El cauce alterado El viaje de Demián Santander, Julián Borrell y Franco González duraría una semana, tiempo más que suficiente para filmar un documental sobre el trabajo de los artesanos locales. Pero al llegar al Chaco salteño se encontraron con un panorama inesperado: los lugareños cortando la ruta. A partir de ahí, la dupla comienza a indagar en el por qué de la protesta, y descubre que se trata de las consecuencias del Proyecto Pantalón, una obra de ingeniería hídrica realizada en los ’90 con el objetivo de repartir las aguas del rio Pilcomayo entre Argentina y Paraguay. El problema es que en épocas de mayor sequía el caudal se reduce, dejando una parte del cauce argentino seco e impidiéndoles a los sábalos completar su ciclo migratorio hasta los valles bolivianos y a los pescadores locales conseguir el sustento principal de su gastronomía y economía. El trío deconstruirá la historia del proyecto menemista dándole voz a los distintos afectados, mostrando así las consecuencias no sólo ecológicas, sino también la significación cultural para las comunidades Wichí y Weenhayek detrás de la pesca. Más preocupado por el peso informativo que por la forma cinematográfica, Uahat. El padre río negado para sus hijos, visto en la sección Panorama del Festival de Mar del Plata 2013, tiene sus principales méritos en un registro testimonial articulado sobre la base de una coyuntura poco favorable, dándole voz a aquellos que habitualmente no la tienen, mientras buscan una explicación acerca de las motivaciones detrás de iniciativa cuyo beneficio es para unos pocos.
Un vampiro serio... y aburrido ¿Queda algo para contar sobre Drácula después de decenas de películas filmadas a lo largo del siglo y pico de historia del cine? La respuesta es, al menos para Hollywood, positiva, por lo que ahora se despacha con una nueva aproximación a las desventuras del vampiro más famoso con la humilde premisa de mostrar “la historia jamás contada”, tal cual anuncia con bombos y platillos su título. El factor novedoso está en el origen beligerante del personaje, encuadrándolo en el mismo grupo de reescrituras “realistas” de Blancanieves (Blancanieves y el cazador), Hansel y Gretel (Hansel y Gretel: cazadores de brujas) y la reciente –y muy divertida- Hércules 3D. La trama comienza a mediados del siglo XV, cuando el Imperio Turco está en plena expansión y se dispone a quebrar la débil tregua con Transilvania pidiéndole mil chicos para integrar el cuerpo de jenízaros. Vlad, el líder de la comunidad y famoso por empalar a los cadáveres de sus enemigos después de la batalla, dice que no. Pero sabe que la derrota es inminente, por lo que recorre a un vampiro –o algo así- igualito a Lord Voldemort, quien lo convierte en chupasangres, dotándolo además de una serie de habilidades extras, como un odio absoluto, visión infrarroja (!) y la capacidad para desmaterializarse y convertirse en una bandada de murciélagos. Ante semejante delirio, la ópera prima de Gary Shore podía haber desandado dos caminos diametralmente opuestos. El primero era hacerse cargo del absurdo riéndose con él y de él, algo parecido a Abraham Lincoln: cazador de vampiros. El segundo era tomarse en serio todo el asunto mediante una pátina grave y perentoria. Lamentablemente, Drácula: la historia jamás contada opta por esta última opción, construyendo un mundo inconsistente y arbitrario que hibrida la fantasía y la “suciedad” visual de Game of Thrones con la vacuidad de los chupasangres de Crepúsculo. El desenlace deja abiertas las puertas para una secuela. Están advertidos.
La de Darín haciendo de... Darín Pocas películas nacionales pueden definirse con un concepto tan claro y conciso como Delirium, más popularmente conocida como “la de Darín haciendo de Darín”. Efectivamente, la ópera prima de Carlos Kaimakamian Carrau tiene al único cuerpo celeste del star system argentino interpretándose a sí mismo, riéndose, aunque no demasiado, de su figura y de los yeites de la industria. Claro que la idea de circunscribir la totalidad del mecanismo cómico a la reiteración de un único chiste es, con la contada excepción de The Aristocrats, vista aquí en Bafici 2006, una aventura imposible. Más aún si el propio equipo creativo parece embelesado con el fuste del ex galancito, como si confiara ciegamente en que su magnetismo es suficiente para constituir una película artística y comercialmente rendidora. Delirium es, entonces, un cortometraje devenido en largo mediante el mecanismo simplista del estiramiento y la reiteración. Darín haciendo de Darín, y nada más. Kaimakamian Carrau parece haber visto bastante de Judd Apatow y del mumblecore, esa corriente de películas ultraindies estadounidenses centrada en jóvenes generalmente apresados en una adolescencia tardía a los que las cosas no les salen demasiado bien. El primer gran problema surge de la inevitable comparación entre los protagonistas de los exponentes del modelo de base y los de su replicación local: si allí, en general, se construye a pura sutileza y progresión, aquí se lo hace a puro lugar común y aplanamiento, con tres amigotes tipificados por sus rasgos distinguibles: el pajero, el pensante y el nerd/tímido/subnormal. Los tres no tienen un peso y deciden hacer plata fácil... filmando una película. Con Darín, claro, quien acepta después de confundir a uno de ellos con el hijo de un amigo. Filmada a puros primeros planos y recursos visuales más cercanos al formato web que al cinematográfico, Delirium será una sucesión de chistes, en su mayoría fallidos y escasamente sorprendentes, sobre el cine nacional y los avatares de la ficción apócrifa.
Poco más que climas enrarecidos Sudor frío, Penumbra, La plegaria del vidente, Diablo, La memoria del muerto, Malditos sean, Hermanos de sangre, La segunda muerte, La corporación y siguen los títulos. Un repaso por la cartelera comercial de los últimos tres años muestra que la lista de películas de género argentinas está en constante ascenso. Ascenso cuantitativo y cualitativo, ya que desde aquellos primeros trabajos ultraindependientes, presentados en su mayoría a comienzos de la década pasada en el Festival Buenos Aires Rojo Sangre, el avance en términos narrativos y formales alcanzó niveles notables. Basta recordar Hermanos de sangre, cuyo timing cómico la convirtió en uno de los exponentes más depurados –si no el más– de la movida. A un año y medio del estreno de aquel film, su máximo responsable, Daniel de la Vega, vuelve al ruedo con Necrofobia 3D. Claro que las diferencias son radicales, empezando por un desplazamiento de la comedia negra alla Tarantino a un género en el cual De la Vega se mueve con mayor soltura y experiencia –dirigió Jennifer’s Shadow y Death Knows Your Name para el mercado hogareño angloparlante– como es el de terror. Terror clásico y perturbador, pero también, y aquí está la cuestión, solemne. Estrenada en la Competencia Nacional del último Bafici, hecho que sienta una loable jurisprudencia para el cine nacional, y guionada por el propio De la Vega junto a Nicanor Loreti y Germán Val, Necrofobia es el relato de un hombre (Luis Machín) con el trastorno del título que pierde recientemente a su hermano gemelo. El hecho acrecentará aún más las consecuencias del padecimiento retorciendo su cotidianeidad hasta esfumar, cual reversión vernácula de American Horror Story, los límites entre lo real y lo imaginado, entre el pasado, el presente y el futuro. ¿O acaso todo transcurre en la estricta actualidad de una mente lunática? La potencialidad de ese entrecruzamiento cronológico es la jugada más ambiciosa de un film que, como bien reconoció el cineasta en estas mismas páginas, apuesta a la construcción de climas y atmósferas. El problema es que esto va en detrimento del desarrollo narrativo, dejando todo en un medio tono que terminará atentando con la concreción del producto mucho más redondo que su materia prima hacía pensar.
Cuando todo se vuelve un desquicio paranoide El director de Zodíaco vuelve a su tema predilecto, la locura, con una película que logra ser muchas otras a la vez. ¿Cuántas películas hay en las dos horas y media de Perdida? ¿Una? ¿Dos? ¿Cuatro? ¿Decenas? El relevamiento de las clavijas del andamiaje narrativo del opus diez de David Fincher da como resultado una parábola genérica que irá del policial a la comedia negra y de allí al melodrama romántico y al thriller psicológico, para después volver al primero, entrecruzarse con la segunda, saltar al cuarto, acariciar al tercero y concluir, otra vez, con algo parecido a lo segundo. Uno de los ejercicios cinematográficos más desmesurados, ambiciosos e incognoscibles del Hollywood moderno, Perdida goza de un grado de complejidad y sofisticación felizmente impropio de estas épocas de productos serializados e historias rebajadas hasta la simplificación absoluta. Tanto así que cuesta entender cómo hizo Fincher para que los ejecutivos de una major como Fox dieran luz verde a este auténtico desquicio paranoide con el que ahora, primer jueves de octubre, se inaugura, al menos en Argentina, la carrera por el Oscar 2015. Quizá porque saben que Fincher es un cineasta hecho y derecho, un tipo cuyo estilo ecléctico no impide la conversión de cada de sus trabajos –El curioso caso de Benjamin Button es la excepción que confirma la regla– en ensayos sobre las distintas variantes de la locura. Desde su encarnación en forma de obsesión (Seven: Pecados Capitales, Zodíaco) hasta su versión más lúdica y enfermiza (Al filo de la muerte, El club de la pelea), pasando por su puesta al servicio de la inteligencia creativa amparada en un deseo de venganza (La red social, La chica del dragón tatuado), ella es la principal rectora del accionar de los protagonistas fincherianos. Estrenada mundialmente en el reciente Festival de Nueva York y basada en Gone Girl, el best-seller de Gillian Flynn que vendió más de seis millones de ejemplares desde su publicación, en 2012, Perdida redobla la apuesta mostrándola en su esplendor mientras aqueja por partida doble tanto a ese matrimonio digno de publicidad bancaria conformado por Amy (Rosamund Pike) y Nick Dunne (Ben Affleck), como a un entorno social y mediático hostil, carroñero, intolerante, herido de muerte por las consecuencias de una crisis no sólo económica y política, sino también cultural. Es justamente esa cultura regida por el exitismo y lo cuantificado la que no duda en catalogar a la pareja como ideal, entendiendo esto como la confluencia de prosperidad, belleza y felicidad. La perfección es, también, el motivo por el cual todos respingan la nariz ante la noticia de la desaparición de ella justo en la mañana del quinto aniversario de la visita al altar, sin más rastros que algunos signos de violencia en la casa compartida. ¿Secuestro? Eso piensa el marido. O al menos alega pensar: no suena demasiado convincente diciéndolo mientras pasea relajadísimo por la comisaría y sonríe ante las cámaras. Menos aun cuando se devele el incremento de un seguro de vida de ella y una tendencia a la violencia de género de parte de él. Que el marido tenga la cara impertérrita y el físico tosco de un actor con nula expresividad como Ben Affleck es, rara paradoja, un gran acierto en el marco de un film que, a fin de cuentas, tiene a la simulación, la duplicidad y la construcción de un otro –¿alguien dijo Brian De Palma?– como algunos de sus principales temas. La policía, claro, lo mira de reojo, barajando en voz baja la teoría del asesinato. Pero él insiste en la creciente pobreza e inseguridad del barrio residencial de Missouri al que recalaron después de perder sus trabajos en Nueva York. La riqueza hipotecada de la clase media-alta norteamericana contrastada con una marginalidad creciente desde 2008 será uno de los juegos visuales predilectos propuestos por Fincher durante la primera hora y pico, haciendo lucir ese entorno como un suburbio oscuro y ominoso sacado del universo noir de Dennis Lehane. Hasta que... mejor no adelantar demasiado lo que vendrá después, ya que la voltereta argumental pondrá patas arriba todo lo anterior para zarandearlo hasta niveles imposibles. Que todo resulte narrativamente lógico es un porotazo para un Fincher dispuesto a dar clases sobre el manejo del punto de vista, convirtiendo a Perdida en –como sintetizó atinadamente el diario Los Angeles Times– una de Hitchcock hecha después de haber visto mucho Bergman antes de ir a trabajar.
A pesar de todo me siento bien Pasaron ocho años desde el éxito internacional de Once y el irlandés John Carney vuelve a los cines argentinos con una película salida de la misma matriz que aquella pequeña historia romántico/musical exhibida en el BAFICI 2007. Protagonizada por el todoterreno Mark Ruffalo y Keira Knightley, ¿Puede una canción de amor cambiar tu vida?, horrible traducción local del mucho más preciso título original Begin Again, conserva el espíritu indie de su hermana menor, su mensaje esperanzador, la concepción de la música como síntoma y disparadora de situaciones internas. Conserva todo, tanto que el gusto es el de un poco menos de lo mismo. Dan (Ruffalo) no pega una. Divorciado, fumador y bebedor compulsivo, atraviesa una crisis personal devenida en laboral cuando la compañía discográfica en la que trabaja lo despide porque hace años que no descubre un talento. Esa misma noche, por esas jugadas del destino tan habituales en Hollywood, caerá un bar donde oirá a Gretta (Keira Knightley), una letrista y cantante londinense amateur que tampoco la pasa muy bien -está recién separada después de una infidelidad- pero que, al menos para él, es un diamante en bruto. Begin Again mantiene la química melómana y humana entre sus protagonistas de Once, pero deja de lado el tono naturalista y eminentemente urbano que la convertían en un fresco poético-callejero para, en cambio, aportar una mirada estilizada de una Nueva York recorrida por la dupla con el objetivo de armar un disco grabado en distintos lugares emblemáticos de la ciudad. Concebida como una feel-good movie en la que nada podrá salir del todo mal, menos sugerida que su predecesora y más subrayada en sus buenas intenciones, Begin Again se convertirá en una de esas películas amables, disfrutables y felizmente inofensivas que difícilmente molesten al espectador. Los antecedentes, de todas maneras, presagiaban algo mejor.
Un cuerpo vacío, ruidoso e inerte Podrá tenerse todo el dinero del mundo, la tecnología digital más sofisticada, el respaldo de un estudio poderoso como Warner y un grupo de gurúes del arte 2.0 sentados durante cientos de horas delante de un monitor diagramando las mil y una catástrofes, pero el cine sin ideas que interpelen al espectador no es cine: lo importante, la condición sine qua non para que una película despegue de su estatus larval y efímero, es que tenga algo para decir. Bueno, interesante, errado o malo, pero algo. Incluso la voltereta argumental de un tanque hipertrofiado como Transfomers 4: la era de la extinción lo hace, confirmando el arribo oficial del expansionismo chino a la arena de la industria trasnacional del pochoclo. Muestra hedonística de la forma por la forma en sí misma, En el tornado es absolutamente nada. O sí: un cuerpo vacío, ruidoso e inerte que, para colmo, está orgulloso de serlo. Porque en algún momento amenaza con ensayar una mínima conexión con la coyuntura catalogando al encadenamiento de tornados como otra manifestación de un planeta quejumbroso por el maltrato cotidiano, alineándolo así a una secuencia iniciada con Katrina y el más reciente Sandy. Pero el director Seven Quale (el mismo que se había divertido bastante al mando de Destino final 5), rápidamente esconde la mano y vuelve a su insipidez natural, como sabiendo que no, que aquí no hay espacio para un vínculo que trascienda lo visto en pantalla durante breves –una buena, al menos– noventa minutos.
El pasado nos condena Hay muchas películas centradas en el nazismo, pero pocas dispuestas a abordar las consecuencias laterales de su caída. El programa Lebensborn fue creado con el fin de separar a los hijos/as de madres noruegas y oficiales nazis para trasladarlos a Alemania, donde recibirían una educación acorde a su grado de “pureza aria”. El problema surgió cuando, después del fin de la Segunda Guerra Mundial, esos niños quedaron marcados por su origen, convirtiéndose en parias sociales de la nueva era. Dos vidas comienza en 1990, en las postrimerías de la reunificación alemana, época en la que empiezan a aflorar las miserias de la policía secreta. Paralelamente se verá a Katrine (Juliane Köhler), una ama de casa noruega que en su adolescencia supo ser la única persona víctima del programa Lebensborn que logró reencontrarse con su madre (la gran Liv Ullmann). Pero cuando un abogado les pida colaboración como testigos en un juicio contra el estado noruego, se desatapará una olla llena de secretos compartidos y verdades silenciadas. El realizador Georg Maas lleva el relato con paciencia y sabiduría, distribuyendo primero todas las cartas y recién después hilando los distintos cabos, desde los asuntos familiares y la relación con su marido hasta otros laborales que aquí no conviene adelantar. El problema es que la sugestión inicial se convertirá en una larga media hora final de explicaciones (largos flashbacks incluidos) hasta llegar a un final moralista y condenatorio.
Fuimos tu aventura Surgido durante uno de los viajes a Perú y Bolivia del realizador Norberto Forgione como trabajador del área de turismo, el documental De sus queridas presencias propone correrse de la figura mitificada del Che Guevara para rescatar, en cambio, las de aquellos que lo acompañaron en su aventura revolucionaria en Bolivia durante 1967. Así, el también psicólogo social recupera sus historias poniéndoles nombres propios a través de diarios personales, documentos y testimonios de testigos y campesinos locales. Al igual que La huella del doctor Ernesto Guevara, que ponía el acento en su juventud y en sus viajes iniciáticos por América, De sus queridas presencias deja el mito en segundo plano. Lo que importa aquí es el carácter humano no sólo del Che, sino de quienes lo circundaron. En ambos casos, el principal mérito está en la cantidad y la variedad de su información, además del encomiable trabajo de campo realizado (Forgione viajó por primera vez en 1996 y filmó recién en 2011), lo que convierte al film en un relato disfrutable, sobre todo para aquellos ya conocedores de la gesta revolucionaria.
Cuando el guión juega de villano Es sabido que El proyecto Blair Witch fue una de las películas icónicas del cine de terror de las últimas dos décadas. Esto dicho no necesariamente por su calidad, sino por la replicación posterior de su estilo: cámara en mano, relato en primera persona, pátina formal de documental, la fuerza de lo sobrenatural condicionando a los protagonistas y la reutilización de un material supuestamente auténtico, cuya intención inicial no era ser lo que finalmente es, son algunas de las características vistas allí y, desde entonces, en decenas de películas de diverso calibre, con la saga de Actividad Paranormal como referente reciente. En plena era de refritos, secuelas y lisos y llanos afanos, debe agradecérsele a Sin señal su sinceridad para jamás esconder sus intenciones de convertirse en un exponente tardío y argento de esta vertiente del género. Dirigido por el debutante David Sofía, el film sigue a un grupo de filmación (técnicos y un arqueólogo) durante su excursión a una isla alejada de la civilización. El objetivo es rodar un documental sobre una comunidad precolombina. Mejor dicho, sobre cómo y por qué esa comunidad convirtió ese lugar en un terreno de exterminio. ¿La teoría? Debido a supuestas fuerzas extrañas que enloquecían a los visitantes. La idea es, además, usar una cámara para captar todo lo que ocurra detrás de escena. ¿Por qué? Difícil atribuirle una razón dentro de la lógica interna del film, pero lo cierto es que sin esa vuelta de guión no habría película. Las cosas comenzarán a complicarse rápidamente cuando la cámara principal se rompa, quedando la originalmente secundaria como única alternativa. La orden del director es clara: nunca deberá apagarse. Todo predispuesto, entonces, para que comience la cacería. Narrados con solvencia y conocimiento del género, los dos primeros tercios de Sin señal suman situaciones que progresivamente marcarán dislates y quiebres en el grupo y, con ellos, el reposicionamiento de los integrantes en distintos escalafones de poder. Los problemas surgen en la última parte, cuando el film desplace su atención al revelamiento de los mecanismos detrás de lo sobrenatural, poniéndole nombre y apellido a lo que hasta entonces era sugerido. Así, Sin señal termina siendo víctima de uno de los peores villanos del cine de terror de los últimos años. Villano que paradójicamente no está en la pantalla, sino en un guión dispuesto a explicarlo todo.