La La Land es un clásico musical hollywoodense con dos angelinos de grandes sueños: Mia (Emma Stone), aspirante a actriz y dramaturga, y Seb (Ryan Gosling), un pianista de jazz con una intensa inclinación por el (mejor) pasado. Su posesión más preciada es un taburete usado por Hoagy Carmichael, en el que a nadie puede sentarse. Escucha vinilos y sueña con abrir su propio club, un club donde se toque “puro jazz”. Seb se niega a salir con mujeres que no les gusta el jazz (un lujo que alguien que luce como Gosling puede darse). Es blanco y quiere salvar al jazz, y eso es lo primero que hace ruido en La La Land del director Damien Chazelle (Whiplash, 2014) que de la misma manera que Seb se ha propuesto salvar a los viejos musicales. Posicionar a Seb como el salvador blanco del jazz mientras se relega a los músicos negros al fondo de la escena es -al menos- injusto. Tal vez sea parte de la irrealidad en la que el film transcurre. Irrealidad que es bienvenida y que forma parte del canon de cualquier musical, la pretensión de realidad -así como la incredulidad- se debe dejar fuera de la sala. Un gran musical debe sostenerse en tres patas: las canciones, las interpretaciones y el subtexto de la historia. La La Land no es un gran musical. Las canciones no son memorables, “City of Stars” es pegadiza y nada más. Gosling y Stone son muy buenos actores, que no pueden cantar ni bailar, no pedimos a Gene Kelly ni a Ginger Rogers, pero interpretar en un musical es un conjunto que comprende esas tres artes, actuar, bailar y cantar. Esto se hace palpable cuando en la película canta Keith (John Legend) un cantante de verdad. Y por último la historia no tiene subtexto, es lastimosamente una historia de “amor” frustrada por la ambición de sus protagonistas que dejan la sensación de haberse usado durante un periodo de vacas flacas para perder interés en el otro apenas las cosas le fuesen mejor. Los egos por encima de cualquier conexión emocional. Sin dudas La La Land ganará muchos Oscars, ya que los actores y gente de la industria verán reflejados sus enormes egos en pantalla. El gusto musical se ha utilizado durante mucho tiempo como un punto significante en busca de cierta profundidad emocional de un personaje, un cliché -a esta altura- que ya vimos en Alta Fidelidad (2000) y 500 días con ella (2009). Gosling -cuando actúa- eleva su papel hacia una interpretación con más capas, Seb resulta (tal vez por la impericia del guión) un personaje misterioso que no podemos descifrar completamente. Pero no termina de escaparle al estereotipo de personajes como Tom en 500 Días con ella o Andrew en Garden State (2004) particularmente en la relación con otro estereotipo, la manic pixie dream girl, en este caso Mia, antes Summer (Zooey Deschanel) o Sam (Natalie Portman). Los atardeceres de La La Land son un personaje más en el film, y parecen justificar un propósito temático además de estético; una serie de puestas de sol metafóricas, así como literales. Chazelle cree que los artistas deben seguir su pasión donde quiera que los lleve, simplemente porque si no haces lo que realmente amas nunca serás feliz. La La Land convive con esa visión agridulce donde todo termina: los romances, los sueños, el jazz, el cine como experiencia colectiva (El cine Rialto cierra y la copia de Rebelde sin Causa se quema), e incluso el género que habita. Como los atardeceres, estas cosas no duran, tal vez por que la belleza es endémicamente efímera.
En “Hasta el último hombre” (Hacksaw Ridge) Mel Gibson sigue a piejuntillas la estructura de muchas películas de guerra clásicas, como From Here to Eternity (1953, Fred Zinnemann) y Nacido para matar (1987, Kubrick) y sale airoso en la comparación. En principio parecería irónico que Gibson, un director que demostró una clara fascinación y habilidad para mostrar violencia en la pantalla, asumiera una película sobre la vida y el heroísmo de un pacifista. Sin embargo, resulta ser el director natural para la historia, que, al igual que sus otras películas, gira en torno a un hombre que ha tenido una relación íntima con la violencia y cuya devoción a su fe y humanidad no conoce límites. Después de una década sin hacer películas, el polémico actor y director no ha perdido el pulso, entregando una historia heroica, sangrienta, y descaradamente pasada de moda, que se remonta a un tiempo antes de que la hagiografía de Hollywood fuera considerada cursi. La historia del cabo Desmond Doss (interpretado con encanto campesino por Andrew Garfield), un objetor de conciencia que se unió al ejército meses después del ataque de Japón a Pearl Harbor y se negó a tocar (y mucho menos disparar) un rifle, incluso durante el entrenamiento, aspirando a ser un médico en el campo, como dice el personaje “salvando vidas en lugar de tomarlas”. “Hasta el último hombre” es la mejor película de guerra desde Rescatando al soldado Ryan (1998, Steven Spielberg). Es violenta, desgarradora e inolvidable. Y claro, fue dirigida por Gibson, alguien que disfruta llevar a primer plano a personajes que se sacrifican por un bien mayor, como su filmografía lo atestigua (Corazón Valiente, La Pasión de Cristo) El primer acto cuenta la juventud de Doss (con flashbacks de su niñez) en una Rockwelliana Virginia, poniendo el relieve en un puñado de traumas formativos y epifanías morales que eventualmente lo llevaron a servir en el ejército de una manera sin precedentes. Sus creencias, además, le valieron un brutal abuso de parte de sus compañeros y superiores, aunque siempre mantuvo su compromiso con la no violencia, desde esta perspectiva, Gibson construye su héroe. Una vez Okinawa, el lugar del enfrentamiento y ante el acantilado Hacksaw, luego de que su compañía retroceda durante la batalla y baje a un lugar seguro, Doss decide quedarse arriba, recorriendo el campo de batalla empapado de sangre de los soldados heridos, esquivando las balas y empujándose más allá de su umbral de agotamiento para salvar la vida de 75 hombres. Gibson ha demostrado tener una especie de sed de sangre fílmica, una obsesión por glorificar la mutilación del cuerpo humano de forma gráfica. En este caso justificada para comprender lo aterradora y peligrosa que fue la misión de Doss. Las secuencias de batalla se sienten con la inmediatez de recibir un disparo en la cara en cualquier momento, y este sentido de urgencia proviene directamente de la espantosa pero precisa descripción de la muerte durante la guerra. La angustia y la determinación en el rostro de Garfield mientras realiza la extenuante tarea representa el heroísmo de Doss en su estado más puro. Un rol increíblemente físico, que durante casi todo el tercer acto lo ve correr, arrastrarse, escapar, y básicamente dejar todo por el otro. El éxito de cualquier película biográfica se basa en la habilidad del actor principal para humanizar a quienquiera que esté encarnando, y Garfield no decepciona. ¿Tiene Hacksaw Ridge demasiada violencia? ¿Se deleita en sus interminables escenas de batalla? Ambas preguntas pueden ser respondidas con un rotundo sí. Afortunadamente, sí. El guión de Robert Schenkkan y Andrew Knight, equilibra las emociones genuinas con la locura y futilidad de la guerra a través de los ojos de un hombre que creía en Dios sin cinismo. “Hasta el último hombre” es la obra de un artista que parece íntimamente consciente de la relación paradójica entre la violencia y la fe que ha existido por siempre en la historia de la humanidad. En este sentido el Desmond Doss de Gibson es un digno sucesor de William Wallace y Jesús.
La segunda película del director noruego Morten Tyldum en Hollywood, cae en algún lugar del espectro de la ciencia ficción entre películas “profundas” estilo La Llegada y las pochocleras a las que la industria nos tiene acostumbrados, Pasajeros entretiene pese a sufrir un guión que -al contrario de las estrellas protagonistas- carece de personalidad. Al no ser ni una secuela ni un remake, tiene algo a favor: puede dar rienda suelta a la originalidad. Claro que no lo hace, y lo que parecía un interesante idea de “Adán y Eva en el espacio” termina siendo otra película de ciencia ficción con un clímax donde la acción opaca cualquier rasgo de humanidad construido por la narración. El personaje de Chris Pratt es despertado unos 90 años antes de su llegada programada a su nuevo planeta por una falla tecnológica. La soledad hace que luego de un año, despierte a una (Jennifer Lawrence, la más linda e interesante, claro) de las 5000 almas que viajan con él, a sabiendas que la está condenando a muerte. Este hecho despreciable está bien escondido de los trailers y todo material promocional de la película, se entiende claramente por qué. Se enamoran o algo así, hasta que ella se entera que fue despertada y se enoja muchísimo. Entonces la película que venía en caída, se derrumba. Otro miembro de la tripulación (Laurence Fishburne) despierta convenientemente a tiempo para diagnosticar la inminente destrucción de la nave. “¿Qué estamos buscando?”, se preguntan. “Algo roto. Algo grande “, les informa. Así de estúpido se vuelve el guión. La innegable química en pantalla compartida por Pratt y Lawrence no alcanza para salvar la historia. El componente clave que separa una buena película de ciencia ficción y una menor disfrazada de pretensiones es el uso de la narrativa para explorar la condición humana. Pasajeros apenas sobrevuela la idea de inmiscuirse en las motivaciones de los protagonistas y el resultado es el mismo de siempre en este tipo de producciones de estudio. Rápidamente el mecánico Pratt se convertirá en un superhéroe impermeable al fuego y al dolor y en un genio que puede arreglar problemas en un minuto. Mientras que la periodista cerebral Lawrence se transforma primero en una reina de grito, y luego en una damisela que lo perdona y salva, porque una película con semejante inclinación por complacer a su audiencia no podía tener otro final que no sea uno bien feliz.
La figura icónica de Sonia Braga, reflejo de la sabiduría y la fuerza de carácter, es el centro de este drama brasileño sobre una mujer que lucha contra todos para permanecer en su casa. Aquarius es un estudio de carácter, así como una meditación astuta sobre la transitoriedad de lugar y la manera en que el espacio físico construye nuestra identidad. Kleber Mendonça Filho ama a Braga. El director mantiene la cámara enfocada en su rostro por gran parte del film, un rostro con historias que contar en cada textura, en cada pliegue. Hermosa antes y ahora (ya en sus sesentas), la famosa actriz brasileña es una esfinge, sus ojos son penetrantes, su rostro transmite la fuerza de la determinación, la terquedad y la valentía. Un actitud que se adapta perfectamente a su personaje: Doña Clara, una mujer que ha experimentado mucho, que ha sufrido mucho (el personaje es un sobreviviente de cáncer y ha estado viuda durante 17 años) y también parece que ha celebrado mucho. Clara es una mujer sitiada. Ella es el único residente restante del edificio que da nombre al film, frente a la playa en su ciudad natal Recife. Todos los demás residentes han vendido sus propiedades a una empresa de desarrollo, pero Clara se niega a mudarse de su apartamento acogedor y ordenado. Es el hogar donde ella crió a su familia. Rodeada de cultura, sus libros, sus discos, sus cosas. La única manera de irse, le dice al joven desarrollador, es morir. La película se mueve muy lentamente pero sin perder el interés, con Filho concentrándose en los elementos cotidianos de la vida de Clara, tal vez excesivamente. Ella visita y recibe visitas de su familia y amigas, pero está sola, y muy cómoda en su soledad. Clara siente la soga cada vez más apretada por las intrusiones calculadas del desarrollador, destinadas a expulsarla. Ella se niega a ser intimidada y tiene la inteligencia y los recursos para luchar hasta el final, en un desenlace que se resuelve muy rápido y de manera abrupta, dejando un final abierto algo frío. Con dos horas y media de duración, tal vez Aquarius es una media hora más larga que lo necesario para la historia que quiere contar, pero se siente como un privilegio estar en presencia de un personaje tan poderoso y una actuación tan silenciosamente dominante. La película en definitiva le pertenece a Braga, que compone un personaje original e inspirador.
Tomando la posta de los clásicos musicales de antaño esta versión animada y modernizada, encuentra su tono perfecto cuando las melodías son las protagonistas, no tanto cuando los animalitos hablan. Cabe aclarar que la versión original cuenta con las voces de Matthew McConaughey, Reese Witherspoon, Seth MacFarlane y Scarlett Johansson. En nuestro país no somos tan afortunados, al grupo de doblaje neutro habitual en estas producciones se suman dos estrellas, Leonardo Sbaraglia hace una voz, no usa su voz, es decir, fuerza sus cuerdas vocales, componiendo lo que suena como una imitación de alguien, y a nosotros como Sbaraglia haciendo voz de ratón que habla en “ché”. Lo que predomina en estas producciones es que la celebridad invitada a poner su voz, lo haga con su propia voz, que suele ser característica, Sbaraglia eligió otro camino. La otra estrella es Eugenia Suárez, que adopta el tono neutro y felizmente no canta. La historia: Buster Moon es un koala que quiere hacer crecer el teatro que le dejó su padre haciendo grandes musicales. Con esfuerzo junta unos miles de dólares para montar un espectáculo de talento para cantantes aficionados estilo American Idol pero su secretaria lagarto accidentalmente imprime volantes prometiendo al ganador cien mil dólares. Buster sigue adelante de todos modos, esperando un milagro. Es así que se van presentando los concursantes, ninguno de los cuales llegamos a conocer en profundidad. Un gorila con una voz conmovedora, cuyo padre quiere que se una a su grupo criminal; una cerda que necesita escapar de sus veinticinco hijos; un presumido roedor que se cree una especie de Frank Sinatra; un puercoespín punk (get it?) que quiere dejar a su novio poco contenedor; y una elefanta cuya familia trata de convencerla de que tiene un increíble talento para explotar. Como en “Zootopia”, todos los tipos de animales coexisten en la ciudad y llevan vidas humanas. “Zootopia” pero sin comentarios sociales ni tanta imaginación. En Sing! ¡ven y canta! no hay sorpresas, cuando todo parece perdido, en diez minutos todos encuentran la gloria o terminan, al menos, satisfechos. Garth Jennings, más conocido por la extravagante “The Hicthhiker’s guide to the galaxy” y la dulce “El Hijo de Rambow”, podría parecer una elección inusual para ese material tan convencional. Pero el escritor y director británico comparte el crédito con Christophe Lourdelet, quien trabajó en el arte de “Minions” y “Despicable Me 2”. Vayamos a lo mejor: las canciones e interpretaciones: “My Way” de Sinatra, “Don’t You Worry ’Bout a Thing” de Stevie Wonder, “Hallelujah” de Leonard Cohen “I’m Still Standing” de Elton John, y dos canciones originales, Scarlett Johansson canta “Set It All Free” de Dave Bassett, y el gran Stevie Wonder junto a Ariana Grande hacen “Faith” sobre los créditos finales. Una oferta obvia para una nominación al Oscar. Sing! ¡Ven y canta! es una fábula animada de “seguir tus sueños pese a todo” que hemos visto miles de veces, con diálogos del estilo: “No dejes que el miedo te impida hacer lo que amas.” Lindo mensaje que deja un sólo camino por recorrer, eso es todo. Pero cuando estos animales humanizados toman el escenario la película encuentra su mejor groove.
La profesora de lingüística Louise Banks (Amy Adams) llega a su clase para encontrar que el aula está prácticamente vacía. Siguiendo el consejo de un estudiante pone las noticias y se entera de algo extraordinario: naves en forma de huevo, aparentemente del espacio exterior, están ubicadas en 12 lugares alrededor del planeta. ¿Quiénes son y qué quieren? Establecer contacto con los visitantes es una prioridad absoluta, y el coronel Weber del Ejército Estadounidense (Forest Whitaker) recluta a Banks para que use su expertise con la misión de averiguar el lenguaje de los extraterrestres a través de interacciones con ellos y así discernir mejor sus planes. Basado en un cuento corto de Ted Chiang, “La Llegada” es una película de ciencia ficción convincente que tiene más puntos en común con “Encuentros cercanos del tercer tipo” que con “Día de la Independencia”. Afortunadamente. Esto queda de manifiesto en como Denis Villeneuve comienza y termina su película: con interacciones humanas, allí es donde la película pone su enfoque. Extraterrestres realmente terroríficos pero sin rayos láser. Una realidad donde sólo resta enfrentar y entender el comportamiento. En cada una de esas interacciones entre la profesora y los aliens, Banks se acerca cada vez más a la comprensión de la lengua extraterrestre, pero ¿podrá descifrar el código antes de que las naciones más belicistas comiencen una guerra? Irónicamente el guión decide poner a la potencia China como la nación más reaccionaria, cuando, sabemos, es la nación de las estrellas y las franjas la que está siempre dispuesta a bombardear primero y preguntar después. Los símbolos de tinta con los que se comunican los extraterrestres son una puerta de entrada a la comprensión, que eventualmente conduce a advertencias reales sobre nuestra incapacidad para trabajar juntos como un colectivo global. El lenguaje es universal, pero también es una barrera, y un rompecabezas que vale la pena resolver. Además de diálogos inteligentes, el guión es capaz de aprovechar al máximo el núcleo -extremadamente- emocional enterrado en el interior de “La Llegada”. El diseño de producción es especialmente estelar, lo cual es un buen augurio para la próxima secuela de Blade Runner que dirigirá Villeneuve. Cuando la película persiste en los intentos de Banks de “traducir” el lenguaje de sus cada vez más amigos extraterrestres es cuando el film ofrece nuevas perspectivas sobre nuestro propio mundo. Las pretensiones de “La Llegada” nunca llegan a ahogar la trama, ni a perder el interés en el desenlace, un triunfo para un género que siempre ofrece un amplio lienzo para hablar de la sociedad y que en general es desaprovechado en pos del espectáculo.
MAKE STAR WARS GREAT AGAIN Guerra en las galaxias, de verdad. Rogue One: Una historia de Star Wars cuenta lo sucedido entre los episodios III y IV de la saga y tiene la estética y pulso de una película bélica “como las de antes”. La ópera espacial de George Lucas, es un mundo inagotable y Rogue One toma el concepto de clásicos como “The Dirty Dozen” (1967) y lo lleva a una historia emotiva y excitante sobre un grupo de hombres y mujeres que asumen el máximo sacrificio en pos de un ideal. Tal vez sea el episodio de Star Wars más oscuro y más lleno de acción, también el de las batallas más impactantes y mejor filmadas. En principio el film dirigido por Gareth Edwards (Godzilla, 2014) tarda en establecer su propio ritmo, equilibrando el fan service con lo que pide la narración, pero al llegar el tercer acto se vuelve imparable. El guión de Chris Weitz (Cinderella, 2015) y Tony Gilroy (de la serie de películas Bourne) tiene una dosis saludable de humor, pero Rogue One nunca deja de ser una película de guerra con el foco puesto en todos los horrores que crea. La trama se desarrolla como una serie de estrategias bien calculadas y por suerte, no se detiene en el matiz político, como las precuelas de Lucas. Se apega a la sencilla historia de un equipo de buenos chicos enfrentándose a una federación de señores malos y aguantando los trapos de la resistencia. “Las rebeliones se basan en la esperanza”, dice Jyn. Y punto. La rebelión libera a Jyn Erso (Felicity Jones) con la esperanza de encontrar a su padre (un Mads Mikkelsen deslucido) que es un conocido colaborador del Imperio en la creación de la infame “Estrella de la muerte”. El equipo que se va formando a medida que encaran hacia el territorio enemigo incluye a Diego Luna como el combatiente de resistencia Cassian (del cual desconocemos su historia) y Alan Tudyk como la voz del droid K2SO, que se roba cada escena en la que participa. Todo lo que sucede después es predecible si se vió Episodio IV. Sí, Rogue One actúa como un puente entre los acontecimientos de los precuelas y los de la trilogía original, pero también demuestra que no hay ninguna parte en el universo de Star Wars demasiado pequeña para justificar su propia historia. Así de cautivante es el mundo que Lucas creó. En este caso, un agujero en la trama de la primera entrega (A New Hope, 1977) se convierte en una de las películas más sólidas de la saga. Tampoco se puede dejar de remarcar lo obvio: este es un film de Hollywood, con destino global que tiene como protagonistas a una mujer, un mexicano, un musulmán y un asiático, rebelándose contra un gobierno totalitario. La historia perfecta para darle la bienvenida a la era Trump.
La segunda película de Tom Ford cuenta dos historias, la de una mujer infeliz (Amy Adams) que lee otra historia, la novela que le envía su ex marido (Jake Gyllenhaal). La historia de la novela es mucho más convincente que la primera, sin embargo el combo resulta inconducente. Probada la capacidad de Tom Ford para dirigir una película, cabe preguntarse porqué Animales Nocturnos no funciona. Como punto de referencia, la primera película de Ford, A Single Man de 2009, fue fenomenal, un triunfo de estilo y sustancia, gracias en parte a la brillante actuación de Colin Firth. Animales Nocturnos tiene también un fabuloso cast, pero las tramas de las dos historias, una fría y la otra visceral terminan cancelando el efecto emocional, la una a la otra. Adams interpreta a Susan, una curadora de arte en Los Ángeles depresiva, engañada por su bello esposo, (Armie Hammer) viviendo entre su moderna casa y su galería de arte. Pobre. Su mundo es estéril, y es aquí donde la pintura de los personajes empieza a fallar, la miseria autoimpuesta de los privilegiados. Una copia anticipada de una novela de su primer marido, Edward (Gyllenhaal, haciendo mucho con poco) llega a sus manos. Susan se pone sus gafas ridículamente hipsters, se desliza en la cama y comienza a leer, allí arranca la segunda historia, donde la miseria emocional también se hace presente, pero en este caso de la mano de ese objeto de manipulación masiva siempre presente: la injusticia. Cuando se combinan todos estos elementos lo que obtienes es irremediablemente una película camp de pretendida profundidad que fácilmente podría ser confundida con sustancia, si todo no fuese tan vacío. Se puede argumentar que Ford está siendo auto-despreciativo en su retrato de los ricos sin alma, pero todo el esfuerzo ni siquiera se siente como auto-parodia. Las ideas de clase, la ambición frustrada, la superficialidad de la vida en L.A., la naturaleza del amor y el significado del arte se abordan explícitamente -y se discuten en algunas conversaciones pretenciosas- pero todo termina sonando vácuo, como si el simple hecho de nombrar temas “importantes” fuese suficiente para establecer su relevancia en la narrativa. El diseñador de moda Ford se pone el traje de Lynch pero no le queda.
A contramano de la mayoría estruendosa del cine que vemos, Capitán Fantástico es acerca de algo. Un drama humanista brillantemente actuado y narrado -al menos en sus dos primeros actos- sobre los lazos que unen y separan a las familias y el conflicto entre dos filosofías muy diferentes sobre la crianza. El guión del también director Matt Ross ocasionalmente tropieza (especialmente en el tercer acto) y hacia el final opta por una resolución demasiado fácil y blanda que no alcanza a opacar los momentos de genuina profundidad que construye con naturalidad. Ben (Viggo Mortensen) ha tomado el estilo de vida “regreso a la naturaleza” al extremo. Él y su esposa, se han trasladado a una granja aislada del noroeste del Pacífico para criar a sus seis hijos: Bo (George MacKay), Keilyr (Samantha Isler), Vespyr (Annalise Basso), Reillian (Shree Crooks), y Nai (Charlie Shotwell). Cuando Leslie es ingresada en un hospital para recibir un tratamiento psiquiátrico, la tarea de criar a los niños cae sobre los hombros de Ben. El régimen diario que Ben le impone a sus hijos incluye no sólo el estudio intensivo de la literatura, las matemáticas, la ciencia y la historia, sino una dieta completa de actividades y tareas físicas. Cuando Leslie se quita la vida, Ben se enfrenta a la dificultad de regresar a la sociedad (aunque sea temporalmente) con sus hijos para asistir al funeral. Allí, se encuentra con sus suegros que ven con escepticismo las elecciones en la educación de sus nietos. En Capitán Fantástico las técnicas de crianza de Ben se cuentan desde una perspectiva emocional, pero el guión de Ross muestra los pros y los contras de su enfoque en contraste con la filosofía más convencional. El planteo de la película prefiere dejar la pregunta abierta ¿estos niños brillantes, independientes, articulados, y socialmente incómodos están mejor separados de la sociedad o se beneficiarían al ser integrados? Capitán Fantástico se erige como un testimonio de la dificultad de la crianza de una manera poco convencional -aunque la idea de venerar a Noam Chomsky sea muy atractiva- especialmente cuando el tejido de la familia está desgarrado por el dolor y la inevitable necesidad de independencia. A pesar de que la película contiene suficiente comedia para evitar que se vuelva un dramón, las emociones fluyen en el film y el choque cultural de los mundos logra el efecto deseado. Pese a esto, la resolución del conflicto toma un par de atajos, que amenazan con comprometer lo que la película construyó con ferocidad, inteligencia e integridad. Una película que hace preguntas grandes, sobre la educación, la familia, y la EE.UU actual y presenta respuestas que quedan a medio camino, un camino que, sin embargo vale la pena recorrer.
Hoy todo parece posible en el mundo de las películas basadas en cómics, pero los lectores asiduos nunca pensamos en Doctor Strange como un personaje que merecía su propia película. El Sorcerer Supreme siempre fue un segundón indescifrable. El puede hacerlo todo. No hay reglas, no hay una definición clara de los poderes, los demonios, ni las dimensiones. Una realidad flexible. Esta nueva película de Marvel dirigida por Scott Derrickson parte desencadenada de la continuidad reciente del (*) Marvel Cinematic Universe, y toma en principio el modelo de Iron Man (2008) la película que lo inició todo. Aquí también hay un canchero y engreído genio que parece tenerlo todo, lo pierde para rápidamente comenzar su camino del héroe. El casting es perfecto. Benedict Cumberbatch como el fanfarrón doctor del primer acto, resulta tan encantador y divertido hasta que gradualmente se muestra impetuoso y excesivo. Chiwetel Ejiofor como Mordo funciona como un contrapunto constante, con toda su intensidad embotellada bajo control. La crítica comprensible que el papel del Ancient One, no sea -como en los cómics- un hombre oriental, se olvida al ver a Tilda Swinton traer una ligereza y naturalidad inesperada al rol. El film tiene muchas de las mismas fallas que las otras películas de Marvel Studios. Rachel McAdams, como antes Natalie Portman en Thor y Gwyneth Paltrow en Iron Man, es escasamente utilizada y su personaje carece de sustancia real, está ahí para asistir al hombre protagonista. El antagonista, el gran Mads Mikkelsen, es sólo un escollo en el camino de nuestro héroe, genérico en su villanía como casi todos los malos de Marvel. Y sí, también está el recurso del rayo azul en el cielo, que amenaza con aniquilarlo todo. Pero nada de esto estropea el placer puro de la experiencia. Desde la primera secuencia de la película, una set piece de acción salvaje que juega con el estilo Inception (C. Nolan, 2010), está claro que Marvel aprovecha al máximo la falta de reglas inherente en la historia del hechicero. La trama se despliega dentro de un mundo mágicamente manipulado donde las paredes pueden doblarse, manejarse y modificarse, los portales pueden abrirse y llevarnos a lugares extraños o familiares y las armas y armaduras pueden manifestarse en el aire. Ningún truco es excesivo y cada nueva secuencia introduce una nueva forma de mostrarlo. Todo lo sobrenatural en Doctor Strange tiene los pies sobre la tierra. Cuando los hechizos transforman el mundo, las cosas se mueven y reorientan de manera espectacular, se siente material y con respaldo físico inclusive cuando se rompen las reglas de la física. El suelo se dobla, multiplica, desplaza y pliega en formas incalculables. Desde la primera Matrix (Lana y Lilly Wachowski, 1999) no se ha visto el concepto de “no hay reglas” llevado a un extremo cinematográfico tan satisfactorio. Sí, esta es otra película con historia de origen, pero interesante, con apuestas reales y un viaje convincente. Bien equilibrada con la versión de las viñetas, siempre jugando entre la ciencia y el misticismo, con un guión tan sólido y seguro de sí mismo que incluso se permite algunos temas más profundos acerca de la eterna lucha humana contra el tiempo y la entropía.