INCOMPLETOS El ambiente de Los ausentes es onírico y sórdido. Encontramos allí a personajes indescifrables que desde la secuencia inicial podemos arriesgar que buscan algún tipo de redención. La ópera prima de la reconocida guionista y productora Luciana Piantanida surgió de un collage de ideas aleatorias que se fueron indexando con la técnica de cadáveres exquisitos. Tuvo un rodaje previo en 2009 pero se frustró por inconvenientes técnicos, económicos y meteorológicos. Un pueblo espera el carnaval mientras algunos hacen malabares para esconder lo que les duele: sus ausencias. Hasta de ellos mismos. Un bebé perdido, la burocracia después de la muerte y la indigencia giran en esta historia como planetas de galaxias diferentes… hasta que terminan alineándose para un mismo fin (y justo en el clímax de la celebración). Filmada en Carlos Beguerie, pequeño pueblo de la provincia de Buenos Aires, la película otorga desde la locación esa extrañeza del foráneo. Y hace ley eso que dicen de “pueblo chico, infierno grande”. Hay una escena que no casualmente es en un bar (algunos los llaman los termómetros de los pueblos) donde la directora ubicó a parte de los responsables del film como extras, para resignificar el proyecto desde lo colectivo. Las actuaciones son muy buenas pero el protagónico de Jimena Anganuzzi es el que tiene más peso específico, tanto en convencimiento como en entrega. La fotografía es sugerente cuando se lo necesita y la música -original- sabe marcar bien lo que no nos dicen estos personajes, que haciendo una estadística rápida con la duración del film y el volumen del guión podemos decir que son gente de pocas palabras, que esconden mucho más de lo que demuestran. La fiesta y el dolor pueden terminar siendo la misma cosa. Las elipsis sobreabundan en una historia llena de ausencias y fantasmas, y al final tendremos que atar muchos cabos sueltos y aún así nos quedaremos pensando en información que falta. Toda esa confusión producida al espectador no se sabe capitalizar en un final que deja gusto a poco. Después de su primera experiencia como directora, esperamos de Piantanida nuevas películas que salgan de lo habitual y se trabajen con el mismo nivel de tenacidad e intensidad. Tiene un futuro muy prometedor.
EL FIN DEL AMOR (TAL COMO LO CONOCES) Granada y al paraíso es el segundo largometraje del realizador Augusto González Polo quien, desprovisto de sponsors y prejuicios, aborda desde múltiples miradas la separación. El telón de fondo es una Buenos Aires impasible. No se puede omitir que el proyecto haya entrado en la plataforma de colaboración Ideame y exista también en Tumblr. Termina siendo un experimento colectivo y cotidiano; los actores parecen hacer de ellos mismos; y muchos de los arquetipos que construyen nos hacen acordar a otras cosas que conocimos. El film no sólo comparte con la banda Bicicletas el espíritu provocativo de su título -fue tomado de una canción preexistente-: en sintonía fueron convocados algunos de sus integrantes para participar del interesante soundtrack. Algunos pasajes son muy cliperos y otros muy Polémica en el bar. La historia tiene varias mesetas acentuadas por la multiplicidad de planos y los continuos problemas de sonido, más graves en locaciones exteriores. De todos modos, toma muchos riesgos que (les guste o no el producto final) meten al espectador en esa nube gris -y porteña- del recién separado. El denominador común es la nostalgia: un grupo de escritores errantes añoran un pasado mejor, un tipo piensa en su colección de vinilos extraviada en la casa de su ex y otro, oficinista, en sus muñecos de colección. Una chica revisa fotos viejas. Las actuaciones son buenas y prevalecen ante muchos de los inconvenientes de posproducción. Deja un sabor amargo estilo Black mirror acerca de los avances tecnológicos y siembra más dudas que certezas en este sentido, otro de sus aciertos. Sabe ser metafórica y literal; el significado que le otorga a la frase “volver a las pistas” es de lo más vistoso. No es recomendable para que la vean parejas en crisis.
PAJARITOS BRAVOS La fauna que converge en Angry birds, pese a quien le pese, garpa muchísimo. En poco tiempo -existen desde 2009- se convirtieron en una marca que mantuvo como bastión principal un videojuego destinado a dispositivos de pantalla táctil, supo entrelazarse con megaproducciones como Transformers o Star Wars sin perder la fácil jugabilidad aún la heterogeneidad de personajes y escenarios. Ni siquiera el vínculo con una filtración de Snowden menguó su crecimiento exponencial. Y llegó la película, interesante apuesta que a priori tuvo como desafío principal justificar los movimientos de cada animal sin estar manipulado por un desconocido. Había que crearles, sí o sí, una historia. Los que metieron mano fueron Clay Kaytis y Fergal Reilly en la dirección que, gracias al soberbio trabajo de edición y algunas voces de celebridades, vinieron para confirmar que vamos a tener a estos bichos por muchísimo tiempo. Como si fuese obra de un arquitecto loco, absolutamente todas las edificaciones están pensadas para volar por los aires, de eso se trata. Aclaremos, no hace falta haberlo jugado antes para entender nada de esto. Va desde lo naif hasta lo más complejo, la crítica a la colonización de los cerdos en la isla de los pájaros está desarrollada con la misma tenacidad de obras como El sueño del celta, de Vargas Llosa. Es interesante cómo una película “para chicos” está plagada de chistes y homenajes “para grandes”; no sé si sea conspirativo o se trate del modo Pixar de ver la vida, pero la toma cenital de una centena de cerdos verdes en un habitáculo me hizo pensar en un parentesco lejano con los marcianos de Toy Story. Hay cierta herencia iconográfica. El tema de esta historia es el trabajo en equipo y la solidaridad. Las aves deberán rescatar unos huevos robados y al no saber volar deberán rebuscársela con unos extraños objetos olvidados por los cerdos (sus espejitos de colores). El guionista Jon Vitti -también responsable de 25 episodios de Los Simpson- es el cerebro del proyecto, los chistes son inteligentes y vienen disparados con la dinámica del juego, cuando estás doblado de risa te aplica el tiro de gracia. La esposa de unos de los directores es argentina -produjo, ente otras cosas, la flamante Zootopia- y a modo de chiste interno entre los realizadores, cuando comienza la película vemos a nuestro antihéroe Red (voz de Jason Sudeikis) patear un pájaro que en su parábola termina convirtiéndose en un objeto esférico con los colores de la bandera albiceleste. ¡Estén atentos! El trío de justicieros se completa con el veloz Chuck (Josh Gad), y el impredecible Bomb (Danny McBride). Las referencias musicales son variadísimas, desde Black Sabbath a Limp Bizkit en un pestañeo. También sobrevive en esta apuesta visual novedosa cierta nostalgia del pasado, por ejemplo, el personaje del Aguila (Peter Dinklage) muestra en la cúspide de una montaña parte de sus tesoros y divisamos un disco de oro por la canción Hotel California. La visión de la justicia es igual de incrédula que la contemplada por la burocracia y el control de la ira, a los pájaros enojados se los envía a un retiro espiritual o un curso al estilo de El arte de vivir. La infinidad de gags y el 3D revisten una historia que tiene la frescura de algo nuevo pero deja el sabor de un clásico, la historia de Red podría ser la de Pedro y el Lobo. Las unidades narrativas están ensambladas como si fuese la correlación de los niveles del juego y el relato no tiene fisuras. El ritmo es frenético pero sabe bajar los cambios a tiempo para terminar con los golpes certeros de emoción. Quédense hasta al final.
No es otra película de acción Cada día que pasa algunos intentamos comprender el por qué del Oscar a mejor película que consagró a Birdman el pasado año, y de ahí empezamos a falsar algunas premisas como si “¿son más importantes las historias o cómo están contadas?” o “¿premiaron realmente la triste quijotería de Iñárritu o su plano secuencia?”. Entonces aparecen películas como Hardcore: misión extrema y de puros prejuicios podemos anularlas, decir que es en vano apostar por la primera persona, si de videojuegos se hicieron películas buenas y viceversa. Además, hay un hombre robótico que sabe usar las armas pero no se trata de Robocop y la megaproducción rusa con actores yanquis a priori no atrae teniendo otros fracasos próximos como Hitman: Agente 47 (protagonistas estadounidenses, director polaco y fracaso mundial). Pero con Hardcore: misión extrema nos equivocamos. La ópera prima de Ilya Naishuller invita a cada espectador a ser el director de su propia película y termina concretando una maravilla visual. Digna de esas películas que se recomiendan “para verlas en el cine”, el trabajo de filmación, sonido y post producción es magnífico. La sed de venganza va creciendo durante la hora y media del film, en la medida que el verdadero protagonista vacía cientos de cargadores y hace explotar casi todo lo que se cruza en su camino. La damisela en apuros es Haley Bennet y se encarga de presentarnos a Henry, su esposo, al que con total normalidad saca de una especie de incubadora gigante y comienza a ensamblarle las diferentes partes de su cuerpo. Cuando llega la parte de las manos y comienza a adquirir la motricidad, le coloca un anillo que confirma el dato filiatorio. Con el Frankenstein ya consumado y dispuesto a adquirir el habla, se produce una explosión en el laboratorio y un enemigo con una similitud asombrosa con Kurt Cobain rapta a la chica en cuestión y asesina a sus laderos. Ahí comienza la búsqueda y por nuestra parte nos terminamos de calzar el traje de héroe sin memoria, con habilidades supernaturales y, para colmo de males, mudo. El director no dejó nada librado al azar cuando se puso detrás del lente de la cámara y supo condensar los recursos escena tras escena, no quemó todos los trucos. La prueba piloto de esta película seguramente haya sido cuando se tuvo que hacer cargo de un video de la banda rusa Biting Elbows y resolvió una historia en cinco minutos con el visto bueno de una generación signada por el videoclip y las tomas rápidas. En dicho video nos apresuramos para saltar por un techo o curar una herida infectada pero tenemos el tiempo suficiente para posar los ojos en un escote. Los personajes de Naishuller son por génesis camaleónicos, saben cuándo pasar desapercibidos y cuándo irrumpir a los tiros como talibanes. Siempre cuida la estética y sobretodo el vestuario, aunque no tarde en llenarse de sangre. Cualquiera puede ser doble de riesgo también, al no contemplar nunca los rasgos más importantes de un personaje, los de su cara; las coreografías y saltos por los aires pudieron estar hechos por cualquier hijo de vecino. La música es primordial para lo que se ve tras los ojos de Henry, cuando llega el súmmum de la batalla y el horror comienzan los acordes de Don´t stop me now (gancherísimo haberlo incluido en el tráiler) y con la música de Queen empezamos a balear a las personas que nos separan del falso Cobain. Y recuperar a la chica, claro. La multiplicidad de personajes de Sharlto Copley es frenética y calza bien con los tonos marcados en el guión, regalándonos también un momento musical buenísimo con un clásico de Sinatra. Aunque Hardcore: misión extrema cae en algunos clichés propios del género y las referencias de tiempo-espacio a veces nos hacen perder cierto sentido en la cronología, termina dejando un buen sabor. Sabe entretener, asombrar e innovar.
Donde viven las brujas Algo malo va a suceder en esta familia y lo sabremos pronto. La bruja es, a priori, una interesante apuesta por el cine de género con la frescura de un director joven, pero no por eso poco profesional; el terror a fin de cuentas se ha convertido en un territorio apelmazado y muchas veces predecible según vengan las producciones de Oriente u Occidente. No estamos frente a otra leyenda del folklore popular. El esqueleto de esta historia está más cerca de la estructura del policial que del cuento de terror, hay una desaparición al principio y los vericuetos posteriores no proponen grandes sobresaltos. Hay notables actuaciones; la fotografía sabe manejar los ánimos dentro y fuera de la pantalla; el vestuario es implacable -lo que más ayuda a la recreación de época-; y la música es aún mejor. El presupuesto es austero y certero (tres millones y medio de dólares). Una familia de colonos exiliada (de Inglaterra, por motivos que nunca quedan muy claros) se aísla en las cercanías de un bosque donde se cree en la existencia de brujas. Hasta ahí parece otra historia de terror donde “x” ecosistema delimita el bien y el mal, lo conocido y lo desconocido, lo católico con lo pagano. Cito de memoria a Mirtha Legrand: “lo que no es puede llegar a ser”. ¿Y si realmente hay una bruja, cómo sería? Lejos de los lugares comunes y la parodiada madrastra de Blancanieves, de los hermanos Grimm, lo que aquí realmente importa no es verla o conocer sus poderes sobrenaturales, si no la mera confirmación de su existencia como prueba de una condena divina. Las referencias bíblicas son muy sutiles y desde el nombre de los personajes comenzamos a saber un poco de su suerte: una niña se llama Mercy (Piedad), el incesto sobrevuela a una pareja de hermanos y uno de los menores termina vomitando una manzana podrida que terminamos creyendo que no es otra que la del pecado original. Thomasin (Anya Taylor-Joy) es la verdadera protagonista de la historia y padece de su juventud como si fuese una enfermedad, manteniendo durante el metraje un aura de misterio y desesperanza. Los menores la señalan y los mayores la acechan, escucha en secreto cómo piensan venderla a otra familia para conseguir los factores productivos que permitan sobrellevar una sequía. En un momento, también parece resecarse la historia original aunque el virtuosismo del director sabe pegar los volantazos justos en la trama que nos meten otra vez de lleno en algo que empezábamos a creer previsible o hasta aburrido. Los mejores trabajos en la filmación los encontramos en el interior de una precaria casa que no tarda en parecer enorme ante la confusión de las situaciones y el ambiente sórdido. Las acusaciones cruzadas y la sugestión colectiva están bien predispuestas en el guión, que prepara la estocada final con titubeos y largos silencios. Las circunstancias que rodean la desaparición de un bebé en los primeros minutos parecen manejar una ingenuidad asombrosa pero es todo lo contrario con la tenacidad que se recrea una historia y una época. El peso específico del trabajo con material de archivo puede contemplarse a las claras al final, cuando lo pensamos en retrospectiva y nos olvidamos por un momento de la ficción. El final de La bruja puede dar múltiples interpretaciones pero no se traiciona a sí misma utilizando efectos espectaculares y vuelve a prescindir del susto inesperado apostando hasta el último minuto por el terror psicológico. Esta tragedia puede decepcionar fácilmente a los fanáticos ortodoxos y asimismo atraer a nuevos públicos curiosos por ver otra clave de un género lleno de clichés o simplemente atraídos por una película que viene condecorada de Sundance.
Otra fuga de película Cien años de perdón no es más que otra película de robos. Los dilemas éticos que anuncia el título y un reparto -a priori- interesante se funden en una historia que se agrieta con el paso del metraje. Jorge Guerricaechevarría, guionista distinguido de Alex de la Iglesia, en esta ocasión está más cercano a su trabajo aceptable en Los crímenes de Oxford que al notable de El día de la bestia. Como thriller no funciona y tampoco se salva con las constantes dosis de humor exagerado, compitiendo para estar entre las apuestas por el cine de género argentina–españolas más olvidables. El director, Daniel Caparsoro, plantó bandera española en el set y a pesar de contar con un elenco mayoritariamente argentino fijó como destino principal la audiencia del viejo continente. Ahí comienzan y terminan muchas de las fallas en el idioma y en los vocablos. A veces es irritante y otras confusa, pero no deja de ser entretenida. El objetivo es un banco de Valencia y por lo poco que sabemos, antes de la irrupción de los ladrones, la realidad supera la ficción. “¿Quién roba a quién?”, anuncia el cartel de la película y el anclaje con la realidad nos deja entrever como contexto ineludible la burbuja financiera que asola el país europeo. En ese bodoque de cemento nadie parece estar ganando nada: a los empleados los están por echar y los clientes se anotician de sus embargos. El presidente de Bankia estuvo preso, un uruguayo (nacionalidad y apodo del personaje de De la Serna) encabezó el motín al Banco Río de Acassuso y la mitología del hampa de personalidades como Dani el Rojo ayudan a delinear historias que no nos parecen tan descabelladas, pero en este caso está contada de manera tan irregular que deja casi tantos interrogantes como las páginas de policiales. Una tormenta imprevista tuerce el destino de una fuga subterránea y el paso fugaz por el banco termina siendo una eternidad. La negociación está signada por el trasfondo político, donde funcionarios esconden pruebas en cajas de seguridad. Hay una que termina siendo el propósito fundamental del golpe, la 314. Los climas están bien recreados e incluso se pueden establecer ciertos paralelismos de la crisis española con la argentina: en un momento Tosar y De la Serna piden pizza y brindan con champagne (de una de las cajas) como metáfora de ciertas políticas de libremercado. Respecto a los seis ladrones, sabemos que saben bien lo que hacen desde los primeros minutos, de ahí la construcción de esos personajes es muy difusa. De algunos no conocemos nada más y los principales van perdiendo tensión a medida que ven inmersos en pequeñas historias dentro y fuera del banco. Luis Tosar reafirma que es uno de los mejores actores del cine español y Rodrigo de la Serna que casi cualquier traje le queda bien; el que desentona (y mal) en este sexteto de atracadores profesionales es Joaquín Furriel. Es raro. Viene de hacer uno de sus papeles más jugados en El patrón, radiografía de un crimen, donde confesó que le habían ofrecido interpretar al opresor pero optó por el oprimido y se lo ponderó por su gran desempeño. Furriel es “El loco” y en ese trastorno se justifica lo injustificable: es una caricatura del pibe chorro que de buenas a primeras se ve inmerso en un golpe grande. No se termina de entender la relación con su padre, porque su incorporación a esta banda surge de un supuesto favor en circunstancias desconocidas. Cien años de perdón es una película para ver un domingo en cable (puede ser Telefé, involucrado en la producción) después que tu equipo de fútbol haya perdido y así te conformás con que puede haber cosas peores. El exceso de connotación moral termina de vapulear una historia que tenía todos los ingredientes para ser, al menos, interesante. Hablando de robos, hay graves denuncias de plagio con un largometraje venezolano que cuenta una historia muy parecida.
Rompan todo La ópera prima de Tim Miller podría haber sido filmada tranquilamente por Woody Allen: si nos olvidamos por un momento de la maquinaria Marvel, el clarinetista le hubiese sacado provecho a una historia que mezcla a superhéroes con el humor en su estado más natural y promete pasar la cuarta barrera siendo fiel al cómic original. Ryan Reynolds (Deadpool) no duda en voltear a cámara para explicarnos cómo son o deberían ser las cosas –el tono es audaz y socarrón- y uno rememora al Allen de Annie Hall o al Alec Baldwin de A Roma con amor; en este caso la violencia es la que circunscribe a toda la historia. Hay explosiones, armas de todos los calibres, soliloquios, sangre, acrobacias, diagnósticos terminales, planos secuencia y una insípida historia de amor. Los chistes no esperan ni a los títulos de inicio y se predisponen como el ingrediente principal aunque terminan por engañarnos; al final nos daremos cuenta que fueron la mayor parte del menú. La panzada es infalible, el antihéroe Wade Wilson llega a la pantalla grande para demostrar que vienen aires de renovación en una fauna llena de personalismos fuertes que cargan en sus espaldas muchísimos fracasos. Los pósters se dejan colgados en la pared y los méritos se sobreponen ante las historias que todos conocemos. Los climas de la película viajan en una montaña rusa, en cuestión de minutos se pasa del planteo existencialista de un enfermo de cáncer acerca de sus seres queridos al hit más bananero de Wham! El trabajo del guión es notable, engranaje de una película con secuencias memorables y llenísima de pequeños detalles que se ocupan de mantener la tensión aún en los tonos distendidos. El semiólogo Umberto Eco, en su libro Apocalípticos e integrados, analiza desde Superman la idea del superhombre de las sociedades industriales que conquista con el sometimiento a personajes malignos y los posteriores finales felices. Deadpool, lejos de florecer en sus cualidades sobrenaturales, es torturado en el afán de inmunizarse y así adquiere las habilidades menos pensadas. Después se margina y queda resentido, con su torturador y sus secuaces. El traje característico es ideal para poder separar la dualidad del sádico y romántico mercenario. Nunca se inmuta. Se vuelve implacable y cruel, disfruta de ver morir como el Guasón de Heath Ledger, demostrando que en la parafernalia X-Men aparecen esporádicamente personajes que salen de la intrascendencia y el tedio. Lo inmoral y lo moral son las mismas caras de la moneda, el personaje principal toma su nombre de una pizarra de bar donde se apuestan por el próximo finado de las tertulias (pozo de la muerte). La muerte es el denominador común, al mismo tiempo que la tomada de pelo a Wolverine es interminabley se extiende hasta al mismísimo Linterna Verde. Las escenas de acción están muy bien filmadas y montadas, la fotografía es imponente y la música sabe connotar bien con la historia que se cuenta o hasta tuerce el destino de la misma. Es ineludible la referencia a Guardianes de la Galaxia, donde se abrió un espectro desconocido en cuanto a los superhéroes en relación con los soundtracks y la comicidad de los mismos. A Deadpool puede llegar a disfrutarla igual que un fundamentalista -o incluso más- quien desconoce absolutamente todo de los cómics, porque cuenta el origen de un personaje en un metraje autoconclusivo. Y funciona, claro. Quedarán conformes los fanáticos y los que no, siendo es recomendable para todos. Tiene algunos minutos, escenas y chistes accesorios pero no condiciona la potencialidad de una historia que llega para sorprender, hacer pensar y sobre todo hacer reír. El contenido sexual y lenguaje soez se mezcla con lo naif e increíblemente trazan la línea de espectadores inclusivamente a los mayores; podría haber sido +16 en vez de +18 teniendo en cuenta el público interesado pero pusieron esa barrera. Seguramente fue para acrecentar el bullicio que viene desde hace tiempo de un personaje que vino a romper todo.
Si te he visto no me acuerdo La indiferencia, cuando le gana a la curiosidad, es un tema. Es un problema que uno debe asumir, sin duda, pero hacerlo pensamiento no está mal. Tres recuerdos de mi juventud es una película a base de flashbacks, elegante, bien filmada, se podría decir, sin ánimo de ofender, a la francesa. Pero no a la francesa según la Nouvelle Vague, sino a la manera de una generación posterior de cineastas que han tomado como referencia a la juventud a partir de una remembranza más bien académica, conservadora, tal vez rescatando el lema de que la verdadera revolución de ese país la sostuvieron los burgueses. La narración motivada por el recuerdo de Paul (Mathieu Amalric) abarca momentos de lograda intensidad, de espontaneidad marcada por el despertar juvenil. Tiene la virtud de conferirle al personaje, más allá de los problemas que afronta (en la familia, en el amor y en la amistad), un tono que nunca es lastimoso. En todo caso, la visión sobre la vida es lógica: nada es tan terrible ni tan idílico (por lo menos en la visión de un francés). La cámara de Arnaud Desplechin se encarga en todo momento de resaltar la belleza de los jóvenes y en especial la fotogenia de Esther, una musa que remite a los mejores momentos de la Nouvelle Vague. El montaje de la película se encarga de pasarnos por zonas de ensoñación; es el efecto de una ola. Uno surfea entre el drama y la comedia, con referencias a La Odisea, entre los numerosos signos de intertextualidad, de manera tal que nos reconozcamos en una especie de viaje. En este sentido, Esther es como Penélope, la mujer deseada por todos los amigos mientras Paul no está en la ciudad. Esta cuestión de la fidelidad, despojada al principio de tormento, se transforma progresivamente en un nubarrón inconsciente para el Paul adulto. Uno disfruta del estilo clásico del director. El problema es tal vez la solemnidad que resiente la frescura de varias imágenes y situaciones narradas, además del peso que significa la sobrevaluación de la nostalgia. Todos los movimientos del protagonista expresados inteligentemente con los flashbacks, no dejan de ser una especie de Forrest Gump según la mirada cuidadosa de un director importante. El prestigio que el establishment crítico y de festivales importantes les otorga a realizadores como Desplechin habla también del estado de ciertos países con tradición cinéfila. El oficio no es siempre sinónimo de personalidad.
Un cover La novela de Eduardo Sacheri vuelve al cine esta vez en clave hollywoodense, con un afamado guionista y un elenco prometedor. Como dictan los anales del género policial al principio tiene que haber un muerto, Campanella usó a la ignota Carla Quevedo y Billy Ray a Zoe Graham pero con el primer desfasaje en la historia original: Graham en la ficción es la hija de Julia Roberts, agente del FBI. Chicas muertas, jóvenes, asesinadas y antes sometidas a una violación. La ubicación tiempo/espacial es ahora en Estados Unidos post atentado a las torres gemelas. Paranoia total. Servicios especiales infiltrados en mezquitas y todas las cosas que se puedan imaginar. La película falla desde el título, los ojos de ninguno (completan la primera línea del reparto Nicole Kidman y Chiwetel Ejiofor) dicen mucho. Como adaptación es muy mala, y como película en sí es muy regular. Es imposible imaginarse a la ganadora del Oscar a mejor actriz por Erin Brockovich estudiarse los movimientos de Guillermo Francella o de Pablo Rago -ojo, tiene un Oscar más-, aunque el director argentino figure como director ejecutivo. Cuando se empieza el rodaje de una novela es condición sine qua non convocar a su autor y mostrarle el primer corte, allí decidirá si la leyenda dirá “inspirado en la novela de” o “basado en la novela de”. Los que eligen la primera opción son los que no ven representado un pomo en lo que una vez escribieron, así se sentirá Sacheri que publicó La pregunta de sus ojos en 2005 y ya se le fue completamente de las manos. Las actuaciones son buenas pero los personajes están mal caracterizados, en los flashbacks llega a confundirse el antes y el después. Los fanáticos de las series verán cierta estética de Homeland y disfrutarán del hilarante Dean Norris y del enigmático Michael Kelly. Los chistes de la versión original están mal calcados, caen en lugares (muy) comunes y en contraste con la estoica Roberts, llegan a exasperar. El fútbol -no tan importante para los yanquis- es cambiado por el béisbol en la recordada escena del estadio, la espera en una estación de trenes por una búsqueda inteligente mediante internet y la historia de amor que termina bien se apelmaza en una que nunca llega a ser. El montaje es bueno, en sintonía con el trabajo del director de fotografía, Daniel Moder (esposo de Roberts), y la música queda relegada nuevamente a las buenas manos de Emilio Kauderer. Desde el paisaje urbano también nos sentiremos ajenos de las reconocibles calles porteñas y su geografía, el afiche ya nos intimida con sus edificios gigantescos. En síntesis, intenta ser un cover de esos que anhelan la versión original pero se pierde antes de llegar al final porque la voz cantante (Billy Ray) está desafinada. Por más que algunos de la banda no se hayan dado cuenta o no lo sepan reconocer después. En algunos lugares las malas bandas de covers triunfan como en Mar del Plata, así que quien sabe cómo le vaya a esta película.
Esto no es Frankenstein Cuando parecía que nada más podía hacerse con Frankenstein -el moderno Prometeo- Tim Burton sorprendió con la metamorfosis de un perro que bautizó Frankenweenie. Primero lo midió en un corto para que vuelva a tomar vida, y esta vez con más fuerza, en el largometraje; por la bendición de un rayo. Esta nueva adaptación del clásico de Mary Shelley llamada Victor Frankenstein no aporta casi nada nuevo, sólo el viraje de la tensión de la historia en los creadores más que en sus creaciones. Un excéntrico médico (James McAvoy) y un ex fenómeno de circo (Daniel Radcliffe) comulgan en tamaña empresa: crear vida a partir de la muerte. Se obsesionan. La culminación del método hipotético-deductivo hace ineludible la comparación de esta dupla de personajes con los creados por Arthur Conan Doyle, aunque sería faltarle el respeto al escritor británico. La adaptación es tan libre que la palabra libre debería estar en mayúsculas, Radcliffe ya ha pasado por el terror con poca convicción y durante este drama su protagónico se desinfla en latiguillos que adquirió en la saga Harry Potter, de la que aún no puede despegarse. No desentonan las actuaciones de McAvoy y Jessica Brown Findlay, la femme fatale y una de las poquísimas mujeres que aparecen en esta historia que en la ambientación de época -la decoración es de lo mejor que se ve- no olvidó la dosis de machismo. Unir cadáveres diseccionados es cosa de hombres, está claro. La música intenta salvar del aburrimiento pero ya es pedirle mucho. El guión está repleto de mesetas y al final se vuelve inmensamente predecible. Las escenas de acción son largas y malas (es mejor el enfrentamiento con la primera creación que con la definitiva), extraño si viene de Paul McGuigan de quien uno de antemano, teniendo en cuenta su labor en 7, el número equivocado (2006), esperaba mucho más. El horror que rodea este mojón en la ciencia ficción aquí se adeuda entre relaciones complacientes y falsa modestia. Los problemas son muchos, pero el principal es la verosimilitud de la historia y cómo está contada. Faltó que alguien vuele para que podamos al menos encasillarla en realismo mágico, pero en resumidas cuentas sólo fue un mal sueño de McGuigan. El trabajo del vestuario -y la mencionada dirección de arte- es de lo poco que amerita el aplauso.