Enfrentando la verdad La película de Rachid Bouchareb indaga sobre las relaciones multiculturales y el terrorismo, a través de un desencuentro familiar. Si bien el film tiene algunos lugares comunes, es destacable la tensión dramática que genera en el espectador. Una madre de mediana edad (Brenda Blethyn) llega desde su pueblo a Londres, con la intención de visitar a su hija. La joven se instaló allí para estudiar en la universidad. El orden de lo esperable augura un buen encuentro, la constatación de una carrera en marcha, y no mucho más. Pero el orden se ve alterado cuando la mujer no la encuentra en su departamento, y poco a poco comprueba que esas emociones “esperadas” se ven jaqueadas por un destino no imaginado, relacionado con un atentado terrorista. Más tarde aparecerá una posible relación sentimental con un joven africano, también buscado por su padre (Sotigui Kouyate). Pero la trama dará un giro aún más inesperado cuando la investigación policial desplace el rol de víctima hacia la de victimaria. Con un notable manejo temporal, el director construye un relato contado a través de las cesuras, los vacíos de sentido que irán llenando los padres y - junto a ellos - el espectador. Desde la mirada prejuiciosa de la madre hasta la resignación en común, ambos deberán recorrer un penoso sendero de descubrimiento. Ella es locuaz y él es silencioso, luce abatido incluso desde antes del peor presagio. Las fronteras son múltiples (la religión, el modo de vida, la relación con sus hijos, el lenguaje). Por fortuna, Bouchareb elude deliberadamente todo afán proselitista y simplificador para narrar desde lo pulsional. Las menciones a los hechos políticos son laterales, a tono con la visión que los padres (en especial ella) tienen sobre los mismos. De la inicial apatía a la conmoción en común, los destinos de los personajes principales transitan la desazón y la perplejidad. El realizador convocó a dos sólidos intérpretes, aunque en el caso de Bouchareb prima el extrañamiento por su particular figura (dentro y fuera del universo ficcional) y una economía de gestos que sintoniza con la composición más histriónica de Blethyn. London River (2009) es una película austera en cuanto a su producción, pero el alcance alegórico que traza con la modernidad y los conflictos étnicos le dan una interesante apertura universal.
Ese rubio objeto del deseo Remake del film francés Nathalie X (2003), la nueva película del realizador Atom Egoyan presenta la paradoja de encorsetar una historia pasional en un relato calculado milimétricamente. Pese a ello, se lucen Julianne Moore y Amanda Seyfried. Primer film consumadamente hollywoodense de Egoyam (Exótica, El viaje de Felicia), Chloe fue una buena opción en términos especulativos. La historia tiene su antecedente exitoso y francés (lo que garantiza que gran parte del público estadounidense no la vio). Tiene, además, un guión un tanto maniqueo pero que permite ver la mano del realizador. Y –como plus- cuenta con dos actores consagrados (a la mencionada Moore hay que agregar a Liam Neeson) y una nueva Lolita (la también nombrada Seyfried). ¿El resultado es bueno? La película tiene sus altas y sus bajas. Ginecóloga exitosa, Catherine Stewart reduce al orgasmo a una simple “contracción muscular”. Así le va… Su matrimonio “anda” pero falta el factor pasional, perdido luego del nacimiento del hijo: un adolescente que tiene novia y -ante los ojos desorbitados de la madre- la invita a quedarse a dormir. El marido, profesor de música carismático, no deja de contemplar cuanta bella mujer se le cruce. En relación a su debilidad ocular, Catherine parece ceder. Pero las cosas se complican cuando el temor ante la infidelidad se hace más evidente. La doctora, entonces, contrata a una bella prostituta para seducir a su marido y saber de este modo hasta dónde está dispuesto a llegar. Como es de esperarse, las cosas se le van de las manos. La película acierta en la construcción del drama interior de Catherine. Frente a la duda, promueve un plan que jamás imagino concretar. En medio del desconcierto, el juego la pone en el centro y desde allí surgen nuevas motivaciones. Chloe, objeto de deseo, aparece como una reduplicación de su deseo sexual envestido de pura provocación e invitación al acto. Amanda Seyfried sostiene esta ambigüedad. Se trata, en principio, de una buena elección de casting (mitad bomba sexi, mitad niña confundida) a la que se suma una acertada construcción actoral. La inverosimilitud llega cuando deja de tratarse de un triángulo amoroso y la trama asume un giro familiar que deriva en un conservadurismo que hace pensar que Atracción fatal (Fatal Attraction, Adrian Lyne, 1987) se quedó corta. A tono con el punto de giro antes mencionado, el realizador estiliza cada escena, aproximándose a un manierismo for export. Lo sutil deviene obvio, y esa elección resiente el resultado final. Como si se tratara de un melodrama de los ’50 (con Douglas Sirk como referente absoluto), los vidrios y los espejos operan como una metáfora del deseo invisible hecho visible para el espectador. Lo que Egoyam propone como una elección estética pertinente termina jugándole en contra. El paroxismo –dramático y estético, elementos aquí disociados- resulta conservador y previsible, en donde queda claro que la pasión manda. Y a veces no se sabe qué hacer con ella.
El fascismo en clave operística La nueva película de Marco Bellocchio lo reconfirma como uno de los realizadores italianos con mayor grado de originalidad y rigor. Compañero generacional de Bertolucci, su carrera ostenta menor reconocimiento por estas latitudes, pero a partir de L'ora di religione (2002) su obra viene ganando mayor interés. Vincere (2009) es un relato sin concesiones sobre el ascenso del fascismo, visto a través de la relación extra oficial que mantuvo Mussolini con Ida Dalser. Este año se estrenó en nuestro país el documental El secreto de Mussolini (Il segreto di Mussolini, 2005), film que aborda la existencia del hijo que el dictador tuvo con Dalser y decidió borrar de su vida. Il Duce mantuvo una relación oficial con Rachele Guido, pero su desprecio no sólo se manifestó por la criatura, sino también por la madre, quien nunca cesó de reclamar el reconocimiento y eso le valió ser recluida en un manicomio. La historia (la fuente) es atractiva, casi independientemente de que se vincule con uno de los hombres fundamentales del siglo XX. Tal vez por ello, rozar la obviedad y el sentimentalismo pudo haber sido un defecto aún peor en este caso. Vincere refiere a la misma historia yconsigue eludir este camino, hilvanando una multiplicidad de discursos (el biográfico, el histórico, el periodístico, el panfletario) sin banalizar el material que tiene a su alcance. El resultado es una película dinámica y densa a la vez, concebida de forma monumental, como si se tratara de una ópera. Ida Dalser (la excelente Giovanna Mezzogiorno) es una bella mujer que conoce al hombre antes que a la figura histórica, pero ya en la génesis de su desmesurado amor vislumbra un destino de fama y poder para él. Despojada de sus bienes por decisión propia, colabora con la fundación del periódico que Mussolini empleará como propaganda de su ideología. Consolidado definitivamente, la película se centra en dos obsesiones: la del hombre por la trascendencia política, y la de la mujer por aquel hombre. A tono con esta premisa, todo en Vincere es exacerbado, pero pese a ello (o gracias a ello) la película nunca abandona su ritmo vertiginoso y su magnificencia dramática. Humillada ante el abandono, la Dalser será internada en un manicomio pero jamás cesará de proclamar a cuatro vientos su historia de vida. Este es el destino que continuará su hijo en la adultez, reclamando aquello que le corresponde. A través de este drama familiar el realizador inserta filmaciones históricas, recurriendo también a la sobreimpresión, deambulando entre la Historia y la psicología. La gesta de esta dualidad ya está eficazmente presentada en la primera secuencia, en donde Mussolini plantea su enfrentamiento con el propio Dios. ¿El mismo Dios al que recurre su amante, al punto de confundirlo con él mismo? ¿El mismo Dios venerado por los italianos, fuente de una disputa y posterior romance de Il Duce con la poderosa Iglesia católica? Vincere no ensaya respuestas, su interrogación puede encontrar una analogía con múltiples puntos de vista, pero tanto el comienzo como el final vuelven a la pregunta por el tiempo, único factor que el ser humano reconoce como un irreversible absoluto. Bellocchio recupera la Historia a través de una historia minúscula, olvidada. El tiempo es la materia constitutiva del cine, y esta obra maestra reflexiona sobre su irreversibilidad. Es allí en donde se condensan todas sus coordenadas temáticas (la obsesión, el poder, el desprecio, etc.). La materia de este relato (la oficial y la no oficial) trata acerca del tiempo y la locura de imaginar la transgresión de sus límites, testimonio de una época de catástrofes.
Hombres necios...(Parte 2) Convertida en un fenómeno de marketing internacional, la saga Millennium de Stieg Larsson continúa con su proyección hacia el cine. De hecho, en breve comenzará a producirse la remake estadounidense. En esta segunda entrega el relato se centra en uno de los personajes más enigmáticos de Millennium 1: la hacker Lisbeth Salander. La primera entrega cinematográfica de la novela de Larsson estaba lejos de ser una master piece, pero la combinación del policial al estilo de Agatha Christie con la intriga de alcance internacional le sentaba bien. En esta continuación, el conflicto vuelve a tener implicancias universales (incluso de tipo social), pero el mayor interés sigue recayendo sobre el personaje interpretado por Noomi Rapace, Lisbeth. Sólo que aquí le corresponde el protagónico absoluto. Dos colaboradores de la revista Millennium están a punto de publicar un trabajo sobre el comercio sexual en Suecia. Brutalmente asesinados, el arma encontrada en la escena del crimen indicará a la torturada Salander como sospechosa. Nuevamente el nexo entre la justicia (bastante torpe en el universo del film, por cierto) y Lisbeth será Mikael Blomkvist, periodista de aquella publicación. El relato se estructura a partir de un montaje alterno que va de la vida de la muchacha en medio de su búsqueda a la investigación llevada a cabo por los redactores. Lo mejor, claro, está hacia el final. Para ser más específicos en los últimos diez minutos. Acorde a lo que la película construye, allí la máxima tensión entre el drama psicológico y la pieza de suspenso devienen inseparables, y es probable que el final abierto desconcierte pese a que –sabemos- resta un film más. Millennium 2 (2009) potencia lo mejor y lo peor de la primera entrega. La película muestra el espejo de una familia disfuncional, con rasgos psicóticos, en una sociedad como la sueca, en donde se “supone” que el capitalismo se ha instaurado en su mejor forma. Con una banda sonora altisonante hasta el absurdo, la pretensión es atrapar al espectador sin dejar del todo la perspectiva más social. Si lo consigue, es merced a la figura de Lisbeth. La identificación recae sobre esta marginal, ex niña torturada física y psicológicamente, que ostenta un árbol genealógico que incluye a una madre depresiva y un padre violador y golpeador. Y no es raro que ello suceda, porque es la única que puede tener una existencia lateral al sistema sin infectarlo de sus propias miserias. Hacia la mitad de la película aparece un personaje digno de una película clase b, un hombre enorme que no posee sensibilidad ante el dolor. La explicación con la que se justifica su monstruosidad es tan arbitraria y berreta como gran parte de las pistas y resoluciones con las que el guión se sostiene. Por momentos el film pareciera ser autoconsciente de esta arbitrariedad, pero el problema es que se impone la solemnidad. Esperamos que en la tercera parte Lisbeth resurja, ya sea para sobreponerse de pederastas, maniáticos sexuales, corporativistas, psicóticos, o váyase a saber qué.
La mano invisible Bucarest 12:08 (2006) había tenido una muy buena recepción en los festivales de cine internacionales, incluyendo al BAFICI. En Policía, adjectivo (2009) el realizador rumano Corneliu Porumboiu ratifica su talento y vuelve a un cine lleno de tiempos muertos cargados de sentido, de actuaciones parcas pero convincentes. Un cine político, que reflexiona sobre las grietas que ha dejado la dictadura de Nicolae Ceausescu. La película se centra en la irritante tarea de Cristi, policía asignado para seguir los pasos de tres adolescentes que fueron vistos fumando hachís, con la finalidad de saber cuál de ellos es el proveedor, apresarlo y que el sistema lo condene. Una suerte de camino “anti-heroico” en el que se topará con oficinas tristes, personajes patéticos y mucha burocracia. Abundan los pasos procedimentales y la asfixia, que una fotografía grisácea se encarga de potenciar, llevando al espectador a un estado de abulia y desazón a tono con lo que le ocurre a Cristi. Mediante el empleo de planos generales y fijos, el realizador jamás elude el contexto. Como si todo se tratara de un juego de cajas chinas, en el film siempre hay una estructura dominante. Más que haber acción, hay una estética del vaciamiento de la misma. Lo paradójico es que en Policía, adjectivo están todos los componentes que remiten al policial. A saber: un policía, una tarea, un plan de investigación y posibles sospechosos. Pero ninguno de ellos moviliza a la trama, pareciera que hay una suerte de mano invisible que pone en funcionamiento un mecanismo opresivo al cual nadie puede vencer. Allí está el mayor espesor político del film de Porumboiu, que señala la herencia de la dictadura que finalizó en 1989 sin hacer uso de sentencias ni subrayados ideológicos. Pese a su ascetismo, el humor está presente en todo el metraje, incluyendo algunas secuencias de antología. Cabe como ejemplo aquella en la que –diccionario en mano- el superior de Cristi remite a términos del ámbito filosófico y jurídico para aleccionarlo. La extensa secuencia condensa el valor oficialista-dogmático que traza el destino de la sociedad rumana, aún apegada a normas y valores propios del régimen fenecido. La clave de la construcción dramática está en la oprobiosa cotidianeidad del diálogo, en la gestualidad minimalista con la que cada rol queda definido, y –finalmente- en la aceptación de los preceptos normativos de nuestro anti-héroe, al que le robaron hasta la perplejidad.
Juventud, divino tesoro La nueva película de Stephen Frears (Relaciones peligrosas, Alta fidelidad, La reina) transcurre durante la Bélle Epoque, centrándose en el vínculo entre una cortesana y un joven malcriado. El resultado es irregular, pero tampoco decepcionante. Veintidós años pasaron desde que Frears dirigió a Michelle Pfeiffer en Las relaciones peligrosas, adaptación de la novela epistolar de Choderlos de Laclos. Al binomio hay que sumarle el guión escrito por Christopher Hampton. Los tres vuelven a reunirse en Chéri (2009), film que transpone a la novela de Colette. Si hay algo que puede emparentar a ambas historias es el retrato despiadado de las ambiciones de sus personajes, capaces de sumirlos en juegos de perversión y –como consecuencia- en la más triste soledad. Pero mientras que hace dos décadas el realizador optó por subrayar este rasgo, aquí lo más pasional y contradictorio de las pasiones humanas (y por eso universales) queda en un segundo plano. Lea (Pfeiffer) forma parte de ese grupo femenino cotizadísimo: el de las cortesanas. Si bien ha dejado de ejercer, aún la belleza y la seducción la acompañan. Un día pasa por la mansión de una colega interpretada por Kathy Bates, quien le pide que lleve a su hijo Chéri al mundo adulto. Que en el universo del relato debiera entenderse como un mundo “adúltero”. La educación sentimental se pone en marcha, sólo que ni el joven ni la profesional conocen las drásticas consecuencias que devendrán del posterior enamoramiento. El principal problema de la película es que no termina de definir un tono. El propio film entabla un vínculo de liviandad con la temática amorosa desde el comienzo, mediante ilustraciones que ponen en contexto al espectador. También hay una voz en off que ironiza sobre las decisiones de los integrantes de la pareja. De allí al drama hecho y derecho hay un salto al vacío que no termina de amalgamarse con la totalidad del relato, sobre todo cuando Chéri –de nuevo por antojo de su madre- se casa con una joven tan aristocrática como él, pero menos vivaz e impulsiva. Tampoco es muy convincente que el paso de los años deje tan pocas marcas en el cuerpo de Lea, puesto que desde que comienzo del romance hasta el final pasan siete años. Y son siete años en los tiempos en los que no existían ni el botox ni las cirugías plásticas. Frears cede ante el discreto encanto de esta clase acomodada y deja la mordacidad para los últimos quince minutos. No obstante, se nota la mano del director en la solvencia con la que resuelve en un montaje paralelo la vida de Lea y Chéri por separado, y en la leve comicidad con la que tiñe las escenas menos íntimas. Hacia el final, la película cobra un impulso dramático que la instala en la literalidad plena, y –en una operación de riesgo- cierra las grietas en la voz del narrador, dejando un sabor amargo pero más a tono con la historia de amor. Trunca, pero historia de amor al fin.
Enternecedor relato suburbano Desde su estreno en la Quincena de los realizadores del Festival de Cannes 2009, La Pivellina ha cosechado aplausos y premios en todo el mundo. La clave del film está en su mirada enternecedora sobre la relación que entabla una niña abandonada y un matrimonio mayor, sin caer en subrayados ni sentencias ideológicas. Patty es una sesentona de andar descuidado y cabello rojo intenso. Anda por el barrio gritando “Hércules”, como si se le fuera la vida si no lograra encontrarlo. Hércules no es el dios, naturalmente, sino su perro. La búsqueda la lleva a toparse con una pequeña de dos años (la “pivellina” del título) y con una nota de su madre que advierte que en un tiempo regresará por ella. A los directores (el matrimonio de documentalistas Tizza Covi y Rainer Frimmel) no les interesa tanto la espera en sí, aunque se hará sentir con el correr del metraje. Aquí todo pasa por la contemplación, la convivencia que se irá gestando entre la niña, Patty y su marido Walter, y más tarde un preadolescente llamado Tairo. Debutantes en la ficción, los realizadores emplean la imagen documental con justo rigor. Al igual que los hermanos Dardenne, lo que les interesa capturar de la realidad es la sensación de inmediatez del mundo cotidiano, inmediatez que penetra en el núcleo duro de lo real. Aquí también están la cámara en mano bien pegada a las espaldas, la ausencia de banda sonora, la inclusión de actores no profesionales (incluso los personajes conservan sus nombres) y demás procedimientos, siempre como eso: procedimientos. Su empleo apunta a la verosimilitud, a una apuesta naturalista que no se satura de falso espesor realista. Por eso, si hay desprolijidad en la puesta es porque el ambiente el que establece un nexo de contigüidad con el relato. Nada aparece forzado ni librado al azar, comenzando por la prodigiosa espontaneidad de la niña, quien se gana el afecto de su entorno y del espectador. La película tiene un desarrollo dramático más “situacional” que progresivo. Covi y Frimmel retoman parte del mundo de Babooska (2005), documental sobre una familia de artistas circenses. En La pivellina la convivencia de los personajes está teñida por el contexto (los suburbios de Roma). Un espacio que los realizadores reproducen sin apelar a la conmiseración. En una secuencia clave, el matrimonio monta el escenario y no cae ni un espectador. Pero la pobreza es vista desde un punto de vista lateral, es a través del juego de la niña y la afectación que despliega en los otros desde donde accedemos a las penurias con las que todos conviven. Así se suceden otros cuadros, que oscilan entre el encanto de la pequeña y el retrato social. Hacia la mitad del film cobra mayor protagonismo Tairo, quien llama “tía” a Patty aunque no lo sea. Sin explicitarlo, queda claro que el cariño que Tairo desarrolla por la pequeña es el reverso del cariño que deseó tener. De alguna manera, Tairo se permite ser niño cada vez que juega con ella, asumiendo al mismo tiempo la responsabilidad de cuidarla. En esas cesuras se construye lo más noble del film, en la transparencia de la imagen no hay más que una red de asociaciones que singularizan y le dan credibilidad a las acciones de los personajes. La pivellina es un film sobre cómo esos personajes que no tienen mucho se aferran al porvenir, aunque no reciban premios ni reconocimientos por ello.
Si me tocás...¡matáme! Si hay algo que se mantiene intacto a través de toda la saga iniciada con Crepúsculo (Twilight, 2008) es su tono de fábula pro abstinencia, edulcorada con una imagen publicitaria y escenas de acción cada vez más previsibles. El león de la Metro ha dejado de rugir, y Bella (Kristen Stewart) ha tomado la posta muy discretamente. Y sí, mírenla con su carita de ángel, intentando convencer (cada vez con más éxito, bendita persistencia) a Edward (Robert Pattinson) de que la vampirice y vivan en la eternidad. ¿Sangre? Bueno, unas pocas gotas. ¿Sudor? Mmm, más bien poco: el clima es frío. ¿Lágrimas? Ninguna. Mucha sensiblería pero nadie llora. ¿Esperma? (Perdón por el término, pero como venimos hablando de fluidos…). Bueno, ni rastros, por más de que la chica le proponga al muchacho que le haga el amor de una vez por todas. Y en el medio de tanta efervescencia contenida está el triángulo amoroso más ramplón del cine para adolescentes. Si había algo en el micro clima juvenil que le daba autenticidad a la serie, ahora sólo queda la telenovela encorsetada. Los hombres lobo cobran mayor protagonismo y algunos vampiros explican sus reconversiones, con flash-backs que en unos pocos minutos intentan (fracasan) darle mayor coherencia al relato. Jacob (Taylor Lautner) también tiene más relevancia en Eclipse (2010). Para qué… Es indudable que el trío protagónico no carece de fotogenia, incluso Stewart enfrenta con convicción a varias escenas que rozan el ridículo. Pero Lautner opta por ponera disposición del relato sus tres únicos rasgos faciales, aunque las fans de seguro agradecerán su torso desnudo y mirada sensual, como si estuviera siendo fotografiado para el afiche publicitario de un perfume. Casi anecdóticamente pasa la trama, que deambula entre el drama familiar y el melodrama. Hay un nuevo villano manipulado por Victoria, malvada ya conocida por los dos films anteriores. Vampira resentida, domina los impulsos amorosos de un “recién llegado” para qué éste ataque a la protagonista. Uno se pregunta, ¿por qué no lo hizo sola? Y se suman inverosimilitudes varias, como el hecho de que Bella esté muerta de frío dentro de una carpa, para que a las pocas horas ande con una camisita de algodón en medio de la nieve sin chistar. Eclipse –hay que decirlo- transcurre con fluidez, pues tanta intrascendencia se amenizara con el correr del metraje. La película se auto constriñe, como si se tratara de un protagonista más. Eso le otorga cierta inocuidad con la que termina siendo consecuente. Casi al pasar, aparece la voz en off de Bella para recordarnos que esto es un recuerdo. La elisión de la abundante pasión de la historia (que se matan, se matan, por más de que no se vea ni un moretón) hace pensar que la chica escribió el guión de su vida.Y así le salió, con más pudor que cualquier otra cosa.
Mis juguetes favoritos Continuación de la saga con la que el estudio Pixar se consolidó como la más creativa y masiva factoría de animación, Toy Story 3 (2010) emociona gracias a un relato sensible y de irreprochable factura técnica. Sobre el vínculo entre la maduración y la felicidad tratan ni más ni menos Toy Story (1995) y Toy Story 2 (1999). Abordan este tema a partir de la relación de un niño con sus juguetes, y la forma en la que estos juguetes animados se relacionan entre sí. Si bien se centran en el mundo infantil, lo hacen desde una perspectiva adulta. La magia del cine produce el encanto para que grandes y chicos se identifiquen, hecho que sucede en esta nueva entrega, potenciando las virtudes de las dos anteriores. A primera vista el encanto del baquero Woody, el fortachón astronauta Buzz Lightyear, el dinosaurio Rex, el señor y la señora Papa, entre otros, sigue intacto. Tal vez porque el paso del tiempo ha demostrado algo que en la simple visión de las películas queda claro: el carácter de personajes bien definidos y a la vez plagados de ternura, reconocibles a partir de sus singularidades físicas pero también psicológicas. Virtud potenciada a través del procedimiento narrativo rector: son juguetes con vida, pero necesariamente deben simular un carácter inerte para que los niños sigan jugando con ellos y no reine el caos. Fiel a la línea narrativa que despliegan las primeras entregas, el otrora niño Andy es un adolescente dispuesto a emprender su vida universitaria, en ese viaje iniciático por cierto tan estadounidense. Si antes los juguetes lograron re-conquistar la atención de su dueño, ahora las cosas se complican. Los destinos son dos: la basura o el ático. Y, como no podría ser de otra manera, esos destinos serán alterados por obra y gracia de los propios juguetes, enfrentados a la mutación del tiempo como los humanos, pero eternizados en un cuerpo inmutable. Esta inmutabilidad habilita a que la película reflexione sobre el consumismo y la relación entre cosa y afecto sin olvidar a la platea infantil, lo que no es poco. En una de las secuencias más conmovedoras, un teléfono de juguete revela la génesis de la maldad de un avejentado oso de peluche, figura cuasi-dictatorial de la guardería Sunny Side, a donde todos van a parar por motivos que no revelaremos. En ese relato insertado están condensados todos los temas del film, y con elogiable economía narrativa no sólo se describe la figura del abandono, sino –y lo que es más complejo- la ambigüedad del mal. Reflejo especular del mundo adulto, el mundo de los juguetes está regido por la idea de felicidad emergente de lo comunitario, forma de entender la vida y forma de asumir la razón de ser en la propia vida. La maldad del oso de peluche radica en el desprendimiento de esta comunidad, de allí que sea el resentimiento el que lo impulse a actuar en contra de los demás juguetes. Ojalá esta concisión narrativa existiera en todos los films animados. Toy Story 3 es por sobre todas las cosas una película entretenida, con ética y estética propia. Si Shrek (la “otra” saga animada) se asfixia en su propia celebración, las estéticas que coexisten en el universo del film siempre son afines a la historia, no meros artilugios de la técnica. Una de las secuencias más desopilantes nos muestra a Ken (el novio de Barbie, ese metrosexual histérico) haciendo un patético desfile de su guardarropa. La imagen es pura comicidad, pero esta burla hacia lo camp (que en un punto ya de por sí es burla) aporta información funcional en virtud del devenir del personaje en el relato. Toy Story 3 es –también- una película de contenido político, en tanto muestra cómo esta comunidad promueve diversas formas de poder. En un mundo capitalista e imperialista aún esperanzado por la figura de Obama, no es un dato menor que la película tematice sobre cómo merced a una imagen amigable y benefactora se puede producir un monstruo. Vale la pena ver el film subtitulado, para apreciar las voces de Tom Hanks, Tim Allen, Joan Cusack y otros actores. ¿Vale la pena ver el film en 3 D? El efecto es disfrutable, aporta mayor profundidad de campo, pero el mayor encanto está en el diseño de la animación. Toy Story 3 es, finalmente, una experiencia emotiva que nos religa a nosotros (adultos) con nuestra propia infancia, y nos recuerda la fascinación que teníamos por los juguetes más allá de su valor económico, hasta el momento en el que –madurez mediante- los asumimos como simples cosas.
Entre los muros Volviendo a un formato mucho más pequeño en relación a su anterior film (Crónica de una fuga, 2006), Israel Adrián Caetano entrega con Francia (2009) una mirada sobre la clase media baja que oscila entre la sordidez del mundo adulto y el optimismo infantil. Mariana (Milagros Caetano) tiene problemas de conducta en la escuela. Pero no se trata de cualquier escuela, sino de una escuela que predica (desde su discurso pedagógico-institucional) cierta impronta progre que el mismo film se encarga de parodiar. Puertas afuera, existen los otros problemas: una madre (Natalia Oreiro, en una interpretación sutil) con un sueldo de mucama que no llega a cubrir todos los gastos y un padre (Lautaro Delgado) que acaba de perder su trabajo y debe volver a vivir con su ex mujer y su hija, porque se ha quedado literalmente en la calle. Desde su estreno en San Sebastián y su paso por la Competencia Oficial de Mar del Plata, Francia ha sido tildada de “película irregular”, algo que debemos admitir pero no necesariamente como un defecto. Al menos, no a partir de la forma en la que la película está construida. El realizador optó por distanciar el punto de vista de la niña de la sordidez del mundo adulto que no siempre logra comprenderla. La sobreimpresión de un poema al comienzo del film pareciera presentar esta dualidad, reconfirmada a partir de otros procedimientos narrativos (el discurso en off de Mariana, el decoupage, y el final con una resolución marcadamente elíptica al compás de una canción pop que vuelve a enfatizar el optimismo infantil). Esa voluntad de quiebre del relato clásico pone en evidencia la naturaleza irregular del film. En relación al mundo adulto, la película señala un tiempo de incertidumbre en el que se cruzan reproches y recriminaciones variopintas. El eje está puesto en la “poca atención de la nena”, problema que puede ser comprendido –por el espectador- en la fragilidad del vínculo de los padres y sus respectivos entornos particulares. Él está terminando la relación afectiva con una mujer (otra más) que lo denuncia por golpeador, mientras que ella soporta estoicamente la rutina como empleada doméstica en el departamento de una mujer rica y deprimida. Estas notaciones son en las que Caetano no se muestra tan eficaz, como si su afinidad por el mundo interior de Mariana le diera encanto al film al mismo tiempo que lo pone en una encrucijada. Hay cierta tendencia al estereotipo, al trazo grueso, que le resta verosimilitud al relato. Esto es evidente en el retrato de la familia para la que trabaja la madre, en la que conviven el snobismo y la insensibilidad. El problema es que Caetano lo resuelve en una secuencia que pareciera renegar de la sutileza y el realismo crudo con el que sí se narra el vínculo entre los padres. También hay una excesiva carga paródica en el tratamiento de los empleados de la escuela. ¿Pueden estos padres pagar la cuota de dicha institución? Tal vez sí, afectados por un neoliberalismo que degrada la imagen de la educación pública, necesitados de imaginar para su hija un porvenir mejor. ¿Es Francia una película de “espíritu proletario”? Más que eso, es el reverso de un relato filo-peronista, en donde el Estado y la multiplicidad de entidades de regulación del individuo (la escuela, la familia, la policía, etc.) los expulsan y obligan a unirse ante un enemigo invisible. En efecto, ¿cuál sería la solución a los problemas? ¿A qué tipo de trabajos más redituables pueden aspirar los padres? ¿Qué necesidades intelectuales deben ser fomentadas en la mente de la niña? Más que ofrecer una tesis, el film de Caetano se acerca con sensibilidad al terreno de la comprensión. Comprensión hacia el sugerido alcoholismo de la madre, la personalidad violenta del padre, la necesidad de la nena de llamar la atención, etc. El director es ágil y no carga demasiado las tintas en torno a estas cualidades, porque hacerlo implicaría anular la empatía con estos padres desesperados que –pese a todo- necesitan persistir para que la niña tenga un porvenir mejor, aunque sea difícil imaginar cómo.