Barro, sangre, brutalidad, fiereza, barbarie, todo tipo de atrocidades. Esto es la guerra, y es inevitable, quiere decir David Ayer en esta historia ambientada en los tramos finales de la segunda contienda mundial, después del Día D, cuando las tropas norteamericanas avanzan hacia el Este, más allá de las resistentes líneas alemanas, con el fin de ocupar su territorio. Y en nombre de ella, de la guerra contra el nazismo, los protagonistas de Fury, título original y más apropiado para el relato, están autorizados a hacer lo que crean necesario para destruir al enemigo. Queda claro desde el comienzo, cuando el bravo sargento Collier (Brad Pitt), que comanda el batallón y es el que predica con el ejemplo sus lecciones de coraje, sorprende a un oficial alemán, solitario jinete montado sobre un simbólico caballo blanco en un campo desierto y en lugar de tomarlo como prisionero lo mata sin piedad. La absolución (se presume) está prácticamente garantizada: por algo no pasan demasiados minutos entre la cita de un versículo y otro de la Biblia oportunamente filtrados en los diálogos. Por otro lado, ya se sabe que en mucho cine de hoy (y no sólo en el de superhéroes de cómics) el heroísmo incluye la celebración de conductas por brutales y sanguinarias que sean. Collier y los suyos han hecho su hogar del tanque Sherman con que han luchado ya desde los tempranos tiempos de la campaña en África. El guionista y director, que los sigue de cerca, comparte esa convivencia, describe a cada uno sin preocuparse demasiado por evitar estereotipos y tampoco elude los lugares comunes cuando retrata con detalle -es decir, sin ahorrar salvajismo ni espectacularidad- las abundantes escenas de combate. Ese detallismo y esa crudeza -que muchos entendieron como realismo- encuentran en el propio trabajo de Ayer elementos que contradicen esa caracterización. Los más notorios son dos que buscan apartarse de la mera crónica bélica o enriquecerla. Uno es parte sustancial del film: la incorporación al grupo de un novato sin experiencia de guerra ni demasiado entrenamiento (en realidad, Norman es mecanógrafo, jamás ha disparado contra nadie y se niega a hacerlo tanto por su carácter como por sus convicciones religiosas), que el líder del grupo, llamado Wardaddy, duro pero sensible, protege e instruye. El desarrollo de esa historia de crecimiento culminará cuando el chico se convierta (y sea reconocido como tal) en una "máquina de matar". El otro es un episodio ubicado en medio del relato, cuando los dos entran en contacto con la población civil y en especial con dos mujeres. En los dos casos, el presunto realismo se da por vencido frente al avance de lo convencional. Como relato bélico, y más allá de sus altibajos, de cierta dilación y de lo discutible de muchos de sus contenidos, Corazones de hierro no se destaca por su originalidad, pero es eficaz y ofrece sólidos trabajos de Brad Pitt, Logan Lerman y el resto del elenco.
Amistad, fútbol y sentimientos Es para quienes hayan apreciado las dotes para la comedia que mostró Juan Taratuto en No sos vos, soy yo o en Un novio para mi mujer -por sólo mencionar un par de títulos- y aun para quienes hayan valorado su arriesgada exploración de territorios más dramáticos (La reconstrucción), esta nueva aventura del director, esta vez a partir de un relato melancólico y futbolero de Eduardo Sacheri, puede generar algo parecido a una decepción. Historia de varones -tipos de barrio, fanas de Independiente y por cierto bastante machistas ("La única mujer que vas a amar en la vida va a ser tu hija", resume uno de ellos, ya que considera a la nena como su novia y a su esposa como su suegra)-, el fútbol constituye un tema central en su vida. Lo es incluso en éste, el momento más dramático de su relación, ahora que uno de los cuatro originales miembros del grupo (el que llamaban el Ruso) acaba de morir. La historia empieza precisamente en el cementerio. Y enseguida vuelve al fútbol porque el Ruso no ha dejado como legado para su hija más que un jugador de fútbol, bastante devaluado, teniendo en cuenta que se trata de un delantero que raramente emboca un gol, que ha ido a parar a préstamo a un modestísimo club de Santiago del Estero y es bastante improbable que se lo pueda negociar a uno del exterior para recuperar algo de los miles de dólares (todos los que tenía) que el fallecido invirtió en su compra, confiando en su futuro ya que alguna vez había pertenecido al seleccionado Sub 17. Lo peor es que los tres amigos (andan por los 40, pero en más de una ocasión se los ve actuar como adolescentes) han decidido hacerse cargo del ignoto Pittilanga, con la esperanza de que una venta les rinda lo suficiente para reemplazar al padre de la nena por lo menos solventando los gastos de su educación. Y por supuesto, piensan vigilar que ni uno de los presuntos billetes que deban invertir vaya a parar a manos de la viuda, no sólo porque el finado ya estaba dispuesto al divorcio, sino porque todos tienen de ella la peor de las opiniones. El film prefiere hacer hincapié en lo sentimental, lo que no siempre logra. Y si el interés del relato se sostiene a duras penas es gracias a la desenvoltura de los actores y al humor filtrado en algunas líneas de diálogo.
Trío de excepción para una tragedia Como en Capote, el film que lo hizo conocer (y le dio el Oscar a Philip Seymour Hoffman) y en El juego de la fortuna-Moneyball, que mereció seis nominaciones (incluidas las correspondientes a la mejor película y al mejor actor, Brad Pitt), Bennett Miller vuelve a revisar historias y personajes reales. Puede que la de este caso no haya cobrado demasiada notoriedad entre nosotros, pese a su espectacularidad, tanto por quienes la protagonizaron como por su infausto desenlace, pero, de todos modos, invita a ser parco a la hora de describirla. De todas maneras, una sombra de fatalidad se cierne casi desde el principio sobre la extraña relación que involucra al último y excéntrico heredero de una dinastía sinónimo de riqueza y poder y a dos hermanos, ambos campeones olímpicos de lucha libre, una disciplina por la que el millonario manifiesta un entusiasmo obsesivo, quizá tanto como el que alimenta sus delirios de grandeza y aún mayor que el que lo ha llevado a dedicarse a la ornitología. Luchador mediocre él mismo, aunque le han sobrado influencias para coleccionar trofeos, el riquísimo heredero de los DuPont quiere convertirse en entrenador del equipo olímpico norteamericano de lucha para los Juegos de Seúl de 1988 y para eso pone dólares (600.000 sólo para construir el gimnasio) y dominios a su servicio. Quizás, en el fondo busca la aprobación de su madre, la aristocrática dama que prefiere deportes más nobles, ama a los caballos y desprecia esas prácticas que juzga vulgares, pero el hecho es que convierte a Foxcatcher (el gigantesco establecimiento que posee en Pensilvania) en un ejemplar centro de entrenamiento e intenta asegurarse la incorporación de los dos hermanos ganadores del oro en Los Ángeles, que viven modestamente en el otro extremo del país. El mayor, Dave, ya casado y también entrenador, no quiere trasladar a su familia, y dice no. Al hosco y solitario Mark, en cambio, lo seduce la oferta y acepta la mudanza, aunque deba resignar el estrecho contacto con su hermano (menos robusto, pero más inteligente, que es también su maestro y no sólo en lo profesional). De las características de ese vínculo, el director Bennett Miller da una temprana e ilustrativa muestra, sin necesidad de palabras (como en muchos otros logrados momentos del film) en una magnífica escena de entrenamiento. A partir de entonces, el film pone el acento en la relación de poder que se entabla entre el millonario y su pupilo, de aspecto tosco, pero más frágil. Los dos se necesitan para creer en sus propios valores, pero las relaciones se vuelven más complejas, la convivencia más tensa y el malestar, visible cuando más tarde Dave se incorpora al equipo. Miller no intenta explicar ni dar respuestas; sólo explora, con gran minuciosidad, los vaivenes de ese complicado trío, tal vez con la esperanza de que a lo largo de ese detenido y sutil estudio de caracteres asomen algunas pistas que ayuden a esclarecer los múltiples conflictos y expongan los elementos que llevaron a su extraño desenlace. No faltan aquí codicia, delirio, ambición, ego, desesperación, diferencias sociales, muchos de los clásicos ingredientes de la clásica tragedia americana. Y si falta alguna ligazón entre ellos es porque el cineasta -ganador del premio al mejor director en Cannes- ha preferido concentrarse en la elaboración de los personajes y en el trabajo del elenco. Que es, a todas luces, admirable. Y tan homogéneo en su altísima calidad, que es difícil establecer diferencias entre los tres principales (Tatum, Ruffalo, Carell), aunque se comprende que sea este último -por su rotundo cambio de registro y su vistosa composición física- quien llame más la atención.
Para muchos franceses, La familia Bélier fue como un bienvenido regalo de Navidad. Una comedia familiar con todos los ingredientes que se esperan de lo que los norteamericanos llaman feelgood movies: producciones que contagian sentimientos agradables, prefieren apuntar a los aspectos más amables de la realidad y destacar sus costados más luminosos, transmitiendo mensajes positivos y esperanzadores. Sobre todo si en sus historias hay quien es capaz de enfrentar con fortaleza de ánimo y confianza indeclinable todos los obstáculos que le ha presentado la vida, y superarlos. Es parte de la convencional fórmula conocida, pero debe reconocerse que ha sido aplicada con apreciable mesura. Para los Bélier, por ejemplo, la sordera que padecen tanto los padres como su hijo adolescente no ha significado un impedimento para llevar adelante el pequeño establecimiento de campo en el que crían ganado y elaboran quesos y tampoco para despertar en el jefe de la familia alguna ambición política: disconforme con el desempeño del alcalde, está dispuesto a presentarse en las próximas elecciones, aunque para ello deba recurrir al auxilio de su hija de 16 años, que no sólo habla y además domina la lengua de señas (por lo que resulta la intérprete ideal para sus padres y su hermano), sino que acaba de descubrir que está extraordinariamente dotada para el canto. Este inusual talento -descubierto por un simpático profesor fanático de Michel Sardou, que quiere llevarla a concursar en París- puede acarrear algún problema para los Bélier, que son muy unidos y dependen de la chica para mantenerse en contacto con los vecinos y también con su clientela. Pero donde hay tanto cariño y tanta solidaridad como en esta familia ningún tropiezo es insalvable. Sencilla y generosa en situaciones y diálogos en los que no falta el humor (el profesor de canto que anima Eric Elmosnino aporta una buena dosis) y medida a la hora de apuntar a las emociones, la comedia tiene apoyo sustancial en un elenco admirablemente seleccionado. Si Karin Viard y François Damiens resultan especialmente encantadores como los dueños de casa, debe destacarse especialmente el brillo que aporta -como cantante y como actriz- la jovencita Louane Emera, ella misma surgida en 2013 de un certamen de televisión: el ciclo The Voice: la plus belle voix. "Maladie d'amour" y otras difundidas melodías de Michel Sardou, cuya popularidad en el mundo francófono se mantiene viva todavía, añaden algún atractivo nostálgico a la banda sonora.
Horror y humor. Por supuesto, del más negro, y en cierto sentido también bastante alarmante, puesto que en el fondo se propone mostrar cómo todos los seres humanos, llegado el caso, se atreven a enfrentar, en forma de apuesta, las más humillantes, degradantes y repulsivas bajezas, e incluso a sacrificar no solo su dignidad sino también su propia integridad física siempre que haya una abultada recompensa en dólares al cabo de cada desafío superado: el dinero, se infiere, todo lo vale. Aquí hay un dúo de ex compañeros de colegio perdedores y desesperados y un oscuro matrimonio sin escrúpulos pero con mucho dinero que disfruta asistiendo a su constante humillación. Más o menos la misma diversión que se le ofrece al público en esta pesadilla no muy edificante ni original pero realizada con oficio y bien actuada.
Una hija adolescente e inesperada Hace rato que Raoul Bova ha probado ser algo más que el galán sexy que, a los 43 años, sigue de moda en Italia. Ahora, ensaya la comedia en un papel a su medida: el de Andrea, un casi cuarentón coqueto y frívolo que disfruta de su pinta, de su soltería y de sus amoríos, preferentemente fugaces. Oportunidades le sobran; trabaja para una agencia de publicidad como experto en filtrar marcas comerciales en producciones de cine o TV; vive solo, o mejor: en compañía de un amigo desocupado, pero leal y respetuoso del papel (secundario) que le toca en el reparto de roles. La buena vida, pura libertad y pocos compromisos, va viento en popa para Andrea, hasta el día en que Layla, una jovencita de 17 años, irrumpe en su casa y dice ser su hija: una de la que nunca tuvo noticias y fue fruto de un encuentro juvenil y pasajero. La chica ha perdido a la madre hace poco, pero le quedó el diario íntimo de la fallecida en el que figura su historia y la identidad del que repentinamente deberá ahora asumir la condición de padre. El ADN confirma que el mundo de Andrea se llenará de complicaciones porque además Layla no llegó sola, sino con su abuelo materno, un veterano y estrafalario ex rockero, sonámbulo y a veces bastante sabio. Como podrá imaginarse, a partir de ahí, todo se alborota en torno a Andrea y no sólo por las inesperadas visitas y por los conflictos que se generarán entre padre e hija. Tragicómicas situaciones irán sucediéndose -algunas, con pizcas de sentimentalismo- aportando escasas sorpresas y una más bien exigua dosis de humor, aunque a los personajes -en especial los secundarios, entre los que, claro, también figura una bella profesora que influirá en la conducta del protagonista y lo hará madurar- no les falta cierta simpatía. Debe reconocerse que el film ahorra vulgaridades a la hora de hacer reír, pero de todos modos lo que ofrece -una historia liviana, previsible y generosa en clichés, esporádicos chistes, algunos giros emotivos, alusiones a Kubrick, Moretti, Spielberg y Richard Gere o a las publicidades introducidas en unos cuantos films famosos- parece poco para llegar a echar, como pretende, un soplo refrescante sobre la comedia italiana.
Inventiva y coraje La originalidad, la fuerza y la inventiva que Adirley Queiros expone en esta pieza única la colocaron en el centro de las atenciones en cuanto festival -Mar del Plata incluido- fue presentada después de su consagración en Brasilia 2014. Branco sai, preto fica no responde a las clasificaciones habituales del documental ni de la ficción. ¿Cómo considerarla un documental si en medio de los testimonios de dos de los protagonistas acerca de la brutal represión policial que sufrieron al cabo de un baile clandestino en los 80 y que les cambió la vida para siempre (uno está confinado a una silla de ruedas; el otro, obligado a llevar una pierna ortopédica), se presenta un extraño viajero que llega de 2073 a bordo de una suerte de rústico container, con la misión de reunir pruebas sobre la responsabilidad del Estado en esas y otras atrocidades cometidas contra negros y pobres? La imaginación, en cuyos desbordes podría quizá percibirse algún eco lejano de Glauber Rocha, es otro elemento sustancial que abre el camino hacia la ficción y aun hacia la fábula y la poesía y contribuye a liberarse de los rigores del documento y las limitaciones del realismo. No, El blanco afuera y el negro adentro no se parece a nada. Y de esa libertad creativa y ese coraje se nutre su apasionante originalidad. El apocalíptico paisaje en el que se desarrolla la historia, por ejemplo, ha sido totalmente creado por el director y su brillante diseñadora de producción, pero sobre la base de cualquier población al margen (y al servicio) de una gran ciudad, de modo que remite a los rasgos de cierta realidad suburbana, como las que abundan en el planeta. Lo documental ficcionalizado. El título reproduce la orden a la que respondían los policías a caballo cuando irrumpieron aquella noche de marzo del 86 en el famoso baile black que se desarrollaba en el Quarentão, el local de Ceilândia, el suburbio de la periferia de Brasilia donde transcurre toda la película. Y es lo suficientemente ilustrativo del racismo que recrudecía en esa época y que quizá no está tan extinguido como algunos brasileños querrían. Documento y ficción se mezclan tan estrechamente que no siempre el espectador puede distinguir -como en el caso del viajero en el tiempo, la condición de extranjería que se le atribuye al distrito federal o el violento desenlace- lo que es real de la pura invención. Y lo hacen desde el principio, cuando vemos llegar a su casa -ingeniosamente adaptada a su actual condición y encerrada en sugestivas rejas- al robusto Marquim, maniobrando su silla de ruedas, montar al primer piso, colocarse frente al micrófono que tiene sobre una mesa y relatar a los oyentes de su emisora un episodio sucedido en el pasado mientras se suceden fotografías que ilustran aquella negra jornada en la que todavía él era el responsable de la música, y su amigo Shokito-Sartana exponía sus habilidades de bailarín y coreógrafo. Ninguno de los dos ha cedido ante la desgracia ni abandonado sus vocaciones, lo que no quiere decir que Queirós se deje tentar por el miserabilismo ni que sus personajes cedan a la autocompasión. Al contrario: les sobra fortaleza de espíritu. Marquim sigue rapeando por la radio; el ex Sartana colabora con el perfeccionamiento de prótesis para quienes tienen necesidades similares a las suyas. Y no deja de practicar nuevas coreografías. Marquim no sólo se llevó de Brasilia el premio al mejor actor -uno de los once que mereció la película-, sino también el que reconoció otra de sus contribuciones fundamentales: la selección de la música (predominante negra, claro) que se oye en el Quarentão y en el film entero.
Claudel tras los pasos de Sautet No todo es tan armónico y calmo como parece en el día a día de Paul, el cotizado y prestigioso neurocirujano protagonista de esta historia en la que se hace muy visible la influencia de Claude Sautet. Basta que un incidente bastante banal altere la cómoda rutina de este sesentón adinerado y exitoso para que en él y, consecuentemente, en quienes lo rodean la paciente y bella esposa de la que sigue reposadamente enamorado y el amigo y colega que parece inseparable de los dos se pongan en duda muchas de las que hasta ahora se vivían como certezas. Lo que desencadena esta inesperada crisis existencial ni siquiera puede considerarse un trastorno. De un día para otro empiezan a llegar al elegante domicilio conyugal anónimos envíos de rosas rojas, casi al mismo tiempo en que una bella y misteriosa desconocida de 20 años (la sugestiva Leïla Bekhti), que se dice ex paciente del doctor, empieza a cruzarse repetidamente en su camino. Esa súbita irrupción femenina no genera en el hombre un interés erótico, sino, en todo caso, cierta inquietud, como si de pronto sintiera tambalear su hasta entonces confortable vida cotidiana y la plácida felicidad hogareña se revelara repentinamente frágil ahora que están aproximándose al invierno de sus vidas. Un titubeo en el pulso, un vago malestar interior, una sombra de alarma, cierta confusa irritación, son pequeñas señales de una turbulencia que de una u otra manera todos probablemente percibían pero preferían esconder o negar. Quizá les ha llegado la hora de preguntarse si el bienestar de que se han rodeado no los ha sumido en una especie de sopor, si han vivido realmente las vidas que soñaban vivir o si lo que creían felicidad fue apenas una larga y placentera modorra. Con la ayuda de actores tan excepcionales en su economía expresiva y su elocuente contención como Daniel Auteuil y Kristin Scott Thomas, Philippe Claudel expone con una sutileza que es su mayor mérito, aunque a veces de tan extrema roza lo incoloro, el vacío de lo cotidiano: la rutina del cirujano hecha de la jornada en el hospital, los partidos de tenis con su amigo de siempre, las noches de ópera, la armónica convivencia con una mujer a la que ama pero con quien poco dialoga. Ella acepta y quizá compensa tanta parquedad con la atención que el fiel amigo, que la ha amado desde siempre en silencio, está dispuesto a prestarle. En los pocos trazos con que dibuja al otro personaje masculino (Richard Berry, otro gran actor), Claudel muestra claramente cuánto aprendió de Sautet para pintar "las cosas de la vida" aunque haga aquí cierto abuso de lo no dicho y no siempre llegue en Antes del frío invierno a la penetración psicológica del maestro de Un corazón en invierno y El placer de estar contigo.
Inverosímil descenso al infierno El conocido formato del falso documental, con su cámara inestable y sus giros vertiginosos que tanto pueden generar intriga y angustia en el espectador como marearlo o producirle náuseas, encuentra aquí un escenario especialmente favorable para el terror: el de los antiguos pasillos subterráneos de piedra conocidos como las catacumbas de la capital francesa, donde yacen los restos de millones de parisinos. A esa macabra y ambiciosa expedición (en busca de la piedra filosofal) nos conducen una especie de Lara Croft arqueóloga, temeraria y obstinada, y su improvisado equipo de aventureros que emprenderán el obligado, trabajoso y macabro descenso colmado de peligros. Hay sobresaltos varios, un elenco pasable y torpes pretextos psicológicos, pero también risas involuntarias y poco para tomar en serio, aunque el ritmo es sostenido.
Para el olvido Víctima de un raro accidente -según cree-, Christine padece un extraño caso de amnesia. Cada mañana descubre que su memoria ha desaparecido. No sabe quién es, no reconoce el lugar donde está ni al hombre que ha dormido a su lado y dice ser Ben, su marido, el mismo que le explica que todo lo que su memoria pueda acopiar durante la jornada que se inicia se disolverá otra vez durante el sueño, de modo que mañana volverá a despertarse en la misma desesperante condición de vacío. Así dependerá otra vez de él para saber del mal que la aqueja, y de los recursos con que cuenta para arreglárselas cuando queda sola: por ejemplo, fotos que ilustran su pasado o carteles que resumen la mínima información sobre ella misma necesaria para hacer frente a la realidad de cada día; desde sus alergias hasta las tareas en las que podrá ocupar sus horas. Pero no es ésa la única ayuda que le acercan. Cuando Ben se va a trabajar, llega la llamada del doctor Nasch, un neuropsiquiatra que le cuenta que ha estado tratándola en secreto durante semanas, le ha recomendado llevar una suerte de diario grabado -un sucedáneo de la memoria ausente- y le ha dado otra explicación acerca del origen de su amnesia: no fue un accidente, sino la feroz golpiza que alguien descargó sobre ella como remate de un ataque sexual. La pobre Christine no sabe a quién creerle y el espectador tampoco, porque para eso se deslizan sospechas sobre los dos. Se comprende que el título original de la novela de S. J. Watson que fue best seller en Inglaterra y en una docena de países fuera No confíes en nadie. Lo que cuesta comprender es que Ridley Scott, comprador de los derechos, haya querido confiar su adaptación a Rowan Joffé, hijo de Roland, el realizador de La misión y Los gritos del silencio y, por lo que se ve, poco dotado para explotar la tensión y el suspenso que, cabe suponerse, eran elementos sustanciales del libro. También cuesta comprender que dos estrellas tan cotizadas como Nicole Kidman y Colin Firth se hayan comprometido con un guión tan torpemente construido en el que son infinitos los interrogantes que quedan sin responder y muchas más las incoherencias que se acumulan en busca de giros sorpresivos. En ese sentido, el desenlace (y con él la explicación de todo el enredo) resulta, además de improbable, próximo al grotesco. Si como adaptador a Roffé se le escapan tantas incongruencias, como director se muestra reiterativo, frío y manipulador. Ni Firth, con todo su oficio, ni una desorientada Kidman hacen mucho por rescatar este desatino.