INDIANA JONES EN EL CUERPO DE TINTÍN Los sutiles trazos de colores y la música sosegada que integran la secuencia de títulos de Las aventuras de Tintín prometen algo refinado. Enseguida aparece un perspicaz homenaje al personaje del comic en el que está basada: un dibujante callejero le muestra a Tintín una caricatura de sí mismo, que no es más que la imagen creada por el historietista belga Hergé (1907/1983). Las escenas siguientes, en las que el protagonista ve su rostro repetido en unos espejos al tiempo que descubre la maqueta de un barco que comprará –y que, como es de imaginarse, le traerá problemas– exhiben, asimismo, esa gracia que el cine alcanza cuando tiene a la belleza como fin. Después, la película de Steven Spielberg (Cincinnati, EEUU, 1946) va tomando la forma de un exaltado relato de aventuras, como si Tintín no fuera otro que el mismísimo Indiana Jones enfrentando distintos peligros en lugares exóticos y rodeado de elementos característicos (piratas, animales salvajes, tesoros ocultos, pergaminos misteriosos). La destreza que le permite poner a salvo su vida y la compañía de graciosos personajes más o menos cobardes (en este caso, el casi siempre ebrio Capitán Haddock), contribuyen a esa similitud, a lo que se agrega la música (omnipresente y algo rancia) de John Williams. Esto no debe verse como una desventaja, conocida la eficacia del director para generar aceitadas máquinas de diversión audiovisual: bien sabido es que, por encima de temas controversiales y temáticas ambiciosas, el mejor Spielberg es el de Los cazadores del arca perdida (1981), Indiana Jones y el templo de la perdición (1984), Indiana Jones y la última cruzada (1993) e Indiana Jones y la calavera de cristal (2008), o, en el mismo sentido, el de productos gestados para provocar sobresaltos sin pretensiones de obra maestra, como Reto a muerte (1971) o Jurassic Park (1993). Pero, aún así, una vez planteado el conflicto, Las aventuras de Tintín comienza a encadenar peripecias con un vértigo bastante abrumador. Éste es, en principio, el único rasgo que la aleja del original: filmada con la técnica de captura de movimiento (convirtiendo a actores en modelos digitales de personajes animados), utilizada ya –con discutibles resultados– en películas como Avatar (2009) o Los fantasmas de Scrooge (2009), logra que Tintín se muestre apenas un poco menos nervioso y más expresivo que el dibujado por Helgé, así como se hace más auténtica la presencia de Milú con sus gruñidos y ladridos. Y si la seriedad y la actitud ciegamente altruista de Tintín pueden parecer hoy algo anacrónicas, no podrá negarse que la manera con la que el chico asume esos desafíos –más como una obligación que como placenteras travesuras– forma parte del espíritu del original, creado para el suplemento infantil de un diario católico hacia 1930. Es innegable que algo inherente al género aflora jubilosamente aquí. Ese contexto atemporal, esa trama de incidentes sin demasiada lógica, permiten sentirse parte de un universo ficticio en el que, identificados con el héroe y sus amigos, podemos sortear peligros e imprevistos sabiendo que sobreviviremos a ellos. Las aventuras de Tintín suma, además, cautivantes cielos encapotados o mares embravecidos, mágicos cambios de escena mediante elaborados enlaces, y la posibilidad de apreciar diferentes acciones en un mismo plano. El 3D, sin dudas, ayuda a sentirse dentro de la historia, percibiendo mejor la cercanía de un gigantesco barco o de cristales que se rompen y saltan por el aire. Resulta estimable, además, el empleo de un humor nunca vulgar. Ocasionalmente, sin embargo, los guionistas, el director, el productor y/o el editor sintieron la necesidad de enfebrecer el ritmo, apelando a esos travellings desorbitados que ahora posibilitan los efectos digitales y asfixiando al bueno de Tintín en escenarios saturados de detalles (la historieta, al menos, permite detenerse a apreciar los pormenores de cada cuadro). En definitiva, si el atractivo del buen cine de aventuras se hace presente en este nuevo Spielberg, al mismo tiempo uno se pregunta si la única manera de satisfacer al espectador contemporáneo es estimulando la adrenalina y considerando que, tenga la edad que tenga, se trata siempre de un chico a la espera de golosinas. Algo parecido a lo que ocurre con la agitadísima y exitosa Misión imposible 4: Protocolo fantasma (dir: Brad Bird, estrenada en estos días con numerosas copias dobladas al castellano), que responde también a ese patrón. Es cierto que no todos los films que llegan a las salas ostentando números (de dinero invertido, de cantidad de salas de estreno, de espectadores) ofrecen la calidad de Las aventuras de Tintín, pero el problema es ver en ellos el mejor o el único cine posible, como si las películas más exigentes, maduras y sensibles quedaran sólo destinadas a espectadores exigentes, maduros, sensibles y –además– con paciencia para rastrearlas en la cartelera.
La naturaleza del amor La conocida teoría que sostiene que en los primeros minutos de una película deben quedar presentados los personajes principales y el conflicto se cumple rigurosamente en Alamar: una serie de fotografías y filmaciones caseras cuentan, rápidamente, la historia de amor entre un joven de origen maya y una muchacha italiana, el nacimiento de su hijo Natan y la posterior separación de la pareja. Pero estos hechos, que cualquier film se delectaría en desarrollar, aquí son sólo el prólogo. Lo importante será el tiempo compartido por Natan, a sus 5 años, con su padre y su abuelo, durante un viaje a tierra mexicana, sabiendo que finalmente residirá en el país de su mamá. El traslado al Banco Chinchorro (una maravillosa reserva de arrecifes de coral en la Península de Yucatán) conlleva otra aventura igualmente generosa en sensaciones, la de internarse en un espacio más íntimo que geográfico. De hecho, el buceo en el mar de Natan junto a su papá parece denotar el avance hacia el fondo de los afectos, la inmersión en otras profundidades. Nueva prueba de la manera con la que el cine contemporáneo disgrega barreras entre documental y ficción, Alamar (ganadora en la competencia internacional del BAFICI 2010 y premiada en los festivales de Rotterdam, Toulouse y San Sebastián) registra tanto el fascinante ámbito natural que exhibe esta reserva natural en el sudeste de México como los gestos y detalles que conforman la delicada pero fuerte comunión niño-padre, como si una clase de geografía o de biología se fusionara con los elementos arquetípicos de un pudoroso melodrama. Hay algo de libertario en la propuesta de Pedro González Rubio (1976, Bruselas, Bélgica): la calma con la que el padre cuida de su hijo, la relación de igual a igual con los animales (incluyendo a Blanquita, una garza blanca que Natán adopta fugazmente como una suerte de mascota), la manera de procurarse comida y sostén prescindiendo de las comodidades, la forma con la que la naturaleza –imponente pero nunca amenazante– se integra a la vida cotidiana, le imprimen a Alamar reminiscencias del hippismo y ecos ecologistas. Esto no significa que se trate de una celebración de la indolencia; por el contrario, los personajes trabajan permanentemente (pintan, serruchan, martillan, nadan, pescan), aprendiendo a subsistir afrontando los problemas de distinto tipo que se les presentan, desde perderle el miedo a un cocodrilo hasta resistir la emoción de una despedida. Si cierta atemporalidad y el protagonismo de Natan, con toda su inocencia y su alegría a cuestas, le dan a Alamar apariencia de cuento, al mismo tiempo sus piezas se despliegan con la soltura de una poesía. Con el acompañamiento de la bella música de Diego Benlliure, el film fluye liviano, luminoso y sin solemnidades, como lo manifiesta, incluso, su simpático final.
La vitalidad de un cuento cordobés Una comedia romántica atravesada por los tópicos del thriller que, por sobre esas características genéricas, se alza como un estudio costumbrista salpicado de apuntes sociológicos. Un viaje al fondo de la noche como en Después de hora (Martin Scorsese) –o Felicidades (Lucho Bender)– pero con cierta marginalidad barrial a flor de piel, personajes que parecen salidos de Pizza, birra, faso (Caetano/Stagnaro), ataques de furia machista como en Rey muerto (Lucrecia Martel), algunos diálogos tarantinescos y encontronazos indicadores de diferencias socio-culturales que traen a la memoria a El hombre de al lado (Cohn/Duprat). Todo esto es De caravana, que, aún con esas y otras influencias a la vista, se muestra simple, espontánea, disfrutable, nunca impostada. Su espíritu jovial y su narrativa clásica, buscando ganarse al espectador, van acompañadas de una gran capacidad de observación de la realidad cotidiana de la zona: dirigida por el sanjuanino Rosendo Ruiz (1967) en Córdoba, la película escudriña liviana pero afectuosamente en el interior profundo de esta provincia. No en un sentido estrictamente geográfico, sino porque logra que, entre los enredos de su trama, afloren la vitalidad de los cuentos, la música de los cuartetos, la simpatía y la apertura para el afecto, tanto como cierta vulgaridad, algunas formas de violencia y barreras sociales que anidan desde hace mucho en algunos sectores de nuestro país (de las que recientemente dio cuenta otra producción cordobesa, la excelente Criada, de Matías Herrera). Esto último queda demostrado sin altisonancias, con expresiones como la de Sara (Yohana Pereyra) al oír que el joven que le interesa nunca hubiera asistido al recital de La Mona Jiménez sin requerimientos profesionales de por medio. No sería oportuno pormenorizar el argumento del film, ya que gran parte de su atractivo proviene, precisamente, de la manera en que sorprende a cada momento: nunca se sabe bien quién de los personajes puede tomar las riendas para salirse con la suya. Sin dudas, lo mejor de De caravana es su guión, desarrollado con precisión, consiguiendo que el interés del espectador crezca sostenido más allá de algunas simplezas (las referencias a la “normalidad”, la metáfora del frasco, una relación sentimental que prospera sin demasiada justificación). Haciendo creíble esa sucesión de incidentes, se luce un conjunto de desconocidos actores, del que sobresale, comunicativo, Rodrigo Savina (Adrián-Maxtor, un sinvergüenza que termina congraciándose con el protagonista), aunque también es muy graciosa la Penélope de Martín Rena y verosímil el temible Laucha de Gustavo Almada. La manera en que éste le hace ver a su contrincante la imposibilidad de que la relación con Sara fructifique, más que una ocurrencia, parece el furibundo llamado al sentido común de alguien que sufre por su condición social. Por otra parte, los actores –casi todos muy jóvenes, ya que casi no hay padres ni abuelos en la historia– no parecen salidos de un aviso publicitario sino de la vuelta de la esquina. Sin el lustre formal de, por ejemplo, El descanso (2001, Rosell/Moreno/Tambornino, por nombrar otra película argentina con aires de comedia rodada en la provincia de Córdoba), De caravana ha sido dirigida tomando decisiones sensatas, funcionales. Lo confirman declaraciones de Ruiz en el último número de la revista Haciendo Cine, cuando comenta que el director de fotografía le pedía planos más breves para darle ritmo a la película “pero yo esperaba que el ritmo no lo imprimieran los planos o el montaje, sino la historia”.
My own private love story Una rara combinación de sordidez y de inocencia, de dolor y de belleza, caracterizan a los mejores trabajos de Gus Van Sant (1954, Louisville, EEUU). Ya en algunas de sus primeras películas, como Drugstore cowboy (1989) y My own private Idaho (1991) demostraba un talento particular para alear lo oscuro y lo luminoso, logrando que entre las angustias cotidianas de adolescentes adictos o dedicados a la prostitución, irremediablamente desamparados, asomaran destellos de ternura, de hermandad, de poesía. Algo de eso hay en el fondo de Restless, que describe el encuentro de Annabel, una cándida chica que padece una enfermedad terminal, con Enoch, un joven introvertido que ha perdido a sus padres en un accidente. Es bienvenida su mirada desprejuiciada sobre la muerte, rozando ligeramente algunas cuestiones delicadas, porque sorprende e inquieta a los espectadores sin herirlos. Sin embargo, el film hace de Annabel y Enoch una pareja de aspecto premeditadamente dark y frescura impostada, cuyas acciones parecen consecuencia de la labor de un guionista astuto (el bisoño Jason Lew) antes que de las espontáneas experiencias de dos seres creíbles. En algún momento Restless se burla de las convenciones melodramáticas, con una escena lacrimógena que termina siendo, en realidad, una dramatización de la pareja –un guiño caprichosamente metido dentro de la trama–, pero, al mismo tiempo, no elude escenas previsibles, más propias de un telefilm remilgado que de la obra de Gus Van Sant. El resultado recuerda tanto al tipo de comedias dramáticas con melancólicos freaks y familias disfuncionales que llegan a los cines después de recibir la bendición del Sundance, como a la recordada Love story (1970, Arthur Hiller). La audacia y la libertad que Van Sant puso de manifiesto en varias de sus películas más recientes (Gerry, Last days, Paranoid Park, ninguna de ellas estrenadas comercialmente en Rosario) apenas se insinúa en escenas aisladas, como cuando Enoch mira a la hermana de Annabel a través de un calidoscopio o en el encuentro íntimo de la pareja –silencioso, penumbroso– en una cabaña aparecida casi mágicamente. A su favor, Restless (mejor ignorar el título en castellano) cuenta con el ingenuo pero simpático recurso de una suerte de amigo invisible de Enoch, la creación de una atmósfera melancólica a partir de pequeños detalles y de una sedante banda sonora, y, sobre todo, el carisma de los protagonistas: el casi debutante Henry Hopper, con cierto look James Dean (no podía ser de otra manera), y la angelical Mia Wasikowska, que en el cine ya había sido Alicia y Jane Eyre, nada menos.
El maravilloso caso de Manoel de Oliveira Sería injusto restringir El extraño caso de Angélica a la anécdota que desenvuelve fácilmente, con una hermosa joven repentinamente fallecida y un fotógrafo que –convocado para tomar con su cámara imágenes de ella aún vestida con su traje de novia– termina confundido, hechizado, enamorado. El film de Manoel de Oliveira (Oporto, Portugal, 1908) revela tras una apariencia sencilla una gran riqueza de matices, haciendo de una simple historia de amor con ribetes fantásticos una lúcida mirada sobre sentimientos y anhelos. Isaac, el joven fotógrafo (interpretado por Ricardo Trêpa), puede ver lo que otros no ven. Enamorado al fin, se desinteresa por la comida o el dinero. Sabe apreciar la belleza que puede haber en un grupo de campesinos trabajando y comprende el sufrimiento de los demás, al punto de compadecerse del marido de Angélica, la muchacha muerta (que encarna sin hablar Pilar López de Ayala, la actriz española de Medianeras). Los demás no ven a Isaac con buenos ojos: algunos familares de Angélica parecen irritados con su nombre, a la dueña de la pensión le inspira desconfianza que le interese lo “antiguo”. Pero él ignora las habladurías y no le teme a lo que alguien llama brujerías: ensimismado, elude lo superficial y su mundo es interior, buscando la gracia en lo que lo rodea y en sus sueños, con su cámara o sus pensamientos. Por eso, la ventana de su cuarto en la pensión está siempre abierta, y él alerta a lo que puede verse y oírse desde allí. Los otros intentan encontrar explicaciones para todo; Isaac simplemente mira, atento a lo que tiene para ofrecerle el mundo con sus misterios. Fotografiar, más que una ocupación, termina siendo un recurso mágico, una manera de encontrar vida y luz donde ya no las hay. El centenario director de Viaje al principio del mundo (1997) y Belle toujours (2006) le imprime a El extraño caso de Angélica tonalidad de cuento, trocando dramatismo por inocencia. A su ambientación algo atemporal se agrega una caracterización de los personajes a partir de rasgos esenciales (incluyendo el vestuario) y el empleo de sobreimpresiones deliberadamente anacrónicas para las apariciones de Angélica. Al mismo tiempo, muestra al pueblo en el que transcurre la acción como una aldea de fábula, apaciblemente soleada u ocasionalmente mojada por la lluvia. Su film es de aquéllos –excepcionales– en los que se advierte la elaboración de cada plano y donde cada movimiento de cámara aparece justificado. Los diálogos, en tanto, son expresados con parsimoniosa dulzura. Es realmente admirable el dominio de los recursos y la frescura con los que sigue trabajando Manoel de Oliveira, que en un par de meses cumplirá 103 años. En El extraño caso de Angélica integra elementos provenientes de distintos momentos de la historia del cine (desde los trucos de Méliès hasta situaciones y personajes que traen resonancias de la obra de Dreyer, Bergman o Buñuel) sin énfasis de sabihondo ni reblandecimiento, simplemente jugando como un chico.
Ladrón sin destino Aunque el título en castellano lleve a pensar en un thriller del montón, y aunque ladrones de bancos ha habido muchos en la historia del cine, esta película se diferencia de otras por hacer de su protagonista un condenado a vivir el escape como destino, el robo como adicción. Adaptación de una novela basada en un personaje real, Sin escape retrata a Johann (encarnado por el actor austríaco Andreas Lust, que años atrás integró el elenco internacional del Munich de Spielberg), un hombre todavía joven que después de dejar la cárcel logra éxito como maratonista, pero –desoyendo las advertencias que, de distinta manera, le brindan un oficial que controla su libertad condicional y una joven con la que reinicia una relación sentimental– vuelve a robar, como si se tratara de una enfermedad o una vocación maldita. Más por las características del personaje que por el estilo del director Benjamin Heisenberg (1974, Tübingen, Alemania), trae el recuerdo de Pickpocket (1959), de Bresson. Robar no parece ser lo único que le interesa a Johann, tal vez ni siquiera lo prioritario, sino el vértigo del peligro, la necesidad de sentirse perseguido para escapar hacia ninguna parte. Hay en él, al mismo tiempo, una obsesión por el deporte y la vida sana (llegando a reaccionar agresivamente cuando alguien fuma delante suyo) que, provocativamente, no aparece como posibilidad de salvación sino como parte de una personalidad maníaca y egoísta. No se sabe mucho de su pasado, pero pueden intuirse los motivos por los cuales no logra salir de su frialdad: la casa en la que se refugia, el fugaz recuerdo de la madre de su novia, alguna foto, parecen ruinas de un estado de felicidad irrecuperable. Tampoco importan demasiado sus triunfos deportivos ni su perfil mediático, sino lo difícil que le resulta escuchar, pensar, amar. Sin escape genera tensión sin ceder a la tentación de hacer de los enfrentamientos delincuente-policías un espectáculo efectista. La mayoría de las escenas de fuga no están filmadas con cámara en mano sino en planos generales; tampoco hay música atronadora ni estética de videogame. Director discreto, Heisenberg logra –con la melancólica luz de Reinhold Vorschneider como auxilio– enriquecer su trabajo con algunos fulgores: un misterioso plano general de una calle de Viena al atardecer sembrada de luces revelando (travelling mediante) la visión de una maratón, o los destellos de las linternas de los policías asomando entre las sombras del bosque, generan una rara sensación de amenaza y desazón.
El Papa que quería vivir La idea tiene algo de Presidente por un día (1993, Ivan Reitman) o Espérame en el cielo (1988, Antonio Mercero), historias en las que se recurría a un doble para ocultar la muerte de un presidente ante la opinión pública. Pero en este caso hay una variante perspicaz: no es un presidente sino el Papa, y no muere sino que se resiste a ejercer el poder que le encomiendan. Nanni Moretti (1953, Brunico, Italia) se vale de esta conjetura (¿qué pasaría si…?) para disponer una suerte de fábula simpática, que ironiza sin crueldad despertando sonrisas y discusiones. El blanco principal de sus sarcasmos es, naturalmente, la Iglesia Católica, con sus normas vaticanas que parecen provenir del túnel del tiempo, la hipocresía con la que se fomenta la creencia en falsedades (como ver en el movimiento de una cortina una presencia trascendente) o el desentendimiento ante la confusión de lo sagrado con lo profano (por ejemplo, las apuestas que se generan en torno a una decisión que, según se afirma, es inspirada por el propio Dios). Y, también, la censura: aquí sufrida por un prestigioso psicólogo, a quien le imponen un reducido inventario de temas a tratar con el Sumo Pontífice. Los apuntes mordaces abarcan, asimismo, otros terrenos, como el periodismo televisivo e incluso el deporte. Como en sus mejores películas (Basta de sermones, Palomita roja, Caro diario, Aprile), Moretti se entromete en los recodos políticos y culturales de su país, interviniendo él mismo como actor-portavoz, provocando –como un chico rebelde– con reflexiones a viva voz, con bronca y sentido del humor. Aquí, al encarnar al psicólogo, termina siendo una especie de comentador sorprendido de lo que ocurre en la Santa Sede, sitio en el que, como es de esperar, comienza a sentirse bastante incómodo. Pero sería un error pensar que Habemus Papam se agota en el sarcasmo: en el fondo, resulta una sagaz mirada sobre la pérdida de identidad y de libertad que implica asumir el poder, cualesquiera que éste sea. La hermosa escena en la que los cardenales elevan sus plegarias al cielo para no ser elegidos (“No, Signore”, rezan al unísono) es una demostración de esta sensación asfixiante, que conlleva temor, baja autoestima, cobardía o conservadurismo. El propio psicólogo reconoce, en un momento, que ser “el mejor” le ha traído problemas con su mujer y puede resultar “una condena”. Habemus Papam no tiene el halo irreal ni la riqueza conceptual de La hora de la religión (2002, la película de Marco Bellocchio que también miraba con desconfianza y desconcierto a la Iglesia y a instituciones de peso no sólo en Italia), en algún momento desvía el interés con un torneo de voley medio delirante, e incluso luce algo simplona, retratando a los cardenales como inofensivos abuelos o recurriendo a convencionales contraplanos de la gente con gestos preocupados en la plaza de San Pedro. Pero abarca, en su sencillez, entrelíneas provechosas y emotivas escenas, méritos a los que, indudablemente, contribuye la entrañable actuación de Michel Piccoli (con toda la autoridad de este veterano actor francés que ha trabajado bajo las órdenes de Godard, Buñuel, Hitchcock, Ferreri, Berlanga y otros grandes). A la imprevista aparición de una canción interpretada por Mercedes Sosa, y a las escenas en las que este Papa temeroso y algo senil manifiesta –como un tesoro pudorosamente guardado– su afición por el teatro, se deben los momentos más conmovedores de este film recordable: Habemus Papam es, también, una reflexión sobre la vocación y sobre la necesidad de ser sincero con uno mismo.
El frenesí y la frialdad de una clase Los ceremoniosos preparativos de una cena, al comienzo –con lugares estratégicamente asignados en una gran mesa, un ir y venir de vajilla, y personal de servicio actuando como en los prolegómenos de una operación bélica–, recuerdan a Larga vida a la señora (1987, Ermanno Olmi), pero acá el centro de todas las atenciones (y precauciones) no es una anciana sino el patriarca de los Recchi. Los buenos modales no ocultan la tensión, incluso el temor, hacia ese pariente cuyas palabras pueden definir el rumbo de la vida de los demás, como de hecho sucede, ya que durante la comida anuncia a quiénes cederá su poderosa empresa textil. El relato comienza entonces a seguir a los integrantes de ese núcleo familiar que, aunque moviéndose en ámbitos lujosos, se ven frágiles, inseguros, infelices. Y la película elegirá, entre ellos, a Emma, mujer rusa casada con el hijo de aquél hombre poderoso, madre introvertida, no del todo cómoda en ese mundo. En la piel de Tilda Swinton (actriz de mirada profunda, que ya había interpretado a una madre conflictuada en Impulso adolescente), este personaje se alza como síntoma de un estado de malestar y confusión en medio de los ritos hipócritas de esa burguesía acomodada… y acomodaticia: el imperio parece haber tenido contactos con el fascismo y ahora busca fusionarse con capitales internacionales con el sólo fin de acrecentar su riqueza. Muchos han encontrado en El amante vínculos con el cine de Luchino Visconti (1906/1976), y, ciertamente, este grupo familiar tiene mucho de los que bien supo retratar el director de El gatopardo, pero Luca Guadagnino (1971, Palermo, Italia) propone un espectáculo más pomposo, pleno de pliegues y coqueteos plásticos. El melodrama crece predecible, con ribetes operísticos, hasta alcanzar su clímax en sus últimos tramos, pero lo enrarece la soltura de la cámara, con violentos travellings, imágenes fuera de foco y abruptos primerísimos primeros planos. A los ambientes imponentes, los espejos y las escaleras, se suman la luz febril de Yorick Le Saux y la música intensa, recargada, de John Addams. Este furor audiovisual y la frialdad de los personajes se corresponden con los rasgos de esta clase, capaz de atravesar instancias trágicas, o algunas formas de decadencia, con egoísmo y lúgubre elegancia. Algunas decisiones de Guadagnino como director y co-guionista parecen mejores que otras: el amorío homosexual de la hija o la fugaz aparición de imágenes de Filadelfia (1993, Jonathan Demme) en el televisor como incentivos para Emma, por ejemplo, son aciertos que compensan la desdibujada caracterización de los hijos varones o la tendencia al desborde artificioso. Aún así –y aunque no se aleje demasiado del clisé de la mujer adinerada insatisfecha que procura liberarse–, El amante tiene una fuerza y una sensualidad poco comunes en el cine actual.
Los días de un artista solitario El director de este apacible y misterioso documental lo expresa, en algún momento: Claudio Caldini es uno de los secretos mejor guardados del cine argentino. Relegado de la Historia por varias razones: realizador de cine experimental, con toda su producción en formato Super 8, mirado con desdén por cierta crítica por el perfil puramente lúdico de sus obras y por colegas que creían indispensable la adhesión del cine a la militancia política en los años ’70, y desconcertante para muchos espectadores que no saben o no sabrían apreciar la libertad de sus ejercicios audiovisuales. Y, sin embargo (o por todo eso), Caldini demuestra que “el cine puede ser algo distinto”, según reflexiona, con calidez, Andrés Di Tella (1958, Buenos Aires), siempre explorando en sus documentales las relaciones entre hechos de su historia personal y de la historia de nuestro país, o lo que permanece de ellos gracias al material que proveen fotografías, registros fílmicos y recuerdos en voz alta. Hachazos, que se suma a la edición de un libro y la presentación de un espectáculo multimedia para rescatar la figura de Caldini, no se detiene demasiado en sus líricas piezas audiovisuales sino en contar cómo fueron y son sus días. De una juventud con proyectos compartidos con otros cineastas igualmente inquietos (y olvidados) a un viaje a la India, la pérdida de rumbo y de identidad, un regreso sin gloria, años de vida nómade, y finalmente algo de paz alternando el cuidado de una quinta en el conurbano bonaerense con clases particulares y una suerte de vuelta a la profesión. Di Tella estudia afectuosamente a este singular artista, deteniendo su cámara en el rostro de Caldini mientras mira la lluvia (pensando quién sabe qué cosas), lava los platos, revuelve viejos documentos o anda en bicicleta. Cuando la melancolía parece impregnar el relato, asoma alguna escena de Caldini riendo con ganas, inesperadamente. Suele achacársele a Di Tella la tendencia en sus documentales a emplear un punto de vista marcadamente subjetivo, apareciendo en cuadro e, incluso, poniendo en evidencia las dudas y contradicciones que van apareciendo durante la gestación. Hachazos no está exenta de esos riesgos, pero las intervenciones en off del director de Fotografías (2007) y El país del diablo (2009) son breves y precisas, y los titubeos en medio del rodaje parecen adecuados para retratar a un hombre medio inasible, en apariencia muy simple pero profundo y con un pasado complicado. Más objetable resulta la repetición de una canción de Manal y cierto enfriamiento con el que expone la creatividad arrebatada de la obra de Caldini, quien, respetuosamente, acepta casi todo lo que el director le pide (“Es tu película”, admite). Serena indagación, Hachazos desprende algunas ideas que vale la pena tomar, para rumiarlas y discutirlas: el limbo al que fueron impelidos los cineastas que no adherían a posturas políticas revolucionarias en los años ’70 (aunque fueran revolucionarias sus formas de expresarse), y la posible o necesaria correspondencia entre la vida de un creador y su obra. Aunque discutible, importa por acercarnos con afecto la figura de este artista de humildad y claridad conceptual realmente notables. Vale la pena conocer a Caldini -que este año aceptó generosamente participar de una encuesta para Espacio Cine, que puede leerse aquí- a través de este documental, descubriendo las bellas imágenes que era capaz de crear en los momentos más arduos, o la lucidez de sus confesiones, como cuando explica que el cine existe para plasmar lo que sólo podemos ver en nuestros sueños.
Salir del cine Aunque algunos sostienen, o suponen, que este film en torno al cierre de un cineclub es un homenaje al cine, se trata, en realidad, de algo más ambiguo y oscuro. El primer tramo recorre situaciones que los cinéfilos conocemos muy bien: proyecciones con más buenas intenciones que público, didácticos programas de radio sobre la especialidad, un realizador lamentándose por la mala proyección de su película, un proyectorista dejando su vida en esa vocación. Pero Federico Veiroj (1976, Montevideo, Uruguay) no reviste esos hechos de dulzura o de nostalgia: todo luce lóbrego, triste y anacrónico, desde los solemnes textos grabados y reproducidos antes de cada función, hasta la manera con la que se alecciona desde la radio y las charlas en torno a la decadencia de la institución. Incluso los cineastas a los que se hace referencia en esas primeras escenas son Sergei Eisenstein (1898/1948) y Manoel de Oliveira (1908): nadie duda de la persistente modernidad de la obra del maestro ruso o de la jovialidad del centenario realizador portugués, pero parece haber allí (así como en los DVD que acopian en el cineclub y cuyas portadas pueden apreciarse en algunos momentos) una idea algo cerrada o poco actualizada del cine que vale. No hay calidez en ese refugio, ni siquiera en las conversaciones entre quienes lo llevan dificultosamente adelante, que discuten con más resignación y abulia que sincera preocupación. En esa primera parte de la película va recortándose la figura de Jorge, uno de los empleados. Veiroj emplea, apenas, alguna llamada telefónica y la conversación casual con una mujer antes y después de una proyección para dar a entender cómo es la vida de este personaje. El cierre de la cinemateca será para Jorge, indudablemente, motivo de tristeza, pero también significará una suerte de liberación. Estando solo en el baño, escuchar por la claraboya el ruido de un avión parece recordarle que hay vida allá afuera, y así se larga a la calle, desorientado pero decidido. En ese paso hacia adelante hay sólo una escena triste –en la que se ve al grandote lagrimeando mientras viaja en colectivo– pero, junto a su pena y su sensación de extravío, aflora la necesidad de intentar otras cosas, quizás de poner en práctica lo que hasta entonces vivió sólo a través de las películas. De la oscuridad sale a la luz, de la seguridad incómoda de ese encierro a la zozobra de la libertad. Con algo de Monsieur Hulot o de los personajes de Martín Rejtman, Jorge nunca a llega a ser demasiado patético ni ridículo, deambulando zigzagueante en busca de algo nuevo, permitiéndose disfrutar la sensualidad de un masaje en una peluquería o dándose permiso para unos pasos de baile en una escalinata. La vida útil evita el recurso de intercalar escenas de películas pero recurre a música y sonidos de viejas proyecciones para sugerir que conforman la banda sonora de la vida de Jorge. De una parquedad y mansedumbre típicamente uruguayas (a lo que contribuye la fotografía en blanco y negro), infiltrada por líneas de un humor muy sutil, dirigida con puntillosidad, es una película modesta en apariencia pero fértil en sus entrelíneas. Si no alcanza mayor fuerza es porque ocasionalmente el relato parece estancarse (la alocución de Martínez Del Carril en la radio), porque interpretando al protagonista el crítico Jorge Jellinek acierta en lo físico y lo gestual pero resulta inexpresivo al hablar (como lo demuestra la inconvicción con la que comparte sus reflexiones sobre la mentira frente a estáticos alumnos universitarios) y por cierto amateurismo que aflora a veces, por ejemplo en la inclusión de una canción completa de Leo Masliah para agregar sentido a una secuencia de la película. Curiosamente, aunque cuenta una historia exteriormente pequeña y simple que transcurre casi con desgano, La vida útil estimula la discusión y despierta reflexiones en quien esté dispuesto a descubrir la agudeza de sus planteos. Su título, por ejemplo: puede referirse a la perecedera existencia de estimables instituciones como la cinemateca en cuestión, pero también a la conveniencia de vivir sin dejarse aprisionar por la sombría seducción de una sala de cine.