Capitalismo salvaje Si durara una hora menos y no ostentara el nombre de Scorsese como director, podría verse como una farsa más o menos divertida y ligeramente perturbadora sobre el descontrol al que lleva la codicia en el mundo bursátil. Pero parece demasiado poco para un director que en los ’70 y ’80 ofreció obras maestras, y que incluso después dio señales de sagacidad, sobre todo en La isla siniestra (2010). Porque, aún con sus raptos de lucidez y excitación, El lobo de Wall Street resulta un film menor, desparejo, superficial. Es cierto que, de un tiempo a esta parte, a Scorsese se le nota demasiado la necesidad de llamar la atención, de no hacer “un film más” sino productos que, por su temática y su ambiciosa producción, cobren una importancia que los hagan perdurables. En este caso, nutrir con un halo de amoralidad –y con trazos gruesos de comedia disparatada– el retrato de alguien que desea cumplir con el sueño americano a cualquier costo, pareciera bastarle para sentirse original o transgresor. Sin embargo, la historia del hombre de negocios ambicioso que progresa sin escrúpulos se vio muchas veces, y cabe preguntarse hasta qué punto el éxito de este tipo de personajes depende de la adhesión inmediata que despiertan en los espectadores, fascinados con un estilo de vida que no tienen y que tal vez consideran deshonesto pero que, íntimamente, desean y admiran. Aquí, Jordan Belfort (Leonardo Di Caprio), el trepador agente de bolsa del que se ocupa Scorsese, en algún momento paga el precio de su frenética carrera en pos de éxito y dinero, pero films con la moraleja “quien mal anda mal acaba” también ha habido montones. Además, casi no hay dramatismo ni siquiera en el tramo final de El lobo de Wall Street, que durante sus 180 minutos despliega no sólo el lujo de yates, aviones y mansiones con piscinas, sino también el cinismo de quienes los han ganado sin el sudor de su frente y los disfrutan descuidadamente. Dicen que su película duraba cuatro horas y que la montajista Thelma Schoonmaker debió trabajar arduamente para pulir el material. Se nota en el resultado, finalmente bastante caótico, con episodios de la vida de Belfort más extensos que otros sin motivo, personajes secundarios apenas desarrollados, cambios de ánimo algo incomprensibles y abruptos cambios de escenario. Ese fragor impide realmente conocer, o al menos intuir, las motivaciones y sentimientos del protagonista: a veces habla y actúa con sentido común y otras como un alienado risueño, alienta a sus corredores de la Bolsa con más nerviosismo que convicción, y cuando es acorralado por el FBI o por alguna crisis familiar no parece experimentar inquietud alguna. El actor que lo encarna no ayuda mucho: con su aspecto de niño histérico enfundado en traje, Di Caprio no deja de verse como Di Caprio haciéndose el loco. Vale preguntarse cuánto hubiera ganado la película si otro intérprete con mayor autoridad hubiera encarnado a ese tramposo seductor. En otros tiempos, por ejemplo, Scorsese había recurrido a Paul Newman para El color del dinero (1986) o a Robert De Niro para Casino (1995), que ya con su mirada maliciosa y sus modales de zorros viejos hacían de sus seres de ficción adultos con calle, amigables pero sospechosos, mientras que Di Caprio –más por su apariencia que por su capacidad– convierte a su Jordan casi en personaje de comedia para adolescentes. Otro tanto ocurre con los personajes secundarios, gruesos estereotipos de esos que algunos críticos reprueban cuando se ven en películas argentinas pero celebran en un film de Scorsese: la primera mujer, desprolija; la segunda (ya con dinero de por medio), una Barbie despampanante y engañosa; el freak inevitablemente gordo, dientudo y casado con su prima; el padre, simpático y demagógico; la pequeña hija rubia y angelical; etc. Todos parecen vivaces marionetas bailando al ritmo de un demiurgo cocainómano, con la excepción de la primera esposa (una perdedora) y un circunspecto agente del FBI, el único que parece actuar con honestidad. En El lobo de Wall Street hay numerosos gags, pero su humor tiene altas y bajas: mostrar a los personajes con dificultades para moverse o conducir su automóvil después de haber probado una droga de fuertes efectos parece más digno de Tonto y retonto (1994, Peter y Bobby Farrelli) que del director que supo hacernos sonreír con mejores recursos en El rey de la comedia (1982) y Después de hora (1985). Que la cámara planee o ensaye ágiles movimientos no es nuevo en el cine de Scorsese, pero sí que haya errores de continuidad (en varias escenas de conversaciones) o que congele la imagen o la ralentice sin demasiado criterio. Por otra parte, que el protagonista vaya contando lo que siente o lo que busca hablando a la cámara o con la voz en off –como buscando la complicidad del espectador– resulta redundante y poco original. Cuando, durante la conversación con la elegante tía de su mujer (Joanna Lumley), el director elige hacernos escuchar lo que piensan uno del otro, pareciera estar copiando al Torre Nilsson de Boquitas pintadas (1974). Muchos celebran de El lobo de Wall Street su actitud políticamente incorrecta (con enanos utilizados como dardos humanos y trabajadores maltratados con prepotencia), su supuesto salvajismo, el disfrute hedonista de sus personajes sin pensar en culpas ni en consecuencias. Pero el sexo, expuesto de manera fugaz y calculada, es siempre grotesco (parece que en Hollywood nunca se verá la intimidad de una pareja desnuda como en Aquél martes después de Navidad, del rumano Radu Muntean) y, por otra parte, son el dinero y el engaño los que mueven esta montaña rusa de placeres. El capitalismo es sucio pero divertido, parece decir Scorsese. Tal vez para el público estadounidense ver a un director veterano embarcado en un trabajo alocado como éste despierte entusiasmo, más aún si el mismo cuenta con varios actores populares en roles secundarios (Jonah Hill, Matthew McConaughey, Kyle Chandler, Rob Reiner, Jean Dujardin) y con el tipo de secuencias que suelen considerar antológicas, aunque poco y nada valgan en términos cinematográficos, como la de la conversación entre maestro (McConaughey) y discípulo (Di Caprio) en el bar, o alguna interpretada por el protagonista en cueros junto a una prostituta. Precisamente, un crítico de The Hollywood Reporter, al referirse al film, habló del “irresistible atractivo de ver a chicos traviesos haciendo travesuras”. El problema es que hay algo de diversión entre matones o barrabravas en El lobo de Wall Street, con la que Scorsese parece haber perdido un poco el rumbo aunque sin importarle demasiado, casi como su lobo de Wall Street.
SOSPECHAS EN EL VACÍO El nuevo largometraje del canadiense Denis Villeneuve (1967, Quebec), después de su sobrevalorada Incendies (2010), confirma de manera muy clara cómo la reunión de elementos atractivos no da como resultado una película satisfactoria si no se sabe cómo combinarlos y encauzarlos. En La sospecha hay un guión con un punto de partida inquietante y las vueltas de tuerca necesarias para sorprender al espectador, buenos actores (Hugh Jackman, Jake Gyllenhaal, Viola Davis, Terrence Howard, Paul Dano, María Bello, Melissa Leo), un director de fotografía talentoso (Roger A. Deakins, de recordados trabajos en películas como El hombre que nunca estuvo o El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford), y un profesionalismo indudable en rubros técnicos y artísticos. Pero resulta un film frío, convencional, anodino. Los diálogos, por ejemplo, son de una obviedad alarmante, con padres que, ante la desaparición de sus pequeñas hijas, dicen “Si pudiera dar mi vida para encontrarla lo haría” o “No me quedaré quieto hasta encontrarla”, y algún comisario que aconseja al joven policía obsesionado con un caso “Lo que necesitas es buscarte una mujer y formar una familia”. Cuando el conflicto se resuelve y aparece el culpable, los resortes de la intriga que había ido desarrollándose hasta entonces son explicados en voz alta por el personaje en cuestión (por razones obvias no diremos aquí de quién se trata) con la mirada altiva y en pose. Hay también personajes que se diluyen rápidamente, como un sacerdote con secretos ocultos, y otros desaprovechados, como el hijo de la pareja Jackman-Bello, que podría aportar algo de atrevimiento adolescente a ese contexto dramático tan envarado. Estas falencias son disimuladas con una música suntuosa –con los infaltables golpes sonoros para sobresaltar a la platea– y un refinamiento hecho de repentinas tormentas, una casona abandonada y siniestra, oscuros bosques y manifestaciones con velas en la oscuridad. Con todo ello, más algunos elegantes movimientos de cámara y tomas subjetivas, se sostiene un clima de amenaza constante que promete más de lo que cumple. Puede decirse que, aunque La sospecha gira en torno a un misterio que tarda en descifrarse, es un film sin misterio. Innecesariamente extenso, su historia incluye, además, situaciones discutibles sobre las que no toma partido: la tortura a un inocente para obtener información y las nefastas consecuencias de cierta ineptitud del accionar policial asoman con incómoda naturalidad, como si hacer encajar las piezas fuera lo único que importara del relato.
Curiosidad que incluye a una joven china que no habla chino, ingredientes de policial de denuncia, dibujos animados y asomos de cine de terror. Como en sus anteriores Vagón fumador y Agua, la directora ofrece momentos inspirados, pero lo que al comienzo prometen la historia, la protagonista y la música, van desdibujándose con poca lógica.
EL ARTE, MÁS ALLÁ DE LA GUERRA Cuando hace poco más de una década asomaron El tigre y el dragón (Ang Lee), Héroe y La casa de las dagas voladoras (ambas de Zhang Yimou), las artes marciales comenzaron a salirse del molde del cine clase B de mera acción física para combinarse con los efectos especiales y los virtuosismos técnicos y estéticos del cine arte (uno de los tantos cruces y mutaciones que sufrieron los géneros cinematográficos en los últimos años). Lo de Wong Kar Wai (1956, Shangai, China) en El arte de la guerra es parecido pero diferente: echa una mirada sobre míticas figuras del género (Ip Man, mentor de Bruce Lee, y su propio maestro Baosen) sin desdeñar frenéticas luchas cuerpo a cuerpo, pero lo hace con su propia concepción del cine. El recorrido por la historia de estos pesonajes y de China –el film transcurre durante los años ’30 y ’40– termina resultando, finalmente, algo parecido a estar viendo, todo el tiempo, momentos reales o imaginarios por un calidoscopio. Quien haya visto cualquiera de las películas de Kar Wai (como las inolvidables Con ánimo de amar y Felices juntos, filmada en 1997 en varios lugares de Argentina) sabrá que lo suyo es puro estilo, experiencia sensorial, piezas refulgentes ligadas de manera casi videoclipera. Toda El arte de la guerra es una sucesión de cerrados planos muy breves generalmente con la cámara inclinada, algunos fugaces travellings, tomas en ralenti y un despliegue escenográfico que no se basa en la acumulación o en el lujo sino en el ejercicio de un minucioso trabajo de composición, con los bordes de puertas o ventanas, carteles luminosos y cortinas de cuentas de colores contribuyendo a un barroquismo que seduce al espectador sin comprometerlo afectivamente y, al mismo tiempo, estimula la dispersión. Queda claro que al realizador le interesan menos los viriles combates o los cambios políticos y sociales (hay fragmentos documentales que irrumpen como interferencias en un sueño) que lo que sienten sus personajes o, más aún, la belleza plástica que puede lograr enmarcándolos, ensombreciéndolos, acercando la cámara a sus rostros o sus cuerpos. El plan satisface a medias, y ni la música trepidante ni los textos explicativos que aparecen cada tanto ayudan a darle vida a esta filigrana. De hecho, no llega a entenderse del todo lo que pasa o lo que se cuenta, lo cual no sería un problema en un film deliberadamente antinarrativo o entregado al lirismo romántico, como ocurría en Con ánimo de amar. Por ello, las más de dos horas de duración terminan siendo un lastre. En el saldo positivo del balance quedan momentos de cegador esplendor visual gracias a los trucos de Kar-Wai y su fotógrafo Philippe Le Sourd, y la búsqueda por transmitir, eventualmente, vívidas sensaciones: el paladeo de una taza de té o de una cucharada de sopa, la fragancia de una espiral encendida, las caricias a un tapado de piel, el contacto con el agua y la nieve atravesando sitios hipnóticamente artificiosos. Destellos de vitalidad en medio del frío moisaco.
Teniendo en cuenta que las últimas películas de Woody Allen (1935, New York, EEUU) estaban ya lejos no sólo de la mordacidad de las que hacía en los ’70 y ’80 sino incluso del encanto con el que supo divertir y divertirse con tópicos del policial o el musical, como Disparos sobre Broadway (1994), Todos dicen te quiero (1996) y Dulce y melancólico (1999), no se esperaba que con su largometraje Nº 44 pudiera sorprender demasiado. Sin embargo, Blue Jasmine está escrita y dirigida con una precisión verdaderamente admirables. Allen vuelve a su mejor forma, además, con una historia arriesgada, ligada a las desigualdades sociales, la mentira y la locura. Casi todo el tiempo en cuadro, Jeanette (que prefiere hacerse llamar Jasmine) es una dama aparentemente delicada y amable de la que iremos conociendo manías y defectos o, en todo caso, el precio que es capaz de pagar para creer y hacerles creer a los demás que su mundo es glamoroso por derecho propio. Esto se exteriorizará, sobre todo, por la convivencia obligada con su hermana Ginger, llevada por las circunstancias –y, tal vez, por mandatos familiares– a cierto conformismo y un modo de vida sencillo. Ninguna de las dos es profesional ni parece haber recibido una educación provechosa, pero el lustre de Jasmine por haber viajado y asistido a cócteles como decorativa partenaire de su adinerado marido le da imagen de mujer progresista. A pesar de que la mayoría de los espectadores se ríe con las actitudes campechanas de Ginger y sus amigos y suspira con las casas que Jasmine tenía con su marido o podría tener con un pretendiente que le aparece providencialmente, es interesante cómo Allen lleva a no confiar demasiado en las apariencias ni en el poder del dinero. Es cierto que la caracterización de los personajes está un poco estereotipada: no está mal mostrar que unos tienen sentido común y disfrutan de placeres simples mientras los otros son hipócritas y materialistas, pero resaltar la vulgaridad de Ginger y los suyos mostrándolos blandiendo un pedazo de pizza o haciendo que ella se ría como una boba, no parece muy sutil. De todas maneras, algo de la causticidad del mejor Allen reaparece aquí, sobre todo en un final nada demagógico y hasta desolador. Más allá de lo que puedan discutirse la liviandad de ese enfrentamiento de clases sociales o los puntos de contacto con Un tranvía llamado Deseo (la obra de Tennesse Williams que algunos de los intérpretes del film representaron previamente en teatro y TV), algunos atributos levantan la calidad de Blue Jasmine. Por un lado, su concisión narrativa y elegancia formal, con flashbacks que irrumpen sin aviso, oportunas elipsis y placenteros comentarios musicales. Todas las piezas encajan a la perfección, aún dejando apenas esbozados personajes como el joven hijo de la protagonista, que aparece y desaparece con demasiada facilidad (los jóvenes y los chicos nunca han sido el fuerte del cine de Allen). Y, por otro, la presencia irresistible de Cate Blanchett, en un registro que no busca tanto la verosimilitud sino la seducción –a fuerza de belleza y simpatía, temperamento y fragilidad– de quienes la miran y escuchan. Incluyendo, claro, los espectadores.
Bella película atormentada Cotejar la última película de Marco Bellocchio (Piacenza, Italia, 1939) con Gravedad (2013, Alfonso Cuarón) nos enfrenta a un hecho indiscutible: el segundo es un extraordinario ejercicio de suspenso y una maravillosa experiencia para los sentidos, pero no deja de ser un producto (otro más) para preadolescentes con algo de montaña rusa, en tanto Bella addormentata está concebida para espectadores adultos, inquietos, pensantes. Basta comparar las lágrimas de Sandra Bullock con las de Isabelle Huppert o Maya Sansa: las últimas son de verdad, las de la joven astronauta un hábil truco para que los espectadores aprecien mejor los sorprendentes efectos del 3D. Es cierto que el film de Cuarón tiene un corolario nada desdeñable, que nos lleva a tomar conciencia de nuestra condición de seres vivos en este planeta, pero no deja de ser un final tranquilizador, mientras que Bellocchio reflexiona sobre el valor de la vida desasosegando, cuestionando, arrojando interrogantes. No se trata de poner en tela de juicio el indudable valor de Gravedad como entretenimiento ni la del cine como medio evasivo con sentido lúdico, sino de preguntarse por qué resulta cada vez más difícil encontrar películas que lleven al café posterior con debate antes que al pasivo consumo de pochoclo en silencio durante la proyección. El punto de partida de Bella addormentata es el caso real de una mujer italiana que estuvo 17 años en estado vegetativo, durante los cuales políticos, miembros de la Iglesia, periodistas y ciudadanos no dejaron de discutir y confrontar posturas en torno a la pertinencia o no del mantenimiento de la vida de una persona en esas condiciones. Lo interesante es que el guión, escrito por Bellocchio junto a Verónica Raimo y Stefano Rulli, plantea un rico cruce de conflictos, dudas, sentimientos y remordimientos, alternando las historias de un senador que no sabe si ser fiel a sus convicciones o a los pedidos del Partido (Tony Servillo, de Gomorra), su hija militante contra la eutanasia envuelta en un amor que la convulsiona (Alba Rohrwacher, de conmovedora mirada), un médico preocupado por una adicta suicida (los intensos Pier Giorgio Bellocchio y Maya Sansa) y una actriz que ha hecho de su casa una suerte de templo para rezar incansablemente por su hija postrada (Isabelle Huppert, ideal para este personaje alelado). Ninguno de ellos procede de manera predecible: el joven médico y su bella paciente no se enamorarán (al menos mientras dura el film), el político no asumirá posiciones heroicas ni degradantes, ningún enfermo despertará de su estado vegetativo. Nadie es expuesto como emblema de valores unívocos, todos muestran algo de integridad. “La vida es una condena a muerte, no hay tiempo que perder” le dice un psiquiatra (que juzga, además, con admirable precisión, la necesidad de los políticos de aparecer en televisión) al senador, que a su vez reflexiona “El sufrimiento no ennoblece al hombre, sino que lo humilla”. Un joven peligrosamente inconformista compara a la mujer extenuada con Jesucristo, en tanto el médico tenaz le hace ver a la suicida que si reacciona ante una cachetada es porque mantiene sus instintos de supervivencia. Episodios y comentarios estimulantes como estos se suceden durante todo el film, que puede valorarse como un ensayo hecho de gestos y pensamientos que, aunque dispersos, se integran por una mirada común: la de seres humanos enfrentados a los misterios de la vida y de la muerte, más allá de sexos, edades, profesiones e ideologías. Como en algunas de sus últimas películas (Buenos días, noche, La hora de la religión, Vincere), Bellocchio envuelve su estilo habitualmente furioso con un aura fantasmagórica, donde la tragedia con raíces en la realidad deriva en desvaríos pesadillescos. Con una luz siempre enrarecida, ambientes penumbrosos en los que destellan las imágenes de televisores encendidos, la música exquisita y ligeramente hitchockiana de Carlo Crivelli, los rostros cargados de dramatismo de un puñado de fotogénicos actores sagazmente elegidos, toques alegóricos (el agua arrojada a la cara de la chica que parece sacarla de su letargo) y recursos operísticos (el reclamo en el hospital que acaba con sábanas blancas sacudidas como banderas, el misticismo de la actriz que la lleva a posesionarse como un personaje trágico rodeada de flores y espejos), hacen de Bella addormentata una experiencia centelleante, con más locura que inclinación por las moralejas.
La película de Triviño comienza con un acertada pintura de personajes porteños, hecha de detalles y pequeñas miserias, generando interés al ir revelando la rutina de su protagonista (un hombre de físico temerario pero carácter pacífico), pero su problema es que pretende denunciar los abusos sexuales en Argentina no desde la mirada de una mujer violada sino desde la de un hombre que es testigo pasivo de una violación. Incluye, asimismo, una innecesaria escena de violencia imaginada y cae en el facilismo de poner como violador a un personaje de buena posición económica, a quien el humilde protagonista termina extorsionando (¿qué hubiera pasado si hubiera sido un amigo suyo o alguien de su misma extracción social?). Otra vez en el cine argentino una película con personajes fascinados por el dinero y convencidos de que manejarse por fuera de la Justicia no sólo no tiene nada de malo, sino que, además, es una muestra de astucia.
Dios de la adolescencia Gus Van Sant es un caso paradigmático, aunque no el único: directores cautivados por el universo agridulce de los adolescentes, su estado de fragilidad e inquietud constante, su fotogenia y su singular manera de sobrellevar arduas eventualidades sin dejar de disfrutar de modas y juegos que parecen mantener todavía viva la inocencia de la infancia. Entre nosotros, realizadores como Ezequiel Acuña y Celina Murga expresan, a través de su obra, ansiedad por comprender esa etapa de la vida. En Raúl Perrone (1952, Ituzaingó, pcia. de Buenos Aires) también hay una suerte de fascinación por los adolescentes, aunque la suya es una mirada diferente, cómplice, con los pies en la tierra y el espíritu del barrio en diálogos, gestos y actitudes. Desde su mismo título, su última película -premiada en la última edición del BAFICI- manifiesta un propósito ligeramente ambicioso (con una sola palabra sugiriendo un retrato generacional) y, al mismo tiempo, afectuoso y lúdico (como puede indicarlo la combinación de letras con números, algo que también lleva al lenguaje utilizado en la escritura informal en computadoras y teléfonos celulares). El hecho de agregar a dicho título el apellido del director habla, por otra parte, de un interés -más enfatizado que modesto- por dejar clara una marca autoral. A lo largo de tres actos y una coda, P3nd3jo5 registra momentos en las vidas de distintos jóvenes de ambos sexos atravesadas por la incertidumbre o la angustia ante situaciones que no saben cómo resolver, mientras fuman, deambulan con sus skates y comparten su tiempo en taciturnos parques o clubes. Hay algo de desdén o despreocupación por lo material, evidente en detalles como el de ese chico que prefiere arreglar su skate a comprar el celular que le ofrecen. Los adultos son pocos pero no están mostrados como adversarios; por el contrario, suelen poner una dosis de sentido común y aconsejar con cariño (en algún momento uno de ellos parece extrañar la frescura de los jóvenes que lo rodean, subiéndose a un skate mientras se escucha la Cumbia en Do Menor). A años luz del cine de Larry Clark y otros, no hay morbo en esta exposición de hechos a veces ciertamente dramáticos: un embarazo inesperado, la posibilidad de un aborto, el tuteo con la droga y con el delito asoman sin sensacionalismo, como parte de problemáticas que exceden a los personajes. Incluso los momentos que podrían resultar sórdidos son eludidos, tal vez porque Perrone no busca provocar incomodidad en el espectador sino identificación, comprensión o piedad. La sensación de desamparo que recorre la película permite indudablemente inferir un contexto político-económico-cultural-educativo que lleva a ese estado de insatisfacción personal y social, aunque el director podría haber añadido algunas referencias precisas sobre instituciones o hábitos responsables de esa suerte de decadencia. De todos modos, la propuesta es abiertamente lírica y su mayor valor consiste, precisamente, en convertir espacios cotidianos en oníricos, haciendo del anodino paisaje urbano de todos los días algo casi mágico o fantasmal. Una búsqueda de trascendencia que puede remitir no sólo a Leonardo Favio (hay planos de lugares despojados con personajes parcos que traen inmediatamente a la memoria a las primeras películas del director fallecido el año pasado) sino también, de manera más manifiesta, a maestros como Carl Dreyer y Pier Paolo Pasolini (a quienes Perrone alude explícitamente en ciertos momentos). Uno de los puntos altos de P3nd3jo5 es su musicalización y su admirable trabajo con el sonido. Haendel y Puccini se mezclan –literalmente– con cumbia electrónica (con Nomenombressway al frente) y esa masa musical fluye blandamente, completando los estados de soledad o de compañía de los personajes, su introspección o su vuelo. La banda sonora ignora deliberadamente las voces (al punto de agregar intertítulos, como en épocas del cine mudo), pero lo que se oye a veces no se corresponde con lo que se ve sino con condiciones anímicas, pudiendo, de pronto, irrumpir un disparo o escucharse como lánguido fondo lo que parece ser el ruido de una púa sobre un disco gastado. Es difícil encontrar un grado de experimentación similar no sólo en la filmografía de Perrone sino en el cine argentino de ficción de los últimos años: apenas Picado fino (1993, Esteban Sapir) y El nadador inmóvil (1998, Fernán Rudnik) se le acercan. Apoyado en una expresiva fotografía en blanco y negro, Perrone logra conmover cuando se demora en la mirada de una chica pensativa, en los travellings de seguimiento de alguno de los pibes por caminos rodeados de árboles, o en el hermoso plano en el que el ocio compartido en una plaza exhibe como fondo misteriosos nubarrones y una calesita iluminada. Ocasionalmente recurre a la cámara lenta y a cortes y fundidos dentro del mismo plano, evitando filmar con cámara en mano, por lo que P3nd3jo5 invita todo el tiempo a la contemplación y a la reflexión antes que al sobresalto. Las imágenes de nubes en el cielo o de jóvenes en sus skates recuerdan a Gus Van Sant así como los travellings laterales por las calles devuelven el eco del primer Jim Jarmusch, pero Perrone logra correrse bastante de esas y otras influencias para plasmar algo propio, impregnado del tono húmedo, desgastado y a la vez refulgente de ámbitos y rostros que los argentinos conocemos de cerca. Y es que Perrone no intenta copiar a nadie. Las características de P3nd3jo5 (su ausencia de actores conocidos, la elección del blanco y negro, incluso su duración) dejan en claro que no hubo cálculo sino simplemente necesidad de expresarse. Con virtudes y defectos tal vez, pero, sobre todo, con honestidad y una protectora sensibilidad, algo que siempre se agradece.
Las razones del corazón (2011) –sobre una suerte de Madame Bovary sanguínea y contemporánea que serpentea por el interior del oscuro edificio que habita sin saber qué hacer con su vida– fue estrenada en estos días en la ciudad de Buenos Aires y exhibida en una única función en el Teatro La Comedia ante un público numeroso y atento, que celebró con risas algunos pasajes. Cordial, muy dispuesta al diálogo, sorprendida porque el Consejo Municipal de Rosario la declaró Visitante Distinguida y por la timidez de los argentinos para discutir o preguntar en público, Garciadiego nos brindó generosamente un rato de su tiempo para hablar de esta película y de sus experiencias como guionista.
LA MÚSICA DEL AZAR Lúdico cruce de sentimientos y palabras, delicado periplo en busca de la gracia, ejercicio mundano y al mismo tiempo sofisticado, Viola tiene el mérito de lograr un par de cosas siempre deseables pero inusuales en el cine: el recreo y la sorpresa. Tras un tramo inicial en el que un grupo de actrices ensaya un texto de Shakespeare (Noche de reyes), el film empieza a seguir a una chica (María Villar) que va en su bicicleta repartiendo DVD a domicilio, atravesando livianas contrariedades y encuentros con otros jóvenes, entre quienes estarán aquellas actrices. Como una abeja en busca del néctar, la cámara de Matías Piñeiro (1982, Buenos Aires) comenzará a desviarse todo el tiempo -sin nerviosismo- hacia donde la lleve el encanto de sus personajes, el brillo de sus miradas o sus sonrisas y la dulzura de ciertos sonidos (incluyendo las voces). Ese devaneo zigzagueante no resulta presuntuoso sino, en todo caso, demasiado frágil: el interés de Viola se agota en el impreciso recorrido, en el espíritu ligero con el que se nos ofrecen acercamientos y conversaciones en torno al amor. En un momento la protagonista ve por la calle a un joven que parece gustarle y, segundos después, lo descubre besándose con su novia, sin que asome en esa situación un nudo a desatar ni conflicto alguno: simplemente la certeza de que el amor anda por allí, dando vueltas, de una forma u otra. De ese material sensible, casi etéreo, hecho de roces y miradas, se vale Piñeiro para plasmar sus inquietudes, sin otros cálculos que los que hacen a la puesta en escena. Lo bueno es que Viola (segundo eslabón de una trilogía sobre los roles femeninos en la obra de Shakespeare) puede desconcertar con su experimentación formal y dramática, pero sin dejar de ser cordial y luminosa. Entre los referentes del cine de Piñeiro habría que considerar la obra inicial de Manuel Antín, quien también abrevaba en fuentes literarias sabiendo que lo importante de ellas son las figuras retóricas y poéticas que se agitan bajo la cáscara. Antín también sostenía, en la entrevista realizada para este blog (que puede leerse aquí), que la belleza de las formas e incluso de las actrices formaban parte de su manera de entender el cine, algo que bien podría aplicarse a este joven director, que viene despertando interés en festivales internacionales. Como aquellas películas, o como The players vs. ángeles caídos (1969, Alberto Fischerman) –a las que no supera en ambiciones pero sí en frescura– Viola corre varios riesgos, pero lo hace confiadamente.