Los caminos de la vida La cuarta película de Sofía Coppola se centra en el drama existencial de un joven actor de Hollywood que, al tener que cuidar a su hija pre-adolescente por unos días, profundiza su crisis. Con una rigurosa puesta en escena, Somewhere, en un rincón del corazón (2009) remite en varios aspectos a la breve pero consistente filmografía de Coppola. Nadie podrá decir que Sofía Coppola no ocupa un lugar de privilegio. Más allá de ser la hija de uno de los realizadores fundamentales del cine mundial, ha sabido conseguir su propio lugar con cuatro películas que abordan temas complejos y al mismo tiempo, vistas en perspectiva, dialogan entre sí. Su ópera prima, Las vírgenes suicidas (The Virgin Suicides, 1999), pre-anuncia esa suerte de melancolía cool que aparecerá en Perdidos en Tokio (Lost in translation, 2003) y María Antonieta (Marie Antoniette, 2006). En su cuarta obra la realizadora vuelve sobre la crisis existencial, esta vez en un treinteañero que carga con su angustia en soledad y deambula de un lado a otro sin un rumbo demasiado claro, como queda ejemplificado en la contundente secuencia inicial. Vemos a Johnny Marco (Stephen Dorff) girando en una ruta desierta, hasta que desciende de su auto y su mirada queda suspendida, alejada de toda materialidad circundante. En esa suerte de limbo se sostiene buena parte del relato, y el final dejará abierto un interrogante. En el medio, la sorpresiva llegada de su hija Cleo (Elle Fanning, hermana de la más conocida Dakota) pondrá entre paréntesis parte de esa vida rutinaria y abúlica que el actor lleva en el mítico hotel Chateau Marmont de Los Ángeles, en donde ni las fiestas tienen encanto ni el sexo puede ofrecer algo más que una efímera satisfacción. Uno de los aciertos del film es la química que se produce entre Dorff y Fanning, inmejorables en sus roles. De la misma manera que la dupla Johansson-Murray era el eje en Pérdidos en Tokio, aquí nuevamente cada personaje se sostiene por su propio mundo y por el vínculo que establece con el otro. Y es en esa relación en donde está lo mejor de Somewhere: la secuencia con los helados en el lujoso hotel de Italia, o los diálogos en medio de los viajes, esos que ponen en evidencia la distancia irremediable que hay entre padre e hija. No por nada son lugares de tránsito, “no-lugares”, espacios que complejizan y dejan al descubierto el vacío personal de Johnny Marco y la necesidad de un progenitor por parte de Cleo. Menos logradas, en cambio, son algunas secuencias en donde pareciera que la realizadora se olvida del valioso material que tiene en sus manos y se entrega a la parodia gratuita, como aquella secuencia en donde el actor es homenajeado en Italia con un patético baile. No es que la situación no funcione, pero suena a un golpe de efecto que desestima lo que hemos visto hasta entonces. Los grandes momentos de esta historia se imponen sobre los otros. Se trata de una película “de situación”, en donde el tratamiento de los tiempos muertos y las acciones que bordean el absurdo construyen al mundo del personaje y lo definen, como un espiral que gira sobre sí mismo pero que con cada giro nos acerca al drama en cuestión. En otra situación lograda, Johnny contrata a un par de strippers-delivery que llegan a su cuarto y hacen –ver para creer- el baile de caño menos sensual del mundo. Verlo al actor en el primer baile es gracioso y patético, verlo en el segundo baile es también conmovedor. Somewhere tiene mucho de dèja-vu, de fórmula transitada. Pero es también la constatación de que hay una “autora” que tiene mucho para decir del mundo que vivimos. Y estilo para contarlo.
Un mal paso Primera incursión del gran Clint Eastwood en el género fantástico, Más allá de la vida (Hereafter, 2010) resulta una película fallida. El realizador no logra imponer el dramatismo que tienen sus grandes films y a los pocos minutos de metraje el guión muestra el maniqueísmo y las resoluciones arbitrarias que no cesarán hasta el final. Es paradójico que la productora de Eastwood se llame Malpaso y haya dado obras como Millon Dollar Baby (2004) o Gran Torino (Big Torino, 2008). En su último trabajo, el octogenario realizador parece haber tomado ese nombre de manera literal. Decir que Más allá de la vida es una mala película es una exageración. Pero cuesta creer que su director sea el mismo que en una prolífica obra hizo del clasicismo narrativo el camino más noble para construir emociones sin subestimar al espectador. El guión de Peter Morgan (La reina, The queen, 2006) tampoco ayuda demasiado. El relato comienza con una lograda secuencia en donde vemos cómo una periodista francesa, Marie, (la belga Cécile de France) es arrasada por un tsunami, el mismo que hizo estragos en el Océano Índico en el 2004. La joven muere por unos segundos (o al menos eso parece ocurrir) pero “vuelve” a la vida. De allí en más se interesará por el más allá, aún cuando ese interés la aleje de la fama y la aprobación del medio de la que antes gozaba. Simultáneamente, el relato muestra la actual vida del empleado portuario George Lonegan (Matt Damon), un treinteañero que en el pasado se dedicaba a establecer contactos con los antepasados de las personas, hasta que decidió ponerle punto final a ese trabajo por “ser una condena, no un don”. Por último, asistimos a la desdichada vida de un pre adolescente inglés (Frankie McLaren, dentro de lo mejor del film), hijo de una adicta al alcohol y las drogas que pierde a su querido hermano de forma trágica. Tamaño cóctel de traumas y desdichas no implican un tratamiento maniqueo per se, pero sí lo facilitan. Y ese es el camino que toma el relato, que explota al máximo los infortunios de sus protagonistas y que previsiblemente los junta al final. Es llamativo que una película que busca reflexionar en cada secuencia sobre la muerte no tenga nada original para decir sobre ella. Tanto Marie como George tienen esas “visiones” con las que deben lidiar, la primera con entusiasmo y al mismo tiempo temor, el segundo con más hastío que sensación de bienestar. A tono con las fábulas morales de Alejandro González Iñárritu (Amores Perros, Babel), Más allá de la vida explora otras culturas pero no encuentra nada significativo en ellas, como si el salto cartográfico fuera tan sólo una excusa para repetir que “la muerte es igual para todos”. La película no “fluye”, carece de timming. En el camino, coquetea con el romance (de George y una compañera de un curso de cocina) y el drama social (en el caso del chico, finalmente adoptado de forma temporal). La sub-trama más convincente es la de la francesa Marie. En primer lugar, es la menos previsible, la más justificable en relación al vínculo entre el personaje y el contexto. Marie es una espectadora pasiva al comienzo, del drama de los demás y poco a poco de su propio drama interno. Su vida perfecta se cae a pedazos, y desde las ruinas busca indagar en su destino mediante la escritura de un libro que finalmente le devuelve el reconocimiento de los demás. Cécile de France es una buena elección de casting, con unos planos sostenidos en su mirada basta para comprender su incertidumbre. Y no es que el resto del elenco no “cumpla”. Más allá del guión, Eastwood no ha podido imprimirle a la historia la tensión necesaria para que el interés no decaiga, con secuencias que oscilan entre el tedio y la congoja gratuita en poco más de dos horas que se hacen tan eternas como la muerte. Esperamos el próximo proyecto del director, una gloria del cine que todavía tiene tela para cortar. Se trata de una película basada en la vida del controvertido J. Edgard Hoover, ex director de la CIA. Al fin de cuentas, el viejo Clint mantiene intacta su lucidez y lozanía. Un mal paso… no es caída.
El mundo de los otros El realizador de Las trillizas de Belleville (Les triplettes de Belleville, 2003) vuelve a sumergirse en el inspirador mundo de Jacques Tati, esta vez no sólo desde su despliegue visual. También lo hace a través de un guión inédito de 1956 que lleva su firma. El ilusionista (L’Ilusioniste, 2010) está teñido de un tono melancólico que aumenta con el correr del metraje. Este film animado, hecho con un exquisito diseño de arte, sigue el itinerario del mago Tatischeff, quien nos introduce a un pasado en donde el espectáculo de varieté comenzaba su declive. Nuevas expresiones artísticas como el rock and roll cobraban mayor impacto. Tratando de sortear este contexto, el hombre sale de gira en búsqueda de los espectadores perdidos. En Escocia conocerá a una introvertida joven, Alice, con quien lo unirá una relación cercana a la paternidad, vínculo que a ella le permitirá conocer una realidad hasta entonces ignorada. Si la muchacha tendrá una experiencia positiva, en cambio Tatischeff se las tendrá que ver con un destino más adverso, haciendo frente a las penurias económicas con su humilde acto y un irreverente conejo blanco a cuestas. En su anterior film, Chomet se metía en el mundo del espectáculo desde un lugar más lateral y cómico. La comicidad de El ilusionista sigue siendo eminentemente física, pero esta vez ha cedido en lugar de un relato más íntimo y melancólico. En ese sentido, el guión oscila entre la descripción del contexto artístico que le cierra las puertas al mago y la relación de éste con la chica y de la chica con el mundo urbano, en donde conviven la frivolidad y el excentricismo, pero también la posibilidad de encontrar el amor. La película es un testimonio de lo que ha sido y nunca más será, pero gracias al personaje de esta muchachita tímida, abre el camino hacia las nuevas generaciones desde un punto de vista menos dramático y pesimista. La película casi no tiene diálogos y en cuanto a su estética se destaca una pátina de colores ocres, justa elección para una historia que rememora la filmografía de un maestro del cine como lo es Tati, hacedor de varias joyas (Playtime de 1967 o Las vacaciones del señor Hulot, Les vacances de M. Hulot, de 1953). Por momentos el justo homenaje pareciera restarle autonomía a la película, concentrada, como dijimos, en la tríada compuesta por Tatischeff, Alice, y las nuevas condiciones culturales. No es muy lógica dentro del universo del film la inclusión de un par de secuencias hechas con tridimensionalidad, dado que –justamente- gran parte del atractivo de El ilusionista está relacionado con la “vieja escuela” de animación. Pese a ello, es muy apreciable observar cómo Sylvain Chomet vuelve a visitar a la escuela de cine cómico mudo en general y el cine de Tati en particular, proponiendo nuevos temas y potenciado su destreza en la animación. El ilusionista resulta una bienvenida mirada hacia el mundo del espectáculo de antaño, la vida en las ciudades y la transformación de los hombres en su contacto con otras realidades, temáticas contadas con melancolía y pura belleza visual.
Memoria de familia A través de una filmografía pequeña en torno a su producción, pero grande en cuanto a los sentidos que despliega, Gustavo Fontán ha ido gestando una poética en donde la imagen y su registro es un tema central. Con esta nueva película indaga en la memoria de su propia familia a través de la obra de su abuelo, el poeta Salvador Merlino. Ya en El árbol (2006) Fontán se sumergía en una eterna pregunta: la de la herencia. La posible desaparición de un árbol le servía para reflexionar sobre la fragilidad de la vida y la persistencia del recuerdo. Recuerdo -claro está- fragmentario, incompleto. Un tema ampliado en su nueva obra, que emerge del encuentro con los tomos de la obra que le da título al film, que estaban en prensa en el momento del fallecimiento de Merlino. Si en su película anterior, La madre (2009) el realizador trabajaba la imagen desde un manierismo casi pictórico, aquí apuesta por la saturación, la mixtura de formatos, la cámara en mano. A tono con su estética, sus padres, su hijo y él mismo deambulan por la película, rememorando y trayendo al presente la biografía y obra de este artista. Hay una voluntad verista en la aproximación del registro cotidiano, en donde el trabajo con la banda sonora resulta crucial. Pero Fontán impregna a su nuevo relato de una atmósfera fantasmagórica, cargada de sentido a través de la ausencia. ¿Qué vínculo entre la obra y la vida de su abuelo se puede desplegar en el anecdotario familiar? ¿Qué sucede cuando este vínculo produce confrontaciones ya no entre los que se fueron, sino entre los que quedaron? En un momento decisivo, los puntos de vista de sus padres se bifurcan, y entran en escena Adriana Aizemberg y Lorenzo Quinteros para continuar con la indagación. En este juego de presentaciones y representaciones hay mucho del Godard más anárquico (si se me permite el parangón político) y de la obra (la literaria y la cinematográfica) de Margarita Duras, en cuanto a la exploración obsesiva de cómo la producción de sentido de la historia y de la memoria suelen seguir carriles bien distintos. Desde ya que Elegía de abril (2010) es una obra “abierta” e inconclusa adrede. La cámara digital de Federico Fontán (el bisnieto) puede decir mucho del espectador contemporáneo, pero esta aseveración y tantas otras quedan a libre interpretación del receptor. Se trata de una película compleja, que demanda un espectador capaz de aceptar este relato poético tan revelador y emotivo.
Te estoy mirando La premiada ópera prima de Adrián Biniez (obtuvo tres galardones en el Festival de Cine de Berlín, entre ellos el Premio Especial del Jurado) es una “pequeña gran historia” en donde se cuenta el particular enamoramiento de un guardia de seguridad (el “gigante” del título). Jara (Horacio Camandule) es un lacónico empleado de seguridad de un hipermercado, que transita sus noches observando los movimientos de quienes lo limpian y ordenan. Cuando descubre a la bella Julia (Leonor Svarcas) su cotidianidad se desvanece. Porque lo que creíamos pequeño se agiganta. La obsesión de este hombre le basta a Andrés Biniez para consolidar una puesta en apariencias sencilla, minimalista, pero cargada de significados y distintos niveles de lectura, en donde no hay apuntes sociológicos pero el contexto (caja de resonancia de la pequeña cabina en donde está el guardia) resulta fundamental. El guión nunca abandona la mirada de Jara, primero a través de las cámaras de seguridad con las que captura a su objeto de deseo, y luego mediante el recorrido que emprende para seguir a Julia fuera del hipermercado. Este movimiento nos permite conocer a los personajes, al mismo tiempo que se va generando cierto misterio sobre ella. Tanto en la mente de él como en la del espectador. Una elección que potencia la identificación con este treinteañero tímido y bonachón, a quien la obsesión, lejos de otorgarle una faceta “perversa”, le da un aire aniñado. Gigante ofrece un humor que difícilmente pueda señalarse como “uruguayo”, pero que sin lugar a dudas carga una bienvenida mirada local. El realizador emplea a la ciudad de Montevideo eludiendo todo pintoresquismo, pero sí haciendo uso de las posibilidades expresivas que las locaciones le aportan a esta inusual historia de amor. La impronta barrial y pausada propia de la capital uruguaya recorre todo el metraje, y algo de eso se cuela en el hablar de los personajes, en la sutileza de los diálogos que están finamente trabajados. Rodada en HD, con una excelente calidad fotográfica, Gigante no abandonará nunca la visión de su personaje. Los diálogos tocan periféricamente las cuerdas del conflicto interno que se va gestando en Jara, la imposibilidad de relacionarse de forma directa con Julia. Una de las secuencias lo muestra intentando entablar diálogo con un hombre que acaba de tener una cita con ella. Es uno de los pocos momentos en donde la palabra tiene mayor contundencia, pero en él se funden las inseguridades del guardia, en el tono falsamente relajado y en las cesuras que dejan entrever sus miedos. Tal vez por eso la secuencia no deja de ser conmovedora y cómica al mismo tiempo. Otras secuencias, en cambio, son mera contemplación, recuerdan al cine de Aki Kaurismaki (el de Luces al atardecer - Laitakaupungin valot, 2006-, sobre todo). Una contemplación que sigue a esta peripecia de forma amena y rigurosa, y que ofrecerá una resolución emotiva: el plano final es de una transparencia bellísima, sutil metáfora de la belleza que habitualmente no miramos.
Plumas van, plumas vienen La película del realizador de 300 (2007), Zack Snyder, tiene una factura técnica irreprochable, sobre todo en su versión 3-D. Esa excelencia se achata frente a un guión que linda con el reduccionismo político, pero al mismo tiempo ofrece una revisión de la imagen del héroe en los relatos clásicos. En el nido familiar, los búhos Soren y Kludd son cobijados por la narración oral (luego se verá que las aves también escriben). Su padre les habla de un pasado heroico, en donde la calidez del hogar veía su curso interrumpido a causa de una guerra. Se trata de un tiempo que deviene presente cuando la invasión de “los Puros” bifurca espacial e ideológicamente a los hermanos. A uno le corresponderá la envestidura del héroe, aquel que defienda a la comunidad de los pájaros del autoritarismo. A otro lo seducirá el poder, siempre impiadoso. En La leyenda de los guardianes hay ecos de Caín y Abel, pero también de La naranja mecánica (A Clockwork Orange, 1971), de las novelas de John Fenimore Cooper, de Corazón valiente (Braveheart, 1995), y la lista sigue. La película se multiplica en vueltas de tuerca, personajes secundarios que esconden secretos, conspiraciones y acción por doquier. El resultado es agridulce. Por un lado, esta elección de profundizar en la dialéctica entre héroe, comunidad y guerra produce secuencias de acción –valga la redundancia- de alto vuelo, en donde el efecto tridimensional se luce y mucho. Pero este relato “bulímico” deja abierta puertas sin cerrar y no logra una un desarrollo mínimo en varias sub-tramas. Si hay algo que agradecerle a esta nueva fábula cinematográfica es la crudeza de las imágenes, a tono con el tremendo drama que la recorre. La alegoría con el nazismo es en exceso didáctica, pero Snyder elije un tono sórdido que no desentona. Algo que queda claro cuando la película muestra en forma gráfica la regurgitación de un ratón recién cazado, o la muerte en primerísimo primer plano. Resulta menos explicable, en cambio, la solemnidad de la banda sonora interrumpida en una secuencia cómica musicalizada con un tema pop que pareciera contradecir la estética de la película. Es complicado asignarle una edad promedio a la que esté destinada el film, pero este hecho (teniendo en cuenta el párrafo anterior) le da una madurez al relato que potencia su mirada sobre la construcción del héroe. En ese sentido, están todos los condimentos puestos para que La leyenda de los guardianes sea una gran película: hay pasión, deslealtades, un pasado mítico y todas las flaquezas que el sabio búho Soren podrá sortear, casi sin necesidad de acorralar a los personajes con secuencias musicales poco inspiradas o chistes a tono con el mundo televisivo. ¿Por qué la película no consigue ser más que un pasatiempo? A diferencia de lo que ocurría con la exquisita Pollitos en fuga (Chicken Run, 2000) aquí la iconografía nazi y la imagen del Mal como potencia política quedan en lo ilustrativo, resintiendo el resultado final. Pensando en 300, la curva va en ascenso. Le damos una chance más a Snyder para que nos de la obra que –intuímos- nos puede dar.
Ayer y hoy Con un notable manejo de los tiempos, el realizador japonés Hirokazu Kore-eda alcanza en Un día en familia (Auritemo, auritemo, 2008) un lirismo cotidiano que ya estaba presente en Nadie sabe (Nobody knows, 2006). La película que se alzó con el máximo galardón en el Festival de Cine de Mar del Plata 2008 finalmente tiene su estreno comercial (aunque en formato DVD). Film que destila melancolía en cada fotograma, Un día en familia (título local puramente designativo) se centra en un rencuentro familiar durante un caluroso día de verano. Encuentro que se repite cada año, conmemorando la muerte del hermano mayor, quien falleció cuando intentaba auxiliar a un hombre. Su estructura y tono remiten a la dramaturgia de Anton Chejov, por la cantidad de personajes y por el desarrollo dramático. Aquí, más que haber fuertes núcleos narrativos, hay una distensión del tiempo en donde se cuelan anécdotas, reproches y recuerdos amargos. No hay una acción, sino un retrotraerse a aquello que fue pero que sigue incidiendo en cada integrante de la familia. Un día en familia se detiene en el trayecto del resto de los hermanos hacia la casa de los padres (otrora su propia casa). En ese viaje ya se pre-anuncia la congoja contenida y el sopor, que con mucha habilidad el realizador matiza tiñendo las secuencias con una dosis de comedia. Al igual que en el film de Olivier Assayas Las horas del verano (L'heure d'été, 2008), el film reflexiona sobre la transmisión de la experiencia. Como aquel, también rebalsa en luminosidad. Muchas secuencias se desarrollan en espacios exteriores que funcionan como una depuración de la angustia que se gesta en la casa. Si bien la estructura coral del film le da protagonismo a cada personaje, es el padre quien despliega gran parte de las asperezas. Al comienzo una vecina lo saluda con respeto, por su cercanía generacional y por el título de doctor que ostenta. Esa distancia se quiebra en su vínculo familiar, en donde no se siente respetado. Como en muchos exponentes de la cinematografía nipona, Hirokazu emplea los actos grupales (las comidas, las visitas al cementerio, los paseos) y contrapone lo que se supone ideal con lo real. Ya sea tensando el segundo para poner en evidencia el fracaso del primero, o mostrando la construcción del ideal pero mediante el ocultamiento de la verdad. En una de las secuencias más conmovedoras, la madre despide al hombre que su hijo muerto salvó. Tras su partida de la casa, señala que junto al padre lo invitan cada año para que sienta remordimientos. Varios de estos emotivos momentos se suceden en la película con gran naturalidad. Y –como ya demostró en Nadie sabe- el realizador consigue la misma versatilidad en el elenco adulto como en el elenco infantil. Un día en familia es una obra construida con retazos del pasado que se niegan a desaparecer. Su universalidad está dada por el tratamiento de temas que nos tocan a todos (el duelo, el rencor, el desprecio a determinados valores generacionales) mostrados en una historia que no rebalsa en acontecimientos extraordinarios, pero que tampoco los necesita.
Cine por dos pesos El documental de Eduardo de la Serna, Lucas Marcheggiano y Adriana Yurcovich sigue la peripecia de Daniel Burmeister, singular y verborrágico anciano que va de pueblo en pueblo filmando “películas artesanales”. El ambulante (2009) fue presentado en la última edición del BAFICI. En la sala repleta (que toda película en Competencia garantiza) quedó bien claro que si el film tiene timming y se disfruta de forma distendida, la principal clave está en Burmeister. Anciano “bonachón” y de un optimismo a prueba de balas, el hombre consigue alojamiento y comida gratis, una cámara un tanto rudimentaria, y -lo que es más importante- la complicidad amable y desinteresada de todo un pueblo. Se trata de un plan que instrumenta desde hace años, sin otro objetivo más que el propio regocijo y el de los participantes inmediatos. No hay en él vocación “festivalera” ni mucho menos comercial. Tampoco hay reflexión sociológica, tan solo la convicción de que su quehacer artístico puede contagiar el entusiasmo de los otros, en pueblos en donde ni siquiera hay salas de cine. El documental sigue el proceso de realización del film en cuestión, su austera edición (por decirlo de algún modo) y su posterior exhibición sobre una sábana. En su pureza y en sus matices más nobles (jamás subestima a los vecinos, por más cómicos que suenen sus diálogos) la película no deja de reflexionar sobre cómo concebimos al objeto artístico, hasta qué punto el ensamblaje de una obra puede definirse de forma autónoma y de forma social. Una de las claves de lectura para pensar esta dualidad está en la misma construcción de la película: lejos de llevar la impronta clase b de los films de Burmeister, su narrativa episódica y su excelente fotografía están precisamente en las antípodas de las obras de aquel. Los realizadores tuvieron la inteligencia de ver en el material la potencia de la figura del anciano, protagonista absoluto del film. En la transparencia y en la vertiente minimalista del guión está el mayor merito. No siempre “más en más”. De forma intersticial, se cuelan en el metraje anécdotas biográficas (del pasado y del presente) y algunos relatos que viran más hacia la comicidad, aunque las mayores risas provienen de los desajustes propios del método de producción. Un ejemplo es el del travelling, que Burmeister consigue siendo arrastrado por unos niños encima de una tela. El ambulante no pretende consagrar un modelo de producción débil, en un plano más abstracto se trata de un film que reflexiona sobre el quehacer cinematográfico desde otra perspectiva, puesto que si consideramos “artesanal” algo que en su génesis es industrial, nos estamos alejando del dispositivo-cine para hablar de otra cosa. Este retrato amable y distendido nos recuerda el placer que significa la expectación en la oscuridad de una sala, el poder de los géneros sobre el público masivo, el arte del cine como goce inmediato.
Ese extraño tras los muros La dupla creadora del documental Yo presidente (2006) y el largometraje de ficción El Artista (2008) entrega con El hombre de al lado todo su humor irónico y sofisticado. Se trata de un film de cuidado desarrollo estético en el que brillan sus intérpretes (Rafael Spregelburd y Daniel Aráoz) como dos vecinos enfrentados espacial e ideológicamente. Mariano Cohn y Gastón Duprat han mantenido una coherencia estética en todos los terrenos audiovisuales que frecuentaron. Ya sea en aquel ciclo de antología que fue Televisión abierta, en el documental, en los formatos disparatados de Much Music o en la ficción cinematográfica, siempre hicieron gala de un humor paródico pero a la vez medido, en donde la ironía es la figura retórica central. Ese camino que vienen construyendo desde hace años encuentra su mejor forma en El hombre de al lado, película premiada en el Festival de Cine de Mar del Plata del 2009. La anécdota es bien conocida: un hombre quiere construir una ventana en la pared que da a la cocina del vecino. Ese “hombre de al lado” es la intromisión, es el enemigo, pero a la vez representa el deseo de incidir sobre los demás y –en un plano más universal- la otredad misma. Sobre todo en este caso, si comparamos a Leonardo (Spregelburd) con Víctor (Aráoz). El primero, un prestigioso diseñador y padre de familia, de porte cool y verba seductora. El otro, un soltero desprolijo e irreverente que añora “unos rayitos de sol”. El guión no abandonará nunca la puesta en superficie de los rasgos que oponen a los personajes, pero –en el movimiento más interesante de su propuesta- también mostrará la decadencia moral y los puntos de contacto que los aúna. Para ello se solventa en dos actores excepcionales, es difícil ver el film e imaginar a otros intérpretes en sus roles. Como espacio absoluto, otra de las virtudes que tiene la película es desarrollarse en la única casa en América Latina que construyó el arquitecto Le Corbusier hacia fines de los ’40, más precisamente en La Plata. A tono con las particularidades de este espacio, se genera un clima enrarecido en el cual Leonardo y su familia se mueven como peces en el agua. Del otro lado se encuentra Víctor, enmarcado en un fondo oscuro una vez que tira abajo la superficie deseada. Este desarrollo espacial, como vemos, opera dentro de un plano simbólico que pone en jerarquía los valores y las contradicciones de ambos bandos. ¿Hasta dónde está dispuesto a ceder Leonardo? ¿En qué medida puede sostener su discurso frente a una familia que se presenta como el ideal pero que en verdad no lo es? ¿En qué punto desea ser aquel otro que es al mismo tiempo quien lo amenaza? La película tiene algunas secuencias memorables, como aquella en la que el arquitecto escucha música con uno de sus amigos (Juan Cruz Bordeu en clave referencial: acierto del casting) y éste confunde los golpes contra la pared con una manifestación de la creatividad del músico. Esta fusión entre el desarrollo dramático y la comicidad, le da al relato una distensión que permite introducir los aspectos más cuestionables (y por ello los más atractivos) de los personajes, hasta llegar a un final tan impredecible como siniestro.
Ella, vos y nosotros La obra de Carlos Reygadas (Japón, 2002 y Batalla en el cielo, 2005) nunca dejó a nadie indiferente. Habitué del Festival de Cannes en donde Luz silenciosa (2007) fue premiada, el realizador encuentra en este film su mejor forma. La película se centra en el debate interno del habitante de una comunidad menonita frente a la infidelidad. Ya desde Japón había quedado claro que Reygadas no era un cineasta más. A contramano de sus colegas más “mainstream” (González Iñárritu y Cuarón), su cine se caracteriza por una gramática personal, menos internacional, y por ello más ascética. Los detractores señalan su ímpetu por “aparecer” en sus relatos, es decir, por manifestar una megalomanía estética que lo lleva a sobredimensionar lo formal en detrimento del contenido. Un ejemplo de esto es la fellatio con la que comienza Batalla en el cielo, que –para muchos- poco aporta a la trama. Es probable que Luz silenciosa fascine a los admiradores y –por esta vez- le tienda un puente a los detractores. La historia es conocida: un hombre engaña a su mujer y este hecho le ocasiona un dilema ético. Todo se desarrolla en una comunidad menonita, hecho que produce un extrañamiento en la temática que le aporta una mayor intensidad dramática al relato. Otro lenguaje (el plautdietsch), otras fisonomías (cabellos muy rubios, delgadez extrema), y –sobre todo- otra cultura, otra manera de relacionarse con la naturaleza, otra forma de vida. Johan (Cornelio Wall, actor no profesional al igual que el resto del elenco) ama a su mujer, pero siente que ama más a su amante. Cuando le habla de la infidelidad a un amigo lo hace desde la angustia del que sólo puede decir la verdad, aunque esto lo intranquilice. Luego de la confesión, el amigo se sube a su camioneta y la cámara muestra un largo trayecto circular a través de un paneo en 360 grados. Se trata del momento más artificial de la película, pero lejos de ser un defecto es una virtud, porque contrasta el estado de los “otros” (los alejados del triángulo) con el de Johan, al que se lo retrata desde una linealidad por momentos insoportable. Hombre de familia (y padre de varios hijos), Reygadas nos da la posibilidad de conocerlo en profundidad (varios planos secuencia lo muestran en su quehacer cotidiano, lidiando con la culpa) y de internar al espectador en su psiquis. Para ello recurre al preciosismo de la imagen, solventado en estilizados planos secuencia y en una luminosidad que tiñe cada fotograma, aún en los espacios cerrados, potenciada en el empleo de los tiempos muertos. Al igual que Entre la fe y la pasión (Hadewijch, 2009), Luz silenciosa se pregunta por el lugar que ocupamos en el mundo y la forma en la que la religión nos ubica en él. En este film no se profundiza sobre la moral, sino más bien sobre las repercusiones internas de las decisiones que el hombre adopta. En la escena de mayor tensión esto es más que evidente. La secuencia verbaliza el conflicto en voz de los cónyuges y –como si formaran parte de una unidad- una torrencial lluvia los acompaña. En este mismo sentido, los detractores del director debieran ver en el imponente amanecer que abre el film una organicidad de la naturaleza con el hombre. Es éste el que llega al mundo y no al revés. El final es –sí, acordamos- en exceso deudor de Ordet (1957) de Dreyer, pero no deja de ser consecuente con la ética que funda el relato. Se trata de la inseparabilidad de hombre y cosmos, individuo y cultura, enfrentados a la seducción del milagro.