en la regente de un hotel (Annette Bening) un interés amoroso. Basada muy libremente en la vida del cantante folk británico Steve Tilston, quien en 2010 recibió una carta del Beatle escrita a comienzos de los ’70, Directo al corazón es una sucesión de lugares comunes sobre reencuentros familiares, traumas no saldados y pases de facturas silenciados durante años. Es, en fin, una historia con la redención como idea rectora, innegociable aun a riesgo de romper cualquier coherencia en el comportamiento de los personajes. Pero, entonces, ¿por qué una calificación aprobatoria? Porque el film tiene, además de un genuino aprecio por sus criaturas, la firme convicción de coquetear con los golpes bajos sin jamás recibirlos, acercándose a ellos para quebrar la cintura justo cuando parecen inminentes. Ver por ejemplo el gag que remata el cáncer anunciado por uno de los personajes centrales o la extraordinaria nieta hiperkinética de Collins, que se roba todas las escenas a fuerza de una verba tan veloz como sincera. 6-DIRECTO AL CORAZON Danny Collins,Estados Unidos/2015.Dirección y guión: Dan FogelmanMontaje: Julie MonroeDuración: 106 minutosIntérpretes: Al Pacino, Jennifer Garner, Christopher Plummer, Annette Bening y Bobby Cannavale.
Memorias de un sobreviviente Una de las primeras imágenes del opus tres de Martín Solá es la de un rostro en primer plano sobre un fondo negro. Es un rostro curtido, atravesado por mil arrugas que exteriorizan un pasado donde el sufrimiento era parte de la rutina. Hamdan Alí Mahmud Sefan -de él se trata- supo ser, a principios de los años ‘70, uno de los miembros más activos de la militancia palestina, hasta que un golpe fallido en 1973 terminaría constándole 15 años en una cárcel israelí. Estrenado en el prestigioso festival suizo de Visions du Réel, visto aquí en el marco del DocBuenosAires, y parte de una trilogía a rodarse en lugares aquejados por la problemática de no ser reconocidos como países, Hamdan marca un quiebre en la filmografía de Solá alumbrando nuevos horizontes temáticos. El director abandona el mundo del trabajo de Caja cerrada y Mensajero para abordar una cuestión mucho más ambiciosa como el conflicto palestino-israelí a través de la mirada de uno de sus implicados directos. Implicado que, en este caso, es lo suficiente ambiguo como para imposibilitar la catalogación de víctima o victimario. Sin embargo, lejos del didactismo o la bajada de línea, el director cede el protagonismo absoluto a Hamdan, dejándolo relatar en primera persona las situaciones previas a su encarcelación y los años entre rejas, al tiempo que la cámara se mueve por aquellos lugares habitados por las marcas del horror pasado, convirtiendo al film no sólo en una historia de supervivencia, sino también en un reflexión sobre la memoria y la violencia. Las conclusiones, en todo caso, dependerán de cada espectador.
El truco de la hazaña deportiva Nueve meses atrás, la filial local de la distribuidora Disney estrenó una película construida sobre la base del carácter integrador del deporte, pero también de una concepción del multiculturalismo ramplona, plena de prejuicios y lugares comunes. Su título era Un golpe de suerte y estaba protagonizada por un empresario deportivo (Jon “Don Draper” Hamm), que encontraba la salvación económica –la única que parecía importarle, hasta que se da cuenta de que lo fundamental son los vínculos humanos– en un grupo de indios dispuestos a aprender el arte del béisbol. Los indios eran, claro, brutos, ignorantes e inocentes, pero más buenos que Lassie y estaban siempre listos para favorecer la conversión del antihéroe. Cámbiese béisbol por maratón, empresario por profesor de secundario venido a menos, indios por mexicanos y el resultado será más o menos similar a McFarland: sin límites.Basado en, ay, “hechos reales” ocurridos en el pueblo del título a fines de los ’80, el sexto largometraje de la neozelandesa Niki Caro (Jinete de ballenas) está cargado de buenas intenciones, contado con placer y pleno conocimiento de su rumbo narrativo, esto último gracias a la elección de un subgénero siempre pródigo en historias de autosuperación y redención como el deportivo. El par de adjetivos cuadra a la perfección con la historia del profesor y coach de fútbol americano Jim White (Kevin Costner), marginado de su puesto después de trompear a un jugador. De su puesto y también de la ciudad, ya que las autoridades deciden trasladarlo a un pequeño pueblo llamado McFarland, una suerte de Little DF ubicado en el sur californiano. La comunidad es pobre, la mayoría de los chicos trabaja como jornalero y, por si fuera poco, todos, pero todos, hablan español. La concepción de una otredad peligrosa y amenazante no se hará esperar, poniendo a la familia White a la defensiva.Pero a medida que avanza el metraje, la desconfianza muta en respeto y amistad, más aún después de que el coach vea en aquellos jóvenes desamparados una potencial llave para triunfar en las competencias de crosscountry estatales y, claro, mostrarles que hay vida más allá del arado y la cosecha. Lo que sigue es un relato clásico de enfrentamiento a las adversidades con todos los vaivenes habidos y por haber. Vaivenes que van desde el padre que no acepta que su hijo corra y el pibe que flirtea con la nena, pasando por los surgimientos de una empatía recíproca entre el clan White y la comunidad y del apoyo popular a los deportistas, todo hasta llegar a un grand finale cuyo resultado difícilmente resulte inesperado.
Simplemente sangre Presentada por la gacetilla de prensa con el incomprobable rótulo de “el primer thriller vegano de la historia del cine”, Naturaleza muerta es una propuesta irregular, cautivante cuando apuesta por la locura y el subgénero slasher, pero fallida en su vertiente policial. La ópera prima de Gabriel Grieco se sitúa en un pequeño pueblo ganadero al que llega una joven periodista (Luz Cipriota) para cubrir un evento menor relacionado con la contaminación generada por las heces de la vaca. Una vez allí descubre un caso más cautivante relacionado con el manto de silencio que cubre la muerte del hijo de un poderoso hacendado, iniciando una investigación que involucrará a un grupo ecologista local que lucha contra el consumo de carne vacuna. Durante la primera hora, Grieco desanda los caminos del policial acompañando a la periodista durante la investigación y el seguimiento de los posibles sospechosos y pistas, todo desarrollado de forma torpe y trillada. Pero sobre el último tercio Naturaleza muerta recupera el espíritu de los slashers ochentosos más clásicos desatando un baño de sangre desaforado y creativo. El verdadero espíritu del film se devela –y revela– demasiado tarde.
Lo peor de ellos Las películas basadas en libros de Nicholas Sparks marchan inexorablemente a integrar un subgénero propio. Redituables desde lo económico por su bajo costo de producción, todas ellas son historias de amor con un grado de lágrimas y tragedias que más pronto que tarde las llevarán a rotar en continuado por la pantalla vespertina de Telefé. En esa línea, Lo mejor de mí no es la excepción a la regla. El comienzo es tan absurdo y arbitrario como todo lo que vendrá. Allí está Dawson (James Marsden con su mejor estampa de modelo) trabajando en una plataforma de petróleo en alta mar cuando, de repente, y vaya uno a saber por qué, explota todo, eyectándolo a cientos de metros (literalmente: trescientos y pico, dirán por ahí) y dejándolo a la deriva durante cuatro horas. Pero el tipo sobrevive y sin rasguño alguno. No bien sale del hospital, recibe la noticia de la muerte de un padre adoptivo que supo cuidarlo a él y a su joven novia de ese momento en el pueblo natal durante gran parte la adolescencia. La muerte, entonces, será la excusa para que ambos se reencuentren y rememoren aquellos años de felicidad extrema prohijados por la inocencia de la juventud. Michael Hoffman (el mismo de la burbujeante y juguetona Gambit) dirige a puro reglamento un melodrama rosa que alternará entre el presente de ambos protagonistas (él, solitario y trabajador; ella, interpretada por una Michelle Monaghan tan bella como inexpresiva, casada e infeliz) y la reconstrucción del pasado. Todo atravesado por sentimientos contrariados, escenas luminosas, romanticismo meloso y estilizado y varios pases de facturas, hasta llegar a una última parte con un papá biológico white trash, un par de secuaces más idiotas que los amigos de Jesse Pinkman en Breaking Bad, accidentes de tránsito y muertes, dando como resultado uno de los finales más ridículos que se recuerden.
Algo huele muy mal en la carnicería Basada en la novela homónima del criminólogo Elías Neuman, quien a su vez partió de un caso real ocurrido en 1984, el primer largo de ficción del documentalista de Mundo Alas narra la esclavización laboral a la que es sometido un carnicero santiagueño. Hermógenes Saldívar se llama el personaje que compone Joaquín Furriel, impecable e irreconocible.Justo unos días después de la entrega de los Oscar, sube a la cartelera una película nacional que aborda varios de los temas usualmente presentes en las elegidas para los premios de la Academia de Hollywood, como la violencia y la pertinencia de la justicia por mano propia. Violencia que en este caso no es física y repentina, sino laboral, progresiva y psicológica, y sobre la cual jamás recae un atisbo de condena ni glorificación. Las conclusiones, en todo caso, dependerán de cada espectador, ya que serán consecuencia del encadenamiento de los hechos antes que de la enunciación directa. Basada en la novela homónima del criminólogo Elías Neuman, quien a su vez había partido de un caso real ocurrido en 1984, y dirigida por el hasta ahora documentalista Sebastián Schindel (el mismo de Mundo Alas y la muy buena El rascacielos latino, sobre el palacio Barolo), El patrón, radiografía de un crimen comienza con un abogado involucrándose en el caso del homicidio del dueño de una red de carnicerías perpetrado por uno de sus empleados. A partir de ahí, el film oscila entre el presente judicial del acusado y la reconstrucción de las situaciones que lo llevaron al banquillo.Hermógenes Saldívar (Joaquín Furriel, impecable e irreconocible) llega desde Santiago del Estero apenas con lo puesto y su mujer a cuestas. Rápidamente recala en una de las carnicerías de Latuada (Luis Ziembrowski), donde aprende las claves del oficio. El profesor es su colega interpretado por Germán de Silva, una suerte de grandmaster no sólo del cuchillo, sino también del arte del engaño. Así, le explica los mil y un trucos para maquillar de buenas a las reses que no son tales, reduciéndoles el olor y modificándoles los colores. Los primeros planos de la carne atravesada por el cuchillo confieren al film una tonalidad entre ominosa y pesadillesca. Sin embargo, El patrón jamás esconde el origen documentalista de su hacedor, con la atención al detalle y al gesto mínimo como normas constantes.“Sos callado y laburás bien”, le concede Latuada al recién llegado antes de subirlo al auto y llevarlo a un local para que lo regentée. Local del que primero desaloja a piñas y culatazos al empleado anterior al grito de “paraguayo de mierda”, marcando así al personaje más cretino del cine argentino en los últimos años: Latuada es violento, misógino, ventajero, miserable y codicioso. Gran mérito de Ziembrowski para darle carnadura diabólica a su personaje sin caer en la caricatura.Conocedor de los mecanismos narrativos de un género clásico como el thriller, Schindel ha reconocido en varias entrevistas las influencias de Pablo Trapero (con El bonaerense a la cabeza) y los hermanos Dardenne. Tal como ocurre en el cine post Rosetta de los belgas, quienes no por casualidad también comenzaron su carrera conjunta en el ámbito documental, El patrón repele cualquier atisbo de alegato directo o bajada de línea: lo social está presente en un contexto claro y amalgamado al nudo argumental policíaco, pero jamás es el centro del relato. Lo que sí se inmiscuye es la historia del abogado defensor. Y ahí se embarra la cancha. El pulso, claridad y concisión narrativa de Schindel desbarranca con la empatía y los paralelismos obvios entre defensor y su defendido. Sin ese presente materializándose en la pantalla, El patrón sería aún mejor de lo que finalmente es.