El cine como pantalla espiritual En Hadewijch (título original que no debió ser cambiado por Entre la fe y la pasión, 2009), Bruno Dumont sigue los lineamientos estéticos de su filmografía, pero como nunca antes consigue plasmar en su película la idea del cine como lazo con lo espiritual, lo sagrado. ¿Qué mayor fanatismo religioso puede imaginarse que aquel que se hace visible en la escena de una joven expulsada de un convento por su propio dogmatismo? Eso le ocurre a Céline, una parisina de apenas veinte años autodenominada Hadewijch. Devota radical de Jesucristo, el afuera la enfrenta de lleno a una modernidad en donde convive desde el conformismo burgués hasta el fanatismo, esta vez no cristiano, sino musulmán. El encuentro con dos muchachos árabes la llevarán a cuestionar su cosmovisión, a repensar categorías como el amor, la divinidad, el sexo, la conciencia. En ese peregrinaje interno, la película transmuta la inestabilidad de Céline/Hadewijch en la consciencia del espectador como pocas obras consiguen hacerlo. En forma paralela, irrumpe el relato de un ex presidiario que intenta reconciliarse con el mundo, un personaje que resolverá parte de las gravitaciones internas de la muchacha en un plano final contundente. El realizador sigue fiel a su estética austera, tan asociada al cine de Bresson. Más que de austeridad, convendría hablar de transparencia de la imagen, siguiendo la conceptualización estética de André Bazin. En ese sentido, es muy significativo el recorrido de la muchacha hacia el convento, al cual llega caminando y en un trayecto ascendente. Una unidad de acción sobre la que Dumont se detiene sin alterar el eje, pero tampoco desacreditando lo que le pasa al personaje. La película no ironiza sobre su degradación moral, sino que penetra en ella con la finalidad de comprender qué nociones de vida hay detrás de sus decisiones (aún las más revulsivas). Para ingresar de lleno a su interioridad, el realizador (en una operación estética que tiene mucho de La pasión de Juana de Arco de Dreyer) explora en los primeros planos todo el pathos de la joven no sólo en la secuencia apuntada sino en gran parte del metraje. El rostro de la debutante Julie Sokolowski (una revelación) le ha venido como anillo al dedo, cuesta imaginar una mejor opción. En Hadewijch , Dumont no traiciona su filmografía, pero sí le otorga una dimensión de lo sagrado antes inédita. Proclamado como un “cineasta del pesimismo”, esa idea no está tan errada si pensamos en el mundanismo de los personajes de La humanidad (La humanité, 1999) y Flandres (2005), incapaz de desalinearse de la abulia y la ira contenida. Aquí, sin ceder a ningún tipo de psicologismo en la construcción del relato, enfatiza aquellos caracteres de los personajes que ponen en entredicho la relación entre voluntad y espíritu, religión y espiritualidad. Su nueva obra adquiere una perspectiva mucho más vez esperanzada, pero no por ello lineal y unívoca, transformándose así en una obra abierta, luminosa, inevitablemente controvertida.
El Triángulo Perfecto Triangulo (Jerichow, 2008) del realizador alemán Christian Petzold (La seguridad interior, Fantasmas, Yella), está inspirada en la novela El cartero llama dos veces de James M. Cain pero adaptada al universo de Alemania del Este tras la caída del muro. La misma formó parte de la apertura del Festival de Venecia 2008 en el que la actriz Nina Hoss, ganó el premio a la mejor intérprete y fue película de clausura en el BAFICI 2009. Ali es un inmigrante turco que ha sabido forjarse una muy buena posición económica en Alemania. Lo ha logrado mediante un trabajo que le demanda una violencia a flor de piel, la que lo lleva a explotar a otros como él, pero de menor posición. Posición de la que también forma parte su esposa, una mujer bella que carga con un pasado turbio. La ruptura de ese delicado equilibrio se produce con la casual llegada de Thomas, un ex combatiente a quien sólo le ha quedado vivir de la limosna estatal. Petzold, al igual que en Yella, construye una película que está impregnada de realidad pero que a través de su puesta parece ser el reflejo de un sueño. O, mejor dicho, de pesadilla. La pesadumbre que recorre el andar de los tres personajes, las tensiones que van emanando, la excelente fotografía que sabe exaltar cada gesto, cada posición del cuerpo, le dan a su film un sesgo trágico que estalla hacia en el final. Tanto Benno Furmann como Hilmi Sozer componen a la perfección a sus personajes. Nina Hoss no ofrece nada menos que ellos, con su presencia queda claro que es una de las mejores actrices del nuevo cine alemán. Triangulo es un relato de intenso dramatismo, aún cuando el aire de El cartero llama dos veces esté más que presente a su alrededor. Film al que, además de la pasión, su director le agrega connotaciones políticas y sociales muy vigentes en la contemporaneidad, logrando un resultado final que roza la perfección.
Para quedarse dormido La remake del clásico de Wes Craven pone en evidencia la dificultad de potenciar las virtudes de un noble producto cinematográfico en una relectura. Al finalizar el film surge una pregunta espontánea: ¿para qué la hicieron? La respuesta no tarda en llegar: para ganar dinero. El mercado cita y fagocita, pero en las películas de terror sucede algo más. Las remakes suelen adherir a una tendencia del denominado “cine posmoderno”, consistente en el regodeo con la cita, el guiño, el homenaje. El costo a pagar es que muchas veces esta tendencia va en contra del horizonte de expectativas de este género, que es bien claro: asustar. Si hay algo saludable en esta Pesadillaes que esquiva esa senda, aunque tampoco consigue algo sustancial. Se diría que “actualiza” algunos elementos (la original es de 1984), pero esa actualización señala aún más su naturaleza mercantilista. No por nada el director debutante (Samuel Bayer) tiene una extensa carrera en la realización de video clips. Un antecedente que sirve para comprender los remates efectistas del sonido (voz de Freddy Krueger amplificada) y el montaje, que en la original eran verdaderos “efectos”. La anécdota señala a Krueger como un jardinero pedófilo (hay un capítulo de Los Simpsons que transpone esta figura siniestra en Willy el escocés). En determinado momento el relato asume la forma de flash-back para dar cuenta de su pasado, cuando atormentaba a los alumnos de un jardín de infantes. El hombre fue descubierto y los padres de las criaturas lo asesinaron prendiéndole fuego. Cuando estos crecieron, el monstruo mutó y devino figura pesadillezca, con la particularidad de que sus guantes con cuchillas lastiman en serio. Y no tardarán en amenazar a los otrora niños cuando se queden dormidos. El rostro del Krueger original (en la piel –maquillada- del actor Robert Englund) ha sido sustituido por Jackie Earle Haley, quien consigue ganar relevancia merced a unas facciones poco amistosas. Para quienes vieron las sietes películas de la saga, costará asumir ese cambio. Cuando la película copia con minucia a las escenas de terror de la original, consigue generar tensión. El sub-género al cual pertenece es el slasher, cimentado en litros y litros de sangre y pocas sutilezas. Lo genuino del producto es que a diferencia de ejemplos recientes (el caso de El juego del miedo es canónico) apunta directo al nervio, se olvida de la digitalización en pos de construir un espacio en donde lo que impera es el suspenso. En esta secuela las mejores secuencias se construyen a partir del silencio, umbral que denota la nada que antecede a las muertes. El crujir de las cuchillas del asesino, la posterior ausencia de sonidos, y el remate con un estruendo de procedencia desconocida demuestra que se puede hacer buen cine de terror con el uso apropiado del fuera de campo. La explicación de la naturaleza onírica y a la vez horrible del monstruo pudo haber sido más explícita hoy en día. En cambio, el guión opta por llenar de eufemismos los pasajes en donde se describe al Krueger-hombre como un enfermo sexual. Hay, entonces, una distancia pudorosa entre el mal terrenal y el mal fantástico que sí pudo haberse recreado de una manera más contundente. La capacidad de tener miedo muta, de nuevo está la relación entre texto y contexto señalando que el horror de los ’80 necesita cambiar para actualizarse y mantenerse activo. Si tenemos en cuenta a las escenas que sí generan tensión (las casi calcadas, como dijimos), queda más claro la naturaleza poco fértil de esta remake.
Cuestión de Principios La Pequeña Jerusalén se centra el drama interno de dos hermanas. El título refiere a un barrio en el suburbio parisiense, en donde vive una amplia comunidad judía. Tanto una hermana como la otra se sienten oprimidas por el dogma religioso, desde distintas perspectivas. La película de Karin Albou está centrada en el universo femenino de una de las familias de esa comunidad. La madre parece haber adoptado la figura del padre muerto. En su rectitud ante la preservación de los ritos religiosos está la necesidad de mantener unido al clan. Es por ello que disiente con la vida de Laura (Fanny Valette), su hija menor, quien estudia filosofía y comienza a pensar a la religión como adversa al sujeto. De Kant retoma la noción de la ley como marco para la libertad individual, ley que se empecina en practicar aunque las cosas no terminen de resultar como a priori imaginó. Por otro lado está Mathilde (Elsa Zylberstein), su hermana mayor, que a diferencia de ella busca practicar las normas de la Torah sin contradecir ningún renglón. Un error de interpretación que hace de la misma produce una vida marital irregular, signada por el desprecio al goce sexual y la falta de autoestima. La trama explora con mayor minucia a Laura, tal vez porque es el personaje más contradictorio y por ello más interesante. Suerte de heroína del teatro de Henrik Ibsen, pregona ciertas leyes que más tarde se verán jaqueadas por los caminos que el amor la lleva a transitar. La hermana, en ese sentido, es un personaje más unidimensionado, la resolución a su conflicto es un tanto maniquea. La directora tiene un punto de partida interesante al incluir pinceladas de costumbrismo a las cuales el humor irónico y su valor contextual lo hacen “ameno”. Su mirada apunta al detalle, a la construcción espacial que privilegia el gesto y subraya al rostro como portador de un pathos. En ese sentido, Valette resulta una elección actoral indicada, en apenas una mueca resuelve todo un estado. Enamorada de un argelino musulmán, su sistema de ideas mostrará los puntos débiles, y sucumbirá ante la crisis. Lo noble de La Pequeña Jerusalén es que si bien el relato no siempre presenta el mismo interés cultiva una serie de personajes entrañables, que escapan a la estructura de binomios. Practican y defienden sus creencias sin por ello ser juzgados. En ese sentido, la pregunta que pareciera englobar a la totalidad del film es si es posible resolver el dilema entre tradición y modernidad de forma positiva en cada individuo.
La mujer rompecabezas La ópera prima de Natalia Smirnoff aborda la disconformidad en la vida familiar desde un registro que oscila entre la comicidad y el drama. Se destaca la labor de María Onetto. María del Carmen es algo así como la versión local de Marge Simpson. Laboriosa, detallista, hasta en su propio cumpleaños número cincuenta trabaja en función de los demás. Lo exasperante está no tanto en su devoción, sino en el hecho de que este comportamiento aparezca naturalizado por el entorno. Luego del festejo se topa con uno de sus regalos, un rompecabezas que de manera más o menos inesperada logra resolver en poco tiempo. Este hecho casual la lleva a encontrarse con Roberto, un hombre de la alta sociedad (Arturo Goetz), quien la introduce al ambiente de las competencias de armado de rompecabezas, como compañera de juego. La película muestra un camino de auto-descubrimiento, la exploración de una mujer hacia un “más allá” de la convivencia familiar. Si la familia resulta opresiva, no lo es desde la violencia explícita, sino desde la omisión y el desprecio tácito. ¿Qué lleva a María del Carmen a casi obsesionarse por ese juego? El film no da respuestas obvias, pero claramente se trata de una actividad que la singulariza y la muestra por primera vez como una persona separada del entorno. Rompecabezas alterna secuencias de un clima familiar-cotidiano y otro extraño, y por ello fascinante. El notable trabajo fotográfico de Bárbara Álvarez resalta los colores primarios, enfatizando el carácter lúdico del relato. Una suerte de extrañamiento que ubica al espectador en la óptica de la protagonista, una mujer de pocas palabras y emociones encorsetadas. La estructura del film pareciera tener la consistencia de un cuento, por la brevedad y por los mínimos apuntes que definen a los personajes. Ver a María del Carmen en el entorno aburguesado de Roberto es asistir a su turbamiento y perplejidad por estar en un ambiente en el que no se reconoce, pero en donde se siente comprendida. A diferencia de su casa, se trata de un espacio distendido y depurado de incomodidades, tan misterioso como el dueño de la casa. Es elogiable la capacidad de Smirnoff de desarrollar un in crescendo en el desarrollo dramático del film. La comicidad en los diálogos no es decorativa, por el contrario, subraya la perspectiva de vida de María del Carmen, subsumida a la organización de la vida de su marido (Gabriel Goity) y sus hijos. Esta capacidad no sólo es visible en el rol de directora. Como guionista, logró definir en una economía de secuencias el progresivo devenir de la consciencia de María del Carmen hacia una zona de su interior antes inexplorada. Aquí no hay moraleja, pero sí hay una construcción valorativa del fortalecimiento de la subjetividad desde un registro poco frecuentado por el cine nacional. Una muy buena carta de presentación para una directora que promete.
El eje del mal Observador sutil de los mecanismos de poder en la actual sociedad europea, el austríaco Michael Haneke se corre de nuestro tiempo para centrar su relato en una pequeña comunidad del norte de Alemania. La cinta blanca está construida a partir de una rigurosidad tan asfixiante como el clima en el cual se desarrolla. Luego de que algunas de sus joyas hayan sido exhibidas en el BAFICI (Funny Games, Le temps du loup) y del estreno de La profesora de piano y Escondido, llega a la cartelera porteña la película con la que consiguió la codiciada Palma de Oro en Cannes. Ambientada en el periodo inmediatamente anterior al estallido de la Primera Guerra Mundial, la película es un relato coral que indaga en la cotidianeidad de un grupo de pobladores, interrumpida a partir de unos extraños sucesos. Una serie de atentados y golpizas a niños ponen en superficie a la violencia latente que pareciera obedecer a órdenes mucho más primitivos. Violencia naturalizada en la fragilidad de los vínculos familiares, la doctrina religiosa, y la inestabilidad económica que castiga silenciosamente a los habitantes. El relato está organizado por la voz en off de un maestro, quien rememora este periodo algunos años después. Esta herramienta y el impecable blanco y negro del fotógrafo Christian Berger operan connotando a la historia como parte de un testimonio universal. Pero Michael Haneke es por demás sagaz en la indagación de esta idea. Por un lado, el maestro señala que los hechos no necesariamente son tal cual los relata, indicando desde el comienzo que la inestabilidad de la memoria (la individual y la colectiva) puede jugarnos una mala pasada. Por otra parte, la película se resiste a una tesis unívoca, escapa a la consagración de una idea rectora que simplifique o banalice la cuestión del origen del nazismo. Hay en cada micro-relato un aura de verdad subjetiva, de vacilación entre el drama familiar y la constitución de una personalidad afín con la violencia. No por nada los niños del film serán los jóvenes del nazismo, algunos años más tarde. Hay, también, un señalamiento metonímico de cada micro-relato en relación a una expresión mucho más grande. Tal vez por ello la presencia de los niños resulte fundamental, desde la pasividad con las que los más pequeños parecieran aceptar cada injusticia, hasta la habilidad de los más grandes para sugerir y domesticar cada atisbo de violencia. La cinta blanca es una película de una dureza poco frecuente, no tanto por lo que muestra sino por lo que sugiere. El drama interno de cada personaje encuentra su objetivación en los estallidos de odio que parecieran consolidar un orden autoritario. La trama indaga sobre las redes de complicidad y silenciamiento que hacen posibles esos estallidos, y que cimientan las condiciones de posibilidad para que sean funcionales a un Mal mayor, recién sugerido de forma más explícita hacia el final.
La batalla que no tiene fin Plagada de lugares comunes y previsibles, lo que incomoda en el film de Andy Tennant es su tono medio, la crispación que produce ver cómo el metraje avanza y no hay sorpresa alguna. Es elogiable el empeño de Jennifer Aniston, quien le impone un poco de gracia al relato. Cuando una comedia como El caza recompensas (The Bounty Hunter) aparece en cartelera y –sobre todo- cuando pasan cinco minutos y se comprende el combo chico y chica muy distintos entre sí tendrán un romance, el horizonte de expectativas responde más bien a cómo el film se adecuará a un género (la screwball comedy, en este caso) con un mínimo grado de solvencia. Claro que siempre hay variaciones, en este caso chico y chica fueron alguna vez marido y mujer. Y la película comienza mostrando lo que sucede en la mitad del relato, en el momento que –por un motivo que no develaremos- el ex marido, un policía alejado de la fuerza que persigue fugitivos, acaba de perder a una nueva presa: su ex mujer. El resto ofrece una trama policial un tanto antojadiza, algunos personajes secundarios que no trascienden más allá de la caricatura (un loser enamorado de ella, su madre patética y sensual) y algún paso de comedia que provoca una sonrisa. Volviendo al aspecto genérico, ¿hay efectividad? Sí y no. Gerard Butler reduce su interpretación a la mímesis, como si –consciente de que encarna un estereotipo machista- se contentara con reproducir gestos al típico canchero que siempre sale ganando. Valor genérico no implica falta de autenticidad, algo que por los tiempos de los films de Billy Wilder había de sobra. En el caso de Jennifer Aniston ocurre lo contrario. Su personaje no es tan unidimensionado como el de Gerard Butler. Periodista que simula haber conquistado el tan mentado sueño americano, aun en su aparente conformidad pareciera pedir a gritos una vida más sentimental. Ella es también la que marca el punto de quiebre y pone en funcionamiento los enredos constitutivos a este tipo de comedia. El timming del film no siempre acompaña a los gags, que en algunos casos se presentan disgregados de la totalidad del relato. La batalla de los sexos parece ser eterna, eso queda claro. Que el film revisite los lugares comunes de un género que cada tanto da sorpresas no es lo exasperante. Lo que sí cuesta creer es que ni aun con un manual en mano, el guionista primero y el director después hayan conseguido más que una tímida sonrisa. Y eso no causa gracia.
El desbordante mundo del Sr. Gilliam Promocionada en todo el mundo por ser la película póstuma del actor Heath Ledger, el nuevo opus de Terry Gilliam es una nueva incursión del realizador en los universos paralelos, muchas veces esenciales para enriquecer la experiencia mundana. El film comienza con la rutina de magia que llevan a cabo el doctor Parnassus (un monje milenario, interpretado con convicción por Christopher Plummer), su hija adolescente (Lily Cole), y dos ayudantes (un joven y un histriónico enano). Espectáculo de feria tan anacrónico como singular, no consigue la atención del público al que parece estar dirigido, que se divide entre los apáticos y los desentendidos. Claro que tanto unos como otros ignoran que tras el espejo que promociona el asistente del doctor, en verdad se encuentra su desbordante mundo imaginario. Hasta que un día la particular troupe se topa con un hombre a punto de morir ahorcado (Heath Ledger) y este encuentro no tardará en encontrar relación con el pacto que Parnassus realizó con el mismísimo demonio (un Tom Waits en clave Aníbal Pachano). Dicho pacto vencerá cuando su hija alcance la edad de dieciséis años, momento en el que la joven se convertirá en propiedad del diablo. Escrita en colaboración con Charles McKeown (en Brazil -1985- y La aventuras del barón Munchausen -The Adventures of Baron Munchausen, 1988- ya habían trabajado juntos), la película estuvo a punto de ser abandonada tras la muerte del célebre actor. No hubiera sido la primera vez que Terry Gilliam hubiera dejado un film inconcluso, tal es el caso de su transposición de Don Quijote. Si el proyecto persistió, fue gracias a que el rol del actor fue “completado” por sus amigos. Pero qué amigos: Jude Law, Colin Farrell, y Johnny Depp. En términos de verosimilitud, se trata de una jugada de riesgo que salió bien. Cada vez que el personaje ingresa al mundo imaginario, su rostro muta. Claro que el mecanismo no aplaca ciertas falencias narrativas. A partir de la irrupción del personaje en la vida de Parnassus, el relato se bifurca hacia la reconstrucción de la identidad del mismo, crucial para la resolución del film. Una línea de la película que no termina de articularse con las secuencias del desbordante mundo, fascinantes la más de las veces, pero un tanto reiterativas y disgregadas de la totalidad del metraje. Película irregular casi por antonomasia, no deja de ser un acierto que la versatilidad del realizador por construir mundos paralelos también se ajuste a la composición del “mundo Real”. La Londres contemporánea es el reverso del mundo colorido y surrealista de Parnassus. Espejo deformado de aquel, como todo en la filmografía del director, no deja de presentar dos caras. La primera es la que vemos desde el comienzo, la de una metrópolis desangelada y miserable, en donde la modernidad no es sinónimo de bienestar. El otro costado está relacionado con la visión de la hija de Parnassus, tal vez la más condescendiente, emparentada con la confianza en la familia y el mercado. Una visión real y a la vez optimista. Al fin de cuentas, desde ese mundo Terry Gilliam piensa sus realizaciones. El final encontrará a su milenario hechicero ajustando cuentas con ese mundo. ¿Se encontrarán?
Ni el cielo ni el infierno Luego de convertirse en uno de los directores más admirados internacionalmente por la trilogía de El señor de los anillos (The Lord of the Rings) y de filmar una remake de King Kong (2005), Peter Jackson ha realizado un film irregular, sí, pero mucho mejor de lo que auguraron las críticas extranjeras. Adaptación del best-seller The lovely bones, de Alice Sebold, la película cuenta la historia de Suzie Salmon (Saoirse Ronan), una adolescente de clase media asesinada por un asesino serial, su propio vecino. El relato es todo un flash-back narrado por la misma Suzie, desde –como el título local lo indica- su propio cielo. Aparecen algunos de los tópicos de las películas sobre serial killers. A saber: la pesquisa que lleva a su identificación, la disolución familiar de la víctima (la madre es Rachel Weizs, el padre Mark Wahlberg, la abuela Susan Sarandon), el esbozo de la patética vida cotidiana del victimario (un Stanley Tucci que mete miedo). Hay una perfecta y justificada reconstrucción de época, dado que la trama policial necesitaba una inteligencia menos sofisticada que la de hoy, ¿qué hubiera pasado si esto sucedía en los tiempos en donde es identificable el ADN de la escena del crimen? Al conocer al asesino desde el comienzo, el relato necesariamente se centra en las primeras vivencias sentimentales de la joven, algunos pasos de comedia en relación a su entorno familiar, y el lento pero fatal acercamiento hacia el asesino. ¿Este entramado funciona bien? Sí y no. Como película de suspenso, hay algunas secuencias muy bien resueltas, con resoluciones estéticas afines al relato que recuerdan a la obra maestra de Jackson: Criaturas Celestiales (Heavenly creatures, 1994). Por ejemplo, la decisión de filmar los momentos de amenaza con una cámara digital, distanciándolos de la vida mundana de Suzie y su posterior cielo. Pero algunos pasajes son más discretos que sugestivos (en la novela Suzie era también violada), discreción que resta espesor dramático y –por lo tanto- pasión. Mucho se ha escrito sobre la representación (palabra clave) del cielo de Suzie, remarcando que es mostrado de forma banal y estereotipada. En principio, es necesario conjeturar que es la visión del paraíso de una joven de los ’70, con lo cual si la (re)presentación de ese cielo responde a una maniquea y digitalizada versión, no es para ella la misma que podemos imaginar hoy, ni siquiera admitiendo que es “convencional”. El problema no es tanto ese, sino que esta sub-trama atenta –en varios pasajes- contra la fluidez del relato de forma integral, que logra sostenerse por su apartado amoroso. Más atendible resulta la apreciación del film como sentimentalista y de dudosa moral, pero nuevamente hay un reparo. Si la resolución de la vida de todos los personajes esconde –peligrosamente- la idea de olvido y no de superación, no deja de ser cierto que es afín a la resolución dramática del personaje de Suzie, quien relata el film y –por ende- impone una visión moral de lo que le ha ocurrido. Sin ser un film perfecto, Desde mi cielo (The Lovely Bones, 2009) logra emocionar y mostrar que Jackson es un director osado, que aún tiene mucho para decir. Aquí no ha llegado a mostrar su potencial, pero un Peter Jackson menor es –aún- garantía de buen cine.
Hombres necios que acusáis… La transposición de la primera entrega de la saga Millenium (fenómeno editorial a escala mundial) funciona como un noble entretenimiento, sobre todo cuando adscribe al más férreo clasicismo cinematográfico. Conocida en todo el mundo no como uno sino como tres best-sellers, esta entrega llevaba inscripta en su éxito la inmediata versión en pantalla grande. Tanto en una variante como en la otra, su autor, Stieg Larsson, no disfrutará del suceso, puesto que murió poco antes de la publicación del primer libro. Los hombres que no amaban a las mujeres (Män som hatar kvinnor, 2009) es un clásico thriller que –como a la vieja usanza- mixtura un drama familiar con hechos de connotaciones políticas. A tono con un relato de la Agatha Cristhie más hermética, la trama del film se centra en la investigación que emprende el periodista Mikael Blomkvis (Michael Nyqvist), convocado por un anciano millonario. Recientemente condenado por calumnias e injurias, el hombre pondrá toda su capacidad deductiva para resolver el posible asesinato de su sobrina, desaparecida cuarenta años atrás. Al poco tiempo, de una forma que no develaremos, una joven y enigmática hacker llamada Lisbeth (sólida labor de Noomi Rapace) se sumará en la búsqueda de la verdad, involucrándose sentimentalmente con Blomkvis. Si bien la vinculación de ese drama familiar tiene una conexión maniqueísta con el apartado social, la película posee el timming necesario para que a medida que avance la investigación el espectador no pierda su interés. A excepción del mayordomo resentido, aquí hay al menos un vínculo paternal ambiguo, una prueba material que esconde sorpresas, un árbol genealógico lleno de secretos, motivaciones pasionales y también económicas. Y como “plus”, un romance entre el periodista y la outsider Lisbeth, el personaje más interesante y mejor diagramado de la historia. Pese a estar ligado con la sub-trama más efectista del film (una relación entre la joven y su tutor perversa y bastante endeble ideológicamente), los matices que componen la personalidad de la peculiar hacker le dan una entidad clave en el desarrollo del relato, que por lo visto tendrá su continuidad en la segunda parte. Correcta en sus rubros técnicos, la película hace uso y abuso de una banda sonora altisonante pero efectiva, que en algunos momentos realza a la imagen pero en otros le roba protagonismo. No hay que dejar de reconocerle al realizador Niel Arden Oplev un par de secuencias de persecución en donde la relación entre el campo y el fuera de campo genera suspenso del mejor. Drama social embestido de thriller, finalmente Los hombres que no amaban a las mujeres es un film de mirada bien contemporánea, crítico con una sociedad del Primer Mundo como lo es Suecia, en donde aquello que parece bienestar y modernidad puede encubrir vestigios de males como el nazismo y el capitalismo en su vertiente más feroz.