Crítica emitida en radio.
Atómica responde de manera prometedora a una serie de dilemas de Hollywood sobre el estado del cine de acción y el rol de la mujer en él. Más jugada que otras, la película empuja la osadía un poco más allá. Tal vez hasta un punto de no retorno. Lo que hace que Atómica se sienta un cine de acción moderno, en un punto de inflexión inaugurado por John Wick (2014). Esta es la receta de Atómica: una dosis moderada de ridiculez, ultra-violencia y delirio entretenido sin perder cierto tono circunspecto, sí, en algún caso Atómica se toma a si misma en serio. También es un vehículo para el desarrollo de los encantos de Charlize Theron, ahora oficialmente una estrella de acción clase A. Un merecido rol para quien desde hace mucho tiempo ha demostrado su valor sin tener la oportunidad de brillar sola. (Aeon Flux, su primer intento, fue uno de esos filmes estudio con demasiados cocineros en la cocina, estuvo cerca en Mad Max: Fury Road, pero tuvo que competir con el protagonista del título, el hombre. Y luego dio un paso gigante en The Fate of the Furious, aunque sin tocar un volante, porque eso es cosa de… hombres. David Leitch sabiamente deja a Theron suelta y asegura que nadie se interponga en su camino. Como la espía, extraordinariamente mortal Lorraine Broughton, el nombre más británico en la historia, Theron mezcla la frialdad de su mirada con la agudeza de un cuchillo mientras su personaje se pasea durante el fin de la Guerra Fría por Berlín. Ahí empieza el tremendo trabajo de cámara del filme que toma de aquí y de allá: las películas de Bourne de Paul Greengrass, el diseño de neon-pesadillesco de Nicolas Winding Refn, las imposibles escenas de persecución de coches de las clásicas eurotrash de Luc Besson. Y especialmente una secuencia ambiciosa y asombrosa de ocho minutos de que mezcla a Children of Men de Alfonso Cuaron con el las peleas de puños desnudos de John Wick de Chad Stahelski. Tiene sentido, ya que Leitch co-dirigió ese filme de Keanu Reeves aunque no obtuvo un crédito oficial. Obtiene puntos extra entre los cinéfilos por establecer una pelea contra un pantalla que proyecta el clásico de Tarkovsky, Stalker (1979). La trama. Bueno, “trama”… es una de espías con un poco de Crank (2006) estilizado. Hay un MacGuffin, una lista de agentes dobles. Hay un agente del MI6 (James McAvoy efectivo como siempre), un frustrado capo de la CIA (John Goodman) y por lo menos media docena de otros personajes de lealtades dudosas e importancia narrativa . Pero la historia sólo está ahí para mover a la heroína de una escena cool de pelea a la siguiente, y eso es en este caso es todo lo que buscábamos.
La Torre Oscura que llegó a los cines no es el gigantesco viaje en el tiempo, con mundos paralelos que abarcan varios géneros que muchos lectores esperaban. Contiene algunas de esas cosas, pero su ambición es magra con una sorprendente falta de humor y corazón. También se siente como una película cuyo único propósito es demostrar lo que podría ser. No es que La Torre Oscura sea una mala película, pero es instantáneamente olvidable. Y en lugar de poner en marcha una nueva franquicia, como sus productores sin duda querían, es probable que nadie intente adaptar los libros durante muchos tiempo. ¿Cómo abordar una serie de libros de ocho partes que, al concluir en 2012, había superado las 4.000 páginas y el millón de palabras?. Nikolaj Arcel centra la película en un niño de 11 años llamado Jake Chambers (Tom Taylor) que, al principio, está plagado de pesadillas. Sueña con un hombre de negro y con criaturas que llevan rostro humano y, por supuesto, una torre oscura. Jake no entiende sus visiones, pero está convencido de que algo malo está por suceder. Debido a que se trata de una película, las paredes de su dormitorio están cubiertas de bocetos en blanco y negro de lo que ha visto en sus sueños. Su madre y su padrastro quieren internarlo. Pero antes de que pudieran enviarlo al tratamiento psiquiátrico, Jake, gracias a un portal mágico escondido en una destartalada mansión de Brooklyn pasa al Mid-World, un lugar donde casi de inmediato (y convenientemente) se topa con el Gunslinger, Roland (Idris Elba) que está buscando al Hombre de Negro para vengar la muerte de su padre. Las actuaciones de Elba y especialmente de McConaughey levantan un poco los descabellados diálogos. McConaughey juega lanzando órdenes como “deja de respirar” y “matense entre ustedes” pero no puede evitar lucir tonto en el clímax fingiendo poderes telequinéticos, o algo por el estilo. La Torre Oscura mezcla elementos de fantasía, horror, western, ficción post-apocalíptica y ciencia ficción. Son varias -demasiadas- cosas a la vez: también es una historia de venganza y una historia de coming of age. Inclusive cuando Roland y Jake regresan a la ciudad natal del muchacho (Nueva York), se convierte en una historia de pez fuera del agua por unos minutos. Y claro, también es una película de acción aunque se limita a un par de tiroteos y una batalla final que resulta al menos estéticamente, ridícula. Y luego, abruptamente, sin elegancia, y para alivio del espectador ocasional, la película se termina.
Nueve años y doscientos nueve millones de dólares después “Valerian y la Ciudad de los Mil Planetas” es el despropósito que esperábamos de Luc Besson luego de “El Quinto Elemento”. Una fantasía excesiva y tortuosa de atravesar en sus eternas 2 horas y 17 minutos de metraje. Imagina Guardianes de la Galaxia con malos chistes, actores sin carisma, la construcción de un mundo incoherente desde lo estético y hasta lo narrativo. En medio de toda esa ensalada, Valerian (Dane DeHaan) y Laureline (Cara Delevingne): la parejita más aburrida del universo. Besson construyó su película en torno a una pareja con el equivalente a química negativa. Valerian es un comandante en el ejército humano de la Federación y se nos presenta (mediante conveniente dialogo expositivo) como un mujeriego que supuestamente está enamorado de su compañera Laureline, pero con declaraciones de amor que tienen toda la pasión de alguien relatando la lista del supermercado. Ella, por su parte, atraviesa el filme con una expresión que parece atrapada en algún lugar entre la desaprobación y la total abulia. Tan inexpresivos como el espacio vacío, cuando ambos deben disparar las lineas “graciosas” y cancheras del guión (también escrito por Besson) todo cae en saco roto. El cocoliche visual sustentado en los costosos CGI no alcanza a resucitar una trama rídicula. Algo que el propio guión parece reconocer en una escena en la cual el personaje de Delevigne grita “Esta misión no tiene sentido!”. A confesión de parte… Basado en una prestigiosa serie de historietas francesas, donde la ciudad titular es la estación espacial internacional, un lugar en el siglo 28 donde miles de evacuados de los planetas habitan. El conflicto llegará a través de un ataque a una pacifica comunidad de Avatars Pearls para luego justificar (como en “El Quinto Elemento”) que lo más importante no es el dinero ni el poder, sino el amor. La resolución de este conflicto involucra el concepto de ALMAS, porque así es Besson. A partir de allí la película es un hámster en una rueda giratoria, no va a ningún lado. Ni una secuencia de títulos que resuelve de manera inteligente explicar el estado del mundo, ni una impactante presencia escénica de Rihanna, ni la breve aparición de Ethan Hawke (que nos hace desear verlo en el rol de Valerian) salva una película que está mas cerca de “Zardoz” (1974) que de “El Despertar de la Fuerza”. Ni siquiera alcanza para una visión irónica. Y su falta de personalidad tampoco la pone cerca del culto, hoy cualquier película tiene fan art y la internet propaga cualquier cosa, pero Valerian no cumple el primer requisito que una película de culto debe tener, ser buena.
La nueva película de Santiago Mitre funciona como una especie de cierre a una trilogía imaginaria que comenzó con El Estudiante (2011). Aquel film contaba la formación de un militante universitario, en un arco que también terminaba en un lugar moral similar al de La Cordillera. La acción política como escenario de la militancia desde el llano fue el foco de Mitre en La Patota (2015), su película más redonda y con las ideas más claras. Así La Cordillera termina siendo el siguiente paso en los tópicos de interés del director. La trastienda política de mayor escala. Con un nivel de producción inusual para nuestro país (el film costó 6 millones de dólares) consolida los atributos respaldado por una técnica impecable en todos los rubros. Incluidas las sólidas actuaciones de todo el cast. Mitre sitúa la historia (co-guionado con Mariano Llinás) en la cumbre latinoamericana de presidentes que busca establecer una alianza petrolera en la región. Hernán Blanco (Ricardo Darín) es presidente electo recientemente y con poco capital político, luego de ser intendente de Santa Rosa (La Pampa) fue vendido por el marketing como “un tipo como vos”. Un hombre común, simple y sin esqueletos en el ropero. Ayudado por su secretaria Luisa (Érica Rivas) y su intenso jefe de Gabinete Mariano Castex (un esplendido Gerardo Romano), el presidente busca que la cumbre le juegue a su favor tanto en el frente externo como en el interno, salpicado por un caso de corrupción que involucra al ex-marido de su hija. Blanco manda a buscar a su hija Marina (Dolores Fonzi), cuya trama en el film, le pone una cuña a la narrativa de “conflicto de palacio” que el film venia construyendo. Los problemas emocionales de Marina serán el núcleo que terminen desnudando los secretos de su padre. Como no podía ser de otra manera. El drama familiar se apodera del thriller político a’la House of Cards, y si bien el ritmo narrativo de La Cordillera nunca cae, la subtrama onírica, resulta innecesaria para llegar a un final que se vislumbraba a lo lejos. La ruina moral del personaje de Darín. En este sentido Mitre no escapa al relato condescendiente dirigido a la clase media argentina (el público al que apunta y que le dará la taquilla) con el gastado argumento anti-política de “son todos corruptos” hermano del “que se vayan todos” del 2001. Un lugar muy cómodo sobre el cual acomodarse y sobrevivir a los tiempos que corren: la tibieza ideológica.
El pulso de ritmo perfecto del cine de Christopher Nolan, a menudo de rompecabezas astuto, se pone de relieve en Dunkerque, acompañado por el sonido de un cronómetro que permanece durante toda la partitura de Hans Zimmer. El incesante zumbido resalta el miedo predominante que enfrentan los soldados aliados atrapados en la costa norte de Francia mientras ven el tiempo escaparse a medida que los alemanes avanzan. La abrumadora desesperanza de los acorralados aliados se palpa en la secuencia de apertura de la película, posiblemente la mejor. Casi sin diálogo, seguimos a un soldado petrificado (Fionn Whitehead), mientras intenta colarse en los grupos masivos de soldados que en la playa buscan abrirse camino en uno de los pocos barcos de rescate. La película de Nolan nos pone directamente en un conflicto que no es acerca del combate, sino de la retirada. Emparejando con un soldado igual de asustado (Aneurin Barnard) los dos muchachos se comunican en gestos silenciosos, escudriñando constantemente su entorno para encontrar posibles vías de escape, y su autopreservación instintiva es propulsada aún más por los sonidos de pesadilla de la guerra, la estrella del film. La acción, segmentada en episodios de un día, una semana y una hora de la batalla, se registra principalmente a través de las experiencias de estos soldados, un marinero civil (Mark Rylance) y su hijo adolescente (Tom Glynn-Carney) y un piloto de la Royal Air Force, interpretado por el otra vez enmascarado Tom Hardy. La precisa tensión de secuencia inicial se pierde cuando Nolan amplía su mirada para tomar, en narrativas simultáneas, al piloto y al marinero civil. En lugar de simplemente cruzar la acción de estas tres figuras principales, Dunkerque emplea el tipo de gimmick que Nolan ya usó en Memento e Inception. Saltando de la noche al mediodía, pronto empezamos a ver la misma acción desde las distintas perspectivas, aunque a veces es difícil saber si es una repetición o una acción diferente por completo. La confusión del montaje de Nolan, es una caracteristica que vienen mostrando sus películas durante los años colaborando con su editora Lee Smith (La trilogía Batman, Inception, Interstellar y The Prestige). Los problemas de Nolan con la coherencia espacial en sus escenas de acción son más evidentes que nunca en Dunkerque, con tomas que se cortan y pegan sin transición e incluso con imágenes aparentemente vinculadas que rompen un principio básico del lenguaje cinematográfico y la continuidad: la regla de 180 grados. Ese tipo de edición está destinada obviamente a aumentar la sensación de desconcierto que enfrentan los Aliados, pero al final la estructura confusa de la película genera desconcierto sólo en la audiencia. Al dedicar tanto tiempo en la construcción de sus secuencias de acción y de su tensión forzada sólo sostenida por el score de Zimmer, Dunkerque prescinde de casi todos los demás elementos del drama. Los personajes no pierden el tiempo ofreciendo peculiaridades de sus historias o muestras de su personalidad, ya que están demasiado concentrados en la inmediatez de la supervivencia. La intersección entre la tierra, el mar y el aire produce algunas yuxtaposiciones que buscan sorprender y terminan haciendo de la historia una ensalada de protagonistas sin nombre ni motivaciones en medio del caos y la muerte. El tiempo fluye a un ritmo diferente para cada uno de las tres lineas de tiempo, que se mezclan en un agotado efecto narrativo. Esto sumado al apagado esquema de color de Dunkerque hace desaparecer de la historia su potencial impacto. Nolan ferviente creyente de filmar en celuloide (Dunkerque combina 65mm y formato IMAX) elige una paleta monótona y una iluminación que es más típica del digital. Nolan nunca ha sido un buceador profundo de la psique humana, y es posible que su antipatía por los tropos de las películas de guerra habituales se basa en su desinterés en realizar una que pueda combinar escenas de guerra inmersivas con un núcleo emocional basado en sus personajes (Salvando al Soldado Ryan, S. Spielberg. 1998) A pesar de su aparente búsqueda realista, la película termina dejando la sensación de ser apenas una abstracción impresionista. Más que la humanidad a Nolan le importa el tiempo: cómo pasa lenta o rápidamente en diferentes circunstancias, cómo lo valoramos o lo derrochamos, y cómo intentamos encontrar maneras de romper su impulso irremediablemente perpetuo. 5 de 10
Hay un balance delicado entre naturalidad y espectacularidad en Spider-Man: de regreso a casa, la película de Jon Watts (El Payaso del Mal, Cop Car) mezcla el arsenal de tecnología acostumbrada en estas producciones con algunos tropos del viejo entretenimiento familiar. Y no trata de disimular ninguna de ambas. La trama pone al frente y al centro la actuación de Tom Holland como Peter Parker. La curva de aprendizaje del superhéroe y su locación (New York City), hace que la película parezca más real que una en la que un ejército interminable de alienígenas está atacando a la Tierra. Adrian Toomes (Michael Keaton) y su equipo, limpian los restos terrenales y (y extraterrenales) de las batallas de los Avengers. Cuando el equipo de Tony Stark se hace cargo poniendo a Toomes fuera del negocio empieza el pequeño conflicto del film. Años más tarde Toomes está vendiendo armas alienígenas en el mercado negro, bajo el disfraz de Birdman Buitre. Un hombre de clase obrera que lucha contra la élite, lo que en su mente justifica la criminalidad y tiene argumentos, ¿acaso Tony Stark no vendía armas antes? El villano de la película, no quiere gobernar el mundo: él sólo está buscando dinero fácil para su familia. El problema es que está dispuesto a sacrificar vidas inocentes para lograr ese objetivo, empezando por la de Peter. La película hace un retrato de la agonía que todos los estudiantes de secundaria pasan a medida que tratan de encontrar su lugar en el mundo. Los paralelos con “El club de los cinco” (1985) son bastante obvios. Pero el dilema de Peter no es tan complicado como los de aquel film. El subtítulo de la película promete más de lo ofrece, “Homecoming” (el tradicional baile de otoño en las escuelas secundarias estadounidenses) es otro guiño al género que John Hughes llevó al paroxismo. En todas las entrevistas Watts no hizo más que subrayar su “homenaje”, pero a la película no le alcanza con situarse en una escuela secundaria, tener un baile, llenar la pantalla de estereotipos adolescentes y hasta tener una escena que remite directamente a Ferris Bueller’s Day Off (1986). Homecoming no se aproxima al entendimiento de Hughes del dolor de ser un adolescente norteamericano. El héroe está por encima de todo y Spider-Man De Regreso a Casa apenas se anima a cambiar por un rato el universo de Marvel por el vecindario.
En esta distopía dirigida por Trey Shults, Joel Edgerton interpreta a un padre que protege a su familia contra las enfermedades infecciosas y los extraños que merodean su casa. Aunque el pánico es palpable, un pragmatismo letal y la desconfianza gobiernan los motivos de los personajes y sus acciones. Y cuando la sospecha abunda, la hospitalidad y la humanidad son víctimas. Porque siempre existe la constante amenaza de lo está ahí afuera (sea lo que sea). Y ese temor se palpa en cada escena, cada cena, cada conversación. La tensión que Shults construye es brillante, casi insoportable. Intensamente fotografiada, la película imagina una pequeña parte del día del juicio final con espeluznante credibilidad, por que en los mejores casos aquello que resulta más terrorífico en una película de terror es lo que no ves.
Con una escena que remite directamente a The Wall (Alan Parker, 1982) se nos introduce a la vida de Esteban (Patricio Penna) un adolescente víctima del bullying (cuando el término no existía, como dice la película). Es Formosa, en 1998 y ante la llegada al colegio de Gastón (Felipe Ramusio Mora), el mundo de Esteban y el del pueblo cambiará. Con un pulso intenso y parejo la película va abandonando de a poco cualquier intención de hacer un comentario sobre la educación y la sociedad para ir definitivamente por el thriller. El resultado es convincente y pone al director como un gran promesa para el cine industrial de nuestro país.
La momia es la primera entrega en el “Dark Universe”, una serie planeada de películas que entrelazan los monstruos clásicos de Universal, con Frankenstein, el monstruo de la laguna negra, el hombre invisible y Drácula ya en preproducción. El primer problema del film es que pese a estar en el contexto de este imaginario terrorífico no asusta a nadie y está desprovisto de cualquier sentido de la diversión. El intento de darle toques de humor “a la Marvel” cae en saco roto. Lo que sí tiene es mucho Tom Cruise, pero su star power no salva la película de una momia cuya motivación se siente igual que toda la construcción de este universo: inverosímil. Cruise interpreta a Nick Morton, un soldado estadounidense de dudosa moral que busca tesoros en Irak junto a Vail (Jake Johnson, que tiene la difícil tarea de ser el alivio cómico del film con un guión que no tiene gracia) y a la aburridísima arqueóloga Dra. Jenny Halsey (Annabelle Wallis en una de las peores actuaciones del año), se encuentran con la antigua tumba egipcia de Ahmanet (Sofía Boutella), una princesa que una vez hizo un pacto con el Dios de la muerte, en un intento por ganar poder. ¿Por qué esta tumba egipcia está enterrada en Irak? la película tiene la primera de varias explicaciones ridículas para eso. Ahmanet pasará todo el metraje persiguiendo a Nick, mientras tanto irá restaurando su forma al chupar la vida de cada hombre que se cruce en su camino. La idea de una momia mujer, parecía encajar perfecto en esta nueva actitud de Hollywood de darle roles más protagónicos al género femenino, pero ¿cuál es el mérito que la momia sea una mujer si ella requiere de un hombre para completarse como ser? Hasta el primer acto la trama del film se sostiene a duras penas, para luego convertirse en un asunto monótono y absurdo que despilfarra su potencial para el humor, la atmósfera y el terror, paradójocamente, cualidades que la menos pretensiosa momia de 1999 protagonizada por Brendan Fraser tenía de sobra. Hay una pequeña idea aquí, que podría haber funcionado: Tom Cruise tratando de seguir siendo él mientras lucha contra el acoso mental de la malvada y seductora Ahmanet. Es una presunción que podría actuar sobre el fuerte de Cruise: el narcisismo de sus personajes, y su fanfarronería encantadora. Desafortunadamente, este producto dirigido por Alex Kurtzman y escrito por un pelotón de guionistas, no transforma nada de esto en una convincente experiencia cinematográfica, y se termina sintiendo como un piloto carísimo de una serie de TV que no queremos ver.