¿Qué hay bajo la superficie de esta respetable clase media croata que circula por las elegantes calles de Zagreb? Vida urbana, como en todas partes; ajetreo, obligaciones, rutina; gente que ha dejado atrás un pasado doloroso -aunque algunos vestigios quedan todavía- y que está dispuesta a no tomarse las cosas demasiado en serio. El goce sensual de la vida está en su idiosincrasia y es lo que manda: la búsqueda constante de novedad (léase nuevas pasiones o amoríos) puede traer consecuencias desdichadas, pero parece ser la única manera de romper las reglas y salirse de lo establecido. El adulterio se vive aquí como una rebelión contra el conformismo. Y lo practican casi todos en el grupo de personajes de mediana edad que el veterano Rajko Grlic pone a jugar este juego de infidelidades, engaños, dobles vidas y secretos entreverados. En el centro, en principio, hay dos hermanos: uno, el mayor, que se fue a estudiar a los Estados Unidos en los tiempos de la guerra, es ahora un nuevo rico, siempre mujeriego e hipocondríaco, que tiene una esposa a la que no puede dejar embarazada y una familia paralela escondida en la misma ciudad. El otro, profesor, más bohemio y pobre, pero igualmente inmaduro, acaba de ser abandonado por su mujer, que se cansó de sus infidelidades (las alumnas son una tentación) y ahora prefiere la compañía de un galán más joven, que tiene la mala costumbre de apostar el dinero (que ella le provee) a los pies de Messi o de cualquier otra estrella del fútbol europeo. El film comienza en clave de humor negro con la muerte del padre de los dos hombres, y a partir de ahí propone pequeños retratos de cada uno de los personajes involucrados en esta especie de ronda un poco vodevilesca, graciosa y siempre agridulce. Grlic define cada perfil psicológico menos a través de diálogos o de actitudes que observando a cada uno en la intimidad de sus encuentros eróticos (las escenas pueden ser osadas pero no vulgares) y prestando especial atención a los detalles. El adulterio, que es la materia prima más abundante en el relato, está despojado de cualquier dramatismo: se lo ve como una realidad de todos los días. Y si las consecuencias pueden ser a veces graves o crueles, el director evita cualquier subrayado. Más allá de algunos altibajos, el tono agridulce se mantiene durante todo el film, que apenas sugiere la intención de abordar alguna reflexión más profunda, por ejemplo si se vincula el tema de las identidades de los hijos con el caos en que la guerra sumió a los países que integraban Yugoslavia. De todos modos, un par de revelaciones que asoman sobre el final y el clima melancólico que domina esa escena confirman que la comedia de Grlic no se proponía ser tan ligera ni tan risueña como parece. El elenco encabezado por Miki Manojlovic luce su familiaridad con este tipo de humor tragicómico que ha sido muy frecuente en el cine de los países del este europeo, y es un verdadero puntal de la película.
Ni tan divertido como podían haber esperado secretamente los fanáticos de los hermanos Farrelly (Tonto y retonto, Locos por Mary) ni tan desastroso como pudieron haber temido los eternos seguidores de Los Tres Chiflados (todavía los hay y no todos son veteranos víctimas de la nostalgia), este intento de recrear las andanzas cómicas del famoso trío empleando a tres actores que los imitan supone una experiencia un poco desconcertante o, por lo menos, extraña. Aquí hay tres intérpretes -meritorios, seguramente- que copian los gestos, los trucos, los golpes, los topetazos y las torpezas que integraban ese repertorio de humor físico de los Stooges que hizo reír a varias generaciones. Es decir que procuran representar la simplicidad y la frescura que en los originales era marca registrada, en una serie de episodios actuales más o menos enhebrados por un delgado hilo argumental. Una operación que a los Farrelly les llevó muchos más años de los que cabría imaginar a la vista de los resultados, bastante desparejos en materia de eficacia cómica, más allá del desempeño de Sean Hayes (Larry), Chris Diamantopoulos (Moe) y Will Sasso (Curly). Los auténticos Tres Chiflados prefirieron siempre los films de corta duración, seguramente porque eran conscientes de que su tipo de humor -una sucesión de gags físicos- lucía mejor en dosis breves: la prueba está en los 200 cortos televisivos que han quedado como su mejor herencia. Y tenían razón. Noventa minutos de empujones, cachetadas, revolcones, corridas, desatinos y chistes tontos pueden terminar siendo agotadores, aunque haya ritmo y algún gag eficaz. La solución a la que recurrieron los Farrelly, dividir el largometraje en tres capítulos, no resuelve el problema de fondo pero proporciona alguna variedad. En el primero, los tres aparecen como chicos abandonados en un orfanato a cargo de monjas, algunas tan dulces como Jennifer Hudson; otras tan agrias como la temible Hermana Mengele, que vigila la disciplina y por eso tiene el vozarrón y el aspecto viril de Larry David. Ya muestran sus problemas de conducta. En el segundo, más creciditos, tienen que dar una mano en el edificio, pero no han cambiado demasiado, como se ve cuando tienen que subirse al techo de una capilla para reparar la campana. En el tercero, llega la crisis y con ella cierto eco de Los hermanos caradura y la necesidad de conseguir 830.000 dólares para salvar al orfanato de un inminente desalojo. Los tres (tienen 35 años) salen por fin al mundo y se topan con una dama opulenta que los contrata para que maten a su marido, lo que da origen a una serie de catástrofes. La puesta al día que proponen los realizadores no va mucho más allá de incorporar a Facebook, al iPod o a los reality shows. Ya se sabe que la sutileza no es un rasgo característico de los Farrelly. Tampoco aquí, donde no falta alguna dosis de vulgaridad y el verdadero ingenio escasea. Al final se explica a los chicos cómo los constantes golpes que los Tres Chiflados reparten entre ellos o entre quienes se mueven a su alrededor son sólo trucos (martillos de goma o piquetes de ojos que apuntan a la frente, por ejemplo), que no lastiman a nadie. En eso también imitan a los originales, que en una época solían explicarles a los chicos cómo producir sonoras cachetadas sin que a nadie le dolieran.
Si será perturbadora la situación en que viven los habitantes del departamento 143 que se hace necesaria la presencia de todo un equipo de especialistas en fenómenos paranormales. Lo que más inquieta al dueño de casa -un viudo desocupado y padre de dos hijos: una chica adolescente y un varón de 4 años- y desconcierta a los investigadores es que los extraños sucesos no pertenecen al lugar: han venido con ellos desde que se mudaron en un primer intento (vano) de escapar del acoso. El científico que encabeza el grupo no duda: no se trata de una casa embrujada; lo más probable es que los fenómenos -ruidos de incierto origen, objetos que se mueven, sombras, llamadas telefónicas- estén relacionados con algún integrante de la familia. El que tampoco duda es el espectador: desde el principio sabe que se trata de otro más de esos falsos documentales que usan y abusan de la cámara en mano para hacerlo vivir el clima inquietante, sobresaltarlo de vez en cuando e involucrarlo en la investigación. Los expertos han traído innumerables cámaras que han instalado por todas partes para no dejar rincón de la casa sin vigilar, además de toda clase de dispositivos para localizar el origen de los sonidos y sofisticados detectores de movimientos. El espectador sabrá también, pronto, muy pronto, que la firma del autor de Enterrado (Rodrigo Cortés) en el guión no garantiza originalidad. Esta historia que combina fantasmas, apariciones, estallidos de histeria, esquizofrenia, levitación, posesión, infinidad de efectos sonoros presuntamente alarmantes y una oscura historia en el pasado familiar parece un reciclado de materiales utilizados en otros films del género. El largo monólogo del personaje central (con el que Kai Lennox convierte en festival de afectación lo que debió haber sido un show de aptitudes histriónicas) informa sobre aquel secreto del pasado, mientras el grupo multidisciplinario intercala las necesarias (y abundantes) explicaciones, aun cuando los fenómenos paranormales ya han sembrado el caos en toda la casa. No ayuda mucho que el director Carles Torrens intente sorprender y asustar con sobresaltos ya demasiado familiares para el espectador. En cuanto al elenco, debe reconocerse que Michael O'Keefe, el jefe del equipo de especialistas, intenta compensar con su sobriedad el estilo sobreactuado que adoptan sus compañeros, excepción hecha de Rick González, que no se toma el personaje tan en serio y logra aportar un poco de bienvenida frescura.
En una escena que queda grabada por su significativa elocuencia (y no porque el film busque subrayarla), se ve a varios migrantes que con tornillos calentados al rojo vivo u hojas de afeitar se mutilan los dedos para borrar de ellos todo rastro de huellas digitales. Alguno lo hace mientras esboza una triste sonrisa, como admitiendo que no hay otro remedio y que ese doloroso ritual ("les decimos que es una tradición en nuestros países") es, también, otra manera de resistir: con la identidad suprimida ya no será posible que los incorporen a los ficheros europeos. Para Sylvain George, la problemática de la inmigración es una de las cuestiones más cruciales que atraviesa el mundo contemporáneo. A ella y a las movilizaciones sociales viene dedicándose desde su debut en el cine. Entre julio de 2007 y enero de 2010, este francés de 44 años proveniente de la filosofía y el trabajo social estuvo en Calais, en sus muelles, terminales ferroviarias, rutas y parques donde los inmigrantes clandestinos venidos de Asia y Africa sobreviven al acoso de la policía mientras esperan la oportunidad de colarse en un barco o en un camión que los lleve del otro lado del Canal de la Mancha. Observó su aventura cotidiana, convivió con ellos, escuchó sus historias, cada una un calvario diferente; miró sus fotos, supo de las dramáticas peripecias de sus viajes, los vio esperar escondidos en la fronda a la espera de un camión o en la oscuridad del puerto, cerca de un barco próximo a partir, pero también los vio bañarse en alguna soleada tarde de verano y los escuchó cantar en torno de un brasero. Toda la primera parte del film está hecha de esas estampas, imágenes que mezclan tiempos y espacios, que ocasionalmente recogen algún testimonio o un diálogo sin comentario adicional y que a ratos -en el contraste del blanco y negro granuloso y el aparentemente desordenado montaje- sugieren una suerte de desgarrador poema visual sobre el dolor humano, una denuncia que no necesita palabras para componer el retrato de estos parias de Occidente: "Ni del todo vivos ni del todo muertos, ni del todo humanos, ni del todo animales. Entre los dos", dice uno de ellos. La segunda parte, en cambio, está centrada en el desmantelamiento de "la jungla" de Calais, donde se habían instalado los refugiados y recibían la ayuda de organizaciones sociales. La violencia del Estado se manifiesta entonces: el tratamiento de la problemática migratoria en Francia y en toda Europa queda al descubierto y muestra su cara más violenta. Nada pueden hacer los militantes sociales para detenerla -apenas convencer a algunos refugiados de escapar a tiempo-, mucho menos para evitar la derrota. ¿Qué queda? Lo que George se propuso: dar testimonio de la realidad presente con miras a encarar una transformación de las políticas actuales, a corto, medio y largo plazo. Y un film que será difícil de olvidar.
La luz del verano, el horizonte claro, se corresponden con el film más cálido que los hermanos Dardenne han entregado hasta la fecha; las pocas frases de un adagio beethoveniano subrayan cada etapa en el recorrido iniciático que vive el joven protagonista e introducen la música en un cine que prescinde de ella; la mirada se ha vuelto más tierna. Pero esas pequeñas novedades no alteran el estilo reconocible de los maestros belgas que siguen mirando de frente la realidad más ardua y saben percibir a través de las conductas de sus personajes, el estado de ánimo social, el efecto que las condiciones de vida en el mundo contemporáneo producen entre los postergados, los excluidos, los solitarios. Cyril, 11 años, hosco, rebelde, porfiado, es uno de ellos y los Dardenne entran en su historia sin rodeos. Internado en un orfanato, se niega a admitir que el padre (poco más que un adolescente que se confesará incapaz de asumir sus obligaciones paternas) lo ha abandonado, rehúsa verlo y hasta le ha vendido la bicicleta que para el chico no sólo simboliza ese vínculo al que no quiere renunciar, sino también su propia libertad. Nada se sabe de la madre. Una escena lo dice todo: del drama que vive Cyril y de la austera elocuencia de los directores. En una de sus repetidas fugas, correrá hasta perder el aliento, atravesará bosques, trepará a los árboles, seguirá al tren y llegará hasta el departamento de la ciudad donde vivían. Allí abre puertas y ni la fría evidencia de los ambientes vacíos consigue convencerlo. Ni una palabra hace falta para comprender lo que Cyril está viviendo. La cámara (al hombro) asiste al momento con el mismo nervio, como si acabara de descubrirlo. La vibración se contagia. En su rabiosa búsqueda, el muchacho (Thomas Doret, asombrosa revelación) remite a Rossetta: ella buscaba un trabajo; él, algo de amor. Huyendo de los preceptores, que difícilmente logran sujetarlo, el azar lo acerca a una desconocida, a la que se aferra. "Puedes tomarte de mí -le dice la mujer con voz serena mientras los asistentes siguen forcejeando para soltarlo-, pero no tan fuerte". Es el primer contacto con Samantha, con quien, muy de a poco, establecerá un lazo de confianza. Los Dardenne evitan cualquier explicación psicológica. Poco se sabe de Samantha, salvo que trabaja y vive en una peluquería ¿Por qué acepta el rol de madre sustituta? ¿Por qué lo sigue amparando cuando la tentación del delito llega personificada en un joven dealer que lo toma bajo su protección y lo induce al robo? ¿Por qué cuando la circunstancias la obligan elige a Cyril antes que a su novio? Los Dardenne suelen atrapar esos gestos -una chispa de nobleza, de compasión o de coraje-reveladores de una condición que el hombre conserva aún en medio de una sociedad deshumanizada e individualista como la actual. Lo encuentran aquí en el personaje al que Cécile de France confiere fortaleza y dulzura, mientras Renier brilla brevemente en un papel que ya le es familiar.
Esta dilatada road movie de a pie es, más que un viaje en busca de cierta iluminación espiritual, un asunto de familia. El guionista, productor y director Emilio Estevez confió el papel principal a su padre, Martin Sheen, reservó para sí mismo el del hijo único cuya muerte da origen a la historia y dedicó la obra a su abuelo. Es probable que la experiencia de compartir el rodaje -se trata del peregrinaje del protagonista a lo largo de los 800 kilómetros del Camino de Santiago desde los Pirineos franceses hasta Compostela y aun algo más allá-, haya sido estimulante y enriquecedora para padre e hijo. Para el espectador de la película no lo es tanto. Sheen es aquí un veterano oftalmólogo viudo, cuyo conservadurismo le ha valido unos cuantos choques con su único hijo, un liberal que, crisis de los cuarenta mediante, ha decidido cambiar de vida y salir a recorrer mundo. La plácida vida de Tom se altera cuando una llamada telefónica interrumpe su práctica de golf para informarle que Daniel, su hijo, ha muerto en un accidente en Francia, cuando iniciaba el peregrinaje rumbo a Santiago. Ya en suelo europeo y tras disponer la incineración del cuerpo, se compromete a emprender él mismo la travesía espiritual que el desdichado Daniel apenas pudo iniciar. Tom no es especialmente religioso: sólo quiere cumplir vicariamente el sueño de su hijo, dejando puñados de sus cenizas en cada escala del camino. Como tema de una película, la historia de un hombre que camina solo semanas y semanas resulta poco alentadora, por mucho que los paisajes que recorra el peregrino aporten su atractivo turístico. Así que Estevez se las arregla para que a lo largo de la aventura le salgan al paso personajes y situaciones seleccionadas entre lo más clásico del manual del estereotipo. En principio, hay un holandés gordo y campechano que carga con toda clase de drogas y busca perder kilos para complacer a su mujer y a su médico; después se añade una rubia, fumadora impenitente, cuyo objetivo es dejar el cigarrillo, aunque algunos datos de su pasado hacen pensar en motivaciones más serias. Finalmente, irrumpe James Nesbitt, como un escritor histriónico, ampuloso, verborrágico y, por cierto bastante irritante, que busca liberarse de su actual bloqueo creativo. Más tarde -cuando ya, pasados los treinta minutos de proyección, la promesa de otros 90 empieza a sentirse como una amenaza- hay otros toques de color, incluidos varios personajes estrafalarios, un cruce con gitanos, algo de flamenco, comidas típicas, borracheras, discusiones, etc. La banda sonora se encarga de recordar que se trata de un viaje interior y de anticipar el despertar espiritual que la película busca y enfatiza en los tramos finales, por supuesto, en la Catedral de Santiago, donde -oh, casualidad- llegan un día en que el famoso Botafumeiro está en pleno funcionamiento. Quizá todo pudo haber sido más convincente y conmovedor si el viaje de Martin y Emilio hubiera sido motivo de un documental.
Aunque el film empieza con un crimen, esta vez la complicidad del título no es tanto aquella asociada a lo delictivo sino una complicidad de los cuerpos y de los sentimientos. Cómplices son Vincent y Rebecca, los dos jovencitos poco más que adolescentes que en nombre del amor apasionado que los une terminan mezclados en una oscura y aciaga trama de prostitución. Cómplices son también Hervé y Karina, los policías que, encargados de la investigación del asesinato, mantienen una colaboración estrecha en lo profesional y una relación bastante más ambigua en lo personal, quizá porque comparten el desencanto de los solitarios que no han podido resolver su vida afectiva. La intriga policial es el nexo que vincula a las dos parejas y promueve el contrapunto entre las dos historias y su desarrollo paralelo en dos tiempos distintos. Mientras en el presente y a partir del hallazgo del cadáver del muchacho flotando en el río, los dos adultos avanzan en la investigación de los antecedentes del caso, una serie de flashbacks va reconstruyendo la historia del amor incondicional de Rebecca por Vincent, que crece con la intensidad de un amor loco y la lleva a seguirlo por el sórdido camino que él ha encontrado para ganarse la vida: vender su cuerpo a una clientela masculina que lo solicita a través de Internet. Con el paso de los minutos, aunque el film no soslaya los aspectos más crudos del tema, lo policial, que sostiene la intriga hasta el final (al que quizá le sobra una vuelta de tuerca), va cediendo paso a la indagación psicológica de los personajes, en particular de las complejas personalidades de los dos mayores, que en contacto con la extrema historia de amor de los muchachos, se ven empujados a tomar conciencia de sus indecisiones y sus fracasos. Un proceso que incidirá directamente en la "solución" que el investigador encuentra para cerrar el caso. El debutante Frédéric Mermoud conduce con equilibrio y sentido de la progresión dramática esta construcción paralela y, si bien no puede evitar que en el guión algunas decisiones suenen forzadas, logra sostener el interés del relato y acierta especialmente en la elección de sus actores. Además de Emmanuelle Devos, actriz siempre confiable, que asume con soltura el papel menos elaborado por los libretistas, son dignos de mención Nina Meurisse y Cyril Descours, ambos muy en tipo y muy comprometidos con sus criaturas (no es responsabilidad suya que la temperatura de su amour fou resulte algo más tibia de lo aconsejable), y sobre todo Gilbert Melki ( La belleza de Venus , Reinas por un día ), cuyo ambiguo Hervé esconde cierta forma de renunciamiento bajo su aparente gravedad.
Ni la eterna belleza de Roma, espléndida bajo la luminosidad del verano, alcanza para inspirar a un Woody Allen que parece necesitar vacaciones. La última etapa del tour europeo lo encuentra pobre de ideas y tal vez demasiado cansado para proponerles a sus fans alguna sorpresa, alguna novedad. Lejos, muy lejos de la fantasía ligera y tenuemente melancólica de Medianoche en París , su paso por la Ciudad Eterna apenas expone algunas ocurrencias, una dosis bastante reducida de sus diálogos chispeantes, bromas no demasiado ingeniosas sobre la base de una colección de estereotipos muy comunes acerca de Roma (y de los italianos), y cuatro historias desiguales, la más elaborada de las cuales, o al menos la que contiene las situaciones más cómicas, lo tiene a él como protagonista en el papel de un ex régisseur de ópera jubilado. Por supuesto, neurótico, y responsable de algunas frases filosas, como una que reserva a Freud. De la escasa voluntad de innovar se tiene evidencia desde los títulos, acompañados por una versión de "Nel blu dipinto di blu", de Domenico Modugno, y poco después en una primera escena donde el típico Woody hipocondríaco en viaje a Roma está en pleno ataque de nervios por las turbulencias que hacen bambolear el avión y ni siquiera su mujer, psiquiatra (una desperdiciada Judy Davis) logra calmarlo. Algo ya visto en mejores películas suyas. Cuando llegan, descubre a un nuevo Caruso (Fabio Armiliato) sólo capaz de cantar bajo la ducha. El hombre es el padre del abogado italiano con quien su hija va a casarse, y del encuentro del director y la promisoria estrella saldrá la única escena que produce carcajadas en la película. El más pobre de los cuatro episodios es seguramente el que protagoniza Roberto Benigni, un romano cualquiera que los paparazzi y la televisión convierten de un día para el otro en celebridad sin que haya hecho nada para merecerlo. Quiere ser una sátira a la debilidad de los romanos por los famosos, pero carece de ingenio y le sobra moraleja. Las otras dos historias versan sobre la infidelidad. En una de ellas, una pareja joven recién llegada de Pordenone (Alessandra Mastronardi y Alessandro Tiberi) se separan por accidente justo antes de asistir a una decisiva cita de negocios: el azar quiere que ella se pierda en Roma y pase la tarde con un veterano actor de cine al que admira mientras él es visitado por error por una llamativa prostituta (Penélope Cruz) a quien debe hacer pasar por su esposa. La otra incluye a un arquitecto milagrosamente ubicuo (Alec Baldwin) que vuelve al barrio donde vivió de joven, el Trastevere, y se convierte en ángel de la guarda de un estudiante (Jesse Eisenberg) que está a punto de repetir los mismos errores que él cuando se deja embaucar por una actriz nerurótica y mistificadora (Ellen Page) y casi abandona a la mujer que ama. Hay aquí ciertos apuntes certeros, pero también alguna moraleja. Felizmente, los actores aportan su talento aun en papeles que los aprovechan poco (Armiliato es una excepción: puede lucirse como cantante y como actor) y sobre todo, está Darius Khondji, que sabe cómo explotar la fotogenia de una ciudad que sigue siendo bellísima.
Llevar salmones desde Escocia a Yemen para poder practicar la pesca con mosca en medio del desierto. Sí, el proyecto puede ser descabellado pero ¿qué importa si todos los involucrados en el asunto se ven beneficiados? El gobierno británico, por ejemplo, que aportando el saber de sus especialistas busca compensar con alguna buena noticia sobre Medio Oriente las torpezas que comete en una guerra cada vez más impopular. El infinitamente millonario jeque árabe que invertirá lo que sea con tal de hacer realidad el sueño de ver correr el agua por futuros campos verdes en su país, progreso que (supone) favorecerá el entendimiento con los sectores más reaccionarios de la región y de paso le permitirá disfrutar de su deporte favorito. Y el director Lasse Hallström, que encontrará el pretexto para entregarle al público, como suele hacerlo en los últimos años, otra fabulita complaciente que seduzca a la platea con las imágenes, la distraiga con alguna referencia a la actualidad y manipule sus emociones con una muy tenue intriga política y con el suspenso romántico de un amor que parece tan imposible como el proyecto mismo. Lástima que para llegar a este anhelado objetivo comercial, el director de ¿A quién ama Gilbert Grape? haya partido de una novela que, según dicen quienes la leyeron, abundaba en apuntes satíricos sobre el nacionalismo, el patriotismo, los terroristas y la burocracia británica, y que en manos de Hallström y de su maleable libretista Simon Beaufoy ( ¿Quién quiere ser millonario? ) se reemplazan por un rutinario cuento de amor. El es un experto inglés del departamento de Pesca y sobrevive a un aletargado matrimonio; ella, también británica, es la asesora más confiable del poderoso jeque y acaba de enamorarse de un soldado que a los pocos días de conocerla fue enviado a Afganistán. Y mientras la faraónica obra se desarrolla hasta llegar a un final (que tendrá que ser feliz, cueste lo que cueste), se añaden unas cuantas divagaciones acerca de la conducta de los salmones, la fe, el progreso, la tradición y el entendimiento entre los pueblos. Los villanos, o sea los opositores, sólo se hacen notar cuando es necesario agregar algún toque dramático o para mostrar cómo es posible salvar una vida con una caña de pescar. Mientras Ewan McGregor, Emily Blunt y el egipcio Amr Waked se reparten los papeles centrales (y apenas logran aportar a sus personajes algo más que su oficio y su buena presencia), Kristin Scott Thomas se divierte jugando con el papel de la terrible secretaria de prensa del primer ministro británico y poniendo algún humor en la tarea; lo hace en un tono que no armoniza demasiado con los demás, pero suma alguna vivacidad a una fábula que en el fondo sólo busca entretener. La fotografía de Terry Stacey sabe aprovechar los imponentes paisajes.
El anunciado realismo con que Rémi Bezançon aborda el tema de la maternidad tiene sus límites, y se perciben apenas el film comienza con el encantador tono de una comedia romántica. Barbara y Nicolas se conocen en el videoclub que ella frecuenta y él atiende. A los dos se los ve bellos y simpáticos cuando emprenden el juego de la seducción en una especie de oficio mudo cuyas líneas de diálogo son los títulos impresos en las cajitas de los videos. Con ánimo de amar , La gran ilusión , Rendez vous?, dicen los mensajes que se cruzan. Atrápame si puedes , lo desafía ella cuando por fin cede. Y en seguida aparecen pintando el amplio departamento que han alquilado y que difícilmente podrían pagar en la vida real una estudiante de filosofía y un empleado. No: el "crudo realismo" vendrá poco después, cuando se ingrese en el tema central: la maternidad. Porque Barbara y Nicolas quieren un hijo y lo tendrán: una beba, Léa. Es el suceso feliz del título, aunque parece que no han previsto que el embarazo, el parto y la crianza no significan exactamente una sucesión de momentos de felicidad plena. ¿Por qué nadie me dijo nada?", se queja ella cuando percibe las señales de su mudanza física (es su punto de vista el que adopta el film). Por qué no le avisaron que tanto su estado de ánimo como su cuerpo se transformarían, ni le hablaron de sus alteraciones hormonales, ni de que su tiempo se llenaría de obligaciones y debería postergar su tesis. Y mucho menos de todo lo que vendría después del nacimiento: las noches en vela, los llantos imparables, el trastorno (o la suspensión) de su vida sexual, los pañales, el amamantamiento, la depresión, los consejos contradictorios sobre la alimentación, las opiniones de las otras madres (las propias: una, ex hippie y feminista; la otra, burguesa y convencional), los debates sobre el instinto maternal, etc. Y lo peor: que todas estas transformaciones debidas a la presencia de una criatura que les da tanta alegría también amenazarían con destruir a la propia pareja. Tal vez no son tantas ni tan novedosas las verdades que el film (o mejor: la autora del libro original) tiene que destapar acerca de un tema que considera tabú. Bezançon, que tuvo un gran éxito con el encanto melancólico de su anterior crónica ( Amor familiar ), intenta otras vez evitar el almíbar (por eso descarta las músicas dulzonas y prefiere el rock) y también se esfuerza por sortear los clichés, aunque éstos se le cuelen en el dibujo de los personajes (los hombres son chicos inmaduros, las mujeres tienen los pies sobre la tierra) y en más de una situación. Felizmente cuenta con la luminosa Louise Bourgoin (verdadero puntal de la película) y el sensible Pio Marmaï, que hacen creíbles y queribles a sus personajes, y con la tibieza que él sabe imponer a la agridulce y grata historia.