Ronda ambiciosa y rebuscada La referencia a La ronda (la pieza de Schnitzler o la inolvidable película de Ophüls) es inevitable. Puede entenderse 360 como una ronda en versión modernizada y adaptada al mundo globalizado de hoy en el que todos somos, de alguna forma, vecinos de todos. Si algo tiene el film de Fernando Meirelles de actual, más allá del vistoso panorama de ambientaciones chic que propone con sus saltos de ciudad en ciudad y su preferencia por las superficies vidriadas es que remite al vagabundeo que tanto propicia la navegación por Internet con su múltiple oferta de links. Sucede a menudo, cuando se entra en la Red sin objetivo definido, que un sitio lleve a otro y a otro y a otro más, en una cadena que se va eslabonando por azar, o según una sucesión de elecciones tomadas más o menos precipitadamente, y se prolonga sin rumbo ni destino hasta que, al dar el viaje por concluido, se descubre no sólo que no se ha llegado a ninguna parte sino también que el saldo de tanto curioseo es igual a cero. Los 360 del título avisan que la ronda se ha vuelto internacional, más próxima a González Iñárritu que a Schnitzler. Ahora, los eslabones -los personajes que antes eran gente de distintas clases y condiciones en el fin de siglo vienés y se engarzaban en sucesivas parejas respondiendo al impulso sexual-cruzan fronteras. De una prostituta eslovaca en Bratislava a un ejecutivo inglés en Berlín en franco plan de aventura y de la esposa de éste, enredada con un brasileño en Londres, a la bella compatriota que lo abandona y se vuelve a Río vía Estados Unidos, y así. En la ronda entrarán muchos otros personajes, casi todos víctimas de parecidos malestares (angustia, culpa, frustración, depresión): un romántico dentista musulmán, un mafioso ruso, un abusador sexual recién salido de la cárcel, un guardaespaldas, un padre que todavía anda en busca de su hija, desaparecida hace años, y un par de chicas sensatas pero tan ingenuas como para trabar relación inmediata con dos desconocidos. Para ligar este heterogéneo y bastante rebuscado muestrario humano, el libretista Peter Morgan ( La reina , Más allá de la vida ) elige subrayar un mensaje obvio: la importancia que tiene para cada ser humano tomar sus propias decisiones. En la superficie, 360 luce sus brillos, obra de un realizador, Fernando Meirelles, muy dado a un lenguaje que busca sofisticación con hipérboles, montaje artificioso, pantalla dividida y empleo efectista de la música. Cuenta con el atractivo de su elenco, con un Anthony Hopkins que tiene oportunidad de hacer su show, mientras Rachel Weisz y Jude Law optan por la mesura y Ben Foster, por la exuberancia gestual. Pero como suele suceder en este tipo de productos el dibujo de los personajes es sólo esbozo y la superabundancia de conflictos lleva a sacrificar la credibilidad: las notas falsas abundan. Es como en Internet: el vagabundeo puede resultar un poco entretenido mientras dura, pero al final lo que queda es poco y nada.
Como un espejo insidioso, atrevido y revelador. Así actúa sobre Anne, una burguesa profesional, madre de familia y periodista freelance, el objeto de la investigación que le han encargado. El tema son las jóvenes que han elegido la prostitución como medio para pagarse los estudios y, además, para alcanzar una situación económica desahogada que les permita satisfacer las necesidades de consumo que el mundo actual ofrece como garantías de felicidad. Las protagonistas de este fenómeno creciente nada tienen que ver con el cliché de la prostituta sufrida y maltratada que han frecuentado la literatura y el cine; aquí no hay rufianes ni madamas, y el trabajo no sigue otras reglas que las que ellas mismas acuerdan con sus clientes. Las dos que Anne contacta y con las que mantiene sucesivas entrevistas (una, francesa de origen modesto y lectora de Proust; la otra, inmigrante polaca que apenas conoce rudimentos del francés) cuentan historias similares: empezaron porque era la manera más fácil de conseguir fondos para pagar vivienda y estudios; después se hicieron adictas al dinero que les permite responder a las tentaciones de la sociedad de consumo. Y no niegan que, más allá de las prácticas escabrosas que les proponen algunos de sus clientes, también encuentran placer en el ejercicio de una profesión de la que por supuesto nada saben sus familiares o novios. A estos personajes que Annaïs Demoustier y Joanna Kulig prestan belleza, frescura y naturalidad puede faltarles algo de credibilidad, pero lo importante es que el film se atreve a hablar de un tema tan espinoso como la prostitución, de internarse sin temores en la sexualidad femenina y -al confrontar las experiencias de las entrevistadas (y su actitud despreocupada) con la de la periodista- extender su observación al lugar que el mundo actual reserva a la mujer. La visión de la directora y coguionista polaca Malgoska Swmowska se concentra en la madre de familia (aparentemente) modelo para percibir cómo los testimonios de las muchachas y sus perturbadoras confidencias ponen en cuestión las serenas certezas de la periodista, cómo la colocan cara a cara con su propia intimidad, con su propia vida. Es una revelación dolorosa que podría pecar de simplismo si no fuera por el espesor que Juliette Binoche confiere a Anna y al intenso compromiso y la riqueza de matices con los que transmite la toma de conciencia que vive el personaje. El film -que incluye imágenes cuya crudeza y explicitud no son precisamente recomendables para todo tipo de público- se desarrolla en tres planos, no siempre claramente engarzados por el montaje: uno abarca la jornada de la acción actual en la casa de Anne y da cuenta de su realidad cotidiana y de los arduos preparativos de una comida de negocios que su marido considera importante; el segundo, las entrevistas que ella ha mantenido a lo largo de un tiempo no precisado con las dos chicas; el tercero ilustra varios de esos relatos poniendo en escena los encuentros de cada una de ellas con sus clientes (ocasionales o frecuentes). En este sector, claro, es donde predominan las imágenes más fuertes. Sin embargo, es probable que resulte mucho más perturbador y provocativo el rostro en primer plano de Juliette Binoche en la escena clave de su autosatisfacción.
Con un título que no parece el más tentador para amantes del cine de acción, ahí está otra vez Mel Gibson haciendo lo que mejor sabe hacer: un vertiginoso festival de violencia con venganzas, persecuciones, disparos, matanzas, delincuentes de toda laya y sangre, mucha sangre. Cuando aparece, bajo la máscara de un payaso, conduce un auto a toda velocidad junto a la frontera de México, mientras es perseguido por las policías de los dos países a uno y otro lado del escandaloso muro. Tiene por qué. Como en un film de Tarantino, el robo ya se ha consumado cuando la acción se inicia, los ladrones están en plena huida y hay un compinche herido cuya sangre está ensuciando los verdes billetes (muchos) que traen como botín. Claro que el muro es interminable e infranqueable, de modo que lo único que queda es elegir de qué lado de la frontera es preferible ser atrapado. Ya se verá cómo pasar al otro lado. Pura adrenalina desde el principio, pues. Y del otro lado, un destino seguro: la cárcel. Pero no cualquier cárcel: ésta se llama El Pueblito, porque a su natural superpoblación suma cantidad de inquilinos, generalmente familiares de los presos, y también porque todo transcurre ahí como en un pueblo amurallado, del que algunos privilegiados pueden salir a veces con permisos no autorizados por juez alguno ni con la promesa de asistir a algún acto cultural, pero con el compromiso de volver bajo pena de ejecución inmediata. En fin, un miserable infierno carcelario con sus jefes propios, sus jerarquías bien establecidas, sus personajes temibles, su abundante provisión de armas y con toda la sordidez que pueda imaginarse. No hace falta decir que antes de encerrarlo en el pueblito del caso, algún pícaro agente de la ley le birló los dólares, y ahora el gringo sin nombre (¿homenaje a Clint Eastwood, a quien también le regala una graciosa parodia?), sin identidad y sin huellas digitales tendrá que arreglárselas para escapar, encontrar al corrupto y recuperar los billetes. De paso, también podrá aprovechar para saldar otra cuenta pendiente: sueña cada noche con matar al hombre que le robó la mujer. Pero a un bandido tan completo, tan experimentado y tan astuto como Mel Gibson le sobra energía, inteligencia y valor para afrontar una misión más, así que no demora en hacerse cargo de la protección de un chico de 10 años con el que traba relación, que alguien tiene en la mira como posible donante de un órgano y en quien descubre un alma bastante gemela. Con la ventaja de que es hijo de una mexicana brava pero linda, sexy y viuda. Todo listo para que se arme el alboroto, al cabo del cual, tras unos cuantos apuntes de humor, muchísima pólvora e infinidad de cadáveres, el héroe salga indemne a disfrutar por fin de las vacaciones, orgulloso del deber cumplido. Y para que los fans que prefieren al viejo Mel como héroe de acción y están dispuestos a festejarle tretas y proezas (por muy increíbles y repetidas que parezcan) se vayan del cine satisfechos de haber pasado un rato entretenido gracias a una película que habrán olvidado apenas lleguen a casa.
La Franja de Gaza no parece el territorio más apropiado para hacer humor. Sin embargo, la absurda historia del cerdo que cae en la red de un infortunado pescador y le trastorna la vida de las maneras más inesperadas se atreve a utilizarlo y convertirlo en su arma más valiosa para proponer -en clave de fábula, claro- un mensaje pacifista. Obviamente un ejemplar de esa especie no es el huésped más bienvenido en ninguno de los dos lados de la conflictiva frontera, de modo que el insólito regalo con que el azar parece haber creído premiar al desdichado que casi todos los días apenas consigue un puñado de escuálidas sardinitas para sobrevivir resulta pura complicación. ¿Quién puede querer comprar un chancho? Ni pensar en el delegado de las Naciones Unidas, quizás el único que no es musulmán ni judío, pero estuvo al borde del ataque de nervios cuando se lo insinuaron. Quizá los rusos de una colonia vecina, pero ¿cómo llegar hasta ellos con una bestia de 50 kilos y atravesando una región en la que todos la consideran un animal impuro? A falta de otro comprador, ¿qué queda? ¿Eliminarlo? ¿Esconderlo? Imposible. La solución, por lo menos temporal, será mucho más disparatada y estrafalaria aunque durante algún tiempo rendidora. Pero con ella también vendrán la multiplicación de los trastornos para Jafaar (sólo la fábula puede salvarlo) y la comprobación de que no son tan pocos los parecidos entre israelíes y palestinos. Film desparejo y sin exageradas pretensiones, Cuando los chanchos vuelen bordea la comedia a la italiana, la farsa con aspiración poética y la tragicomedia, y vira sobre el final hacia la fantasía para subrayar su ánimo conciliador, sin poder evitar del todo que ese desvío implique algún sacrificio de su ligereza. Pero es en el humor donde residen los principales aciertos del film. En su debut como director, Sylvain Estibal, que viene de la literatura de aventuras y del periodismo (y por eso conoce bien el conflicto árabe-israelí), echa una mirada serenamente irónica sobre la situación en Gaza, sin esconder la violencia pero sin tomar otro partido que el de los que, como seres humanos, la padecen todos los días. En cambio, prefiere atender a las coincidencias. Por ejemplo, la que acerca al soldado israelí instalado en la terraza de la casa del pescador y la mujer de éste, Fatima: una telenovela brasileña que miran juntos y de la que el soldado toma ejemplo cuando las cosas se ponen difíciles para el matrimonio: "Si en Brasil todo termina bien para los desdichados protagonistas de la novela, lo mismo puede suceder entre otros desdichados como nosotros". En el elenco los que más se lucen son Sasson Gabai, el irreemplazable protagonista (que también lo fue en La visita de la banda), y Ulrich Tukur (La vida de los otros, La cinta blanca), divertidísimo en su breve escena del estallido nervioso.
Es, antes que nada, un acierto de producción. Todo luce atractivo aquí: la propuesta prometedoramente picante del tema -dos modernos matrimonios que se atreven a jugar al intercambio de parejas-; el elenco encabezado por un cuarteto de figuras tan convocantes y carismáticas como experimentadas en la comedia; los elegantes ambientes de clase media alta en que se mueven los personajes: dos cirujanos amigos y socios en una sofisticada clínica de Puerto Madero, la dueña de una refinada boutique y la bella meteoróloga que todas las noches anuncia el pronóstico del tiempo por TV. La tentadora oferta trae además el antecedente de Igualita a mí. Se descuenta que habrá imágenes placenteras, humor, picardía y entretenimiento ligero. Y los hay, sobre todo en la primera parte, cuando de lo que se trata es que un matrimonio -el presuntamente más liberado- consiga convencer al otro del efecto benéfico que ha producido en ellos (su relación es hoy tan lozana y apasionada como el primer día) la concreción de sus fantasías eróticas: son swingers y los invitan a compartir con ellos la experiencia. Claro que se trata de una decisión que hay que tomar de a dos, y en este caso hay uno que se niega. De la firme resistencia a extender sus horizontes sexuales nacen muchas situaciones graciosas, pero también la pregunta que se traslada a la platea. ¿Cómo reaccionaría cada uno ante una situación similar? La película toma algunas precauciones para no herir susceptibilidades: emplea una cámara relativamente pudorosa cuando llega la hora de las situaciones más arriesgadas y elige que la audacia se concentre en el lenguaje franco, directo y verosímil de los diálogos. Y sobre todo intenta evitar cualquier juicio moral respecto de las conductas de los personajes: los dos swingers experimentados (Peterson, Minujín); la bella esposa (Julieta Díaz) que al cabo de años de matrimonio (tienen un hijo de 14) aspira a tonificar una relación que se ha ido estancando en cierta rutina y confía en que una vida sexual más libre redundará en beneficio de la pareja, y el marido (Adrián Suar), que se resiste, hasta donde se lo permite la presión del entorno, a cualquier experiencia "novedosa" en el terreno sexual. Hay aquí algunas observaciones ingeniosas sobre los tabúes, los miedos y el comportamiento de los humanos en la intimidad. Los cuatro se lanzarán por fin al juego, convencidos de que éste involucra sólo al cuerpo y de que importa menos el sexo que la concreción de las fantasías. La realidad les marcará otro rumbo ni bien descubran que el sentimiento puede colarse como invitado imprevisto. La comedia cede entonces ante el conflicto y abre paso a la emotividad y al desenlace moralizador. Las dos parejas de la ficción se han arriesgado a un planteo que al final los lleva a comprometer lo que no estaban dispuestos a poner en juego. Al film parece pasarle algo parecido. El atrevido desafío que parecía proponer en un principio termina disolviéndose en un final tranquilizador. Lo que no impide que exhiba aciertos, sobre todo en el plano actoral, donde se lucen por igual Suar (en un papel a medida); Carla Peterson y Julieta Díaz (pura belleza, gracia y talento) y el impecable Juan Minujín.
Césped más o menos cuidado; piso de tierra, polvoriento o barroso; en pocos casos, césped sintético; calor sofocante en ciertos lugares, en otros, tanto frío que los jueces de línea están autorizados a usar pantalones largos. Y además, el viento que gobierna a su antojo el rumbo de la pelota. Pero no hay obstáculo que pueda con la pasión del fútbol, la misma en todas partes, aunque aquí se esté muy lejos de los millones y el ruido mediático de Primera. Este es el ascenso en todas sus categorías, de los que están cerca de los campeonatos donde militan los grandes hasta los de aspiraciones más modestas. Federico Peretti conoció de cerca ese mundo como fotógrafo de la revista Ascenso y dedicó años a registrarlo. Lo que vio fue no tanto el sacrificio en el que suele hacerse hincapié cuando se habla de jugadores que dividen su tiempo entre el trabajo para ganarse la vida y la obligación deportiva, sino el amor que hay detrás de esa elección. En general, se juega por placer: el sacrificio no es tal. Ni para el colectivero de Kimberley ni para el taxista que es árbitro, ni mucho menos para los del equipo penitenciario de Campana, en el que conviven presos y carceleros, o para el periodista radial que relata desde la tribuna con un equipo precario, ni para el hincha. Cuestión de amor, de pertenencia. Aquí no se ve mucho fútbol porque lo que interesa es ese fenómeno humano que Peretti plasmó primero en un libro de fotos, testimonio de su sensibilidad plástica, y ahora en este primer film. En cambio sí se ve el espíritu que anima a todos los que se comprometen en un proyecto común. Porque no se trata sólo de la búsqueda del éxito. Es cuidar a la criatura que han contribuido a crear, a sostener; desde cualquier función, del dirigente al utilero, del técnico al que fabrica banderines o al hincha que nunca falla. Todos tienen oportunidad de manifestarse en este documento sencillo pero sentido, cuya única nota discordante es el tramo dedicado al descenso de River, cuya historia, con todo lo dramática que pudo haber sido, poco tiene que ver con el tema central de la película.
"Soy irascible, impaciente, terca", exagera sus defectos Aung San Suu Kyi en diálogo con su marido durante una escena ya próxima al demorado final. Ninguna manifestación que avale tales rasgos se ha visto hasta entonces, ni se la verá, tal vez porque la película que Luc Besson dedica a la militante pacifista birmana (reconocida con el Premio Nobel de la Paz por su lucha a favor de la democracia y su tenaz oposición a la dictadura militar que gobernó su país entre 1962 y 2011), atiende sobre todo al ícono popular envuelto en un aire de santidad tras el sacrificio que padeció en sus largos años de forzado aislamiento. Se le escapa en cambio el complejo, apasionado ser humano que hay detrás. El film la retrata con la silenciosa elegancia de Michelle Yeoh, serenamente imperturbable, sin ceder jamás al abandono ni dejarse llevar por la ira. Por mucha que sea la perversidad (un poco caricaturesca) de los opresores. Suu, como la llaman entre los suyos, mantiene la esperanza. También se subraya su fortaleza, quizás heredada del padre, Auyng San, el líder nacionalista cuya actuación fue decisiva para asegurar la independencia de Birmania y que terminó asesinado por sus rivales del ejército en 1947. Precisamente en esa jornada aciaga se inicia el relato. La niña ha pedido a su padre un cuento y él, antes de partir para un compromiso político, le resume la historia de su país como una suerte de cuento de hadas donde hubo un paraíso hasta que llegaron los invasores, que se llevaron todo y multiplicaron la pobreza y la desdicha. Cuando se despide, le coloca en el pelo una orquídea, símbolo de la paz, que quizás ella interpreta como un legado. Así debe de ser porque el film poco habla de la evolución de la protagonista, ni del nacimiento de su vocación política. Y es muy sucinto a la hora de definir todo lo demás, desde su relación con Michael Aris, el universitario británico de Oxford con el que se casó y tuvo dos hijos, y el nacimiento de su vocación política, hasta la evolución de la historia birmana, en la que ella jugará un papel tan decisivo. El film, que confirma el oficio de Besson y su sensibilidad visual, también demuestra que en términos narrativos prefiere los clichés y los planteos esquemáticos, lo que puesto al servicio de una biopic despoja al film de verdad y de vibración humana. Cada escena sólo enuncia una situación. Héroes y malvados resultan tan unidimensionales que es difícil percibir progresión, tensiones, y mucho menos grandeza épica, a pesar de los esfuerzos del músico Eric Serra. Casi todo el relato luce monótono, impersonal, falto de emoción. Salvo tal vez en el único sector en que Besson parece comprometerse un poco más: el melodramático, en especial cuando el compromiso de la protagonista con la lucha por la democracia le impone elegir entre su amor por el marido enfermo y el abandono de la causa patriótica. Es algo.
La historia individual también tiene todavía mucho que aportar a la revisión de los años más negros de nuestro pasado reciente. Probablemente destinado a generar debates, este film en torno de la historia particular de una ex guerrillera tiene la virtud de despojarse de prejuicios y de posturas dogmáticas y atender al relato -en última instancia la película es sólo (¿sólo?) el autorretrato de un ser humano cuya vida ha pasado por circunstancias y episodios poco comunes-, a sabiendas de que es en la compleja variedad de las zonas grises (y no en la cómoda simplificación del blanco y negro) donde se encuentran mejor explicados los comportamientos humanos. Las cuentas del alma ya las había hecho Miriam P. cuando aceptó recibir, en 2008, al director Mario Bomheker, que la conocía por vínculos sociales y siempre tuvo presente su caso desde aquella conferencia de prensa difundida por la dictadura en marzo de 1976, donde ella se declaraba arrepentida. Había sido apresada en enero de ese año en Tucumán junto con su esposo, Walter, y después de la confesión se la supuso desaparecida. Enterado en 2007 de que la ex guerrillera del ERP estaba viva y residía desde 1983 en Israel, emprendió la búsqueda. En la entrevista que el film recoge en un estilo austero, que soslaya los cambios de plano y los movimientos de cámara, desecha prácticamente el material de archivo y reduce al máximo el papel del que interroga, Miriam expone su historia. Pero no se limita a su participación en la guerrilla, a la que llegó tras vincularse con otros grupos juveniles en los que halló pertenencia y contención, sino que se extiende al antes y al después personal. Desde la infancia, como miembro de una familia judía de Córdoba y criada -tempranamente huérfana- dentro de esa comunidad, hasta este presente en Israel, donde ha desarrollado una nueva vida, tras la extraña y prolongada peripecia que vivió, en Paraguay y bajo una identidad falsa, después de sortear la muerte a cambio de su declaración pública. Lleva allí casi 30 años y ha podido hacer su propio y doloroso examen de conciencia y reflexionar tanto sobre la responsabilidad que le cabe en cada una de sus decisiones del pasado como sobre la ideología y la violencia y sobre los valores que sigue defendiendo, y en especial sobre las múltiples y complejas causas del proceso que dio origen a los movimientos de liberación y que culminó en la dictadura y el terrorismo de Estado. Bomheker interpretó que su testimonio -en más de un momento conmovedor- ayudaba a extender el campo de indagación para entender mejor una época capital de nuestra historia y favorecer la formación de una memoria social colectiva. Por eso, despojó la entrevista de accesorios innecesarios. La propia historia es suficientemente interesante para que basten la expresiva imagen de Miriam, su voz y sus palabras. A lo que hay que sumar el valor de las cuestiones que plantea (y aun de los interrogantes que pueda sugerir) para enriquecer un debate que sea de verdad honesto y abierto.
Para tiempos de crisis, nada mejor que un cuento de hadas que haga olvidar por un rato la desazón y la incertidumbre e invite a perderse en un mundo en que todos los conflictos se resuelven con sonrisas. Aquí, las diferencias sociales (y raciales) se diluyen poniendo un poco de buena voluntad; todos están dispuestos a privilegiar lo que une y descartar lo que separa, y la amistad es el santo remedio que lima diferencias, o las suprime. Un film, en fin, con todos los ingredientes para convertirse en éxito popular porque hace reír, entretiene, emociona, distrae, y a su historia complaciente y divertida suma la contagiosa química de un par de actores notables: François Cluzet, maestro en la comedia tanto como lo ha sido en el drama, y Omar Sy, cuya simpatía, verdaderamente irresistible, lo ha convertido en personaje favorito de los franceses. Además la película lleva ese sello que opera como certificado de autenticidad: está basada en una historia real, y la presencia de sus verdaderos protagonistas en un plano final viene a atestiguarlo. Claro que Toledano y Nakache, sus hábiles autores, no dejaron detalle por retocar y añadir para satisfacer a la mayoría. En el centro está la clásica pareja despareja. Uno, Philippe, es un aristócrata millonario, culto y de gustos refinados, que como resultado de un accidente cuando volaba en parapente quedó tetraplégico y apenas puede mover la cabeza. El otro, Driss, un muchacho negro de suburbio, atlético y desenfadado que acaba de salir de la cárcel e intenta vivir del seguro estatal. Disminuido físico uno, disminuido social el otro, ambos hartos -de la lástima el primero, de la discriminación el segundo-, hacen de esa concidencia el punto de encuentro. Driss será contratado por Philippe, se instalará en su mansión para estar a su exclusivo servicio, aprenderá a asistirlo en todo lo que necesita, es decir todo y jamás tendrá para con él un gesto de piedad. Phillippe lo agradece. Con Driss aprenderá a reírse de todo. Está claro desde el prólogo, cuando los dos se burlan de la policía en una escena que bien podría haber animado Gassman en otros tiempos. Para entonces -el film vuelve atrás para narrar el origen de la relación- ya son amigos, compinches, inseparables. La humanidad que Cluzet y Sy confieren a sus personajes disipa el cinismo que podría verse en el humor que la película emplea a veces, y hasta distrae de la manipulación marketinera que está detrás de casi toda la historia, incluidos sus apuntes demagógicos, como la escena del concierto, descartado por aburrido cuando la black music de Driss empuja a la elegante concurrencia a seguirlo en el baile o cuando se apela a lo sentimental sobre el fin, en busca de un remate para la tierna relación. Lo importante es siempre complacer. Y hay que reconocer que en el operativo se ha puesto bastante gracia.
Con el título basta, pero además están esas primeras imágenes que lo anticipan todo. El clásico grupito de muchachos y chicas está exultante, lo que significa que en pocos minutos más lo que ellos suponen que será un viaje inolvidable por las capitales europeas (que culminará en Moscú, cuando la única parejita consolidada de la pandilla formalice su compromiso) se convertirá fatalmente en pesadilla. Alguna encarnación del mal se ensañará con ellos, y el espectador tendrá, otra vez, la oportunidad de apostar a ese juego clásico impuesto por cierto cine de horror: "¿Quién es el próximo que va a morir?". En este caso, no se trata de adolescentes irreflexivos y precipitados, sino de jóvenes más mayorcitos, lo que no impide que actúen como verdaderos cretinos, siempre dispuestos a tomar la decisión más imprudente. Así les va. Por ejemplo, cuando en Kiev resuelven hacer "turismo extremo" y contratar una excursión a Prypiat -la ciudad donde antes de la catástrofe residía el personal de Chernobyl, hoy convertida en ciudad fantasma- y comprueban que no está tan deshabitada como se presume. Peor le va al espectador cuando la pesadilla se prolonga. Porque aparte de un oso y algunos perros feroces y del riesgo de contaminación, el peligro, es decir el enemigo, el monstruo, el demonio o lo que sea que amenaza a los viajeros no se ve, sólo se hace oír en la banda sonora, generosa en ruidos. El director debutante Brad Parker está muy ocupado, cámara en mano, agitándola de un lado a otro para evitar que se lo descubra en una densa oscuridad apenas interrumpida por el haz de una linterna igualmente movedizo. Lástima que ese recurso impida entender qué está pasando y mantener algún interés en una historia que se vuelve cada vez más ilógica, repetitiva e incoherente, cuando no disparatada. Parker desperdicia los sugestivos escenarios hallados en Hungría y en Serbia; sólo busca repetir (sin mucha fortuna) la estética del falso documental a la manera de The Blair Witch Project y sus innumerables herederos. El "sorpresivo" final no compensa tanta mediocridad.