A Amanda Seyfried, o más exactamente a su personaje, Jill, le pasa como al pastorcito mentiroso, sólo que en este caso el cuento muestra algunas variaciones. La joven mesera de un local en Portland, Oregon, nunca pudo recuperar el equilibrio psicológico después de que fue atacada por un desconocido que la violó, la secuestró y la arrojó, en medio del bosque, en un pozo colmado de huesos de otras víctimas enterradas vivas. La policía nunca dio con el pozo ni con el desconocido por lo que con el paso del tiempo y a pesar de los repetidas denuncias de Jill sobre los merodeos del misterioso atacante (o quizás a causa de ellos y de la evidente alteración nerviosa de la chica) terminaron por no creer nada de toda la historia. Ya que nadie le cree, Jill, que vuelve del trabajo de madrugada y reside sola con su hermana en un lugar alejado del pueblo, toma sus precauciones: vive en estado de alerta permanente y rehuyendo el contacto social, y además ha estudiado defensa personal y carga una 38 en el bolso, por si acaso. Con tales antecedentes, ¿a qué otra razón si no a un nuevo ataque del desconocido puede adjudicar la repentina desaparición de su hermana? Esto es lo que sucede en principio. Lo demás -la desconfianza de la policía, la decisión de la chica de asumir el papel de detective y hasta la intervención de un policía "bueno" que a veces le da una mano- no es muy difícil de imaginar. El director brasileño Heitor Dhalia rodea a Seyfried de elementos que son bien familiares para los conocedores del género, pero no basta con los lugares comunes ni con los golpes de efecto, ni siquiera con el ritmo más o menos sostenido para dotar al thriller de la indispensable tensión cuando se parte de un guión en el que sobran giros sorpresivos y caprichosos (casi todos previsibles) y falta sentido común. Sólo cabe sospechar que en otras manos el tema pudo haber alcanzado algún resultado más convincente. Los relativos aciertos de Dhalia residen en su aprovechamiento de los exteriores (en especial los bosques) de la región de Oregon, donde se rodó el film. En cuanto a Amanda Seyfried, cuya presencia en pantalla es casi constante, hace lo que puede (poco) con el personaje que le tocó. Y da otro paso en falso más en su tambaleante carrera.
Juan da Montanha, como se lo conocía cuando ya era el chamán que gente de todas partes iba a buscar a São Thomé das Letras (Minas Gerais), el lugar donde se instaló a meditar y que eligió como parada final hace más de tres décadas. O Juan Uviedo, como figuraba cuando al frente del Taller de Investigación Teatral, agitaba el avispero artístico y social, aquí y en muchos otros lugares, con sus montajes en la calle. O Juan Carlos Uviedo, como se lo anotó en los registros de las cárceles y en los documentos (auténticos o falsos: tenía varios) que lo daban como nacido en Santa Fe en una fecha imprecisa alrededor de 1930. O simplemente Juan, como él prefiere presentarse en los primeros tramos de este documental, cuando acepta definirse como profesor de teatro, aunque también ha sido actor, dramaturgo, psiquiatra mecenas, educador, autor de innumerables acciones vinculadas con el trabajo social. Y también Yuyo, o Pulga o Piojo, algunos de los sobrenombres que recuerda. El título es el que debía ser: Provocador, transgresor, iconoclasta (un tipo incómodo) lo fue siempre. Provocar era su objetivo. Lo hizo durante mucho tiempo con su TIT, que llevó por todas partes e integró con gente de todos los orígenes, inspirándose en Artaud y Grotowski, pero también en sus experiencias con Peter Brook o con La Mamma. Era un líder natural y carismático que tenía la cualidad de unir a la gente a su alrededor (inclusive llegó a serlo entre los presos) como lo había sido entre los grupos de jóvenes que con su guía encontraron en el teatro un cauce para su militancia y un arma para convocar a la resistencia y combatir la dictadura. No en espectáculos convencionales sino en arriesgadas intervenciones callejeras que muchas veces los llevaron a prisión, como el envenenamiento colectivo que fingieron en una plaza de San Pablo para llamar la atención sobre el estado en que vivían los argentinos bajo la dictadura, o el cortejo fúnebre con el que quisieron representar en plena Corrientes el sepelio de los desaparecidos. Hay en el film rico material sobre este hombre que hizo voto de pobreza, destinó lo que ganaba con sus pacientes paulistas ("Les arreglo el computador", decía), a ONG y en especial a Viva criança, otro proyecto suyo dedicado a la enseñanza integral de los chicos. Hay mucho más sobre Uviedo y sus discípulos y está ilustrado con muy buen material -entrevistas con él, testimonios, viejos films-, si bien a veces se percibe algún bache y algún desorden. Pero basta la riqueza del personaje (fallecido en 2009) para justificar la visión del film.
Desde que en los 90 obtuvo tanta difusión como para acceder a la categoría de clásico del género, American Pie ha sumado unas cuantas secuelas, ninguna muy feliz. Con este reencuentro, los productores quisieron recuperar la reputación de la serie y convocaron a los actores originales. American Reunion (tal, el título en inglés) los encuentra bastante creciditos y aparentemente un poco más formales. Han pasado trece años, pero no por eso debe presumirse que todos han sentado cabeza. Esto que parece una secuela es sólo el producto del reciclado de situaciones más o menos cómicas pero carentes de novedad y, sobre todo, de frescura. No puede hablarse de historia porque no la hay: sólo se trata de reencontrarse con personajes conocidos para espiar cómo están en la actualidad. Si en el film original había una excusa que daba pie a situaciones picarescas a veces graciosas -los chicos se habían impuesto una misión, la de perder la virginidad antes de graduarse-, aquí todo lo que sucede tiene que ver con los efectos del reencuentro y, en especial, con los enredos en que cada uno de ellos se ve envuelto en relación con sus respectivas parejas y con las situaciones picantes o equívocas que pueden presentarse en un fin de semana compartido con una multitud de treintañeros en plan de fiesta. Como cualquier reunión de ex alumnos, la experiencia puede resultar divertida en algunos casos y un poco patética en otros. A los muchachos de American Pie , que regresan a East Great Fall para la reunión de egresados del 99, no tiene por qué irles de otra manera. Jim y Michelle se casaron y tienen un hijo de 2 años que suele interrumpir sus momentos de intimidad; Kevin está felizmente casado, aunque ya no con Vicky; Oz, ahora una celebridad en TV, tiene como compañera a una modelo llamativa y superficial, pero su ex, Heather, de novia con un cirujano, no lo ha olvidado; Finch cuenta fabulosas aventuras de sus viajes por el mundo y sigue acordándose de la madre de Stifler. Y éste conserva la misma mentalidad de chico de 12 años que tenía en la secundaria. A él se deben casi siempre los enredos. Entre tanto chiste fácil y tanto humor atrevido a la manera del viejo teatro de revistas, es casi un descanso que aparezca Eugene Levy, el recordado papá de Jim, aunque sea para animar el único e innecesario momento emotivo de la película.
Todo marcharía viento en popa en el suntuoso departamento parisiense de Jean-Louis, el compuesto caballero francés socio de una financiera, si no fuera porque la anciana criada que lo vio nacer y la burguesísima dama que tiene como esposa se llevan como perro y gato. Y ya se sabe cómo terminan esas guerras. Total, que la empleada da el portazo y la rubia señora, tan ocupada siempre con sus pedicuros y sus cócteles, comprende que deberá buscarle reemplazo, salvo que quiera enfrentar un futuro de pesadilla donde la esperan pilas de camisas para planchar, lavarropas desbordantes de espuma y cristaleros donde nada brilla. Felizmente estamos en 1962 y hay una solución a la vuelta de la esquina: el servicio doméstico está copado por inmigrantes españolas que son trabajadoras, limpias, honestas, siempre muy vivaces y en algunos casos también lindas. Como María, que reúne todas esas condiciones y naturalmente logra que Jean-Louis la contrate de inmediato. Sin proponérselo, la muchacha también tenderá el puente entre el señor y las compatriotas que, como ella, sirven en viviendas similares y duermen en los estrechos desvanes del piso de arriba, el sexto, territorio cuya existencia los amos parecen ignorar. Como Phillipe Le Guay quiere hacer un film optimista a toda costa, poco importa que haya que recurrir a lugares comunes, añadir pintoresquismos, olvidar la coherencia en la conducta de los personajes y desentenderse de la verosimilitud. Esto tiene que ser una fábula amable, complaciente, colorida, con cierto tono nostalgioso de fondo y unas pizquitas de emotividad. Un par de apuntes superficiales darán cuenta de que casi todas las españolas traen alguna marca de la Guerra Civil, que ni esa ni otras desdichas (entre ellas la de estar lejos de los suyos y vivir en esos cuchitriles, que el generoso señor se encargará de adecentar) les quitan la alegría de vivir, y que esa vitalidad puede ser tan contagiosa como para derrumbar barreras de clase, dar lecciones de vida, promover la hermandad universal y distribuir democráticamente la felicidad. Así son los cuentos de hadas: ahí está el eterno ejemplo de Cenicienta. Aquí hay varias, todas simpáticas y bienhumoradas y están interpretadas por un grupo de desenvueltas actrices españolas con Carmen Maura a la cabeza. El humor, el buen ritmo y la música ayudan a perdonar tanto convencionalismo y también lo hacen la belleza de Natalia Verbeke y el desempeño de comediantes como Fabrice Luchini y Sandrine Kiberlain, la única que intenta la vena satírica que la historia pedía
En principio parece una aventurada cruza entre dos géneros caros a Hollywood: la reconstrucción histórica y el drama tribunalicio. Pero a medida que Robert Redford avanza en la recreación del juicio de Mary Surratt, madre de uno de los implicados en la conspiración que culminó con el asesinato de Lincoln por el actor John Wilkes Booth, se hace evidente que el propósito del director es sobre todo pedagógico: lo que busca es subrayar el paralelo entre hechos del pasado y la actualidad para cuestionar la idea de que es legítima la suspensión de los derechos civiles si se la adopta en nombre de los intereses superiores de la nación. Así, el mensaje triunfa sobre la narración, construida de manera tan clásica (por no decir convencional) que hasta parece realizada en otra época. Que Surratt haya sido o no partícipe de la conjura (ella era la dueña del albergue donde Booth y sus secuaces planearon el ataque contra el presidente) es algo que muchos historiadores siguen discutiendo hoy y que Redford no se propone revisar: el enigma permanece. Pero en la arbitrariedad y los métodos anticonstitucionales aplicados entonces (los acusados fueron juzgados por un tribunal militar; los testigos de la defensa, amedrentados; la sentencia, decidida finalmente por la Casa Blanca; el pretexto, obtener un dictamen rápido para apaciguar la ansiedad popular en un tiempo de turbulencias políticas, etc.) se lee claramente que todo alude a hoy y quiere alertar sobre las medidas adoptadas después del 11 de septiembre de 2001, sobre los derechos y garantías abolidos en nombre de la seguridad del Estado y de la lucha contra el terrorismo. La noble intención está a la vista, pero es una elección que tiene sus consecuencias: los personajes nunca terminan de cobrar vida; a ratos parecen representar figuras dentro de una especie de conferencia ilustrada en la que, claro, las palabras abundan y la emoción está bastante ausente. La voz cantante la lleva Frederick Aiken, el joven abogado y héroe de guerra a quien se le asigna la ingrata tarea de defender a la acusada: de una nobleza e integridad que quedan expuestas en el prólogo, el hombre asume su trabajo con la firme convicción de que todos, no importa de qué se los acuse, tienen derecho a un juicio justo. James McAvoy se esfuerza por prestar naturalidad y dotar de algún espesor a un personaje colmado de frases sentenciosas y didácticas, mientras Robin Wright es una Mary Surratt quizá demasiado estoica y resignada. Otras fuertes presencias en el elenco (Kevin Kline, Tom Wilkinson) apuntalan el film, cuyo atractivo reside más en el interés de los episodios recreados y en la cuidada reconstrucción del ambiente que en la vacilante puesta en escena de esta lección de historia proporcionada por Redford.
La metafórica e impactante escena inicial con Tilda Swinton en medio de una masa de cuerpos refregándose en el rojo mar de una tomatina quiere ser el anticipo de lo que vendrá: el sacrificio de una madre condenada por las atrocidades cometidas por su hijo. Quizá sin proponérselo, lo es del film entero: la puesta en escena, estilizada hasta el alambicamiento, de la cruel historia de odio entre una mujer y el ser demoníaco que trajo al mundo o quizá de la historia de una criatura no deseada que fue convirtiéndose en monstruo a medida que el rechazo materno se le hizo más y más evidente. Imposible establecer cuál de las dos visiones es la que más se aproxima a la verdad ya que accedemos al cuento a través del espeso bosque de recuerdos, sensaciones, pantallazos y vivencias del presente o del pasado extraídas de la mente culposa de la mujer y por lo tanto difícilmente neutral. Pero en uno u otro caso, una historia chocante y provocadora que no puede terminar sino en la más brutal violencia y que Lynne Ramsay envuelve en un ropaje de virtuosismo formal que a veces abruma, a veces distancia del relato y sirve para amortiguar tanta crudeza, y casi siempre suena artificioso. El rojo es un mal augurio constante, pero las maldades del muchacho, ese perverso Robin Hood que parece haber nacido sólo para convertir la vida de su madre en un infierno, no tardan en hacer su aparición. Su vida se reconstruye entera al cabo del bombardeo de flashbacks provisto por la directora, y en la sucesión de sus canalladas expuestas en detalle y con cierto regodeo, Kevin se revela como el más temible de los chicos perversos que han pasado por el cine de horror. Y Tenemos que hablar de Kevin lo es, si bien con las ambiciones y bajo la apariencia del cine arte o al menos con el declarado objetivo de indagar en el origen de este alarmante fenómeno de las matanzas en los colegios que acaba de ganar penosa actualidad con el reciente episodio de Oakland. Film incómodo, deliberadamente perturbador, con momentos logrados y abundantes golpes de efecto que a veces tambalean entre el ridículo (el blanco reflejado en la pupila de Kevin) y el mal gusto (el plano de la boca del muchacho masticando mientras oye decir que su hermanita deberá usar un ojo de vidrio en lugar del que perdió por causa de sus flechas), seguramente consigue lo que se propone: inquietar. Pero no parece que agregue algo al análisis de un tema al que, con menos artificio y más lucidez se acercó Gus van Sant en Elephant . Lo que sí merece aplausos es la interpretación. La de John C. Reilly, en su retrato del padre permisivo, la de Ezra Miller, irreemplazable Kevin, y sobre todo la de Tilda Swinton, cuya labor excepcional justifica por sí misma la visión de la película.
El ambiente, el color, el ligero tono agridulce llevan a pensar que se trata de una especie de capítulo 2 de Un feriado particular. Pero es una impresión engañosa, aunque Gianni Di Gregorio vuelva a estar en el centro de la escena y otra vez rodeado de señoras, incluida la inefable Valeria Di Franciscis Bendoni, nuevamente en el papel de su aristocrática mamá nonagenaria, tan refinada como acostumbrada a los caprichos caros. En aquel film encantador que lo reveló como director sensible a una edad en que otros están a punto de retirarse, Di Gregorio era el más joven entre una tribu de viudas a las que, por exceso de mansedumbre o blandura de carácter (y para satisfacer los deseos de su madre), debía darles hospedaje, comida y atención para el feriado de ferragosto. Ahora, con sus sesenta años y su jubilación forzosa y magra, es el más veterano de la casa, lo que no impide que siga siendo el más servicial y que deba andar de acá para allá atendiendo las necesidades de su esposa, de su mimada hija, del novio de su hija y del perro (el propio y el de alguna vecina que sabe cómo engatusarlo), mientras se mantiene atento al celular que su madre emplea para llamarlo por cualquier motivo y a cualquier hora. La sal de la vida no es una secuela, aunque haya muchos elementos en común entre los dos Giannis. Es que, a la manera de un Nanni Moretti (mucho menos sarcástico, por supuesto, y con aspiraciones más modestas), Di Gregorio ha compuesto sus films sobre la base de sus experiencias personales: sus films son páginas de un diario que basa sobre su vida cotidiana, y ahora ésta le ha mostrado que los años lo han ido volviendo invisible para las mujeres. Al Gianni de la ficción (todo lo contrario del modelo Berlusconi de las fiestas escandalosas y mediáticas) le ha pasado lo mismo; el problema reside en que él, habituado a su rutina y manso como es, ni le ha prestado atención, hasta que un amigo le hace ver que aun algunos de los caballeros muy mayores con los que a veces comparte un aperitivo en los boliches del Trastevere tienen sus aventuras y, a veces, sus amantes a escondidas. Ante sus titubeos, su experimentado amigo le ofrece algún contacto con profesionales, a lo que se niega. Habrá entonces que estar más atento: galantear a las mujeres que tiene próximas: la vecina de abajo, la enfermera que cuida a su madre, la que fue su primera conquista, algún antiguo amor. Di Gregorio cuenta todo esto con sencillez, con una comicidad amable que no admite la vulgaridad y evita la autoindulgencia. Algún eco de la commedia all'italiana y otro poco de delicada melancolía se filtran en este tibio retrato de la soledad menos afectado por su buscada ligereza que por un final que aparentemente el realizador no supo cómo resolver.
Con tres films que se nutrían de la propia experiencia y reflexionaban en torno de la paternidad - Esperando al Mesías , El abrazo partido y Derecho de familia -, Daniel Burman desarrolló un estilo personal y abrió una vía inteligente y afortunada hacia la armoniosa convivencia entre el cine de autor y la buena respuesta comercial. Siempre en busca de ese delicado equilibrio -que no le resultó tan asequible cuando intentó transitar por terrenos menos familiares, incluida la muy exitosa Dos hermanos -, apuesta con La suerte en tus manos por la comedia sentimental, un género para el que le sobran sensibilidad, espíritu jovial, sentido del humor, dominio del ritmo y talento para extraer lo mejor de sus actores. Sin embargo, y aunque varias de esas virtudes están presentes también esta vez, los resultados no son tan felices como cabía esperar. La historia -que curiosamente se inicia con la decisión del protagonista de practicarse una vasectomía- carece de la necesaria consistencia, se dispersa en varias tramas secundarias que interrumpen la continuidad del relato y lo estiran sin agregar demasiado, y, sobre todo, carece de eje, lo que fatalmente desdibuja a los personajes e impide que se establezca con ellos la indispensable empatía, un rasgo que distingue al mejor cine de Burman. Con su drástica decisión, Uriel (un Jorge Drexler que asume con bastante soltura el compromiso de heredar la función de álter ego de Burman, inevitablemente asociado a los tres Arieles de Daniel Hendler), se ha separado recientemente y quiere evitar que la hiperactiva vida sexual que lleva en su nueva soltería lo sorprenda con otro nacimiento (ya tiene dos hijos) y, sobre todo, con otro compromiso. Adicto al póquer y a las mentiras, descontento consigo mismo y con su ocupación, ya tiene, a su juicio, bastantes responsabilidades. Como con los naipes, cree que puede jugar a conducir el destino. Hasta que de Francia (y de su pasado) llega Gloria, y le cambia los planes. Ella fue una pasión de juventud que él perdió por inconsistente, y ahora puede ofrecerle una segunda oportunidad, pero para eso Uriel deberá madurar, atreverse otra vez a decidir. Los aciertos (diálogos picantes desarrollados a buen ritmo, réplicas ingeniosas, aprovechamiento de los ambientes y del buen desempeño de los actores) se verifican en ese sector central del relato, donde a cada rato asoma la mirada irónica de Burman, pero la cohesión se sacrifica bastante en beneficio de otros elementos -presuntamente destinados a sumar más atractivo comercial al cuento-: el rescate de parte de la Trova Rosarina (con derecho a una secuencia musical algo forzada pero sin duda eficaz para darle al final una inyección de energía y un grato tono evocativo; la presencia de dos figuras del peso de Norma Aleandro y Luis Brandoni, en dos papeles que pueden resultar simpáticos (los dos esconden algún secreto) a pesar de que no pasan de ser personajes accesorios y responden menos a las necesidades de la trama que a la voluntad de brindarles a los actores ocasión de lucimiento: ella es la madre de Gloria, respetada autoridad en la difusión cultural por radio; él, médico, consejero y casi compinche del protagonista. Otra subtrama más tenue encuentra en unos rabinos rockeros y la precoz vocación musical de uno de los chicos la excusa para incorporar el ámbito judío. Y hay todavía algunas escenas visualmente atractivas que sólo funcionan como (innecesario) relleno. Sí se perciben los temas aunque abordados de una manera superficial: la intervención del azar, las segundas oportunidades, el temor al compromiso, la búsqueda de cierta lucidez para distinguir el momento en que el destino invita a tomar decisiones. Claro que sumar no es lo mismo que concertar y en ese equívoco a la película se le extravía más de una vez el foco. Prolija y atractiva en lo formal, se reconoce en La suerte en tus manos la marca de Burman -en su tono amable y ligero, en sus ironías, en su afecto por los personajes. Y como es habitual, en el impecable desempeño del elenco. Cada espectador decidirá si eso es suficiente.
Cuando el sargento Gerry Boyle se define a sí mismo como el último de los independientes, ya sabemos lo suficiente acerca de él como para comprender qué quiere decir. El obeso policía responsable de Connemara, pequeño pueblito en la costa de Irlanda, ni se movió cuando vio cómo unos jovencitos irresponsables volaban en zigzag por la ruta hasta terminar estrellándose, salvo para confiscarles la droga que encontró en sus bolsillos; tampoco se privó de probarla (ni de tomar unas copas o divertirse con las chicas que lo visitan) aunque estuviera de uniforme y en horario de servicio. En él se concentran todos los estereotipos del agente corrupto del cine policial, y sin embargo es también el investigador perspicaz, el hijo que se desvela por el bienestar de su madre, el grandulón con alma de chico que se ha ido a pasar las vacaciones en Disneyworld y el único oficial que no se dejaría comprar por los traficantes aunque le prometieran cifras millonarias en dólares. Por eso, precisamente, y aunque por su comportamiento y su sardónico sentido del humor nunca se sepa si es excepcionalmente inteligente o excepcionalmente tonto, lo elige como socio un agente del FBI que representa su exacta contracara. Hay un descomunal cargamento de cocaína a bordo de un buque en busca de puerto y un grupo de narcotraficantes esperándolo con los brazos abiertos. Es necesario impedir el desembarco. No es, sin embargo, la trama lo que más importa en esta cáusticamente graciosa variación del género, sino un guión colmado de diálogos jugosos y, en especial, los personajes: el inolvidable policía pillo con el corazón de oro al que Brendan Gleeson enriquece con infinidad de matices y sugerencias (sus silencios y sus sonrisas apenas insinuadas son claves para el tono risueño que el film conserva aun en las escenas más sangrientas), y el culto funcionario afroamericano respetuoso de la ley y sus procedimientos con el que Don Cheadle exhibe su autoridad de comediante. La visible química que hay entre los dos y el tono que impone el director debutante John Michael McDonagh con la ayuda invalorable del diseño de producción, la fotografía y la edición debe de haber influido para que cada integrante del elenco se comprometiera a estar a la altura de las circunstancias. No le habrá costado mucho a la estupenda Fionnula Flanagan, pícara y conmovedora como la mamá lectora de autores rusos, ni al temible trío de malvados -Mark Strong, Liam Cunningham y David Wilmot- que discuten sobre Nietzsche o Bertrand Russell y parecen escapados de un film de Tarantino: todos son bien conocidos. Si la historia acusa alguna intermitencia y hay escenas que parecen incluidas un poco forzadamente (algo que también se percibía en otra notable muestra de la comedia irlandesa, Escondidos en Brujas, también con Gleeson, pero escrita y dirigida por el dramaturgo Martin McDonagh, hermano de John Michael), son flaquezas que no impiden advertir rasgos personales en el novel director (las obras que más parecen haber influido en él son precisamente aquellas que toma como objeto de su ironía). Tampoco impiden que el film resulte francamente delicioso.
Tal vez El mal del sueño aborde demasiados temas complejos como para poder desarrollarlos en profundidad, pero no deja dudas de que Ulrich Köhler conoce las problemáticas que describe -básicamente los vínculos entre Europa y Africa y en general la actitud de Occidente respecto de los países en desarrollo- y que se trata de un realizador inteligente y lúcido. Hijo de voluntarios comprometidos con la ayuda humanitaria y criado en Zaire (actual Congo), reconoce que su perspectiva no puede sino ser europea, aunque ha negado que su película sea autobiográfica. Rodada y ambientada en Camerún y dividida claramente en dos partes -una, en torno de un médico alemán al frente de un programa de lucha contra el mal del sueño-; la otra, centrada en un médico francés que tres años más tarde llega al continente de sus ancestros para fiscalizar la marcha de esa misión -habla también del desplazamiento, la identidad, la oscilación entre dos culturas, la pertenencia, el desarraigo-. En la primera parte, el escéptico, abnegado y brusco Ebbo anuncia el regreso a Alemania por motivos familiares, aunque no parece muy convencido de abandonar una tierra que lo fascina, pero en la que (sabe) siempre será un extraño. En la segunda, el joven doctor Alex Nzila, un hombre que aún anda en busca de su lugar en el mundo, comprueba que la realidad en la tierra de sus mayores está muy lejos de la que él imaginaba y que allí tampoco se libera del sentimiento de ajenidad que padece en Francia. En su función específica, los resultados no son mejores: la corrupción abunda y es bastante oscuro el destino que se da a los fondos que se envían desde Europa para combatir una enfermedad que parece casi erradicada. No siempre Köhler consigue que confluyan armoniosamente las distintas vertientes del relato, y también es probable que desconcierte o suene artificiosa la vía fantástica que elige para rematar la admirable secuencia final de la cacería nocturna -quizá un equivalente de los síntomas de la enfermedad del título: modorra durante el día, insomnio por la noche-, donde se manifiesta más abiertamente el carácter onírico que la película ha ido sugiriendo desde el comienzo. En esa extraña y cautivante atmósfera en la que envuelve su visión de Africa sin recurrir a estereotipos ni pintoresquismos habituales reside parte del hechizo que envuelve el film. Es la misma sutileza que emplea para exponer los íntimos conflictos de los personajes -de todos los personajes- a través de sus comportamientos y de las situaciones que elige mostrar: por ejemplo, las de Ebbo con su familia, que contribuyen a iluminar los conflictos interiores del protagonista, admirablemente interpretado por Pierre Bokma. Es justo destacar que buena parte del notable trabajo de Köhler se debe a la contribución de su fotógrafo, Patrick Orth, especialmente en las abundantes escenas nocturnas.