Un universo donde todo es explicado En una nueva muestra de lo que puede definirse como “ciencia ficción crepuscular”, el director de Memento y la última trilogía de Batman subestima la inteligencia del espectador con una trama apocalíptica que abusa de subrayados y largos parlamentos. Es un mal síntoma que Christopher Nolan sea, desde la trilogía de Batman en adelante, una de las voces autorales más reconocidas del Hollywood moderno y, por ende, uno de los pocos realizadores de su sistema de estudios con libertad creativa absoluta y luz verde para disponer a voluntad de presupuestos multimillonarios. Especialista en dotar a sus proyectos de una trascendencia por momentos insoportable, fanático irredento de la puesta en palabras de todos y cada uno de los mecanismos narrativos de sus films, y con la subestimación de la inteligencia del espectador promedio como norte innegociable, el realizador británico muestra en Interestelar una nueva recaída en todos los vicios adquiridos, sumándole además una ambición desmedida incluso para sus parámetros habituales. El paseíto psicológico-onírico de El origen y la superposición de tramas de El caballero de la noche asciende son juegos de niños al lado de Interestelar. El opus nueve del británico no sólo es un menjunje temático (viajes espaciales, cruces y choques temporales, atisbos de filosofía new age, física cuántica) y referencial (Kubrick, Malick, Shyamalan y siguen las firmas); también es la elevación a la enésima potencia de la obsesión de Nolan por las distintas formas de control y manipulación, aplicándola ya no a la esfera social (Batman) o mental (El origen), sino a esa materia prima del cine que es, como bien marcó la reciente Boyhoood, el tiempo. Claro que todo es cuestión de forma e intención: si Richard Linklater acepta su avance irrefrenable registrándolo con un naturalismo ejemplar, el director de Memento imagina las mil y una formas de deconstruirlo y someterlo al arbitrio humano. El punto de partida de Interestelar es propio de los exponentes de un subgénero que podría denominarse ciencia ficción crepuscular. Esto es: películas que relatan la supervivencia de pequeños grupos humanos dentro de un mundo inhóspito y devastado por una circunstancia reciente, siempre con la reinstalación de un orden social como meta. Las razones del Apocalipsis están generalmente asociadas a una guerra total, una invasión extraterrestre o la expansión de un virus a raíz de un caso de mala praxis médica, pero Nolan es un tipo muy progre y tiene una conciencia ecológica obvia y bienpensante digna de las peores épocas de M. Night Shyamalan, así que el presente imaginado es producto de una plaga que amenaza el abastecimiento de recursos alimenticios naturales. Al igual que varios films de esa tendencia, como Oblivion: El tiempo del olvido, Elysium o Después de la Tierra, la solución consiste en emigrar la humanidad a otro planeta. ¿Marte? ¿Júpiter? No, la Vía Láctea es demasiado próxima para un megalómano como Nolan, por lo que las potenciales locaciones están a varios años luz y a un agujero negro de distancia, tal como le explica –porque aquí todo, pero todo, se explica– el profesor Brand (Michael Caine) a un Cooper (Matthew McConaughey) atónito. Aunque su sorpresa es improcedente: al fin y al cabo, él es un ex piloto de la NASA devenido granjero que llegó hasta esa base súper secreta gracias a un mensaje que la gravedad (!) le envió a su hija. A no preocuparse por la incoherencia de lo anterior: Nolan se egresó con honores de la escuela Shyamalan y jamás dejará un hueco para la interpretación del espectador. Dos o tres planos después, Cooper está sentado en una nave espacial encabezando un grupo de astronautas dispuestos a todo con tal de salvar el mundo, incluso a internarse en una galaxia en la que una hora de viaje equivalen a siete años terrestres. Como Armage-ddon, la lejanía y el sacrificio latente encarnan la excusa perfecta para un sinfín de videos familiares y confesiones, hasta desembocar en un desenlace digno del Malick más metafísico y trascendente, todo musicalizado por una partitura de Hans Zimmer siempre lista para subrayar emociones. Porque Interestelar no sólo se explicita a sí misma mediante los largos parlamentos de sus protagonistas, sino que también puntea qué sentir y en qué momento, confirmando a Nolan como un director anómalo, quizás el único trabajador de las imágenes que, paradójicamente, descree de su poder subjetivo.
Comedia romántica, tradicional y desangelada El antecedente más próximo del director Michael Dowse es una joya desconocida en estas tierras llamada Goon. Estrenado en un puñado de países a comienzos de 2012, ambientado en el marco de un deporte desconocido en la Argentina (el hockey sobre hielo) y con un par de rostros reconocibles pero no reconocidos ni mucho menos prestigiosos (Sean William Scott, Liev Scheider, Jay Baruchel, Eugene Levy), el opus seis del director canadiense es uno de los mejores films deportivos de los últimos años. Esto no sólo por su capacidad para aprehender cinematográficamente la esencia del juego, sino también porque ensucia las coordenadas simbólicas del género –ética, perseverancia, autosuperación– a fuerza de una oscuridad fibrosa, física y violenta, sin que esto implique una despreocupación por la suerte de sus personajes. Había razones, entonces, para esperar que su película siguiente volviera a construirse sobre la premisa de subvertir los códigos narrativos preestablecidos. Pero no: ¿Sólo amigos? arranca como una comedia romántica tradicional y desangelada a la que le sigue... una comedia romántica tradicional y desangelada. La traducción local del mucho más elusivo What if (“Qué pasaría si...”) recorta el marco sobre el cual podrían desenvolverse los protagonistas, circunscribiendo aquella infinidad de potencialidades a una respuesta invariablemente cerrada y, claro está, previsible. Lo que no representa un aspecto necesariamente negativo, ya que, como señalara la reciente El amor y otras historias, en este tipo de películas importa menos el desenlace que el recorrido previo. Siempre y cuando el primero sea consecuencia de lo segundo. ¿Sólo amigos?, en cambio, avanza sobre las bases de un vínculo carente de progresión, con una pareja protagónica marchando rumbo a un destino común inexorable. Porque no bien esa pobre alma en pena que es Wallace (Daniel Radcliffe, gélido e inexpresivo como nunca) conozca a Chantry (Zoe Kazan, ojazos de animé estilo Emma Stone) y se lleven bárbaro, compartiendo risas y complicidades en una de esas fiestas en amplios departamentos que sólo pueden suceder en el cine, se sabrá que no habrá conflicto capaz de interponerse entre ellos. Ni siquiera el novio de ella o la compungida timidez de él. ¿Sólo amigos? no es la primera ni la última película en cuadrarse ante una fórmula popular y probada, pero el muestreo retrospectivo marca que aquellos que sobrepasan la medianía lo hacen gracias a la creencia en el poder de empatía de los personajes y en su capacidad para hacerlos trascender la pantalla a través de sus aristas emocionales más auténticas. Como ejemplo, ver si no la reciente ¿Puede una canción de amor salvar tu vida?, otra comedia romántica planteada desde un interrogante, que conseguía disfrutarse gracias al oficio de Keira Knightley y Mark Ruffalo para interpretar seres humanos. Aquí, el pulso inseguro del realizador canadiense le impide relajarse sobre las espaldas de Radcliffe y Kazan, atándolos demasiado a los parlamentos de un guión más herrumbroso que de hierro y esfumando cualquier posibilidad de cercanía con el espectador. Así, no hay comedia romántica que funcione. Mejor que Dowse vuelva a los deportes, que le sientan tan bien.
Ciencia y terror Mucho menos mediático y sin la condena histórica e internacional de Joseph Mengele, el danés Carl Peter Vaernet fue otro médico nazi que eligió la Argentina para refugiarse después de la caída de Hitler. Su especialidad eran los homosexuales, con quienes experimentó en distintos campos de concentración, convencido de que la inclinación sexual era una “enfermedad curable”. El Triángulo Rosa y la cura nazi para la homosexualidad relata la historia desconocida de este particular personaje, desde sus primeras influencias médicas -los tratamientos mediante injertos de testículos a gallinas realizados por Kanud Sand–, su llegada al nazismo y el posterior apogeo investigativo, hasta su caída y la llegada a la Argentina para desempeñarse en el Ministerio de Salud de la Nación bajo el nombre de Carlos Vaernet. Los realizadores Nacho Steimberg y Esteban Jasper recorren gran parte de Europa para recopilar archivos médicos oficiales y extraoficiales, además de entrevistas a distintos especialistas, entre ellos a los daneses que escribieron un libro sobre él, e incluso al nieto del médico, dando como resultado una investigación rigurosa y atrapante. En la Argentina, en cambio, el proceso es bastante más desalentador debido al manto de silencio desplegado sobre su figura. Manto apenas deshilachado con el hallazgo de su legajo en una dependencia pública. Asentado sobre valiosa información periodística, El Triángulo Rosa y la cura nazi para la homosexualidad no termina de redondearse como un gran documental debido a una tendencia a la dispersión. En ese sentido, da la sensación de que Steimberg y Jasper no confían en la riqueza de su personaje ni en la potencia de lo sugerido, y dedican varios fragmentos a una vinculación obvia y subrayada entre la histórica marginación a los homosexuales y los logros de la comunidad en la Argentina. Una lástima: la complejidad de Vaernet bien valía la película entera.
Durmiendo con el enemigo “Yo te amo pero a veces no te soporto”, le dice Manuel (Pablo Rago) a Cristina (Leticia Brédice) cuando ésta se queja ante un hecho menor. Dirigida por María Laura Dariomerlo y ganadora del Concurso de Películas Terminadas del INCAA en 2009, Rosa fuerte es el retrato de una inminente separación ilustrada mediante los silencios piadosos y miradas esquivas a lo largo de todo un domingo en la casa compartida. El film arranca en la madrugada, cuando Manuel observa durante un par de minutos a su mujer durmiendo. Dariomerlo acierta filmando en largos planos fijos que le dan a las distintas escenas un tempo inquietante y a la película un tono naturalista y progresivo que le permitirá al espectador entrever las hendijas de la relación. Por otra parte, esto ayuda a hacer de la espacialidad de la locación un ámbito opresivo y cargado de tensiones. Pero los problemas llegarán sobre la última media hora, cuando el recurso se torne reiterativo y devenga en estiramiento, todo culminado con una innecesaria vuelta de tuerca que diluye la potencia de lo previamente construido. Con más concisión y más confianza para despegarse de los mandatos del guión, Rosa fuerte hubiera sido una gran película y no la aceptable que termina siendo.
A veces la imagen no alcanza para contar La primera escena de Diamante es un plano secuencia en el que la cámara panea de izquierda a derecha la costa del Paraná, exhibiendo las vísperas de un amanecer furiosamente rojo. Corte y después el primer plano de los restos de una cama flotando sobre el agua, seguido de una serie de imágenes cerradas de la flora y fauna local. Hasta que finalmente aparece Ezequiel tomado de espaldas mientras camina por entre la frondosa arboleda y después hablando con su madre, quien le implora que estudie y deje la pesca para más adelante. El fragmento presagia las intenciones etnográficas y ecologistas de Diamante, a la vez que la capacidad observacional de su director, el paranaense Emiliano Grieco, para aprehender el tiempo cansino de las rutinas de los lugareños, la convivencia armónica con la naturaleza y la intromisión de la vida citadina. Lástima que aquel instante sea precisamente eso, un momento efímero al cual le seguirá una serie de imágenes de tónica similar que no terminan de amalgamarse en un todo sólido, digno de aquel comienzo revelador. Filmada en el municipio homónimo de Entre Ríos, ubicado en la orilla oriental del Paraná, y estrenada en la Competencia Argentina del último Festival de Mar del Plata, Diamante acompaña a Ezequiel (11 años al inicio del rodaje, 14 al final) mostrando su relación con el entorno familiar y social y su iniciación en el oficio de pescador, todo mediante una cámara no intrusiva del devenir de la acción. Como Iván Fund, Grieco se mueve con naturalismo por un entorno ajeno con la suficiente sabiduría para detectar el pulso de las situaciones, el peso de los silencios y la preponderancia del gesto por sobre lo verbal. Pero si el director de Me perdí hace una semana y AB lo hacía dándole a las situaciones el tiempo justo y necesario para develar progresivamente la encrucijada a la que se enfrenta cada uno de los personajes y permitiendo que los relatos se ramifiquen sin forzamientos, aquí llegará un momento en el que imágenes dejarán de lado la búsqueda poética para ir a otra más unívoca y vaciada de dobles interpretaciones, desplazando la carga humanista del relato a un lugar de menor envergadura. La depredación de las especies y la polución de las ciudades cercanas ilustradas con reiterados primeros planos, en su mayoría breves, de peces serpenteando entre las aguas contaminadas muestran que el realizador tenía en claro qué quería decir, pero también que nunca logra encontrar la forma adecuada de hacerlo.
Lo mexicano no es sólo unos mariachis Con un diseño de imagen impactante, que se aleja de la animación digital imperante, la película de Gutiérrez elude los lugares comunes y paternalismos de la gran industria. Y la historia marcha bien, hasta que en el pasaje final se rinde al cliché. Cuesta entender qué cambió en la industria norteamericana –y en todo Estados Unidos– para que una película como El libro de la vida sea posible. Quizá sea la consolidación de la comunidad hispanoparlante como primera minoría estadounidense, superando a los afroamericanos y orientales, y ya con más del diez por ciento de la población comunicándose mediante la lengua de Cervantes. O, por qué no, al arribo a Hollywood y posterior masificación e internacionalización de nombres como Alfonso Cuarón (Gravedad, Niños del hombre) y el especialista en “temas importantes” Alejandro González Iñárritu (21 gramos, Babel, Biutiful) durante la primera parte de la década pasada. Lo cierto es que ahora se estrena una película norteamericana, con mayoría de elenco vocal y equipo técnico ídem, cuya materia prima es el acervo cultural mexicano. La sola enunciación invitaba a presumir un cúmulo de lugares comunes y cientos de sombreros, mariachis y bigotes, pero el equipo creativo, encabezado por el veterano animador y realizador azteca Jorge Gutiérrez, sabe la diferencia entre “reírse de” a “reírse con” y está dispuesto a aplicarla apropiándose de esos elementos folklóricos para incluirlos según su funcionalidad y pertinencia narrativa antes que por la gratuidad del guiño canchero y suficiente. El resultado es un producto hecho con respeto, conocimiento y mesura, disociado además de las habituales connotaciones negativas o paternalistas que el cine norteamericano le dispensa a cualquier elemento que encarne una potencial otredad. Gutiérrez ya tenía experiencia masificando su cultura en la serie de Nickelodeon El Tigre: Las aventuras de Manny Rivera. El libro de la vida continúa esa línea, vampirizándole la iconografía y la mitología al mexicanísimo Día de los Muertos, ambientando allí la historia de un chico en pleno debate entre el deber impuesto por los mandatos familiares, en este caso constituirse como un gran torero, y los deseos personales relacionados con su desarrollo musical, todo en medio de la batalla romántica por una bella señorita. Lo anterior será excusa para un paseo por un mundo terrenal deliberadamente artificioso, una suerte de purgatorio lúgubre y grisáceo llamado el Reino de los Olvidados y la hipercolorida Tierra de los Recordados, todo con una estilización cuyo principal significado es la explicitación de una apuesta por la plasticidad inmaterial en tiempos en los que la animación digital es capaz de alcanzar niveles espeluznantemente realistas. Esa imaginería, sumada a un desarrollo narrativo enmarcado en una celebración destinada a honrar la memoria de los difuntos, abre las puertas a la tematización, mas no sea tácitamente, al temor a la muerte y el dolor de quienes sobreviven, convirtiendo a las etapas seminales de Burton en referencia inevitable. Sin embargo, Gutiérrez evade la pose de pesimismo infantiloide del otrora descastado de Disney dándole luminosidad y burbujeo a las imágenes y un tono lúdico y festivo a la narración, decisiones lógicas si se tiene en cuenta que el productor es Guillermo del Toro, ese niño en cuerpazo de hombre que se dio el gusto de gastar millones de dólares para materializar su fantasía infantil de criaturas/ juguetes gigantescos repartiéndose trompadas y patadas enraizada en una historia trágica en la notable Titanes del Pacífico. Pero las singularidades llegan hasta la última parte, cuando El libro de la vida parece recordar el habitual menosprecio del cine mainstream a la inteligencia del público infantil y empuja el desenlace hasta caer en una moraleja que, por si no fuera suficiente con su sola puesta en pantalla, es explicitada a cámara sin un ápice de sonrojamiento. Una chingada el final, cuates.
Vivir su vida La voz en off de la primera escena anuncia una serie de particularidades constitutivas de los desenlaces de las comedias románticas, mostrando que El amor y otras historias será un nuevo exponente del subgénero al que podríamos denominar “Cine dentro del cine”. Esto es, aquel cuyo eje está en las disquisiciones acerca del proceso creativo detrás de una película, al tiempo que se narra una historia generalmente similar a la creada dentro de la ficción. La propuesta del hasta ahora guionista Alejo Flah (Séptimo, la miniserie Vientos de agua) es loable en sus intenciones e incluso logrado en gran parte de su metraje, pero a la larga se diluye cayendo en las mismas trampas simplificadoras que se propone desterrar. Quien habla al comienzo es Pablo Diuk (Ernesto Alterio), un one-hit-wonder literario devenido en docente universitario y guionista por encargo de una comedia romántica situada en Madrid. Comedia no demasiado alejada de los cánones tradicionales del género, ya que trata sobre dos jóvenes treintañeros (los españoles Marta Etura y Quim Gutiérrez) cuyo derrotero común irá de un fulguroso amor inicial al languidecimiento progresivo. Que Pablo esté enfrascado además en un matrimonio en pleno proceso de disolución será un factor fundamental en su trabajo, amalgamándose realidad e imaginación. Así, la meta-película incluirá distintos personajes propios del universo cotidiano del escritor, a la vez que la potencialidad fantasiosa será un factor condicionante de la resolución de sus problemas matrimoniales. No hay nada necesariamente molesto e incorrecto en la ópera prima de Flah. Amena, disfrutable, realizada con conocimiento de las herramientas del género, El amor y otras historias se enloda cuando no logra hacer converger ambos relatos, para finalmente terminar utilizando las mismas vueltas de guión que exterioriza su protagonista, convirtiendo a una potencial reflexión sobre la disciplina de construir historias en una comedia romántica tradicional. Buena, sí, pero demasiado parecida a otras.
El cine dentro de un festival de cine El esperado opus dos del director de De caravana transcurre durante el encuentro internacional de Cosquín de 2013 y cruza la ficción con las reflexiones bien reales de realizadores como José Campusano, Gustavo Fontán y Nicolás Prividera. Uno de los tres arietes con el que el llamado Nuevo Cine Cordobés derribó las puertas de la exhibición porteña se llamó De caravana (los otros fueron Hipólito y El invierno de los raros). Exitosísima en la capital de la provincia mediterránea, donde cortó más de 30.000 tickets durante 17 semanas en cartel, y estrenada en Buenos Aires a fines de 2011, aquella comedia romántico/policial de Rosendo Ruiz seguía a un fotógrafo de clase media alta al que una serie de enredos lo llevaban a involucrarse con un grupo de malandras. Pero detrás del tono fabulesco de aquella historia estaban los prejuicios sociales, los bailes y todo el entramado cultural local. De caravana, entonces, habitaba un espacio concreto, se apropiaba de él y sus particularidades para amalgamarlas a la trama. Sobre esa misma idea de construir una ficción en un contexto real parte Tres D, el esperadísimo opus dos del sanjuanino radicado en Córdoba que, después de su paso por el Festival de Rotterdam y el último Bafici, desembarca de este lado de la General Paz. Escrita por el propio Ruiz y filmada casi íntegramente mediante planos secuencia que jamás harían suponer que el rodaje duró un puñado de días, Tres D se enmarca dentro de un festival de cine. Festival que no se trata de una creación de guión, sino del anteúltimo Festival Internacional de Cosquín, celebrado en mayo del año pasado y al que asistieron, entre otros cineastas, José Campusano, Gustavo Fontán y Nicolás Prividera. Ellos son algunos de quienes exponen sus visiones del cine ante la cámara. Basta haber visto sus películas –o leído sus textos, en el caso del también crítico Prividera– para dilucidar que hay poco y nada ficticio detrás de sus dichos: el creador de Vikingo defiende la pureza de sus trabajos y ataca el uso y abuso del cine como herramienta de control perpetrado por Estados Unidos, el autor de La casa teoriza sobre la separación entre documental y ficción, mientras que el realizador de Tierra de los padres le pega al “modelo internacional del relato” impuesto por el canon festivalero. El encargado de filmar estas entrevistas es Matías (Matías Ludueña), asistido por Mica (Micaela Ritacco). Que al momento del rodaje ambos intérpretes formaran parte del staff del cineclub regenteado por el propio Ruiz (él como programador, ella como camarera) marca otro arrime de Tres D al terreno documental. La irrupción de una love story pequeña es el quiebre con el que irrumpe la ficción. La sutileza y el naturalismo con el que se construye y fortalece el vínculo entre la pareja, la errancia de Mica (nunca se sabe muy bien por qué llegó a Cosquín ni qué hace por fuera del período festivalero), la sensación de cambio inminente y la timidez emocional de ambos le dan al film un tono cálido e intimista digno del cine de Ezequiel Acuña, alejado del ritmo frenético de De caravana. El film campeará entre ambas vertientes e incluso las hará confluir en varios encuentros entre los cineastas y los protagonistas. Y es justamente en ese (intento de) confluencia donde radica el principal problema de Tres D, ya la interacción física de los personajes es el único punto de contacto. La sensación, entonces, es que son dos películas “separadas”, y la faceta “teórica” es un apéndice de la puesta en funcionamiento de los mecanismos ficcionales. Así, ambas patas avanzan por carriles distintos sin retroalimentarse conceptualmente ni mucho menos problematizarse mutuamente.
Esa historia de amor que nunca arranca Presionada por el contexto social y familiar, la Carmen del título se ve compelida a buscar una pareja. Finalmente conocerá a alguien, pero la falta de progresión emocional en el vínculo entre personajes termina conspirando contra las intenciones del film. El karma de Carmen quiere ser una comedia romántica y lo es cuando confía en una actriz con el oficio de Malena Solda para delegarle todo el peso de la historia, decisión explicitada por el director Rodolfo Durán (Terapias alternativas y Cuando yo te vuelva a ver) en la gacetilla de prensa: “Es una comedia romántica que se desarrolla a partir de un solo personaje”, define. De rostro angelical e infantil, con la nariz siempre fruncida y portadora de una insatisfacción generalizada digna de Woody Allen, la Carmen del título es una chica en sus treinta y pico aquejada por la soltería. O, mejor aún, por sus consecuencias sociales. Narrado con sordina y en un medio tono constante, el film jamás apunta al deseo de un desarrollo personal como motor principal de la necesidad de una pareja, sino a un contexto social y cultural en el que el establecimiento de una vida sentimental es norma tácita. Así, el problema de Carmen no es tanto la soledad como la presión a la que es sometida por el entorno. Entorno que, encarnado por su mejor amiga (Laura Azcurra) y su familia, está enfrascado en la aventura de buscarle un hombre, sobre todo después de que gane un viaje a Mar del Plata en una rifa de fin de año y no tenga acompañante. Hasta que aparece un candidato (Sergio Surraco). La cuestión parece ir para atrás como pase de rugby, con una primera cita para el olvido y una serie de reencuentros posteriores poco favorables, avalando la teoría de la protagonista acerca de la imposibilidad de forzar los sentimientos. Pero resulta que al final Carmen sí sentía algo por el pibe. Y es justamente la ausencia de una progresión emocional del vínculo entre ambos donde empiezan los problemas del film. Es siempre loable la evasión del recurso simplista de un largo flashback que resignifique las situaciones compartidas, pero Durán no establece cambios formales o de registro actoral que especifiquen la incipiencia amorosa, convirtiendo a El karma de Carmen en una de esas películas bien intencionadas, volátiles e irregulares, a la que ni siquiera la brisa marina logra insuflarle el aire suficiente para mantenerse a flote hasta su desenlace.
El regreso de las togas y los martillos Hubo una época en la que Hollywood producía películas que hacían de la argumentación oral un auténtico arte, historias de complejidad variada y resultados diversos, pero siempre hiladas por la necesidad de un espectador dispuesto a armarse de paciencia y concentrar la atención auditiva en el seguimiento de la esgrima dialéctica. Así, convirtiendo palabras en dagas dispuestas a socavar la resistencia intelectual del rival, las películas de juicios se vinculan con las tradiciones más saludables del cine norteamericano, con 12 hombres en pugna y Anatomía de un asesinato como sus exponentes emblemáticos. Tradición saludable y tristemente perimida, ya que después de su esplendor en los ’90 y primeros años del 2000 (Cuestión de honor, La verdad desnuda, Tiempo de matar, Una acción civil, Tribunal en fuga y siguen las firmas) y la expansión a la televisión (La ley y el orden, Los practicantes, Boston Legal), el género entró en un franco declive irrumpido por excepciones cada vez más esporádicas, con la subvalorada Culpable o inocente (2011) como último ejemplar. Dicho esto, la buena nueva detrás de El juez es el regreso de las togas, los martillos, los abogados, los jurados y los denied a las pantallas nacionales, más no sea entreveradas en un dramón acerca del pasado irresuelto de los vínculos familiares y un somero homenaje a los impartidores de la ley. El film de David Dobkin, el mismo de las comedias Los rompebodas y Si fueras yo, bien podría llamarse Agosto en el estrado. Como en la adaptación de la obra de Tracy Letts, el punto de partida para el pase de facturas es el reencuentro familiar a raíz de una pérdida, generada en este caso no por la desaparición abrupta del patriarca, sino por la muerte de la madre. Esta situación es la excusa perfecta para el regreso de ese próspero, exitoso y algo pedante abogado que es Hank Palmer (Robert Downey Jr.) a su pueblito natal. Allí quedaron sus dos hermanos y, claro, el padre y respetado juez de la comunidad (Robert Duvall a puro gruñido estilo Eastwood en Gran Torino). Los cuarenta minutos iniciales están dedicados al reencuentro del protagonista con su pasado (primera novia incluida), la puesta al día con sus hermanos (Vincent D’Onofrio y Jeremy Strong) y la exhibición de las primeras rispideces entre padre-hijo. La segunda parte arranca cuando el juez vuelve a casa con el auto destruido y el paragolpes pintarrajeado de sangre la misma noche en la que aparece un cadáver arrollado a la vera de la ruta. Para colmo, el letrado tenía algunos asuntos pendientes con el fallecido. Pero Estados Unidos es, según el film, un país justo y no hay reputación que valga, así que Palmer Sr. pasará un tiempo entre rejas. Salvo, claro, que consiga un buen abogado. Como Hank, por ejemplo, quien mientras comienza a bucear en el caso seguirá embarcado en la aventura de reencontrarse con el hombre que alguna vez fue. Con todas las cartas ya presentadas, El juez cocinará las diatribas familiares a fuego lento y previsible, entre fojas, estrategias y vericuetos legales ante el inminente juicio. Juicio cuya resolución es secundaria, ya que el centro es la contraposición de las visiones sobre el pasado y el presente personal de cada uno de los protagonistas, los fundamentos laborales y los secretos silenciados durante años. Que ambas vertientes convivan sin tirarse de los pelos e incluso con cierta armonía es producto de una narración hecha con oficio y soltura (otra vez Eastwood como referente, ahora como cineasta) y de un elenco lustroso y justísimo dispuesto a salvaguardar la integridad del film evitándole el golpe bajo y la lágrima fácil.