La adolescencia, la música y el talento juvenil se están estableciendo como los temas más abordados por la cinematografía actual. A24 suele ofrecer muy buenos productos, y luego están otras productoras que intentan imitarlo sin demasiado éxito. “Teen Spirit” (en Argentina “Alcanzando tu sueño”) entra en esa segunda vertiente. El debut como director del joven actor y guionista, Max Minghella, está acompañado por el protagonismo de la talentosa Elle Fanning (próxima a estrenar también una película dirigida por Woody Allen). En “Alcanzando tu sueño”, Violet, una adolescente que vive en una isla de Inglaterra y sueña con transformarse algún día en una cantante de pop, se inscribe en un concurso de televisión: Teen Spirit. Con la ayuda de su mentor, Vlad, una antigua leyenda de la ópera, intentara obtener el premio. La película es pura fórmula. Un ejercicio de esteticismo gratuito con personajes demasiado chatos, escritos sobre estereotipos vistos una y mil veces en otras producciones. Max Minghella parece no saber las diferencias entre una película y un videoclip, entonces en “Alcanzando tu sueño” nos encontramos con una sucesión de escenas musicales con luces de neón, slow motion y despilfarro de canciones muy populares, que van empujando la narración hacia límites preocupantes. Elle Fanning lo hace muy bien, pero el problema es que el film nunca le llega a dar a los personajes algo más de volumen. Sabemos muy pocas cosas de ellos como para que nos puedan interesar, y la cinta se conforma rápidamente con ser un manual básico sobre el sueño de ser una estrella y los peligros que ello conlleva. Al final, cuando ya uno esta resignado por lo que vio, no queda otra opción que relajarse y dejarse llevar por esta recopilación de grandes hits de la música pop actual. Nada luce demasiado orgánico acá. Una película pasajera, olvidable y sin espíritu combativo contra el sistema musical. No hay de qué preocuparse en ese sistema de felicidad. Un debut que tropieza en sus abusos.
El maestro Quentin Tarantino regresa luego de 4 años de ausencia con “Había una vez… en Hollywood”, la película más esperada del 2019. Y con ella, continua el sendero que ha marcado esta recta final de su carrera: el revisionismo histórico. La reescritura de acontecimientos del pasado bajo la visión y la inventiva del director. En el 2009, con “Bastardos sin gloria” se apropiaba de la ocupación Nazi en Francia, para contar una historia de venganza en la que al final acababa haciendo justicia poética contra Hitler. Luego, en “Django”, uso la esclavitud del siglo XIX para narrar un western sostenido por otra venganza, y en “Los 8 más odiados” se instalaba en el período de la Guerra de Secesión. Ahora con “Había una vez… en Hollywood” recrea un período que a Tarantino siempre le ha fascinado, el Hollywood de los años 60’, ese el de las estrellas y el que definió el traspaso de la antigua industria a la nueva. Estamos, sin dudas, ante la película más libre y personal de Quentin Tarantino. Y en cierta manera, también la más extraña y poco habitual. “Había una vez… en Hollywood” constituye toda una experiencia fuera de lo común en esta actualidad cinematográfica. Es totalmente comprensible que divida aguas ya que rompe con mucho de lo que podríamos esperar de una película de Tarantino: no tenemos la violencia ni la venganza como ejes principales, al contrario, se trata de uno de los films más densos, amables, graciosos, sensibles y humanos que ha rodado hasta la fecha. Quentin Tarantino filmó una película a la vieja usanza, alejada del ritmo y los estándares actuales. La estructura del film se sostiene con tres patas que se van moviendo en paralelo. Una es la de Rick Dalton (DiCaprio), una vieja estrella de westerns de televisión que atraviesa los cambios de paradigma de los estudios y la escasez de trabajo. La otra es la de Cliff (Pitt), el doble de acción y mejor amigo de Rick Dalton. La última trama es la de Sharon Tate (Robbie), la actriz y esposa de Roman Polanski, que fue brutalmente asesinada por la secta de Charles Manson en los años 60’. Todas ellas se van tejiendo y desarrollando en simultáneo a lo largo de un día. La cámara se mueve en torno a esta triada de personajes, los vemos en sus rutinas diarias, y dentro de esas rutinas se introducen pequeños pasajes de flashbacks al pasado que rompen la temporalidad lineal y le dan nuevos matices a la historia. ONCE UPON A TIME IN HOLLYWOOD Brad Pitt (L) and Leonardo DiCaprio credit: Andrew Cooper/Sony Pictures “Había una vez… en Hollywood” se constituye de la gratuidad. A Tarantino le atrae más bien hacer de esas tres tramas una excusa para mostrarnos la radiografía de ese Hollywood de los 60’ que estaba atravesando grandes cambios: Los Ángeles, las películas, las series, el proceso de rodaje, la decadencia del western en Estados Unidos y el trabajo de los dobles. Tarantino se mueve por todos esos lados sin presentar un conflicto realmente nítido, nada que tensiona los hilos, y allí reside el principal ‘problema’ que muchos espectadores puedan llegar a tener. La industria del s.XXI nos acostumbró a esperar un bombardeo de estímulos y de ritmo frenético, lo que está claro que acá no interesa en lo más mínimo. Quentin Tarantino goza de la máxima libertad creativa para mostrarnos una radiografía de la época y escribir una carta de amor a ese viejo Hollywood que se movía con otro ritmo. Sus 165 minutos no son más que un festín de gratuidad que le permite experimentar y darse el gusto de probar todo lo que se le antoja. Filma con todas las texturas y formatos posibles: blanco y negro, color, todas las relaciones de aspecto, todas las cámaras, formatos en 8mm, 16mm, 35mm, y hasta incluso se atreve a filmar una escena de terror extraordinaria. No hay razón de enojo en la representación de esta Sharon Tate. Si bien se trata de un personaje con poco peso dramático y sin apenas diálogos, se le rinde un homenaje de una belleza enorme. La Tate de Margot Robbie es una figura magnética, alegre y de una bondad descomunal. Ese ingreso de Tate en el argumento le permite introducir el tema de Manson, acontecimiento fundamental a fines de los sesenta. Obviamente que a Tarantino no le interesa retratar fielmente todo eso, si no reescribir el mito para forjar algo nuevo. La parte más tarantinesca del asunto aparece en la media hora final. La serenidad del film se quiebra con un explosivo desenlace un tanto abrupto. Aparece todo lo que hace al cine del director: la plasticidad, el humor y la violencia. Un quiebre extraño predispuesto a terminar contentando a los fervientes admiradores, pero también la chance de ejercer otra de esas justicias poéticas que tanto le encantan al realizador. Del otro lado, Leonardo DiCaprio y Brad Pitt probablemente sean la mejor dupla que nos dio el cine en los últimos años. Simplemente monstruoso lo que hacen en la pantalla. DiCaprio absolutamente multifacético, ofrece todos los matices posibles de una actuación tan gloriosa como inolvidable, mientras que Pitt interpreta a un hermoso personaje perfectamente desarrollado. Quentin Tarantino recupera algo que parecía perdido: el poder de la gratuidad, aquel concepto tan ligado a lo que era el cine clásico. Esas escenas colocadas por y para el disfrute del público, aún a pesar de que parezcan no conducir a nada. Estamos acostumbrados, en la mecánica de la cinematografía actual, a pensar en que cada escena debe llegar a algo, y si no llega a algo es porque es fallida o mala. Esta obra rebosa libertad. Un film que sale desde el corazón y en donde básicamente Tarantino hace lo que se le antoja. Extraña pero preciosa, Tarantino sigue siendo la máxima expresión de lo que es el cine. Un gran que con las horas se agiganta cada vez más.
En los últimos años se ha profundizado la realización de comedias en Francia, esas llamadas ‘feel good movies’ que no buscan mayor profundidad que la de hacerle pasar un buen rato al espectador. La aclamada por la crítica, “Amigos intocables” (“Intouchables”), de Olivier Nakache y Eric Toledano, ha influido a que muchas otras grandes producciones francesas se animaran a buscar el mismo éxito, pero casi todas se quedaron en el molde. Este jueves llega a la cartelera argentina otra comedia francesa, “Un hombre en apuros”, con el protagónico del muy experimentado Fabrice Luchini, un actor que ha trabajado en múltiples ocasiones con Éric Rohmer, entre otros grandes directores de Francia. Hervé Mimran es el director y coguionista de esta comedia dramática. En ella seguimos a Alain, un poderoso ejecutivo que trabaja insaciablemente y que un día sufre un derrame cerebral que frena su actividad laboral causándole, además, problemas en el habla y la memoria. Con la ayuda de la doctora Jeanne, intentará volver a reconstruir su vida. Típica comedia francesa liviana, con un humor poco comprometido, sin mucha eficacia, pero con entretenimiento asegurado. “Un hombre en apuros” se interesa más por el arco evolutivo de su protagonista (de animal empresario a hombre que comprende los valores de la vida), que por solidificar otras posibilidades narrativas. Una cinta de consumo rápido con moraleja incluida. No funciona mal, y Fabrice Luchini se esfuerza consiguiendo una muy buena interpretación, sin embargo, el problema principal radica en que los chistes no terminan de funcionar nunca. Mimran intenta sostener un juego ‘gracioso’ entre las complejidades del lenguaje que tiene este hombre, pero el engranaje luce bastante torpe y forzado. A la trama del hombre que sufre el derrame cerebral, se le va a sumar una subtrama de la doctora, su amorío, y la búsqueda por saber quién es su madre. Aunque acá Hervé Mimram tampoco se interesa por ahondar demasiado, lo que la vuelve una película de personajes superficiales y con poca psicología. “Un hombre en apuros” es una comedia para ver y olvidar rápidamente. Como entretenimiento saca del paso, pero es más una pauta publicitaria de autos, una exhibición de la clase alta francesa y un informe sobre las consecuencias del ACV, que una divertida película. Bastante floja.
Jonah Hill, aquel actor que supo estar en tantas comedias norteamericanas que exploraban la adolescencia (“Supercool”, “Comando especial”, “Este es el fin”), y luego jugándosela con papeles serios que lo llevaron a estar dos veces nominado al Óscar (“Moneyball” y “El lobo de Wall Street”), pega ahora el salto a la silla de director con su ópera prima “Mid90s”. La A24 ha encontrado un terreno cómodo en la producción de los coming of age, películas sobre el crecimiento y la adolescencia. Desde “Lady Bird”, pasando por “Eighth Grade” y la próxima en estrenarse, “Booksmart”, hay un sendero de muy buenas películas que la marcan definitivamente como una garantía de la casa. Y en ese sentido, la ópera prima de Hill, lo ratifica. El film transcurre en la ciudad de Los Ángeles, años 90. Allí seguimos la vida de Stevie, un niño de 13 años que se pasa sus días lidiando con los conflictos hogareños (madre ausente, hermano abusivo), y andando en skate con un nuevo grupo de amigos mayores que él. Sin grandes pretensiones ni alardes, Jonah Hill debuta con un film minúsculo en despliegue y construido casi enteramente por planos fijos. “Mid90s” hace de su austeridad, el mejor aliado para narrar un coming of age con mucho espíritu al cine realizado en los noventa. Lo bueno es que no se trata de una de esas cintas que se hunde en la nostalgia barata. El director toma como gran referente la cinta de Larry Clark, “Kids”, y la música de aquellos años (GZA, Misfits, Nirvana, etc), pero nunca ata su historia a la nostalgia gratuita. Corta pero contundente, “Mid90s” tiene una duración de ‘apenas’ 80 minutos, pero a no confundirse, se trata de una película de una intensidad que se fortalece en esa simple, pero muy compacta historia. Los conflictos dramáticos empiezan a caer en la segunda mitad, pero cuando cualquier film podría derrapar con golpes bajos, no lo hace. Estamos ante un relato de autodestrucción adolescente que toca márgenes peligrosos, arriesgados, pero muy bien surtidos por una dirección lo suficientemente madura para conservar la prolijidad. El pequeño Sunny Suljic se marca una actuación consagratoria llevando todo el peso dramático de una película plagada de realismo y crudeza. El que si está un poco desaprovechado es Lucas Hedges, que interpreta a un personaje menor y no demasiado desarrollado a lo largo del metraje. Filmada en 16 mm y con una pantalla angosta de 4:33, Jonah Hill logró una ópera prima prometedora en la que ha demostrado saber que decisiones tomar para lo que busca narrar. Por lo pronto, Hill ya es un cineasta digno de ser observado a futuro.
Desde su estreno en 2013, la franquicia iniciada por “El conjuro” sigue dando enormes réditos económicos. James Wan ha construido un universo que amalgama nuevas historias y personajes en cada una de sus películas, motivo que le permite seguir sobreviviendo en el tiempo. Con 7 films en 6 años, ya se ha abierto el abanico a spin-offs de la muñeca Annabelle, la monja de “El conjuro 2” e incluso una inmersión a la cultura mexicana con la leyenda de la ‘Llorona’. “Annabelle” es la primera trilogía que ya se formó. La mediocre primera entrega dirigida por John Leonetti terminó sirviendo como puntapié para que David Sandberg consiga una sólida segunda entrega que ordenó los papeles. Ahora, uno de los estrenos fuertes del período de invierno (verano en Estados Unidos) es la tercera parte, “Annabelle 3: Viene a casa”. La dirección y el guión son de Gary Dauberman, un debutante como director, pero experimentado como guionista, que ya había sido uno de los responsables de escribir el libreto de “It” (2017), y las dos anteriores entregas de “Annabelle”. En esta nueva película, el matrimonio de los Warren decide llevarse la muñeca Annabelle para evitar que cause mayores estragos. La encierran bajo llave en la sala de objetos poseídos de su casa. Una noche, la pequeña hija de los Warren queda al cuidado de su niñera, quien por un descuido de su amiga acaba liberando a poderosos espíritus malignos que merodearan la casa. La trilogía va de menos a más, eso está claro. Luego de la mejoría registrada en la segunda cinta, Gary Dauberman pone toda la carne al asador y nos ofrece una montaña rusa de emociones. “Annabelle 3: Viene a casa” transcurre toda en el interior de la vivienda de los Warren, con un aire ligero, despreocupado y tremendamente disfrutable. Inscribiéndose al subgénero de niñeras de los años 80’, Dauberman filma una cinta clásica, con ecos a series juveniles de terror como “Escalofríos”. Pero la cuestión aquí es que se trata de una película que prioriza constantemente la construcción de atmósferas por sobre el jumpscare gratuito, un exceso al que habitualmente pueden llegar a caer producciones como esta. Dauberman busca los movimientos y las angulaciones necesarias para no caer en lo obvio, en lo banal. Los Warren no son parte de esta aventura, y eso hace mucho más interesante toda la cuestión. El conflicto pasan a sufrirlo dos adolescentes y una niña que no poseen ningún tipo de conocimiento sobre demonios. Probablemente se trate de un film algo edulcorado, con apenas violencia y un empaque casi para toda la familia, pero “Annabelle 3: Viene a casa” es una muy buena variante dentro de una trilogía en franco crecimiento. Una de las mejores películas de terror del 2019. Opinión: Muy buena.
El momento que vive el cine animado de Disney/Pixar es extraordinario desde hace más de una década, y esto va más allá de cualquier lectura o debate que uno pueda hacer sobre el poder adquisitivo y el monopolio que manejan. Hay una gran cantidad de cineastas muy talentosos trabajando y construyendo films que no son solo para niños, son también para adultos. “UglyDolls” es otra de esas películas malas que pululan por los márgenes de Disney/Pixar. Acá la productora es STX Entertainment, con producción de Robert Rodriguez (si, el mismo que usted piensa), al que también se le ocurrió esta idea y elaboro un esbozo luego plasmado en guión por Alison Peck. La dirección del film corrió a cargo de Kelly Asbury, de amplia trayectoria dirigiendo películas de animación como “Shrek 2” y las para nada logradas “Los Pitufos en la aldea perdida” y “Gnomeo y Julieta”. Cuando llega una película de animación a la cartelera que no proviene de la factoría Disney/Pixar se nota, y mucho. Salvo el cine asiático, que también suele filmar enormes y bellísimas cintas, hay un contraste abismal con las producciones de empresas que en estos últimos tiempos se animaron a producir animación (claro que siempre hay excepciones) como Sony o Columbia Pictures. En tiempos de corrección política, inclusión racial y búsqueda de equidad, “UglyDolls” cierra por todos lados. Se puede decir que el mensaje es noble, pero la ejecución como película de animación es bastante pobre. Una de las cuestiones más difíciles que Disney/Pixar tan bien logra es que hacen films divertidos para los chicos y también para los adultos. El consumo y la diversión es mutua. En “UglyDolls”, el público grande queda decididamente fuera de esto. Con parentescos a “Emoji”, que fue una de las peores películas del 2017, Kelly Asbury cuenta una historia con un planteo interesante pero con pocos momentos graciosos. Quizás como cortometraje el resultado hubiese sido más favorable, pero la película parece quedar demasiado larga (¡y dura solo 80 minutos!). Ahí aparecen los momentos musicales que ensanchan un argumento pobre, vacío, con mucho mensaje, pero poca chispa. Ni siquiera Asbury parece del todo seguro de las leyes que existen en su universo. Es como si “UglyDolls” hubiese sido filmada a las apuradas para recaudar toneladas de dinero. Hay demasiados baches, incongruencias, y encima no se puede apoyar en sus personajes que son absolutamente detestables, mal construidos y poco carismáticos. ¿A quién se le ocurrió que podía ser buena idea poner a Pitbull como la voz de un personaje? Olvidable película animada que reafirma que Disney/Pixar siguen jugando en otra liga.
Premiada en Sundance (mejor directora), llegó este año al BAFICI la cinta uruguaya, “Los tiburones”, la ópera prima de Lucía Garibaldi, que ganó el Premio especial del Jurado y estuvo presente en la competencia internacional. Toda una pequeña sorpresa que viene pisando fuerte a lo largo del mundo. En “Los tiburones”, seguimos a Rosina, una joven de 14 años que pasa las vacaciones con su familia en un pueblo. La monotonía del lugar se rompe cuando se detecta la presencia de un tiburón. Esto pone en alerta a la comunidad local. Pero para Rosina nada de eso parece afectarle. Un día conoce a Joselo, -su compañero de trabajo-, y comienza a aflorar una fuerte atracción. El coming-of-age es una de las temáticas que más apasiona al cine actual. Se puede decir que nunca se rodaron en tanta cantidad films sobre el crecimiento como ahora. “Los tiburones” va por ese lado, aunque a la directora Lucía Garibaldi le interesa más trabajar el viaje de introspección de esta adolescente, que el recaer en un pozo dramático efectista. Hay buenos momentos de humor y una muy linda sensibilidad a la hora de trazar el personaje de la protagonista Rosina, muy bien interpretada por Antonella Aquistapache. Es un registro absolutamente intimista y sutil sobre el no-pertenecer, la llegada de la adolescencia y las primeras pasiones. De narrativa económica, “Los tiburones” es un film bien construido que se propone capturar la textura de las pieles, y que posee una fotografía bellísima que se reluce en algunos planos por el uso de la cámara lenta. Se sabe desde el comienzo que la presencia del tiburón no traerá consigo ningún peso narrativo más que el de exponer la indiferencia de la protagonista, y el revuelo que se genera en un pueblo plagado de monotonía. En ese sentido también es bastante interesante ver como Lucía Garibaldi se propone diferentes líneas que van más allá de la mera introspección. Evidentemente Lucía Garibaldi no quiere caer en mayores artificios y opta por el naturalismo de la trama, pero se hubiera agradecido algo que cambie un poco ese esquema demasiado plano que no tiene grandes variantes a lo largo de sus 80 minutos. De todas formas, es un correcto debut.
“El patrón: radiografía de un crimen” (2014) marco un punto de inflexión en la carrera de Joaquín Furriel, quien abandonó por primera vez su mote de galán de telenovelas, para transformarse en un actor que asume nuevos riesgos. En aquel filme, trabajó con un drama social que tenía bastante del mejor Pablo Trapero, aceitado por una interpretación notable de Furriel. Esa dupla que había funcionado tan bien, vuelve a repetirse aquí en “El hijo”, el segundo largometraje ficcional de Schindel, en la cual también actúan Martina Gusmán y Luciano Cáceres. El guión corre a cargo de Leonel D’Agostino, escritor de la fallida “Nieve negra” y “Puerta de hierro: el exilio de Perón”, que en este caso adapta la novela de Guillermo Martínez, “Una madre protectora”. Los estrenos más pesados del cine argentino empiezan a llegar, y “El hijo” aterriza en un momento delicado de la cartelera argentina. La usurpación de salas de “Avengers: Endgame” significara todo un desafío a suplir por parte de esta nueva producción bastante interesante y con potencial. Lorenzo, un pintor de unos 50 años, se entera la noticia de que tendrá un hijo junto a su nueva mujer, Sigrid. Con el nacimiento del niño, la situación se complejiza, Sigrid adopta una posición de protección sobre el hijo, que lo hará alejar cada vez más a Lorenzo del vínculo paternal. Aires al cine de Roman Polanski inundan a esta para nada habitual propuesta del cine argentino. Sebastián Schindel se atreve a abordar temas poco o nada explorados por la industria nacional, pero nunca llega a ir a fondo con los conceptos, queda como a medio camino entre lo que podría ser, y lo que finalmente es. La historia transcurre en dos líneas temporales, presente y pasado, que se conectan en un punto donde luego la trama retoma y continua. Pero esa decisión, esa fragmentación de tiempos es, no solo un tanto caprichosa (el cine está plagado de caprichos), si no también poco funcional al suspenso que se pretende generar. Las dos líneas de tiempo se van deshilachando en su recorrido. Las actuaciones y el guión funcionan muy bien, en ese aspecto, la película fluye de forma natural. Sin embargo, en lo que refiere a los rubros técnicos, un aspecto en donde “El hijo” no sale del todo airosa es en la musicalización. Hay una elección demasiado estridente en la composición, no da lugar a la imaginación y resalta con torpeza las escenas de suspenso. La prolijidad que entabla la película también se quiebra con esas abruptas elipsis que huelen más a un escape que a una decisión narrativa. Es como si el guión no supiera como solucionar lo que sigue, entonces introduce un salto de tiempo que resuelve todo. Hay buenos toques de terror en esta historia clásica, oscura, con algunas simbologías (nada exploradas por la película) y buenas ideas que podrían haber sido mejor desarrolladas. “El hijo” es una oportunidad desperdiciada de abordar con convicción una temática que el cine argentino históricamente ha esquivado. Sebastián Schindel pasa la prueba con este segundo largometraje que si bien posee algunas fallas, resulta sumamente interesante.
Pre-seleccionada a mejor película extranjera en los Oscar 2019, llega a la cartelera argentina el thriller danés, “La culpa”. No es novedad que el cine de Dinamarca sea sinónimo de garantía y propuestas interesantes, sobre todo porque se trata de una de las industrias que más se ha desarrollado en esta última década dentro de los países nórdicos de Europa. Con un amplio recorrido por festivales, Gustav Moller debuta con esta ópera prima pequeña, pero muy intensa, que puede funcionar como una gran alternativa de escape a los que no quieran ver la última entrega de “Avengers”. Asger es un oficial de policía que ha sido suspendido temporalmente de sus funciones y relegado a operador de servicio de emergencias. Cuando todo parecía avanzar como una noche tranquila, la misteriosa llamada de una mujer despertara una búsqueda frenética. “La culpa” aplica y entiende a la perfección la fórmula: menos, es más. Gustav Moller edifica un thriller tan sencillo como potente, que hace de su economía en escena una fortaleza. Dura solo 80 minutos, transcurre toda en un espacio (la oficina), y tiene a dos personajes, uno que vemos durante toda la película y otro del que nada más escuchamos su voz. Jakob Cedergren sostiene todo el peso del film con una interpretación notable en la que nos creemos su miedo, su frustración, su enojo y todo ese viaje de emociones al cual nos transporta la cinta. La virtud de “La culpa” está en, además de suministrar muy bien la tensión, la elección de esa duración que no estira nada más de la cuenta. Lo que Moller logra es complejo, y es meramente un acierto de dirección (el guión tiene lo suyo con sus vueltas de tuerca). Sin el correcto manejo de la trama, hubiera sido bien sencillo que la película caiga en una estructura monótona y soporífera, pero el trabajo rítmico es excelente y para que el film tenga ciertos cambios visuales, Moller produce una sola modificación de ‘espacio’, que se quiera o no, le da oxígeno y variante a la imagen. El cine danés lo vuelve a hacer. Interesantísimo thriller pese a lo sencillo de la propuesta. La limitación de salas hará que la película este muy poco en pantalla, así que hay que apurarse.
Mariano Cohn y Gastón Duprat son, en el cine nacional, garantía de debate y polémica. Desde la ópera prima “El artista” (2008), pasando por sus más célebres películas como “El hombre de al lado” (2009) y la aclamada “El ciudadano ilustre” (2016), esta inseparable dupla de realizadores ha desarrollado una mirada dura sobre el arte moderno, la vida en los pueblos pequeños, la clase baja, y un gran dejo de misantropía y xenofobia. Pero nuestro deber aquí no es juzgar el pensamiento de los realizadores, claro está. El tándem de realizadores se separó por primera vez el año pasado con “Mi obra maestra”, film que dirigió Duprat en solitario. Ahora fue el turno de Mariano Cohn y su “4×4”, uno de los estrenos más relevantes dentro de un 2019 que, a nivel nacional, parece será bastante moderado. “4×4” fue guionada por su socio/amigo Gastón Duprat, y tiene el protagónico absoluto de Peter Lanzani, aquella estrella juvenil de “Casi ángeles” que desde el 2015 –con “El clan”- no deja de crecer dentro de la industria cinematográfica. En papeles menores, también aparecen, el humorista Dady Brieva y Luis Brandoni. Un joven observa la lujosa camioneta 4×4 estacionada en la vereda de un barrio, así que decide entrar en ella para poder robar. Cuando intenta salir, no puede. Esta atrapado en un auto blindado, y su dueño está dispuesto a llevar al extremo la situación. No recuerdo muchas películas argentinas de supervivencia, y es llamativo, porque se trata de una de las temáticas más explotadas en los últimos años, tanto en el cine norteamericano, como en el europeo (los países nórdicos principalmente). Así que con “4×4”, Mariano Cohn intenta explorar un terreno poco transitado por la industria nacional. Hemos visto historias de personajes que se quedan en lo profundo del mar, colgados en montañas, atrapados en cuevas, sobreviviendo al frío del ártico, y hasta los hemos visto flotando en el espacio. Se ha contado todo, o casi todo, pero “4×4” encuentra la rosca para proponer una situación distinta. Los primeros planos detalles del film (casas con rejas y cámaras de seguridad), son una anticipación de lo que Cohn va a trabajar: la inseguridad. Un tema que tanto debate genera en la Argentina de hoy. Provocadores por excelencia, la dupla Cohn-Duprat toma una serie de decisiones que invitan a la toma de postura sobre un punto de vista o el otro. ¿Estamos del lado del ladrón o del dueño del auto? Incluso hay una picardía en la elección de Dady Brieva y Luis Brandoni, dos actores cuyos roles parecen inversos a sus pensamientos reales. La elección de la camiseta de Boca para el ladrón, es otra de esas cuestiones que va a despertar polémica, y es que “4×4” es eso, siempre está al borde de lo degradante. La clásica mirada despectiva de Cohn-Duprat sobre la clase baja está presente, ya sea en la selección de ciertos planos, en la construcción del personaje principal o en la escritura de algunas líneas. No obstante, a pesar de todo eso, “4×4” acaba siendo un thriller disfrutable y efectivo que presenta algunos buenos aciertos. A los 3 minutos de película, el personaje ya se encuentra atrapado en el auto. Mariano Cohn no pierde el tiempo en presentaciones ni desvíos, va rápidamente a la situación, algo que le podría haber jugado en contra, ya que se trata de una temática difícil de sostener en intensidad/duración. El peso dramático cae absolutamente todo en Peter Lanzani, un actor de crecimiento notable que aquí ofrece un tour de force consagratorio que lo instala como uno de los mejores actores de su generación. Son pocas las veces que la cámara sale afuera del auto. Mariano Cohn acentúa muy bien lo claustrofóbico priorizando quedarse adentro, en la reducción del espacio, y logra mantener el interés creando algunas pequeñas peripecias funcionales al relato. La participación de Dady Brieva es un poco omnipresente. Pone la voz en buena parte del metraje, pero no tiene demasiado tiempo en pantalla. Ahora bien, la aparición de Luis Brandoni –sobre el final- es bastante más forzosa e innecesaria. Se entiende solo desde el lado comercial, pero como personaje en sí, no tiene ningún peso ni construcción. “4×4” funciona mejor cuando se dedica a ser solo y únicamente un thriller de supervivencia. Cuando quiere transformarse en una lectura social, resulta torpe (con demasiados subrayados), y cuando en el acto final pretende ser “Tarde de perros”, tampoco lo consigue del todo. Un correcto ‘debut’ en solitario, de Mariano Cohn como director. Cumple todas las expectativas que uno podría tener sobre ella.