Polaroid de una locura ordinaria Se tomo su tiempo Damián Szifrón para concretar su nuevo proyecto. Con producción de Pedro y Agustín Almodóvar, acaba de estrenar la gran película argentina del año, una colección de relatos sobre seres al borde de un ataque de nervios. Su grandeza tendrá sin dudas mucho que ver con los nombres que forman parte de la propuesta y con el más que probable éxito de crítica y público que le espera, pero detrás de ese tamaño predefinido hay una película tan entretenida como saludablemente cuestionable, con indudables méritos de realización y una incómoda colección de personajes que deciden ir más allá de lo que les corresponde. Con un casting ideal y la eficacia acostumbrada, Szifrón construye una serie de trampas para que sean habitadas por criaturas feroces que creen estar domesticadas. Seis historias breves, en donde las tres primeras son tensos divertimentos de rápida resolución, seguidas por un episodio puente (el de Darín), en donde hay algo más que un conflicto que estalla, y un final con los dos relatos más desarrollados (los mejores). Relato por relato: 1: Pasternak, con Darío Grandinetti y María Marull, funciona casi una secuencia de apertura antes de los créditos. Es la única historia extraordinaria, y la más espectacular y breve, además de ser la que menos se parece a las otras, por lo que tiene sentido su ubicación como preámbulo. 2: Las ratas. Rita Cortese y Julieta Zylberberg protagonizan este tenso relato en donde se instala la verdadera temática de la película, que no es la venganza sino el actuar más allá de los límites autoimpuestos. Una resolución un tanto apresurada la convierte en una especie de bosquejo de todo lo que vendrá. 3: El más fuerte. Leo Sbaraglia en la historia que lleva la premisa hasta su extremo, y por lo tanto la más incómoda, y sólo en apariencia la más gratuita. No se percibe aún la integridad de la propuesta, sólo algo entretenido y bien filmado, como el cine de Tarantino, compartiendo incluso ese regodeo por la violencia. Pero hay más. Y este relato funciona mejor reflejado en los otros. 4: Bombita. Darín sabe explotar muy bien sus recursos actorales con un personaje que padece todas las inclemencias de un sistema desigual y decide actuar en consecuencia. Aquí la resolución es mucho más calculada y oscura que en los episodios anteriores. Se trata de un punto de inflexión en la estructura de la película porque se deja de lado la excusa de la “emoción violenta” que podía justificar en parte las revanchas de los primeros relatos. Las agresiones individualizadas y ocasionales dejan paso a toda una estructura que agrede a un ciudadano, y a su agresiva respuesta, tan desmedida como la de los relatos anteriores pero pensada y por lo tanto menos justificable. Como siempre, Darín cumple con su rol, llevando la carga de un ser que implota antes de explotar. Que encuentre o no redención en sus actos es algo que alimentará muchas discusiones. 5: La propuesta. Oscar Martínez, María Onetto y Osmar Nuñez en la historia más interesante, y la más amarga. La que profundiza la hendidura de la violencia de clase que se dejaba ver en el tercer episodio. En este caso el dinero es el motor que hace y deshace para esconder tragedias. Los personajes están muy bien definidos. Szifrón le otorga verosimilitud a cada detalle, pero sin que se note, allí reside su principal talento. 6: Hasta que la muerte nos separe. Erica Rivas en estado de gracia lleva adelante este relato, el más redondo de todos, cuyo ritmo es perfecto. Final festivo, a toda orquesta. Esa novia al borde reacciona, pero esta vez parecen estar más justificados sus excesos. Es un cierre optimista, que encuentra un más allá en la misantropía que sobrevuela cada historia. Una redención (estilo salvaje) puede ser la consecuencia de una explosión de violencia física y psíquica que termine de una vez con ciertas fachadas absurdas.
Mentira la verdad La última edición del BAFICI tuvo al cine argentino como protagonista casi exclusivo. Se habló más de la Competencia Argentina y de las películas argentinas en la Competencia Internacional que de cualquier otra cosa. En ese marco, Mauro obtuvo el segundo premio en importancia y se transformó en una auténtica revelación. Y quizás “autenticidad” sea una palabra clave para definir el trabajo de Hernán Roselli en la dirección. Sin la mirada condescendiente de cierto cine festivalero que a veces se obsesiona con los personajes marginales, el director debutante muestra un conurbano bonaerense que conoce bien. Más allá de las posibles referencias, como Bresson (que resulta excesiva y tiene que ver una temática similar a El dinero, de 1983), hay una mirada propia que describe sin adornos. Mauro está narrada con la habilidad suficiente para potenciar sus atractivos y esconder sus limitaciones. El procedimiento de montaje que recorta las escenas otorga urgencia y veracidad y, de paso, limita la exposición de los no-actores, en particular del protagonista, el Mauro del título, cuya vida se ha acercado mucho a la del personaje, un “pasador”, alguien que compra en ferias cosas que no necesita para cambiar billetes falsos. Con eso se arregla, pero quiere algo más, y junto a su amigo Luis instala un precario taller para hacer billetes por su cuenta. Esa apuesta de riesgo lo llevará a enfrentar a los dueños de ese negocio, y a sus propias limitaciones. Mauro se mueve en un mundo muy definido, de una precariedad y una urgencia que remite a la Argentina post-2001, pero el comentario social queda en segundo plano, el centro está en los personajes, tratados con toda la ternura posible y alejados de cualquier estereotipo de héroe o villano. Cada uno hace lo que puede. Y los mayores aciertos del film están en encontrar pequeños espacios de intimidad que hacen que la historia respire. Mauro se mueve en un mundo de falsificadores retratado de una manera muy genuina.
Fuga de cerebros El Dr. Will Caster (Johnny Depp), es un experto en Inteligencia Artificial, casi una celebridad en lo suyo. Está trabajando en la creación de una máquina que tenga su propia conciencia cuando un atentado de terroristas anti-tecnológicos lo deja al borde la muerte. Su compañera en la vida y en la ciencia (Rebeca Hall) decide, forzada por tan extremas circunstancias, transferir toda la información del cerebro del pobre Will al procesador que estaban desarrollando. El experimento, como era de esperar, tiene éxito (en el último momento, justo cuando ella creía que había fracasado, en un cliché más de una lista interminable). Pero claro, el resultado no será el esperado. Se puede pero quizás no se deba, aunque ya sea tarde para volver atrás. El mito prometeico se hace presente, como en Frankenstein y sus innumerables refritos. En una reseña anterior sobre Her en este mismo blog se resaltaba lo fácil que era caer en el ridículo con el tema de las computadoras que se comportan como humanos. El mérito de la película de Spike Jonze pasaba por no fascinarse con la realidad de lo virtual y poner el foco en la virtualidad de lo real. Y hacerlo con el tono exacto de liviandad. Wally Pfister, habitual director de fotografía de las películas de Christopher Nolan, opta por seguir el camino de su principal referente, que se toma todo demasiado en serio. Su debut en la dirección muestra pericia técnica, y nada más, al servicio de un mensaje anti tecnológico. Difuso oscurantismo en el marco de una historia que ya se ha contado demasiadas veces. No la necesitamos. Sus personajes son seres confundidos, no tanto por la ambigüedad de sus actos sino por los vaivenes de una trama intrascendente.
El amor y lo esquivo Todo comienza entre clases. Conocemos a Adèle (personaje que terminará por devorarse a la propia película) en su clase de literatura, un espacio reconocible ya visitado por el director Abdellatif Kechiche en su anterior (y notable) Juegos de amor esquivo. En ese escenario se establecen las primeras pautas del mundo de Adèle, adolescente sensible e insatisfecha que desea ser maestra y vive en una casa de las afueras de París con su familia típica de clase trabajadora. En la escuela tendrá sus primeras experiencias amorosas con un compañero. Allí también la irá a buscar Emma, en todo sentido un amor de otra clase. A pesar de la reticencia de Adèle a expresar lo que le pasa, el grado de acercamiento absoluto hará que no quede nada sin explorar de su vida. Se mantendrá omnipresente en las intensas tres horas que la pintan de cuerpo entero. Como Emma, que la usa de modelo para sus cuadros. Algo mayor que Adèle, Emma es una estudiante de bellas artes (no hay artes feas) con una familia que la comprende y la apoya en sus elecciones. El conflicto latente de la aceptación de la homosexualidad en Adèle se va diluyendo hasta quedar en segundo plano. y finalmente desvanecerse. Lo que importa es la naturaleza esquiva del amor, en cualquier relación. Está claro que hay amor entre Adèle y Emma, y hacerlo tangible es uno de los mayores méritos del film. Un film que nunca abandona su estructura convencional pero que logra entre las dos protagonistas y un director atento a los detalles un compromiso pocas veces visto. Por otra parte, lo explícito de sus escenas sexuales no debería escandalizar tanto. Jane Birkin lo hacía en Yo te amo, yo tampoco hace ya demasiado tiempo. Se ha comparado a La vida de Adèle con El desconocido del lago, que pronto tendrá su estreno en Argentina. Las similitudes son superficiales. Ambas francesas, prestigiosas y premiadas; y polémicas por su abordaje de la sexualidad. Pero tanto el enfoque como la puesta en escena son muy distintos. A la precisión absoluta del film de Guiraudie se opone la inmediatez del registro de Kechiche, que logra intimidad pero deja cabos sueltos (algunos personajes, como los padres de Adèle desaparecen sin más). Habrá una nota más amplia cuando se estrene El desconocido. Adèle Exarchoupolos pone todo lo que tiene, hasta su nombre, y Léa Seydoux es una gran actriz. Más allá de los premios (Palma de oro en Cannes, nada menos), de las polémicas varias (que es muy explícita, que no es fiel a la novela gráfica en que se basa y un largo etcétera), hay una película que respira y un personaje inolvidable.
Los gritos del silencio Gilderoy, un prestigioso ingeniero de sonido interpretado a la perfección por Toby Jones, es invitado a trabajar en un estudio italiano para la grabación y mezcla de los efectos sonoros de una película de la que no conoce prácticamente nada. Un halo de misterio envuelve al lugar y a los personajes que lo habitan. Una vez allí trata de hacer lo que mejor sabe, pese a la burocracia kafkiana y al enrarecimiento lyncheano que se encargan de a poco de erosionar la realidad. Berberian sound studio es un atractivo canto de amor al diseño sonoro en el cine, lleno de guiños al “Giallo”, ese subgénero de cine de suspenso italiano que tuvo su era de gloria en los setenta. Peter Strickland acierta al dotar de una forma estilizada y un clima claustrofóbico a una trama cuyos pliegues recurren al tema del doble, el mítico doppelgänger, para borronear los límites entre la realidad de Gilderoy y la ficción que contribuye a gestar. A fuerza de encanto y cinefilia, obtuvo el premio a la mejor película en la Competencia Internacional del BAFICI 2013. Un Giallo que se impone en el festival más Argento.
Los auténticos decadentes Jep Gambardella supo escribir una novela extraordinaria hace ya demasiado tiempo, y hoy solo es una sombra cínica y elegante de lo que pudo llegar a ser. Su condena es vivir con plena consciencia de ello. No le queda ni el consuelo de la hipocresía. Va por la noche romana y se pierde en un interminable desfile de grandes fiestas y bellas ruinas. La vorágine de la mundanidad. Tanto él como esa ciudad abierta viven a expensas de esplendores remotos. Dolce far niente que se consume de a poco en una parálisis confortable. La grande bellezza, de Paolo Sorrentino, se pasea con gracia por una cáscara vacía que permite adivinar todo lo que contuvo. Tanta falsedad esconde alguna verdad olvidada escrita en algún rincón del tiempo. La evocación a glorias del pasado alcanza al propio cine italiano, en particular a Fellini. Hay algo de Marcelo Rubini, aquel personaje que Mastroianni compuso para La Dolce Vita, en ese andar desencantado de Jep (que encuentra el rostro exacto en la interpretación de Toni Servillo). Pero los ecos del mejor cine no se agotan allí y hasta Bellocchio podría verse reflejado en el desequilibrio del hijo de una amiga de Jep, o Visconti en el certero retrato de un sistema que declina. No se trata de homenajes directos sino de un espíritu que sobrevuela en la precisión de cada plano. Jep sabe perfectamente que hace mucho que no está a la altura de sí mismo. Sorrentino, por el contrario, apuesta fuerte como en trabajos anteriores, pero esta vez logra el equilibrio en una historia que se sostiene a pesar de sus ambiciones desmedidas. Con una cámara en estado de gracia y módicos enigmas consigue ir en busca del tiempo perdido y lograr que brille por su ausencia.
Los infortunios de la virtud Abandono por un momento la comodidad de los títulos habituales en estas reseñas, que aluden en general a letras de canciones. En este caso lo que se cita es un libro del Marques de Sade. El sadismo es esencial en la incómoda película que nos ocupa, ya que se lo denuncia y a la vez se lo exhibe con fervor. La libertad es el tema central en la filmografía del director Steve McQueen (que, hay que volver a decirlo, nada tiene que ver con el mítico actor). Hunger (2008), su trabajo más logrado, trataba sobre una huelga de hambre en la cárcel. Luego vino Shame (2011), en la que el protagonista (el mismo de Hunger, Michael Fassbender, también presente en 12 años) estaba atrapado en su propia adicción al sexo. Su nueva película es una mirada a las penurias de la esclavitud en norteamérica, aunque el foco está puesto en un solo caso, el de Solomon Horthup, quien nació libre en el Norte y fue engañado, secuestrado y llevado a trabajar a una plantación de algodón en el Sur. Se trata, una vez más, de un hecho real, pero hay un desbalance entre ese caso particular y el de el resto de los esclavos, que operan más como un telón de fondo. Solomon se siente menos esclavo que el resto. Circunstancias muy adversas lo han llevado a ese lugar, cuestiona la injustica de su condición, pero no tanto la de sus pares. Y hasta sus propios amos lo tratan de manera diferente. Esa ambigüedad es interesante. No todo es blanco y negro. Solomon sufre pero a la vez es testigo del sufrimiento de otros, que finalmente lo conmueve. Su estrategia de supervivencia es la simulación, evitando en lo posible confrontar o revelarse. Y la sostiene a pesar de todo. Ese todo consiste en una serie de crueles maltratos físicos y psicológicos que parece interminable y ciertamente se vuelve agotadora. Ese exhibicionismo en la tortura se vuelve el costado más discutible del film.
Cable a Tierra Gravedad, de Alfonso Cuarón, tiene un peso muy específico que la convierte en la mejor película industrial del año. Un prodigio de la técnica al servicio del cine más clásico, y una experiencia visual y sonora deslumbrante, en donde hasta el habitualmente insulso y efectista 3D está justificado. El director mexicano ha sabido crear una película excepcional en más de un sentido combinando lo espectacular con lo tangible. Sus coreografías de cámara sostienen un relato equilibrado que solo desentona ocasionalmente con los excesos de una música omnipresente. La historia es mínima, dos personajes obligados a desplazarse de un punto A a un punto B, pero esa trayectoria condensa todas las trayectorias, incluyendo las de Sandra Bullock y George Clooney, estrellas que interpretan sus papeles en segundo plano. Una suerte de Aleph en donde lo mínimo encierra lo máximo, donde lo finito convive con lo infinito. La escala es muy importante, como también lo son los tiempos. Pasan pocas cosas, porque los tiempos son los del espacio, pero en cada una de esas pocas cosas la vida está en juego. Y para que esto sea palpable Cuarón se vale, como en Niños del Hombre (2006) de un recurso que maneja como pocos, el plano secuencia. La película se inicia con uno de unos 13 minutos que describe a la perfección lo bellamente hostil del ambiente de trabajo de dos astronautas, y es sin dudas antológico. Un accidente los transforma en náufragos del vacío (externo e interno), y deberán afrontarlo sin caer en la desesperación, con alguna dosis de fe pero sobre todo con voluntad, volviendo a lo elemental si quieren mantener los pies en la tierra. Porque hay otros mundos pero están en éste.
Cómo decirle que no a la piratería Pocos directores actuales tienen la capacidad de tensar el relato, de imprimirle verosimilitud y vértigo a cada escena, como Paul Greengrass. Sus condiciones siguen intactas, lo que ha cambiado en su cine es el punto de vista. Su mejor película, Domingo Sangriento (2002), se valía de un montaje paralelo para contar como se organiza una protesta (en Irlanda y en los años 70) y a la vez como se organiza la represión de esa protesta. En este caso, sobreviven las buenas intenciones al principio, montaje paralelo mediante, al retratar la vida en un buque mercante y fugazmente mostrar las desesperantes condiciones de vida del reducido grupo de somalíes que intentará abordar el barco. Ese momento alcanza para no demonizarlos pero queda a la deriva cuando se produce el abordaje y la película se concentra en el heroísmo de su protagonista. Heroísmo de hombre común forzado por las circunstancias, interpretado a la perfección por Tom Hanks. Lo que se cuenta es una recreación de un caso real (una especie de moda en Hollywood últimamente) ocurrido en el 2009. Basta con ver algunas imágenes de noticieros de lo que pasó para constatar el grado de fidelidad en la reconstrucción. Pero lo que prima, más allá de los esbozos que intentan contextualizar lo ocurrido, es el espectáculo. La vocación de Greengrass es doblemente recreativa.
Haciendo cine Rafael Spregelburd compone a Téllez, un predeciblemente desencantado crítico de cine. No se parece a ninguno en particular, pero por acumulación de clichés responde al arquetipo de lo que un crítico se supone que es. Todo es predecible en la vida de este tipo que habla en argentino pero piensa en francés (sí, la voz en off está en un francés que remite de inmediato a la nouvelle vague, y eso es muy divertido) hasta que se cruza de manera improbable con una mujer improbable. Nada será igual, su vida se ha transformado en una comedia romántica, el género que más desprecia. Téllez quiere volver atrás, pero ya no puede. Esa mujer que en nada se le parece lo ha cambiado. Mucho tiene que ver que sea interpretada por Dolores Fonzi. Dios santo, que bello abril. La película de Hernán Guerschuny, crítico que debuta en la dirección, se presentó en el BAFICI, en carácter de premiere mundial.