La verdad en tus ojos Transposición a la pantalla grande del cómic El azul es un color cálido, La vida de Adele (La Vie d'Adèle – Chapitres 1 & 2, Abdellatif Kechiche, 2013) es una obra que perdurará en los espectadores gracias a su intensidad y consagratoria labor de Adèle Exarchopoulos. Pocas veces el cine le permitió a una actriz brillar en cada escena sin perder la esencia del drama que la contiene. Aplaudida en Cannes (en donde la película fue premiada con la Palma de Oro), Adèle Exarchopoulos ofrece con su homónima criatura una pequeña gema de verdad en cada fotograma; como espectadores conocemos sus dudas, sus temores, y, finalmente, el intenso amor que siente por Emma (la igualmente notable Léa Seydoux). Tres horas de duración tiene este film que también consagra al director de franco-tunecino Abdellatif Kechiche, quien con sus dos películas anteriores (Juegos de amor esquivo, L'esquive, 2003; Cous Cous, La Gran Cena, La graine et le mulet, 2007) ya había demostrado una extraordinaria capacidad de observación, además de una finísima dirección actoral siempre a tono con el realismo naturalista. Adèle es una adolescente de clase media baja que admira a la literatura. Su amor por las letras no la ayuda a congeniar con el resto de sus compañeros, de quienes parece no recibir demasiada atención. Tal vez, no podría ser de otra forma; hay un malestar en su mirada, un sopor en su deambular que connotan cierta inconformidad. El beso furtivo que le roba una compañera (apenas un “juego”, no un sentimiento positivo) deviene en desilusión. Pero lo que le pasa con la irreverente Emma es distinto. Un “flechazo” es lo que le produce esa muchacha de pelo azul algunos años mayor, estudiante avanzada de artes que tiene lo que a ella le falta: seguridad. Tras un primer encuentro entre ambas, La vida de Adele posa su cámara en los múltiples momentos de la relación. Tal vez por la frontalidad y registro explícito que las define, las escenas de sexo tuvieron una atención de la prensa un tanto desmesurada. En todo caso, son tan apasionadas y veraces como lo es el film entero; en esas poses amatorias persiste la misma verdad que hay en la forma en la que Adèle posa para ser retratada por su novia, o el modo en el que acaricia su cabello, casi como si la cámara de Kechiche arrancara momentos de la materia biográfica más que construirlos. Es un cine visceral y honesto, que no escatima sentimiento y se despreocupa por los andariveles clásicos del drama amoroso. Y no es que la película no transite todos los estados de una pareja, sólo que su temporalidad está dada por la conciencia y la carnalidad del amor que explora. Y su degradación se impone penumbrosa, al borde de lo insoportable. La vida de Adele es el testimonio de un amor, un relato de iniciación que condensa un tono propio de la mejor tradición del cine francés, la nouvelle vague, con su predilección por los espacios abiertos y urbanos, la urgencia de los planos, la cámara en mano, la visceralidad puesta en escena. De forma solapada también es una mirada sobre la dinámica social en una Francia post-Sarkozi, con sus reclamos estudiantiles y las divisiones de clase. Lo que al principio podía pasar desapercibido tiene un peso definitorio en el derrotero amoroso de la joven: ella pertenece a la clase trabajadora y su aspiración máxima es la docencia en el nivel inicial, Emma le sugiere (¿o le recrimina?) que explote su talento en la literatura con otros fines. En todas sus dimensiones, el film funciona. Y cuando termina, el espectador podrá recordar que su título es episódico. Y entonces restan esperanzas para volver a encontrarse con Adèle en el lugar en donde la vimos brillar.
Una bocanada de aire fresco para la factoría Disney La película animada número 53 de Disney es una transposición de un relato de Hans Christian Andersen. Supervisada por John Lasseter, Frozen, una aventura congelada (Frozen, 2012) tiene varias marcas clásicas de Disney y marca un pico en la calidad técnica de la productora. Las hermanas Anna y Elsa viven una infancia plácida junto a sus padres, reyes de un reino próspero. Pero las cosas comienzan a complicarse cuando Elsa no puede dominar sus poderes innatos; jugando con Anna la daña involuntariamente. Obligada a mantenerse entre las sombras, nunca dejará de extrañarla. El tiempo pasa y los padres mueren en un accidente. Entonces, Elsa tendrá que aplacar sus propias fuerzas para asumir el mando real. Frozen, una aventura congelada tiene algunas singularidades, no obstante no subvierte las marcas de fuego de Disney. Están los números musicales (alguno que otro siempre antojadizo), el humor físico, el personaje-cómico-entrañable, la orfandad. Pero aquí el relato cobra peso al centrarse en el elemento ambiguo; la dualidad interna que doblega a la reina electa y, en consecuencia, la imposibilidad de nominar al Mal. Claro que se trata de un film para niños y no tardará en revelarse un “villano” que, otro mérito, durante la primera hora creíamos como parte “de los buenos”. Con un notable trabajo técnico (orientado seguramente por la mano del gran John Lasseter), Frozen, una aventura congelada es una digna competencia para los productos con la firma de Pixar, esa máquina de sueños proveedora de clásicos contemporáneos como Ratatouille (Brad Bird, 2007) o Wall-E (Andrew Stanton, 2008). Algunos pasajes abundan en pintoresquismo, pero la nieve cobra sentido psicológico en el desarrollo de las dos heroínas. Por su oscuridad, hay un leve alejamiento del tono naif que caracteriza a los productos de Disney, que de todas maneras no implica una “traición” para el público de menor edad. Párrafo aparte merece la inclusión del cortometraje Mickey Mouse: Get a horse, dirigido por Lauren McMullan. Se trata de un relato que comienza como una cinta de la época del ’20, con Mickey y otros personajes enfrentados al malvado de turno. En determinado momento -3D mediante-, todos saldrán de la pantalla y pasarán del blanco y negro al color; Se sucederán una serie de gags cómicos. Una idea sencilla, sí, pero que en su proyección entusiasmó a los grandes y chicos por igual.
Dividiendo aguas Dirigido por Nadav Lapid, Policeman (2011) se alzó en 2012 con el premio mayor del BAFICI despertando la polémica. Un film, que al igual que su estructura narrativa, viene a dividir las aguas y abrir un debate. Policeman expone con un registro explícito parte de la violencia institucional de Israel. Partida en dos, la primera parte se concentra en el policía del título, que está a punto de ser padre e intenta, junto a otros colegas, despegarse de un caso de gatillo fácil. Es interesante cómo el realizador Nadav Lapid concentra la composición del personaje en el tratamiento sobre lo físico, ya sea mostrando su erotismo a flor de piel, la relación tribal entre sus pares, y –finalmente- cierta “elementalidad” que bloquea la reflexión y opera como una conducta automática frente a la violencia. Que, en el fondo, lo termina construyendo como otro violento más dentro de una sociedad que rehúsa dialogar. En la segunda parte, Policeman apela a la concreción de un secuestro perpetrado por un grupo de jóvenes idealistas, que buscan mediante las armas generar conciencia social. El final, previsiblemente, une ambos bando. Es indudable la capacidad de Nadav Lapid por generar una justa dosis de tensión, pero el maniqueísmo en la construcción del bando anárquico es un tanto exasperante. Por otra parte, aquí no se trata de terroristas árabes, sino de israelíes contra israelíes: un punto de partida que sí es interesante. Policeman dividirá las aguas e invitará a la polémica. Bienvenida sea.
La lucha aún continúa Ulises de la Orden (Tierra Adentro, 2011 y Río arriba, 2005) documenta en Desierto verde (2013) la lucha de un pueblo afectado severamente por el uso de agro-químicos; el puntapié para una reflexión de aristas más complejas. La cadena alimenticia es un proceso presente en la vida de todo ser vivo. Desde una perspectiva cultural, es un proceso complejo y tiene connotaciones políticas. Desierto verde parte del juicio que le iniciaron los damnificados de Ituzaingó, un pueblo cordobés, a los responsables de haber regado amplísimos campos de soja con peligrosos agromíquicos. Tan peligrosos que produjeron varias enfermedades (todas ellas muy graves), además de la muerte de un considerable número de personas. Pero, poco a poco, Ulises de la Orden amplía el panorama y pone en imagen una complejísima red económica, biotecnológica y política. Su trabajo hace foco en los modos de consumo de nuestra modernidad y las terribles consecuencias que generan cuando le dan la espalda al bienestar en pos de la rentabilidad. Desierto verde, en sus concisos 85 minutos, despliega merced a un riguroso montaje (no confundir con "efectista") una cantidad de voces que representan todos los estadios en la producción y los procesos de industrialización utilizados para la explotación de la soja, el "boom" económico de varios países (entre ellos, Argentina). Aparecen empleados gubernamentales, agentes educativos, militantes ecologistas, científicos. Un gran acierto: todos ellos de primerísimo nivel y de distintas procedencias. Si la concisión en los noticieros suele estar marcada por la fácil rotulación y el mensaje unidireccional, aquí se informa al espectador y se lo prepara para que él mismo analice el tema en cuestión. Impacta el dolor generado en el pueblo afectado, tanto en el juicio como en las secuencias de la vida cotidiana, y es indudable que no podría ser de otra forma. El realizador se cuida de no exponer pornográficamente el drama de estas personas y elige a modo de sinécdoque un grupo representativo de testimonios y, en especial, la historia de una niña que tuvo cáncer pero que -como advierten los médicos- tal vez pueda volver a enfermarse "mañana o en veinte años". Como antecedente mencionamos El mundo según Monsanto (Le monde selon Monsanto, 2008), otro implacable trabajo. Aquí, Marie Monique Robin (escritora del libro homónimo que antecedió al documental) aporta su mensaje. Tanto aquel film como éste ponen el acento en la avaricia de un sistema mucho más grande que rige el destino de la humanidad. Y ofrecen una nueva perspectiva de cambio, para que la alimentación mundial realmente sea un derecho respetado.
Blanco y negro El documental de Alcides Chiesa y Carlos Eduardo Martínez contrapone testimonios actuales sobre los centros clandestinos de detención y segmentos televisivos de archivo de la última dictadura cívico-militar. Desde la restauración democrática, el cine documental ha cumplido un aporte fundamental a la hora de pensar las causas y consecuencias de la última dictadura. Algunos notables ejemplos han hecho foco en la apropiación de bebés y sus consecuencias históricas (Nietos (Identidad y memoria) (2004), de Benjamín Ávila), mientras que otros construyeron una mirada más general (con rigor en ambos casos). Dixit (2013) toma una premisa interesante: centrarse en los centros clandestinos de detención a partir de personas que estuvieron detenidas allí o sus familiares y, al mismo tiempo, contraponer esos testimonios con los archivos audiovisuales de los programas informativos de aquel período. A partir de una serie de capítulos (cada uno de ellos, sobre un espacio en particular), Chiesa y Martínez se detienen en la voz de una o dos personas, lo que le permite al espectador conocer sus vivencias sin interrupciones molestas. El formato eminentemente televisivo (planos estáticos y algunos elementos sonoros altisonantes) permite ese contacto “directo”, pero al mismo tiempo la contundencia (ya no histórica, sino estética) se resiente un poco. Uno de los méritos de este trabajo es federalizar su tema; hay capítulos que transcurren en Buenos Aires, pero otros en Tucumán o Neuquén, por ejemplo. A diferencia del citado caso de Ávila, los realizadores no eligen un solo núcleo temático más allá de la contraposición que hemos apuntado. El desarraigo, los mecanismos represivos, la psicología de las víctimas y los victimarios, la apropiación de niños, el rol de la Iglesia y el empresariado; algunos de los temas que aparecen en los testimonios. Como es de esperar, los hay duros; pero en la voz de sus protagonistas cobran un sentido histórico, único. Sin golpes bajos (si hay golpes, son las lógicas emociones que se pueden desprender de una anécdota dolorosa), Dixit no alcanza un rigor técnico-estético sobresaliente, pero sí es valiosa la forma en la que en un único trabajo se aúnan pasado y presente sin perder emotividad. Particularmente valioso es el material de archivo, sobre todo aquel que revela la complicidad de algunos altos sectores de la Iglesia (el deleznable Monseñor Bonamón, por ejemplo), o los pasajes que muestran la perspectiva del Mundial del ’78 por fuera del periodismo deportivo. El capítulo final recupera la figura de Julio López y su testimonio –crucial-, que sirvió para condenar a cadena perpetua a Miguel Etchecolatz. Dixit se transforma, minuto a minuto, en un fresco generacional que se proyecta hacia el futuro. Suena a lugar común, pero cuesta no decir que este es un trabajo de visión obligatoria.
Delirium Tremens Los quiero a todos (2012) es un interesante fresco generacional de los de “treinta y pico”. Gracias al trabajo de un grupo de sólidos actores con experiencia teatral, el realizador Luciano Quilici expone en una serie de viñetas los vaivenes emocionales de un singular grupo de amigos. Dado que se trata de una transposición de su propia pieza de teatro, hay un fuerte vínculo con lo teatral en la propuesta de Quilici. Una cualidad que suele apuntarse como defectuosa cuando se analiza un film, pero aquí se trata más bien de una virtud. Una serie de ajustes en el procedimiento cinematográfico traza en Los quiero a todos un puente con lo eminentemente teatral, pero que en vez de jugar en contra de la narración de cine le aporta un extrañamiento funcional. Algo así ocurre en algunos films de François Ozon (Gotas que caen sobre rocas calientes, 1991; 8 Mujeres, 2001) o de Alain Resnais (Corazones, 2007), por citar dos casos más o menos recientes. Con una cantidad de secuencias que en su mayoría involucran a pocos personajes y que desarrollan diálogos en su mayor parte descriptivos (también, claro está, hay otros en función de la progresión dramática), Los quiero a todos se interna en las vivencias de unos amigos que se conocen desde hace muchos años. Está el que intenta, en medio de la reciente pérdida de sus padres, iniciar una extraña relación con su mucama; el neurótico al que lo seduce una bonita y dulce muchacha con la que no logra liberarse de su conducta apática. También está la joven que tiene frecuentemente sexo casual, pero que no puede paliar su angustia. Tal vez, el mejor amigo de esta chica (obsesionado con reemplazar a su padre) pueda ayudarla. Y en medio de ellos deambula una pareja en estado de fragilidad, por los trillados reproches de él, bastante alejados de lo que piensa y siente su mujer. Todos estos conflictos serán ampliados y/o contrastados en lo que parece una mini-vacación en una casona, motivo para que los amigos –a la manera de un drama chejoviano- den rienda suelta a una serie de diálogos anodinos y a la vez cargados de tensiones solapadas. Diálogos que, por otra parte, hacen gala de un humor muy bien jugado por el elenco. Sería injusto destacar a alguno o algunos, pues todos ellos le sacan brillo al rol que les tocó asumir. A la filiación con el drama de Chejov en los diálogos, también podría sumarse la pertenencia burguesa de los personajes, que –acorde a los tiempos que vivimos- transitan su cotidianeidad con cierta frivolidad y conductas de “eterna adolescencia”, cualidades que lejos de transformarlos en personajes maniqueos los hacen más contemporáneos. Por fortuna, persiste en ellos un dejo de ternura que, aún en la estupidez con las que en varias oportunidades proceden, los hace queribles y por lo tanto proclives a la identificación con el espectador. Los quiero a todos tiene algunos momentos mejor logrados que otros, pero la propuesta de Quilici gana por su concisión (dura 75 minutos), y por ciertas libertades que se toma (una secuencia coreografiada) y se integran a este fresco generacional de forma orgánica.
Conduciendo a Sadie Starlet (2012), película de Sean Baker conocida en el festival de Mar del Plata y el BAFICI, está centrada en la particular relación que se establece entre una joven de 21 años y una anciana de mal carácter. Si leyéramos un sintético argumento de Starlet (de esos que aparecen en las grillas de programación y tienden a ser “gancheros”) posiblemente no nos imaginaríamos la película que en efecto es. Sobre todo, porque tal síntesis argumental señalaría que Jane y Sadie son distintas, claro. Muy distintas. Y la construcción de relatos sobre la base de personajes disímiles ha dado una gran variedad de films que, en muchos casos, son comedias pasatistas o lisa y llanamente anodinas. Pero esta película supera esa medianía, en gran parte porque su aparente liviandad está dada por la luminosidad de Jane. La diferencia está dada porque esa misma luminosidad de Jane es la que hace de su encuentro con el otro personaje un motivo de fricción que enriquece nuestra mirada sobre ambas. Starlet comienza con un equívoco. La malhumorada Sadie le vende a Jane un jarrón, en una de esas ferias de garaje que hemos visto miles de veces. Lo que ignoran es que dentro de ese jarrón hay 10.000 dólares. Hasta que, claro, la muchacha se da cuenta. Y comienza a gastar, en lo que se supone gastaría una muchacha de su edad. Pero Jane es, además de “una muchacha de su edad”, una aspirante a estrella porno. Y es un mérito que la película haga de esa cuestión un hecho más, que no tematice al respecto, que tan sólo ingrese a su ambiente como si fuera lo más cotidiano del mundo. Porque para Jane es eso: un universo cotidiano. Con bastante culpa, la chica se acerca a la anciana para brindarle su ayuda. Siempre tensa, distante, finalmente Sadie accede a que la lleve a su auto para hacer las compras. Otro mérito de la película: adosar a la naturalidad de Jane (jamás asociada a un “naturalismo”) una serie de diálogos ingeniosos que nos revelan más de las dos mujeres. De esta manera, la relación se hará cada vez más cercana y ya nada será igual. Esa personalidad lozana, desaforada y encantadora de Jane parece una metonimia del Valle de San Fernando, uno de los sitios más “buena onda” que el cine independiente norteamericano nos ha dado recientemente. Dentro de esa órbita, la pátina demodé del salón en donde Sadie juega al bingo, o el improvisado set de filmación en donde Jane es filmada teniendo sexo (entra y hace lo suyo, como una adolescente que entra a un local a vender hamburguesas), son ampliaciones de una ciudad que parece una locación de los videoclips de los Beach Boys. Si la película vira hacia un terreno más emocional (con un final “sorpresivo”) sin traicionar ese tono liviano, el mérito está dado esencialmente por la inmensa presencia cinematográfica de Dree Hemingway (señalada mi veces como la biznieta del famoso escritor). La labor de Besedka Johnson, la actriz no profesional que interpreta a Sadie y murió poco después de terminar la filmación, no es menos importante, pues en la tesitura y apatía del personaje consigue generarnos ternura. Ternura, ese sentimiento que el cine pocas veces representa sin sensiblería. Como en Starlet.
Yo te vi Gustavo Fernández Triviño construye en De martes a martes (2012) un relato tenso, por momentos exasperante, acerca de un hombre de pocas palabras que una noche es testigo de un hecho deleznable. Juan Benitez (Pablo Pinto) es el empleado de una fábrica y padre de familia al que le gusta ir al gimnasio. Esta actividad produjo que su cuerpo se agigante, cualidad que es apuntada por su jefe y compañeros con una actitud socarrona, hiriente. Al aspecto físico se suma una personalidad parca, tímida, que hace de Juan Benitez un receptáculo de más burlas. Pero, estoicamente, el hombre “resiste”, casi como si los que se ríen de él fueran una de esas pesas que usa en el gimnasio y que no hay que dejar caer. El realizador trabaja en el primer tercio de la película por acumulación. No sólo se toma su tiempo para mostrarnos lo que debe padecer Benítez (en su casa, a decir verdad, lo espera una buena esposa y su pequeña hija), sino también para construir ese entorno eminentemente masculino y suburbano que lo rodea. Hay algo seco, degradado, en ese ambiente, potenciado por una banda sonora que elimina toda candidez. Esta estética es un muy buen punto de partida para delinear el universo inmediato de Benítez, en el cual irrumpe –casi como un ritual- la presencia cotidiana de una joven y bella kiosquera que le vende las golosinas para su hija. Una pizca de simpatía en un mundo que carece de ella. Una noche, tras trabajar unas horas extras, Benitez ve cómo un cliente del kiosco al que ya se había cruzado (Alejandro Awada) lleva a la joven hacia un terreno y la viola. “Sé donde trabajás y con quién vivís”, la amenaza. El testigo sigue al violador y anota el número de su patente, el dato que empleará para llegar a su identidad y, más adelante, poder sacar partido (económico) de ella. ¿Por qué, con tamaño cuerpo, no intentó frenarlo antes de que cometiera tal acto aberrante? ¿Por qué, si el miedo lo frenó, al menos no asistió a la chica inmediatamente después de ser violada? Hábil narrador, Triviño sólo pondrá en palabras de Benítez (posiblemente) a estas respuestas cuando la situación pase al territorio familiar. Una escena en la que lo vemos dialogar con su esposa, pero no escuchamos lo que le dice. A partir de ese momento, la película es más incómoda aún en términos ideológicos. Puesto que si todo el mecanismo narrativo apelaba a que el espectador se identifique con Benítez, ¿seguirá pasando lo mismo luego de todos estos hechos? Que, por otra parte, ocurren bien avanzado el relato. Película más mental que física, desestabilizadora, De martes a martes logra mantener en vilo al espectador. Mucho suma la sobria pero contundente labor de Pablo Pinto. Es una película abierta a la polémica y –además- una interesante carta de presentación para su director.
El mundo (y yo) Las razones del corazón (2011), de Arturo Ripstein, es una adaptación de Madame Bovary, célebre novela de Gustave Flaubert. El guión de Paz Alicia Garcíadiegoo ofrece una lectura audaz de Emma (aquí, Emilia), aquella mujer cuyo idealismo hacía que la realidad le resultara más asfixiante. Hacía mucho tiempo que en la cartelera de Buenos Aires no se estrenaba una película tan claustrofóbica, tan concentrada en la mente de un personaje replegado en sus propios conflictos. Las razones del corazón es, antes que nada, una lectura, no una mera transcripción (lo que resultaría por demás tedioso y fallido) de Madame Bovary, novela en donde el malestar palpitaba página a página. En Emilia, la Emma de la película, percibimos que esas falsas bocanadas de esperanza ya están casi extintas, y lo que sobreviene es un penoso recorrido circular por las obsesiones que sellaron el destino de la criatura. Emilia (notable trabajo de Arcelia Ramírez) es un ama de casa que tan sólo desea encontrarse con uno de sus vecinos, un músico cubano. Casi como si éste le inyectara vida, deambula en su descuidado departamento hasta que llega la tarde y escucha el saxofón (su saxofón), cual canto sirenaico que mixtura melancolía y sensualidad. Pero él le pide racionalidad, al menos la necesaria para entender que lo de ellos tan sólo fueron encuentros sexuales, y que hay un marido y una hija que la esperan en su hogar. Racionalidad; nada más distante en la atribulada mente de Emilia. Ella demanda, ruega casi como una devota frente a su deidad, suplica y, al mismo tiempo, se autodestruye. Tamaño cóctel no podría más que devenir en tragedia. Pero mientras que en Flaubert el pasaje hacia la aniquilación nos resulta (más hoy en día, encapsulado en la lectura “realista”) apenas una notación significativa, aquí Garciadiego y Ripstein traducen la existencia de Emma como un melodrama sumamente degradado, sí, pero melodrama al fin. Si la pasión del amante está extinta, tampoco el marido marca autoridad y reclama explicaciones. Así, el universo melodramático de Emilia persiste en un infierno cotidiano en donde la única que parece tener una idea de su dimensión es la pequeña hija, capaz de reclamarle una maternidad más “normal” con un discurso conmovedor y angustiante. Ripstein consigue arrancar momentos de profunda verdad en esos encuentros, una verdad casi ontológica que hace del cine su forma y contenido. Nada más acertado, entonces, que el implacable blanco y negro que nos distancia del relato, y el plano secuencia que envuelve al recorrido de la protagonista en un manto de obsesión y perdición en donde los otros (un vecino lascivo, una portera que parece una bruja) no agregan más que malestar. Además de la hija, no menos fundamental es el rol del marido; nimio, cabizbajo, tan derrotado económicamente como su mujer (que ha malgastado el dinero en lujos vacuos para su amante y ahora está en serios problemas). Los gestos más tiernos llegarán a través de sus dichos y acciones. Que, claro está, aquí sólo pueden percibirse como trillados pero no por ello pierden su costado más humano.
Una paternidad que se construye sobre ruedas Road July (2010) fue rodada en Mendoza, de donde es oriundo su director, Gaspar Gómez. Se trata de una road movie centrada en el vínculo entre una nena de diez años y su padre, que acaba de conocerla. Tras haber tenido una calurosa recepción en su provincia, el film se estrena en Buenos Aires. Santiago (Francisco Carraso) recibe una noticia que no esperaba: una mujer que fue su pareja murió seis meses atrás. La actitud que demuestra frente a la hermana de aquella no parece ser de demasiada congoja. Apenas un lamento, tal vez, por cortesía. Pero, por más superficial que haya sido aquella relación, hay otra noticia que deriva de la primera y esa sí lo afecta: existe una niña llamada July (Federica Cafferrata) de diez años; su hija. Al borde de un viejo Citroën descapotable, Santiago acepta llevarla a la finca de su abuela (Betiana Blum) por pedido de la tía de July, con quien vivió hasta ese momento. El enojo de su pareja, quien cree que “le quieren meter una hija”, tampoco lo altera demasiado. A esa altura, asumimos que no se trata de un hombre con grandes motivaciones. ¿Podrá gestarlas durante el viaje? Road July nos recuerda a De Caravana (2011), película cordobesa de Rosendo Ruíz. Ninguna de las dos hace de sus topografías un panfleto publicitario. Por el contrario, la procedencia y la geografía se transforman en presencias dramáticas, espacios en los que es posible encontrar una dialéctica entre lo que los personajes vivencian y el espacio en sí mismo. En el film de Gómez esa soledad en la ruta mendocina funciona como un disparador del diálogo, sumada a lo que le aporta el género de la road movie: mucho por transcurrir, mucho por decir. En medio del silencio, Santiago y July se conocen entre sí y a sí mismos. Y para desarrollar ese vínculo, en mucho colabora la versatilidad gestual de los intérpretes, tan entrañable como la de los actores de aquellas Historias mínimas (2002) de Carlos Sorín. Si el tono naturalista que le impone el realizador al relato es un acierto, su reverso lo llevará hacia el territorio de lo superficial, tanto en algunas actuaciones como en la construcción de secuencias humorísticas. La novia aparece como la “típica” histérica, la madre (Mirta Busnelli) como la “típica” mamá entrometida. Los personajes secundarios que, como es de esperar, aparecen en la ruta, están bien construidos. No obstante, algunos apuntes humorísticos no son demasiado sutiles, como cuando el padre se enfrenta a unos policías cuando pretende dormir en un hotel con la nena y deslizan “Che, Pinochet, ¿vos venís seguido a este hotel?”. Es destacable la labor de la amena banda sonora, y de la fotografía de Máximo Becci y Andrés Fontana. Road July es una bienvenida apuesta mendocina que llega a buen destino. Tanto para el padre y la hija, como para los espectadores.