El crítico en su laberinto El film comienza con una estética que remite a Jean-Luc Godard y al estilo de cierto cine europeo de los ’60: textos que aparecen de manera entrecortada, imágenes registradas medio a los tumbos, la voz en off de un personaje solitario reflexionando sobre el cine y sobre sí mismo. Es una adecuada presentación del meditabundo Víctor Téllez, que piensa en francés porque es de esos críticos cinematográficos que veneran el cine con un aura refinada o prestigio intelectual. Tal vez Téllez sea demasiado joven para el arquetipo –muchos críticos de su edad suelen estar más atentos al cine independiente estadounidense y a series de TV–, pero en él se compendia, de alguna manera, el desdén de buena parte de sus colegas por quienes consumen cine impulsados sólo por la moda o la costumbre. El hecho de mostrarlo sintiendo que sus actos cotidianos forman parte de un film es uno de los aciertos de El crítico: ¿acaso no nos pasa un poco a todos los que acompañamos el discurrir de nuestras vidas con películas que, ineludiblemente, terminan ocupando un espacio privilegiado en nuestras fantasías y nuestra memoria? Claro que Téllez no sabe capitalizar lo que le ofrece el cine y ni siquiera parece disfrutarlo demasiado, hasta que –como en las comedias románticas que desprecia– conoce a una joven que logra sacarlo de su frialdad e individualismo. El guión, escrito por el propio director, Hernán Guerschuny (Buenos Aires, 1973), está muy bien trabajado, con situaciones hábilmente planteadas y diálogos precisos, sin cargar las tintas al ironizar sobre unos u otros. Evita, incluso, el costumbrismo subrayado al que nuestro cine nos tiene mal acostumbrados, que apenas asoma en la escena del hombre de al lado rompiendo la pared. Secuencias como la del teatro o la cena en la que ella extraña a su padre permiten, con pocos elementos y sentido del humor, conocer mejor las virtudes y defectos de ambos personajes. Aunque es su primer largometraje, se nota que en Guerschuny hay conocimiento del tema y una formación detrás (estudios de cine y comunicación social, trabajos en el periodismo especializado y la realización de comerciales, programas televisivos y cortos como La cita, con el que El crítico tiene puntos de contacto). Cuesta encontrar una película argentina con tantos guiños y referencias cinéfilas. Y pocas, de cualquier origen, que pongan el foco sobre la figura de un crítico: una excepción reciente es Un autre homme (del director suizo Lionel Baier, exhibida en el BAFICI 2009), en la que, provocativamente, la crítica cinematográfica se vinculaba a lo oscuro y lo insensible. La relación de la pareja de aquella era, sin dudas, más enfermiza que la de El crítico, que no pretende mucho más que jugar con ciertos tópicos de la comedia romántica aleándolos con las mencionadas alusiones al universo cinematográfico, tomando como eje uno de esos personajes que, aunque algo odiosos, terminan ganándose nuestro afecto o compasión. Cabe destacar que en nuestro país la figura del crítico influyente se limita casi exclusivamente a la ciudad de Buenos Aires (en Rosario casi nunca hay funciones privadas para la prensa, son muy pocos quienes ejercen la crítica profesionalmente y, entre éstos, menos aún los que evidencian la cinefilia de Téllez). Pero la mayoría de los pormenores de El crítico son reconocibles y habituales, aquí y en todas partes, como el enojo de quienes se ven afectados por comentarios adversos dichos o escritos por comentaristas que tampoco se salvan de ser juzgados: es un hallazgo la expresión con la que un joven director los descalifica, diciéndoles no cineastas frustrados sino críticos frustrados. Es cierto que en la ópera prima de Guerschuny la relación sentimental avanza demasiado fácilmente (como en las películas que Téllez repudia), que un ocasional desvío hacia el género policial lleva la historia a un terreno arriesgado (el castigo a la sobrina del protagonista, por ejemplo, es un hecho grave que finalmente se diluye), que la aparición de flores y veladores encendidos para sugerir un cambio anímico resulta poco sutil, y que el final (que se corresponde graciosamente con los códigos genéricos que Téllez menciona en forma despectiva) parece repetirse o desdoblarse. Pero el conjunto es estimulante y divertido, luciendo igualmente funcionales los sobrios gags, los certeros comentarios musicales, la luz penumbrosa de una Buenos Aires invernal y la verosimilitud de las actuaciones, no sólo del notable Rafael Spregelburd (con su conocida capacidad para jugar con los personajes, haciendo cómplices a los espectadores), sino también de una Dolores Fonzi más suelta que en otras ocasiones, Ana Katz, Ignacio Rogers y el resto de los secundarios. Finalmente: es curioso cómo El crítico, aún tratándose claramente de una comedia sentimental ceñida a las reglas del género, tiene, al mismo tiempo, algo de la nouvelle vague tan admirada por su protagonista, con sus personajes afligidos deambulando por la ciudad envueltos en disquisiciones intelectuales, sus amoríos melancólicos, el universo del cine formando parte de la vida cotidiana. Otro rasgo que distingue a este film lúcido, retrato de uno de esos tipos dispuestos a cuestionar todo menos su forma de trabajo y su propia vida. Por Fernando G. Varea
Un divertimento fascinante La esencia del cine de Wes Anderson (1969, Houston, EEUU), lo que lo hace disfrutable para los cinéfilos, es que exprime como pocos las posibilidades del cine, resolviendo todo con barridos y travellings laterales, tomas con zoom, planos compuestos con minuciosidad, acontecimientos que se intuyen o adivinan fuera de campo, personajes corriendo hacia el fondo del cuadro, simetrías y artificios varios. Sus universos se aproximan a la compleja estructura del cine de Tati (aunque con más palabras) con un soplo felliniano, buscando especialmente la complicidad de espectadores jóvenes e interesados en cierto humor capcioso al que suele recurrir el llamado cine independiente (en los últimos tiempos han aparecido varios videos en la web ironizando sobre su estilo). Dudosamente gane alguna vez un Oscar o una Palma de Oro, ya que sus obras no exhiben aires de importancia: pareciera que en Anderson la diversión, el gag, el guiño, importan más que cualquier otra cosa. Precisamente, suele objetársele un preciosismo que gira un poco en el vacío, proponiendo más la contemplación que el compromiso afectivo. Contra esos reparos, o la sospecha de que su nuevo film sería más de lo mismo, El Gran Hotel Budapest ofrece tres ligeras novedades. Por un lado, aunque la historia se ramifica en subtramas y va por distintas épocas (dividida en cuatro capítulos), es mucho más firme que la de films anteriores como Viaje a Darjeeling (2007). Las idas y vueltas en el tiempo y la sucesiva aparición de una verdadera galería de extravagantes secundarios no impiden que se siga con interés el trayecto de los personajes principales: el botones de un majestuoso hotel y un conserje frívolo y astuto que lo adopta casi como a un hijo (Ralph Fiennes), involucrándolo en una sucesión de acontecimientos. Contribuye al entusiasmo el hecho de que quienes asumen esos roles son intérpretes conocidos (Tilda Swinton, Bill Murray, Willem Dafoe, Harvey Keitel, Edward Norton, Adrian Brody, Owen Wilson y otros, que van apareciendo casi sorpresivamente), con la excepción del casi debutante y expresivo Tony Revolori como Zero, el botones adolescente. Por otra parte, Anderson deja más clara que en ocasiones anteriores su intención de explorar el género de la comedia. Algunos gags y chistes verbales son mejores que otros, pero el ánimo festivo se percibe más directamente que cuando seguía de cerca a los excéntricos Tenenbaum o a Steve Zissou y su melancólica banda. El buen humor de El Gran Hotel Budapest, además, se combina con el espíritu del cine de aventuras, ya que Monsieur Gustave (Fiennes) y su discípulo sortean a lo largo de su vida en común peligros diversos, huyendo de la policía o del odioso hijo de una anciana dama que reclama posesiones heredadas. Finalmente: en medio de las piezas prolijamente encastradas asoma, esta vez, algo de emoción, sobre todo en un desenlace que –retomando situaciones mostradas al comienzo– deja cierta sensación de nostalgia por tiempos idos. Lo bueno es que el espectador llega a ese final satisfecho de haber atravesado una experiencia estética nutrida de sutilezas, menos aniñada que Un reino bajo la luna (2012) y notablemente superior, en varios aspectos, a los productos formateados que suelen provenir de Hollywood. Con el sostén de un admirable trabajo conjunto de dirección de arte, fotografía, música y vestuario, desde ámbitos monumentales (hoteles, museos) y exteriores que parecen cuadros de un libro ilustrado (picos nevados cruzados por teleféricos, callejuelas tenuemente iluminadas) hasta menudencias como muebles o pasteles, todo en El Gran Hotel Budapest está dispuesto para sorprender, para gustar. Como cuando el bueno de Zero invita a su enamorada Ágatha (Saoirse Ronan) a subir al caballo de una calesita como si se tratara de una carroza imperial, del mismo modo Anderson nos propone entrar en su juego y dejarnos llevar por el placer de la ilusión.
El desconocido del lago (L’Inconnu du lac), del francés Alain Guiraudie, sobre homosexuales solitarios que se encuentran azarosamente en una plácida playa aislada, en la que, sorpresivamente, uno de ellos demuestra ser un sigiloso asesino. Con un prodigioso empleo de la luz y la composición de los planos, sin salirse de esa especie de paraíso perdido en el que palpitan todo el tiempo el placer y el peligro, Guiraudie (que priva a su film de música pero no de algunas escenas sexuales explícitas) explora con inquietante belleza la confrontación de la pureza de los sentimientos con la tentación de lo prohibido.
Desde la dirección artística, la música y el vestuario hasta el diseño de los títulos y del poster, Her (el título en castellano no debería ser Ella sino algo así como Lo de ella) es el resultado de un trabajo conceptual moderno y exquisito. Acompañando a un joven solitario (un Joaquin Phoenix ideal) en su vida cotidiana –en una ciudad del futuro en la que todo luce ordenado–, perdidamente enamorado de la mujer que le habla (con la seductora voz de Scarlett Johansson) desde un sistema operativo, Spike Jonze (1969, Rockville, EEUU) recurre a ese estilo que le conocemos, entre lúdico y sarcástico, más interesado en provocar sorpresa que emoción. Her es más romántica y formalmente más madura que ¿Quieres ser John Malkovich? (1999) y El ladrón de orquídeas (2002, ambas con guión de Charlie Kauffman), sin dejar de coquetear, como aquellas, con la ciencia ficción. Cada detalle aparece cuidado en este producto que, en algún punto, implica un progreso en la filmografía de Jonze, autor también de creativos cortos y videoclips. Sin embargo, por debajo de esa apariencia cool, Her resulta algo conservadora. En el film, lo distinto es mostrado como rareza o trastorno, el hecho de que el protagonista esté saliendo con un sistema operativo (podría cambiarse esta expresión por otras) provoca indiferencia en algunos de sus amigos pero alarma en otros (por ejemplo su ex mujer, cuyos reproches parece aprobar la película misma, a juzgar por el final) y la moraleja da a entender que los avances de la tecnología o la informática son para desconfiar. Uno podría preguntarse si la tesis de que el contacto humano nunca puede ser sustituido no podría ser utilizada para censurar, por ejemplo, la inseminación artificial. Incluso el exceso de palabras (casi todo lo que sienten los personajes se dice en voz alta) parece resabio de un cine antiguo, con los colores y los decorados creando climas anímicos más que los planos y los movimientos de cámara. No hay dudas que Her estimula saludables interrogantes (¿podemos enamorarnos de alguien a quien nunca vimos? ¿qué cosas somos capaces de hacer para combatir la soledad? ¿tenemos la necesidad o la fantasía de tener a alguien con quien hablar y que nos escuche sin cuestionarnos demasiado, como una suerte de analista amigable o voz de la conciencia?), despliega algunos momentos de gran belleza (como el paseo por la playa) y puede cobrar importancia como fábula anticipatoria, un poco como The Truman Show (aunque Jonze no es, claro, Peter Weir). Pero cuánto mejor sería si terminara con una vuelta de tuerca menos aniñada y más inquietante.
"La corporación", de Fabián Forte, y "De martes a martes", de Gustavo Triviño, responden a un cine de ficción fuertemente sostenido en las formulaciones del drama de suspenso, con eficacia narrativa y el atractivo de actores conocidos. La película de Forte, sobre un empresario con una vida artificial (como "The Truman Show" pero con aceptación del protagonista), aunque formalmente rasa, presenta un guión muy sólido y una vuelta de tuerca final nada complaciente. El molde es "Nueve reinas" (2000, Fabián Bielinsky), aunque aquí no es dinero lo que se busca sino compañía y afecto.
Grises Hay un punto de contacto entre Nebraska y La cacería (2012), del danés Thomas Vinterberg: en ambas –nominadas al premio Oscar, en distintas categorías– se echa a correr un rumor que la desconfianza y la tozudez de algunos va convirtiendo en certeza. Sin embargo, si en Vinterberg eso es pretexto para perturbar al espectador, sometiéndolo a una tensión incómoda, en Alexander Payne (1961, Omaha, EEUU) es una excusa para demostrar cómo el dinero puede alborotar la vida gris de un grupo de personas sencillas: no sólo por la natural tendencia de los seres humanos a la codicia, sino también por la ilusión de poder satisfacer postergadas aspiraciones. Al mismo tiempo, hay aquí una mirada comprensiva hacia los adultos mayores y las relaciones paterno-filiales. El motor que impulsa la historia es el empecinamiento de un anciano con síntomas de demencia por retirar un premio resistiéndose a los consejos de su malhumorada mujer y su paciente hijo, que intentan hacerle entender que no es más que una promesa vana. Padre e hijo irán, finalmente, en busca de esa supuesta fortuna, encontrándose en el camino con una serie de personajes (familiares, vecinos, viejos amigos), algunos parcos y queribles, otros maliciosos. Algo de esta road movie recuerda a Una historia sencilla (1999, David Lynch), con más guiños humorísticos y, sobre todo, una exploración en la Estados Unidos más marginal o escondida plena de sinceridad. Esto último Payne lo lleva a cabo con una cámara atenta a la belleza melancólica de viejas casas, cafeterías, calles y carreteras, registradas a veces en silenciosos primeros planos, con una conmovedora fotografía en blanco y negro (valiosa labor de Phedon Papamichaels). Como agridulce retrato pueblerino, Nebraska no llega a la estatura de La última película (1971, Peter Bogdanovich), pero remueve capas sensibles en el espectador sin ahogarlo, cubriendo de ternura lo que podría haber sido mero patetismo. Por otra parte, así como en sus anteriores Election (1999), Las confesiones del Sr. Schmidt (2002), Entre copas (2004) y Los descendientes (2011) Payne supo exprimir las posibilidades de actores conocidos y no tanto, lo mismo consigue en Nebraska, sacando partido de la cara de bueno y mirada tristona de Will Forte (Saturday Night Live) y aprovechando la autoridad de los veteranos Bruce Dern y June Squibb. Duro en innumerables westerns y películas de acción, Dern es aquí un entrañable anciano bebedor frecuentemente extraviado, conservando algo de su inocencia (“Su problema es que cree lo que le dice la gente”, dice su hijo) como si fuera un raro modo de esperanza. Squibb, en tanto, actriz de larga trayectoria teatral y televisiva, asoma como una matrona grosera e impaciente para, de a poco, ir dejando entrever sentido común e incluso revelar –en su última escena– inesperada ternura. Salvo algun subrayado aislado, las caracterizaciones de estos y otros personajes están hechas de detalles y matices. “Son tiempos de depresión, y quizá eso se filtró en la atmósfera del film”, afirmó el director. Ciertamente, la predecible estructura de comedia dramática de Nebraska, gracias a su estilo y las expresiones de sus actores va siendo ganada por un persistente estado de ánimo, permitiendo percibir sutilmente el paso del tiempo e intuir el discurrir de otras vidas.
Melodrama suavizado Después de adquirir experiencia en la televisión, Stephen Frears (1941, Leicester, Inglaterra) se ganó con Ropa limpia, negocios sucios (1985), Susurros en tus oídos (1987) y Sammy y Rosie van a la cama (1987) merecida fama de director desafiante, mostrando con causticidad una Inglaterra sucia, marginal, en la que ciertos actos de libertad o desobediencia se escapaban por los resquicios. Unos desmañados y muy jóvenes Daniel Day Lewis, Gary Oldman y Alfred Molina asomaban en estas películas incómodas, que removieron el avispero en los ’80. Al comenzar a trabajar con actores de Hollywood y otros presupuestos, Frears siguió dando muestras de sagacidad, sobre todo en tres producciones espléndidamente dirigidas y actuadas: Relaciones peligrosas (1988), Ambiciones prohibidas (1990) y El secreto de Mary Reilly (1996). El resto de su filmografía es indudablemente menor, incluyendo Alta fidelidad (2000) –aunque los espectadores de edades o gustos musicales similares a los de sus personajes la recuerden razonablemente con cariño– y la discreta La reina (2006). Philomena es un melodrama con todas las de la ley (pulsiones reprimidas, dramáticas separaciones, secretos ocultos, revelaciones al final de la vida) suavizado con pinceladas de comedia. Su protagonista es una señora sencilla, quien, después de cincuenta años, decide contar la historia de un hijo que tuvo en un convento y del que nada supo después (por qué resuelve revelar sorpresivamente ese misterio tras mantenerlo tanto tiempo escondido es algo que no se aclara). Basado en un caso real, el film permite conocer hechos que, de una u otra manera, tocaron a miembros de la Iglesia Católica, a algunos prominentes políticos estadounidenses e inclusive a una diva de Hollywood. El tono no es de denuncia, sin embargo: se trata, más bien, de una buddy movie, ese tipo de películas en las que dos personas de temperamentos diferentes deben enfrentar juntos diversas peripecias, ya que a Philomena (una querible y graciosa Judy Dench) se le suma un periodista que la acompaña en busca de aquel hijo (Steve Coogan, también co-guionista). No conviene contar aquí lo que irán descubriendo en el camino, pero se puede señalar que los ingredientes son lo suficientemente fuertes como para que, en algún momento, la editora del diario en el que se publicará la historia pueda relamerse. Las imágenes en espejos deformantes de un parque de diversiones o los entrecortados registros en super 8 son buenas ideas a las que Frears recurre para trasladarnos a otros tiempos, aunque las sorpresas en Philomena son las derivadas de los recodos de la historia y no de su estilo narrativo o visual. Tiene, por otra parte, un final demasiado blando y algo concesivo, donde, al señalar qué fue de la vida de las personas retratadas en el film, se saltea información sobre los victimarios (insensibles monjas y curas irlandeses que parecen algo fuera de época, más por sus desplantes que por su manera de pensar). Lo mejor y lo peor de Philomena es su falta de ambiciones y su clara intención de emocionar y divertir al espectador evitándole disgustos o complicaciones.
Yo, un negro El cuerpo como medio de resistencia, como materia que soporta los embates de nuestros conflictos: de eso parecen ocuparse las películas de Steve Mc Queen (1969, Londres, Inglaterra). Sin embargo, no son exactamente lo mismo Hunger (2008), Shame (2012) y su flamante 12 años de esclavitud (2013). Su ópera prima reconstruía la huelga de hambre de un líder irlandés en una prisión británica con una planificación meticulosa y una precisa estructura narrativa, incluyendo el registro con un plano fijo de un extenso y revelador diálogo que funcionaba como bisagra entre dos partes bien diferenciadas. Otro tipo de cálculo se apreciaba en su segunda película (cuyo protagonista vivía con culpa su tendencia a satisfacer compulsivamente sus deseos sexuales), en la que la provocación parecía un fin y no un medio, y la estética publicitaria un obstáculo para transmitir sentimientos turbios. 12 años de esclavitud es, finalmente, un poco híbrida, con algo de esa frialdad de la que al director le cuesta desprenderse (tal vez por provenir del campo de las instalaciones audiovisuales y la experimentación plástica) interceptada por arrebatos violentos que llevan al espectador a experimentar incomodidad y angustia. Basada en las memorias de un tal Solomon Northup, hombre negro cuya vida apacible en Nueva York, a mediados del siglo XIX, dio un vuelco al viajar engañado a Washington y ser vendido como esclavo a unos traficantes sureños, es una de esas películas que vuelve a poner sobre la mesa la discusión: ¿cómo exponer en el cine la injusticia, el sufrimiento, el dolor? Decía Jacques Rivette, en su famoso artículo en Cahiers du Cinema sobre la abyección: “Digamos que podría ser que todos los temas nacen libres y en igualdad de derechos. Lo que cuenta es el tono, o el acento, el matiz, no importa cómo lo llamemos: es decir, el punto de vista de un individuo, el autor”. Precisamente, algunas decisiones tomadas por Steve Mc Queen (junto al guionista John Ridley y el fotógrafo Sean Bobbit), resultan discutibles. Los planos de amaneceres, de una luna blanquísima o de ramas de árboles suavemente mecidas por la brisa, apuntan a una visión bucólica que nada tiene que ver con el padecimiento de los personajes. Y si bien, a diferencia de otras películas de época, no hay exuberancia de vestidos y decorados, el acento está puesto más en el detalle formal que en la emoción, por lo cual al encuadrarse un rostro o un gesto parece estar apreciándose parte de una estatua o de una figura retratada en un cuadro. Sólo a veces el director logra transmitir vívidamente sensaciones superando la mera contemplación, como cuando, elipsis mediante, muestra a Solomon (Chiwetel Ejiofor) recostado sobre una almohada dentro de la mansión inmediatamente después de una escena en la que es castigado. Todo esto no significa que 12 años de esclavitud no sacuda en varios momentos. El problema es que, si lo consigue, no es porque el espectador se identifique anímicamente con los personajes –poco se intuye de sus vidas– sino por la crueldad de las escenas en las que son maltratados los esclavos. Ahora bien, respecto a estas últimas: ¿era necesario regodearse en ese sadismo? ¿Hace falta recordarle al público la desesperación que significa un simulacro de ahorcamiento o el dolor de latigazos sobre la espalda? ¿Acaso esos impactos dramáticos no llevan a relegar los resortes políticos y sociales que permitieron durante tanto tiempo que el racismo y la esclavitud se naturalizaran en Estados Unidos (y no sólo allí)? ¿Representar padecimientos es sólo cuestión de realismo? Por otra parte, que el film se centre en unos pocos personajes desperdigados no ayuda a percibir toda una masa de víctimas y victimarios detrás. De todos modos, hay que reconocerle a 12 años de esclavitud algunos aciertos. Nunca abandona el punto de vista de los sometidos: de hecho, debe ser una de las pocas películas de ficción sobre el tema cuyo protagonista es un negro que sufre la esclavitud y no un blanco que los defiende. Hay momentos en que ambos mundos (blancos dominadores – negros dominados) colisionan, con algunos enfrentamientos físicos –en los que intervienen los personajes de Paul Dano y Michael Fassbender– que funcionan como liberación para el espectador. Mostrar a la mujer del malvado amo (Sarah Paulson) casi tan cruel como él, ensañándose especialmente con la joven negra a la que su marido continuamente humilla (Lupita Nyong’o, quien, más que actuar, se entrega físicamente a un personaje mortificado hasta lo intolerable), es una buena manera de no redimirla, evitando el lugar común de mostrar compasión en los personajes femeninos. Incluso el hecho de que Brad Pitt asome distraídamente, sin crear previamente expectativas sobre su aparición en cuadro ni permitiéndole tics o gestos temperamentales, se opone saludablemente a la devoción por el divismo de Hollywood. El planteo de la pasividad, del cuerpo entregado, como peculiar forma de intransigencia (o de supervivencia) recuerda a Hunter. Más interesante es la circunstancia de que quien es esclavizado acá escapa al estereotipo, enfrentándose a una situación de atropello imprevista y al deseo y la posibilidad de escapar (un poco como ocurría en la argentina Crónica de una fuga, de Adrián Caetano), porque, de esa manera, se sale un poco del molde. Otra de las puntas que este film desparejo ofrece para la discusión.
"This is not a film" es, precisamente, algo distinto a una película: la experiencia de ver a Jafer Panahi (el director iraní de "El espejo", cumpliendo arresto domiciliario e imposibilitado de hacer cine por su oposición al gobierno) confinado en su departamento mientras un amigo registra sus intentos de representar el guión que no puede plasmar en imágenes, hasta que, finalmente, se asoma a la calle y se enfrenta con una fogata cargada de significados. Un ejercicio casi periodístico, de indudable valor político, que permite compartir con Panahi su asfixia, con algo de esa capacidad que tiene el cine iraní para reflexionar sobre el medio y jugar con las fronteras que separan la realidad de la ficción.
El cine como creador de íconos Antes de exhibirse en el Festival de Cannes del año pasado ya había morbosa expectativa en torno al quinto largometraje de Abdellatif Kechiche (1960, Túnez) por sus escenas eróticas. Una vez que ganó la Palma de Oro pasó a convertirse en oscuro objeto de deseo para cinéfilos de todo el mundo, sumándose nuevos premios y polémicas. La realidad es que, cuando van juntos, prestigio y controversia conforman un escudo protector que, de algún modo, lleva a esperar una película adulta y desafiante, dificultando el análisis sereno. La vida de Adèle no es el único ejemplo: en los últimos años bajaron de Cannes con esos aires algunas películas de Carlos Reygadas, Michael Haneke, Cristian Mungiu y Lars Von Trier. Entonces: ¿cómo examinar de forma desapasionada un film que no sólo viene precedido de eufóricos comentarios sino que, además, es de esos que toman al espectador y no lo sueltan? En términos estrictamente cinematográficos, que una película cause revuelo no la hace mejor ni peor. Asimismo, que circule por el mundo escoltada por elogios exaltados no debería ser un obstáculo para poder verla sin condicionamientos. Intentando analizarla con la mayor ecuanimidad posible a un año de su bautismo de fuego (expresión a la que pueden dársele varios sentidos) en Cannes, podemos arribar a algunas conclusiones. La vida de Adèle expresa de manera verdaderamente intensa y movilizadora la experiencia del amor. Kechiche y sus actrices saben cómo hacer para que el espectador sienta como propia la desesperación –en principio gozosa, más tarde angustiante– que lleva a la protagonista hacia su amada, enfrentando miedos, prejuicios, acosos discriminatorios e inseguridades. La cámara siempre en movimiento, siguiendo de cerca a los personajes (salvo en aislados planos generales), imprime ansiedad a las idas y venidas de Adèle, que se muestra algo ida, de una pasividad que ocasionalmente se rompe ante la devoción que le despierta Emma, de cabello azul y actitud desafiante, más observadora y madura. “Eres voraz, a todo o nada”, le dice ésta a Adèle como estudiándola, apenas la conoce. Y aunque se sufre con esta heroína romántica, un halo colorido derivado de festejos y comidas compartidas le da calidez a la película, expresando así la alegría, la juventud y el placer que, pese a todo, las chicas viven con plenitud. Hay algo espontáneo y vivo en La vida de Adèle que incentiva esa sensación de verdad que la torna creíble, cercana. No se trata de un film original ni renovador. Su historia es convencional: dos personas se enamoran, inician una relación clandestina por un motivo equis, discuten, se separan, más tarde vuelven a encontrarse. Lo mismo puede decirse de su planteo narrativo y formal: toda La vida de Adèle responde a un furioso naturalismo con algunas elipsis temporales (como el abrupto salto que permite reencontrar a Adèle como maestra de escuela) y nutridas conversaciones. La oposición padres progres-cultos-comprensivos (los de Emma) vs. padres conservadores-de clase media (los de Adèle) es bastante previsible. Que el único amigo cómplice de Adèle sea –tenga que ser– también gay, y que no salga a defenderla cuando es agredida, suena manipulador. Que se recurra a citas de obras literarias, a pinturas de desnudos, a reflexiones en voz alta sobre el amor, la adolescencia y el sexo en las mujeres a partir de lo que se lee o se dice en clases, visitas a museos o reuniones de artistas (con superficiales cuestionamientos, como cuando Adèle dice respecto a la expresión Bellas Artes “¿Acaso hay artes feas?”), son atajos cómodos para deslizar datos, explicar comportamientos y dar a entender las ideas que pueden encender o confundir a los personajes. Se dirá que muchos de estas decisiones provienen de la novela gráfica El azul es un color cálido, de Julie Maroh, pero hay aspectos de la obra original que Kechiche desechó, como el empleo del azul para dar sutiles toques de color a los melancólicos dibujos en blanco y negro. Con excepción del registro de arrebatadas discusiones (que también contenían los discretos films anteriores de Kechiche), una breve y silenciosa visita a un museo, algunos planos apacibles de copas de árboles movidas por la brisa, de un baño en el mar o de Adèle durmiendo en el parque, las tres horas de La vida de Adèle exhiben un repentismo que no revela ideas inspiradas de puesta en escena. Indudablemente, hay algo aquí de la devoción del cine francés por la gestación de íconos femeninos. Adéle Exarchopoulos, la joven protagonista, como una combinación de Brigitte Bardot y Jane Birkin, con su sensualidad despreocupada y belleza silvestre, su look de Lolita impasible, su mirada febril y su boca siempre semiabierta, dispuesta a acostarse con hombres y mujeres, llorando, riendo, gimiendo o gritando, poniendo el cuerpo, se alza con inusitado magnetismo, como representación del encanto femenino. En algún punto, ella –la actriz– interesa más que lo que le pasa a Adèle –el personaje–, por lo que no tiene sentido (por obvia) discutir la tendencia voyeurista del film. Léa Seydoux (Emma) es, sin dudas, mejor actriz, y a través de sus expresivas miradas y oportunos gestos pueden intuirse su temperamento y su mundo interior, pero su compañera es como un animal seductor, pura fisicidad. Esto no depende de las escenas de desnudo y de sexo, que algunos –y sobre todo algunas– criticaron (Maroh habló de una “exhibición brutal, quirúrgica, exuberante y fría del sexo entre mujeres”) y que, curiosamente, resultan menos sensuales que la escena de Adèle bailando en la calle con un compañero de trabajo, pero éstas parecen necesarias para sumar ingredientes a la mitificación del personaje, convertiéndolo en diosa entregada a caprichos y fantasías de realizador y espectadores. Con el tiempo, al recordar esta película, no vendrán a la memoria el virtuosismo o la mirada sobre el mundo de su director ni la astucia de su guión o el final de su historia, sino la hipnótica figura de Adèle.