El último maestro del aire La premisa en sí ya resulta atípica para lo que el público puede esperar habitualmente del escaso animé que nos llega. Se levanta el viento es un drama biográfico, que se mete con la vida de Jiro Horikoyi, el ingeniero aeronáutico responsable del diseño de los aviones japoneses de la segunda guerra mundial. Coordenadas muy precisas, y fantasía relegada a segundo plano. Los sueños (y las pesadillas) hechos realidad. Las películas de Hayao Miyazaki jamás fueron infantiles, pero pocas veces, como en este caso, los chicos quedarán afuera de la propuesta, por lo menos como principales destinatarios. Hay algo que sigue muy vigente en el venerable director japonés, su maestría inigualable para combinar crueldad y belleza, presentes en la naturaleza y, sobre todo, en la naturaleza humana. Los sueños nos llevan lejos, y la voluntad también, pero muchas veces a un precio demasiado alto. La mirada de Miyazaki se hace cargo de esa ambiguedad y nunca es condescendiente, ni con el personaje retratado ni con el espectador. Magia desencantada, pero persistente. “Se levanta el viento, debemos intentar vivir”, dice Paul Valery en la frase que da título a la película. A Miyazaki se le podrá cuestionar su reescritura de la historia, o el dramatismo excesivo de algunos pasajes, pero nunca su capacidad para generar imágenes inigualables, de una belleza extraordinaria. Su cruda poesía con momentos de alto vuelto.
Once again Tocala de nuevo, John. Carney repite la fórmula de Once (2006), hermosa película sobre un músico callejero. Es inevitable entonces comparar ambos films. Lo que gana en su nuevo trabajo con la solidez de sus intérpretes lo pierde en frescura y, sobre todo, en música. Habrá que decir entonces que algo de la honestidad de Once se perdió en la calle, y no es un dato menor teniendo en cuenta que la autenticidad y la fidelidad a uno mismo son los temas que más le preocupan al director irlandés. Un productor con un pasado exitoso y un presente caótico (el gran Mark Ruffalo) cree encontrar un diamante en bruto en Gretta (Keira Knigthley, dejando de lado la habitual dama de época), una cantante inglesa abandonada por su novio (Adam Levine, parodiándose a sí mismo) justo en el momento en que este empieza a triunfar en la industria. Es entonces cuando la película se disfraza de comedia romántica, pero por suerte se queda en amagues y resulta divertida sin ser cómica, mientras sobrevuela el amor en todas sus formas sin forzar situaciones. As time goes by, es el comienzo de una bella amistad. Hay cierta inocencia de cuento de hadas en esa unión de perdedores hermosos, y la mayoría de las canciones no son todo lo geniales que deberían ser, pero aún así funciona. Párrafo aparte para la pregunta del título, pregunta que sólo se hace el traductor, ya que el director había optado por una frase mucho más simple. Y corta. Yo creo que puede.
Lo pasado pesado Pobre Jess. No pega una. A punto de convivir con su pareja, con la que tendrá un hijo, sufre un accidente que la deja postrada y sola, y debe volver vencida a la casita de los viejos, en donde la espera más de una sorpresa desagradable relacionada con el pasado no resuelto, y que por supuesto no conviene adelantar. Lo que sigue es un modesto misterio que se sostiene hasta el final. Las actuaciones son convincentes, sobre todo la de Sarah Snook, que ya había llamado la atención con su notable papel en la también retorcida Predestinación (2014). Esos son los puntos a favor, a los que hay que sumar la saludable intención de apelar a la narración y dejar de lado las escenas de alto impacto y el gore gratuito, sobre todo teniendo en cuenta que el director, Kevin Greutert, venía de hacer las dos últimas entregas de El Juego del Miedo. Pero Greutert, como Jess, debe lidiar con un pasado que lo condiciona demasiado. La lucha es cruel y es mucha, y la acumulación de lugares comunes, la escasez de sustos y cierto desprecio por los personajes propio del género desdibujan las buenas intenciones y resienten por completo la experiencia. Una pena, pero es probable que Snook, a diferencia de la pobre Jess, tenga mejores oportunidades en el futuro.
Fábulas salvajes Más parecida a la obra de Tim Burton (esos árboles retorcidos, esas tramas retorcidas) que los últimos trabajos del propio Burton, En el Bosque sorprende por su estructura, con una segunda parte que saludablemente traiciona a la primera, y que probablemente respete al oscuro y exitoso musical de Broadway que le da origen. Viniendo de Disney, resulta toda una curiosidad. La premisa es más que interesante, explorar el más allá del final feliz, ver que pasa una vez que todas las perdices fueron comidas. Para ello se mantiene un engañoso clasicismo en la primera mitad, una ensalada a la Grimm que revuelve las historias de La Cenicienta, Las Habichuelas Mágicas, Rapunzel y Caperucita Roja. Lo hace con cierto criterio, amparándose en el revisionismo postmoderno de la obra teatral de james Lapine (que nunca fue pensada para niños) y el probado oficio de los intérpretes, empezando por Meryl Streep como la bruja que termina uniendo todas las historias y Johnny Depp como un incómodo lobo que exacerba su costado pedófilo. Aún así, para cualquier espectador que no sea amante del género, la excesiva duración puede volver la experiencia tortuosa. Pero una vez que todo se resuelve con cierta facilidad empieza lo mejor. Como si de tratara de una película de Miguel Gomes (Aquel querido mes de Agosto, Tabú, La cara que mereces) la segunda parte pone en perspectiva a la primera y el blanco o negro se vuelve gris, y los deseos cumplidos pueden causar problemas gigantes. Pero claro, Rob Marshall no es Gomes y a veces el árbol no le deja ver el bosque, su estilo clipero está en las antípodas de lo que propone habitualmente el extraordinario director portugués. En la oscuridad del bosque nunca queda claro a que público está dirigida la historia y las partes no terminan de integrarse del todo, en una película que crece cuando abandona el homenaje y decide irse por las ramas.
Física y Química Bienvenidos otra vez al mundo de Mad Max, ese desierto de lo real. Sin Mel Gibson, pero con otro que muerde el polvo y está a la altura. Cuarta entrega de la saga, pero de ninguna forma una película de cuarta. ya que detrás sigue imperando la furiosa coherencia de George Miller, el responsable de todas las anteriores. El director logra salirse de la norma recargada y digital de los tanques de Hollywood apostando al cine clásico, con La diligencia (John Ford, 1939) como referencia insoslayable, algo que ya ocurría también en la exitosa segunda parte de la saga, con la que guarda muchos puntos de contacto. Como aquella vez, el argumento es una excusa para revisitar el camino del héroe, alimentado con la misma sopa Campbell que George Lucas usara de sostén para su propia saga. Aunque esta vez el héroe quede relegado a un cómodo segundo plano por el personaje femenino a cargo de la siempre eficaz Charlize Theron. Más acá del mito, hay una saludable apelación a la física. Lo analógico se impone a lo digital. Nada más simple de proponer, en principio, que un grupo vulnerable que debe desplazarse de un punto a otro, con innumerables obstáculos en el camino. El resultado es un relato salvaje y literalmente lineal, que describe el trayecto de un particular camión de provisiones en el particular y a esta altura reconocible y hasta coherente mundo de Mad Max, un mundo que ha trascendido su marca de origen (el futuro postapocalíptico ochentoso y australiano) para volverse universal y atemporal.
Siempre es hoy. Eso es lo que dice el rostro de Mason, encarnado (como nunca) por Ellar Coltrane, otro Coltrane que hace jazz modal pero con su propio cuerpo, un cuerpo acorde que muta y avanza en escalas y progresiones de una escena a otra, según pasan los años. Cosas imposibles, como decía Cerati y dirá Linklater. Persiguiendo realidad en su nueva ficción invierte el recurso más caro de todos, doce años de realización, en pos de una aventura ordinaria, la de un niño que crece a través de módicas revelaciones y aprendizajes, de familias ensambladas, de tensiones (económicas y emocionales) superables. Nada demasiado espectacular en la trama en sí, porque en ese cruce de escalas está la apuesta de la película, que encuentra una manera absolutamente inusual de contar una historia común. Más allá del recurso, todo pasa, y todo queda. Habrá que apropiarse del momento, o dejar que el momento se apropie de uno.
No hay futuro Lo mejor de esta quinta entrega de Torrente está en la presentación, en donde la típica secuencia de apertura de película Bond deviene en colección de dardos al presente español, imaginando un escenario cuasi apocalíptico para el futuro muy cercano. Estamos en el año 2018. Torrente finalmente sale de prisión, pero sólo para toparse con una multitud de desocupados que pretenden ser arrestados para conseguir techo y comida. España ha sido expulsada de la Unión Europea, Cataluña se ha independizado y, para colmo de males, están demoliendo el estadio Vicente Calderón, el de su amado Aleti. Esto es demasiado para el demacrado José Luis, que ante el estado de las cosas decide abandonar el cumplimiento de la ley e iniciar una vida criminal. Y para eso no hay nada mejor que dar un golpe maestro robando un casino el mismo día en que se juega la final del Mundial de Rusia, entre Argentina y Cataluña. Ese comienzo prometedor se va desdibujando a medida que avanza una trama que parodia La Gran Estafa y películas de ese estilo. Y las situaciones graciosas escasean. Lo que abunda son los recursos para darse todos los gustos, con buenas escenas de acción y la participación de un desaprovechado Alec Baldwin que se esfuerza por hablar en español. También abundan los cameos, que incluyen entre muchos otros a Ricardo Darín. El resultado es tan desparejo como sus antecesoras, pero menos incorrecto y delirante. El felizmente irreponsable (y cada vez más numeroso) grupo de amigos que ha vuelto a reunir la productora de Segura, Amiguetes Entertainment, parece divertirse más con la realización que el público con el producto final.
Herencia de sangre La dupla de directores conformada por Jaume Balagueró y Paco Plaza supo revitalizar el transitado subgénero del falso documental de terror con la primera entrega de [REC] en el año 2007, y repetir el éxito con una versión recargada que multiplicaba puntos de vista en la segunda parte, antes de tomar caminos separados. Paco Plaza se ocupó de la tercera parte, una lúdica y desmedida precuela, y Balagueró dirigió la inquietante Mientras Duermes (2011). Ahora en solitario retoma la historia de REC allí donde terminaba la segunda parte, con el rescate de la periodista Ángela, interpretada nuevamente por Manuela Velasco. La acción se traslada a un barco en donde se pretende aislar el supuesto virus que ha causado tantas muertes, pero la idea sigue siendo la misma, disponer de un espacio limitado y plagado de rincones mortales. El escenario marítimo sólo sirve para renovar los elementos que se utilizarán para eliminar a los zombies, desde arpones hasta un motor fuera de borda. Desbordarse parece ser la premisa. El uso de cámaras para registrar lo que ocurre es absolutamente secundario, aparece como un guiño a las entregas anteriores. La historia, con sus causas y consecuencias, ya se había contado y vuelto a contar en las tres entregas anteriores, por lo que era de esperar que esta vez el argumento sea de cuarta, pero sigue siendo lo de menos. El terror también cede su lugar a la acción y el suspenso, y lo que queda es una dosis razonable de entretenimiento y una sobredosis de sangre para fanáticos del género.
Muñeca brava Este subproducto de El conjuro (el elogiado film de James Wan, del que acaba de anunciarse una segunda parte) retoma la historia con la que se abría aquella película y se vale de su indudable éxito para amplificar la experiencia, amparándose, como de costumbre, en el gastado recurso de lo “basado en hechos reales”. Pero esta vez esa premisa llega al extremo de mezclar el caso del fenómeno paranormal asociado a la muñeca Annabelle en 1970 con los asesinatos perpetrados por el Clan Manson un año antes. La ensalada de realismo se completa con citas muy directas a El bebé de Rosemary, la obra maestra del terror de Roman Polanski, cuya mujer (en la vida real), Sharon Tate murió asesinada precisamente por integrantes del citado clan Manson. Si parece mucho, es porque es mucho, y la suma resta. El propio Wan está a cargo de la producción, y la realización quedó en manos de su Director de Fotografía, John Leonetti, por lo que se mantiene el estilo de su predecesora. De todas formas, allí se terminan los parecidos, y el resultado queda a mitad de camino. La insulsa pareja protagónica que interpreta a John y a Mía (otra vez, nombres con referencias obvias al film de Polanski) están demasiado lejos de la contenida intensidad de los protagonistas de El conjuro, y los lugares comunes del género están a la orden del día, aunque queda espacio para uno que otro susto bien logrado. Más allá de la eficacia técnica, esta vez se deja de lado el sugestivo clima que generaba Wan, deudor del cine de terror de directores como John Carpenter, y en su lugar aparecen los golpes de efecto visuales y sonoros. Lo que convierte a Annabelle en un producto solo apto para aquellos que no puedan esperar hasta el año que viene para reencontrarse con la inquietante saga de los Warren.
Por un puñado de dólares Los directores Juan Carlos Maneglia y Tana Schembori han encontrado en el Mercado 4 de Asunción un set ideal para desarrollar su muy eficaz trabajo. También encuentran, casi por primera vez para el cine paraguayo, un mercado internacional que lo celebra, y más allá del consenso favorable y de cierto paternalismo que destaca la película por su procedencia, la historia logra imponerse por méritos propios. Méritos que también tienen que ver con otro hallazgo, el de los vehículos apropiados para llevar adelante una trama que tiene más ritmo que sorpresa. Las interpretaciones son notables, desde el protagonista (Celso Franco como el ingenuo e incansable Víctor) hasta los secundarios. Sólo se puede objetar algún subrayado innecesario en la extrema fascinación de Víctor por los celulares y las cámaras (algo que sería un poco más verosímil una década atrás), lo que resiente, por explícito, el elogiado final. Pero más allá de lo apuntado persiste una puesta en escena consistente y el vértigo de una trama en la que todo encaja.