Un Soderbergh menor, aun éste -que él definió como homenaje a los films de clase B y que se propone imponer como heroína de acción a una reconocida luchadora de artes marciales mixtas vastamente popularizada vía YouTube-, no deja de ser un Soderbergh, es decir que, como mínimo, lleva la marca de un maestro del entretenimiento. Puede abordar un género aparentemente agotado, tomarse libertades en cuanto a la cohesión narrativa y hasta descuidar alguna vez la continuidad, pero siempre habrá alguna estilización, más de una prueba de su inventiva en lo visual y señales claras de un lenguaje hábilmente concebido a partir del estrecho vínculo entre cámara, edición y empleo de la música. Hay más de un ejemplo en La traición en que la sola selección de los planos tomados desde distintos ángulos (de frente, de arriba, por sobre el hombro, desde donde miraría un presunto voyeur) genera por sí misma la tensión de una escena: tal el caso de una persecución que puede ser real o sólo fruto de la paranoia de alguien que acaba de escapar de un atentado contra su vida. La variedad de recursos que Soderbergh pone en juego en el tratamiento de la imagen -el uso de filtros, del blanco y negro, de colores desteñidos, de la cámara en mano- dan al film una fisonomía particular que lo diferencia de los rutinarios relatos de acción y espionaje y es uno de sus dos grandes atractivos. El otro es Gina Carano, la atlética y vigorosa luchadora que Soderbergh colocó al frente de un elenco superpoblado de estrellas masculinas no porque haya apostado a sus condiciones de actriz (difícilmente ganará un Oscar, aunque impone su presencia y se desenvuelve con bastante convicción), sino para explotar sus llamativas destrezas. Carano es en la ficción una cotizada agente de elite que trabaja para una poderosa corporación (y de manera indirecta para algún gobierno) contratada para resolver misiones oscuras y complicadas. El problema es que la heroína ha sido traicionada por sus superiores. La implacable y metódica venganza (hay unos cuantos responsables con los que deberá saldar cuentas) comienza con el film mismo que pasa por diferentes escenarios (Dublín, Barcelona, Nueva York) y da abundantes oportunidades para que la estrella desarrolle su repertorio de técnicas. El guión escrito por Lem Dobbs (el mismo de Vengar la sangre) dispone que la acción vaya y venga en el tiempo, de modo que la mayor parte de la historia se desarrolle en flashbacks y se genere algún suspenso hasta llegar al final sin dejar demasiados cabos sueltos. Cuando éste llega es para confirmar que el poder podrá estar en manos masculinas, pero conviene no exponerse al enfrentamiento cuando la representante del sexo opuesto tiene las condiciones, la determinación y la potencia de Gina Carano.
Los dos embusteros que intentan hacer negocio con la venta al fútbol español de un joven crack nacional lo son por distintos motivos. A uno, el español (Fernando Tejero) le ha faltado talento deportivo y comercial para vivir del fútbol, pero sigue esforzándose para sacar tajada de la representación de jugadores y de vez en cuando consigue alguna autorización firmada a las apuradas, como le sucedió con un juvenil argentino al que "descubrió" en nuestro país y por el que se interesa ahora el Real Madrid. Trabaja por vocación. El otro, el argentino (Diego Peretti), lo hace por obligación. Ginecólogo, soltero, poco sociable, detesta todo lo que tenga que ver con la pelota, pero no ha tenido más remedio que hacerse pasar por representante respondiendo a la súplica de un tío entrenador que está enfermo y no quiere perder la oportunidad de vender a su discípulo favorito, prometedor crack, en vaya uno a saber cuántos millones de euros. Total, que previo curso acelerado de cultura futbolística, el médico desembarca en España para descubrir que al pichón de Messi que lo acompaña (Chino Darín) también lo espera en Barajas el otro presunto representante. Hay pelea, pero tarde o temprano, cuando descubran que los dos tienen documentos similares y con la misma firma, comprenderán que si quieren concretar la transacción, van a tener que asociarse. Pero ya se sabe que "fútbol es fútbol", según dice esa impenetrable gran verdad multiuso que el film repite casi tanto como los jugadores y los comentaristas, lo que en este caso significa que habrá competencia con otros cazadores de joyas, y de los más duros, mafia incluida. Todo esto da origen a un enredo bastante elemental, sin brío ni gracia y cuya chatura resulta indisimulable por mucha buena voluntad que pongan Peretti y Tejero, que por otro lado carecen de la química esperable en un dúo humorístico. Fuera de juego apunta al fútbol, pero el fútbol casi no aparece, y mucho menos algún apunte satírico de todo lo que se juega en torno de la pasión deportiva y el negocio. No ayudan mucho los invitados (Palermo, Casillas, papá Darín) ni las minisubtramas románticas con las que se ha querido sumar atractivo al film, como la parejita juvenil animada con bastante frescura por el Chino y Patricia Montero, los problemas matrimoniales del español y el súbito enamoramiento que el ginecólogo experimenta a última hora, como para que nadie llegue al fin de la película sin su happy end.
El título ya lo anticipa, pero conviene aclararlo: Mi semana con Marilyn no quiere ser un retrato de la rubia más famosa del cine sino la recuperación de una memoria personal. Quien vivió tal semana e intentó conservar en un par de libros su visión y su singular experiencia al lado de la estrella se llamó Colin Clark, era hijo de un reputado historiador de arte y tenía 23 años cuando el azar, los buenos contactos familiares y su encendida pasión por el mundo del cine lo llevaron a ingresar en la compañía productora de sir Laurence Olivier como el más modesto de los asistentes. Era 1956 y la entonces flamante esposa de Arthur Miller, empeñada en demostrar que además de una bomba sexy también podía ser una verdadera actriz, había estado esforzándose en el Actor's Studio con la guía de Lee Strasberg y desembarcaba ahora en Inglaterra para filmar, al lado del "mejor actor del mundo" y dirigida por él, El príncipe y la corista , versión de una pieza de Terence Rattigan. El encuentro entre el gran artista y la máxima estrella debía ser un acontecimiento legendario, y lo fue, pero no por el éxito del film, un fiasco artístico y comercial, sino por los memorables desencuentros -por decirlo del modo más amable- entre Monroe y Olivier, acerca de lo que mucho se han explayado cronistas, historiadores y también los propios protagonistas. Al basarse en los textos de Clark -testigo de ese borrascoso rodaje, pero también, con el tiempo, favorito de Marilyn, que hallaba en él compañía, complicidad y tierna contención y hasta llegó a hacerlo su confidente-, el film es al mismo tiempo la reconstrucción de un momento del cine y la delicada evocación de una casta historia de amor. La protagonista excluyente es, en uno y otro caso, Marilyn. Y si el film no ahonda demasiado en su compleja personalidad ni indaga en el proceso de construcción del ícono en que ella iría a convertirse, en cambio acierta al deslizar algunos apuntes sobre las características que más tarde terminarían dañando su carrera y su vida personal. Y aquí es decisivo el aporte de Michelle Williams, cuyo elaborado retrato expone tanto a la estrella excéntrica e inestable, presa de su fama pero incapaz de prescindir de ella, como a la frágil, vulnerable criatura de pasado tormentoso que, sin embargo, es consciente del personaje público que ha creado y en el que puede transformarse cuando lo necesita en un abrir y cerrar de ojos. Williams consigue lo más difícil, que sin parecerse demasiado a una Marilyn que de todos modos nadie podría representar salvo ella misma resulte creíble para el espectador. Y eso es obra de su minucioso estudio del personaje más que de maquilladores, peluqueros y vestuaristas, que han hecho un gran trabajo. Brannagh (como Olivier), Eddie Redmayne (Clark) y Judi Dench (Sybil Thorndike) son otras delicias de este film liviano y entretenido.
He aquí un Edgar Allan Poe cabalgando en medio de la niebla de Baltimore, revólver en mano. Está siguiendo el rastro de un serial killer que se inspira en sus relatos para cometer sangrientos crímenes, que son como las migas de pan de Hansel y Gretel, sólo que no señalan el camino de regreso a ninguna parte, sino que conducen al paradero de la mujer que el escritor ama y que ha sido secuestrada por el perverso y anónimo fan, harto de que su ídolo literario, por culpa de la bebida, haya abandonado las ficciones y se dedique ahora sólo a la crítica y la poesía. Un fan temible, por cierto, como que le exige al poeta doble tarea: producir nuevos cuentos para satisfacer su hambre de novedades y encontrar el tiempo suficiente para meterse en los zapatos de Sherlock Holmes y colaborar con el detective que sigue el caso. Porque ¿quién mejor que el autor podría prever, a partir de cualquier detalle dejado como pista, cuál será el próximo cuento que inspirará al asesino y cómo llegar al lugar donde tiene recluida a su víctima antes de que cumpla con su amenaza de darle muerte? Como se ve, se trata de una versión revisionista de los últimos días del poeta de El cuervo , aprovechando el misterio en torno de los motivos de su muerte, nunca esclarecidos, pero objeto de infinidad de especulaciones. De algún modo, lo que han buscado los libretistas Hannah Shakespeare (ningún parentesco con el Bardo) y Ben Livingstone (hasta aquí, sólo actor) es un pretexto para cubrir ese vacío con una aventurada mescolanza de material de Poe, casi un miniantología de sus éxitos, protagonizados por él mismo. Pudo haber sido un punto de partida rendidor de habérselo desarrollado con imaginación, algo de humor y una dirección menos rutinaria que la de James McTeigue. Pero no: a la dudosamente feliz idea de elegir a John Cusack para encarnar a Poe (que, con todo, salva su parte con cierto decoro) se suman otras flaquezas. El film se hace largo, reiterativo y bastante torpe, y el único interrogante que siembra es ¿qué habrá querido hacer el realizador con este material? Quizás atraer a los fanáticos del autor, que tal vez se diviertan al enterarse de algunos detalles, como por ejemplo la razón por la que el agonizante Poe repetía en su delirio el nombre de Reynolds. También conocerán a Rufus Griswold, su encarnizado rival, y sabrán que el famoso poema que da título a la película le reportó a su inmortal creador la suma de 9 dólares. Y acaso se entretengan apreciando con qué osadía los responsables del film entreveran en el relato elementos tomados de las obras de Poe. No hay más: la ambientación ayuda un poco; el elenco (salvando a Brendan Gleeson), no.
Cuando la cámara entra en la casa donde viven estas tres mujeres poco más que adolescentes, nada se sabe de ellas. Ni de quiénes son, ni de lo que han vivido, ni de la relación que las vincula, ni de la situación por la que atraviesan. Todo (aparentemente, muy poco), lo irá diciendo cada imagen, cada escasa y breve línea de diálogo, cada gesto. El escenario mismo -la casona que nunca terminaremos de conocer completa, con su gran espacio central semivacío, su pequeño parque y su galería; sus grandes ventanales que excluyen cualquier sensación de encierro, sus dormitorios similares y distintos, la cocina grande que suele ser espacio de reunión, el living con el sillón donde ellas se apretujan para oír música o quizá para sentir el calor de la compañía, el garaje que esconde recuerdos- hablará por sí mismo. Muy de a poco podrá ir componiéndose este lacónico (para algunos espectadores quizá demasiado) y sutil retrato de familia. Pero poco, casi nada se expondrá en palabras. Un elaboradísimo trabajo de guión, de puesta en escena, de composición actoral, ha precedido el rodaje para que cada detalle de cada escena cobre significación, para que poco a poco vaya develándose la secreta, compleja interioridad de estas tres criaturas y en especial para que la sensibilidad exquisita de Milagros Mumenthaler explore el reservado sentimiento de la fraternidad, o al menos para que pueda percibir los signos que dejan entrever algo de su contradictoria condición. Es el verano. No hace mucho ha muerto la abuela que crió a las tres hermanas en esa casa que ha quedado cargada de recuerdos. Están ellas, pues, en estado de vulnerabilidad, en una suerte de paréntesis; liberadas (pero también carentes) de una guía que las contuvo hasta hace poco, y con la certeza de que se avecina un futuro por ahora incierto sobre el que deberán decidir. Pero cada una vive a su modo esa ausencia, esa inquietud y esa íntima soledad: entre tensiones, frágiles alianzas y diferentes muestras de desconfianza, dan pasos inseguros, tropiezan, se encierran en sí mismas, regresan al refugio, se rebelan contra él, ensayan la independencia, andan a tientas hasta que también de a poco van atreviéndose a pasos más extremos: marcharse, decidirse al amor, despojarse del pasado. Pasado el trance, tras el desconcierto y las dudas, las cosas terminarán por ordenarse y quizá allí asome el inicio de un camino hacia la vida adulta. Especialmente dotada para la creación de climas (su cine sensorial recuerda a veces al de Lucrecia Martel), Mumenthaler apunta a la interioridad de los personajes y se apoya fundamentalmente en el espléndido trabajo de sus intérpretes y en la química que se establece entre ellos. María Canale fue distinguida como la mejor actriz en Locarno, donde el film se llevó el premio mayor, pero igualmente dignos de aplauso son los desempeños de Martina Juncadella y Ailín Salas, y el de Julián Tello, el único varón-testigo de ese universo femenino. Otro acierto notorio de la directora es su empleo de la música, importante en dos escenas claves de una película.
El hotel Marigold no será demasiado suntuoso, pero está en la India, en los alrededores de Jaipur, lo que, más allá de su precario estado de conservación, lo vuelve un poco exótico, y además suma un atractivo extra: los precios accesibles -al alcance de presupuestos bastante limitados- a cambio de los cuales ofrece a venerables jubilados británicos de clase media no la hospitalidad de un geriátrico sino un albergue cordial y la promesa de aventuras para disfrutar, entre pares, de los que pueden ser sus mejores años. Hay un poco de todo -en especial, bastante soledad-, en ese grupo de pasajeros que serán los inminentes huéspedes del hotel y que están ahora ahí, reunidos en el aeropuerto y más pálidos que nunca en medio del exuberante colorido de la multitud. La escena expone también uno de los rasgos poco comunes de esta historia placentera, liviana, convencional e inofensiva que John Madden ( Shakespeare apasionado ) dedica al público maduro: en el elenco principal, nadie tiene menos de sesenta años. Lo cual termina siendo también una de sus fortalezas. Nada más útil que la experiencia de Judi Dench, Maggie Smith, Tom Wilkinson o Bill Nighy (por sólo mencionar a algunos) para sostener el atractivo de la película cuando la historia hace agua o cuando, atenta a que la clave está en la suma de grandes actuaciones y finales felices, se desentiende de cualquier credibilidad o recurre a los más clásicos clichés. Que lo diga Maggie Smith: sólo ella puede hacer posible que la amargada intolerante del comienzo se transforme milagrosamente en la comprensiva y cariñosa ejecutiva del final. Como todos, ella tiene sus razones para estar ahí: la operación de cadera por la que en su país habría de esperar meses o años, podrá hacérsela en la India sin demora y a mucho menor precio, así que deberá tragarse sus prejuicios. A Judi Dench, la viudez la obligó a trabajar, de modo que puede seguir con su blog desde cualquier parte (y de paso, poner alguna ilación en el relato); para Tom Wilkinson, el viaje es un regreso: debe cerrar una historia que vivió de estudiante y que no ha olvidado. Es quizá el personaje más interesante. Hay quienes buscan amor, o al menos un buen partido, como Celia Imre (en un papel que iba a ser de Julie Christie), y si no hay amor, por lo menos un poco de diversión, como Ronald Pickup (que reemplazó a Peter O'Toole). Y hay por fin un matrimonio desavenido (Bill Nighy y Penelope Wilton) que llegó al Marigold en plan de reducir gastos. Cada uno encontrará un remate para su historia: Madden (y probablemente también la novela These Foolish Things en la que se basó) ha sido en ese sentido muy justiciero. Todos tendrán su premio, inclusive la parejita joven, integrada por Dev Patel, el protagonista de Slumdog Millionaire , y la joven modelo Tena Desae, que ya ha hecho su debut como actriz en Bollywood. Si bien Madden capta con su cámara el caótico fluir de la vida y recoge aquí y allá apuntes vistosos y pintorescos, el ambiente no es un aspecto que preocupe al film salvo en la medida en que proporciona exotismo y color. El costado romántico, unas pizcas de emotividad y bastante humor (nada demasiado inspirado, aunque hay algunas réplicas verdaderamente ingeniosas) contribuyen al liviano entretenimiento. Pero lo fundamental, ya se ha dicho, está en los intérpretes. Ellos son la verdadera fiesta.
Todo es sustancial, sucinto, medular en 35 rhums . Como si cada escena, cada plano, cada línea de diálogo hubieran sido cincelados al máximo, con paciencia de artesano, para despojarlos de todo lo superfluo, hasta llegar a lo esencial. Una sonrisa que apenas se insinúa cuando un timbre anticipa la inminente llegada de la persona amada; un fugaz vistazo al espejo donde se refleja la imagen del ser querido estrechando un cuerpo ajeno en el abrazo del baile; el tenso silencio que precede a las palabras que no hace falta decir porque se explicitarán en un gesto; un objeto (la arrocera) que cobra el peso, y la elocuencia, de un personaje más. Todos los sentimientos caben en esos trazos finísimos, sutiles, en esos instantes furtivos que la extraordinaria sensibilidad de Claire Denis capta y expone con mano maestra. La delicadeza narrativa de la directora francesa ( Bella tarea , Trouble Every Day ) alcanza aquí la plenitud. Lo que cuenta es sencillo: la estrecha relación afectiva entre un viudo apuesto y de mediana edad y la hija a la que ha criado y con la que comparte una rutina armoniosa y cálida ("Tenemos todo aquí, para qué buscar en otra parte", se los oye decir), y los distintos momentos que atraviesa cada uno: él, Lionel, cerca del retiro de su puesto de conductor de una línea de trenes suburbanos; ella, Joséphine, estudiante de antropología, dependiente en un local de venta de discos y quizá deseosa de experimentar cómo es el mundo al que conducen las múltiples vías que ve desde su ventana, más allá del barrio parisino casi suburbano donde residen. Una rutina que necesariamente deberá alterarse, más tarde o más temprano, para que la muchacha haga sus propias elecciones. Una rutina de la que participa también el pequeño mundo que los rodea: Gabrielle, la vecina taxista que sigue pendiente de Lionel aunque hace rato que han vuelto a ser solamente vecinos; el joven Noé, vacilante y tristón y el único no descendiente de africanos, que no ha podido sortear las barreras que Joséphine impone a sus avances y ahora está pensando en vender su departamento y salir en busca de otro lugar para vivir. De la muy fina trama que han tejido esos lazos familiares habla la mejor secuencia de la película, cuando el programa que el grupo ha previsto -asistir a un concierto después de mucho tiempo sin salidas en familia- se ve frustrado por una avería del taxi de Gabrielle. El grupo encuentra refugio en un bar donde baile y gestos más que palabras dejarán expuestos muy sutilmente los lazos que los unen, los afectos que los vinculan y las soledades que los separan. Difícil recordar una escena más cálida y más delicadamente conmovedora en un film de Claire Denis; difícil no reconocer en su tono sereno, meditativo, sosegado, en la importancia que cobra cada detalle y en la extraordinaria economía de sus recursos expresivos la intención -declarada- de rendir un homenaje a Yazujiro Ozu. Pero también hay que señalar que el admirable equilibrio que el film expone en la concepción integral de cada escena -la imagen, el sonido, los silencios, los personajes, los objetos y también el ritmo de la cámara- es muy propio del cine de Denis y quizá refleja la propia armonía de un equipo -directora, coguionista, fotógrafa, músicos y actores como el enorme Alex Descas o Grégoire Colin- que funciona con el compromiso artístico y la exquisita precisión de una orquesta de cámara.
El destino siempre tiene un papel importante en las historias con las que Nicholas Sparks ha afirmado su fama de fabricante de best sellers muy requeridos por el cine. The Lucky One , o Cuando te encuentre , según fue rebautizada en esta parte del mundo, es la séptima novela suya que merece una versión fílmica. Que entre las últimas llegadas aquí figuren La última canción (con Milley Cyrus), Querido John (con Amanda Seyfried y Channing Tatum) y Noches de tormenta (con Richard Gere y Diane Lane) ya puede dar una idea del tipo de relato romántico que cultiva el autor. El destino se encargará de que se crucen un hombre y una mujer, que entre ellos nazca el amor, que algo los separe, que sea necesario sortear obstáculos de distinta especie, que no falte alguna muerte o una enfermedad y que abunden los atardeceres dorados, a veces para que sirvan de fondo de las escenas felices, a veces para subrayar la melancolía de la ausencia, o de la pérdida. En este caso, el destino se manifiesta en forma de una fotografía (el retrato de una rubia sonriente) que un marine encuentra entre lo que ha quedado de una sangrienta emboscada sufrida por las tropas norteamericanas en Irak y que se convertirá en una especie de amuleto (o ángel guardián) que le evita desgracias en un par de oportunidades y le permite volver a casa, en Colorado, psicológicamente maltrecho, pero entero. Logan, que así se llama, no ha logrado recuperar la paz, entre otros motivos porque nunca ha podido dar con la chica de esa foto milagrosa, quizá la novia de uno de los caídos en la fatídica encerrona. Pero felizmente la rubia ha posado para la foto cerca de un faro y a él no le lleva demasiado tiempo identificarlo. Por eso un buen día parte, a pie y acompañado por su perro, rumbo a Luisiana, en busca de la desconocida a la que quiere darle las gracias. Esto es sólo el prólogo y no hace falta añadir más, salvo que la suerte le sigue sonriendo, por lo menos hasta que da con la rubia, y consigue trabajo muy cerca de ella. Un ex marido celoso y acosador, una dama sabia y comprensiva y un chico que sabe todo sobre el ajedrez completan un cuadro más bien modesto en términos dramáticos. Ya se sabe que otros inconvenientes vendrán para poner en duda su condición de hombre de suerte, pero el muchacho es paciente, tolerante, juicioso, llegado el caso también heroico (por algo es un marine, aunque tierno como Zac Efron), y sabrá superar todos los tropiezos. Corazón romántico no le falta. A ella (Taylor Schilling), tampoco, de modo que con la ayuda de la música de Mark Isham y los húmedos y arbolados paisajes de Luisiana estará todo listo para que los adictos al género se emocionen y hasta deban enjugar alguna lágrima. Los menos sensibles a este tipo de telenovelas, en cambio, sólo llorarán pensando en el tiempo perdido.
Los títulos -el original en inglés y el de la versión en castellano- son los mismos, pero 21 Jump Street (o Comando especial ) está lejos de ser una remake de la serie televisiva de Fox Network que entre 1987 y 1991 fue muy popular entre el público juvenil norteamericano y se ganó un lugar en la historia por haber catapultado a la popularidad a Johnny Depp. La serie, difundida entre nosotros por Telefé algún tiempo después de su estreno en los Estados Unidos, contaba las aventuras de un escuadrón especial de la policía integrado por jóvenes agentes adiestrados para infiltrarse entre los estudiantes de secundaria e investigar delitos vinculados con ellos. Uno de los policías encubiertos era Depp, que muy a su pesar se convirtió en un ídolo juvenil: "Un póster de plástico", escribió alguna vez, del que lo liberó Tim Burton con El joven Manos de Tijera . De aquellos policiales de acción ha quedado poco, casi nada, tras la intervención de los guionistas Michael Bacall y Jonah Hill y los directores Phil Lord y Christopher Miller. La operación consistió en tomar la idea original (los dos protagonistas son policías novatos haciéndose pasar por muchachos de secundaria) para poder desembarcar en la clásica bufonada estudiantil saturada de alusiones a los genitales, lo que algunos llaman humor de baño, chistes más tontos que groseros, algo de homofobia y misoginia y todos los ingredientes de lo que la comedia norteamericana de estos tiempos destina a un público juvenil (de 12 años de edad mental promedio) que no parece merecerle demasiado respeto, tan exigua es la porción de ingenio que invierte en su entretenimiento. Eso sí: hay bastantes apuntes satíricos: algunos eficaces (la secundaria se parece poco a la que ellos dejaron no hace tanto: culpa de Glee , dicen); otros no pasan de la parodia fácil sobre lugares comunes de la TV y el cine o sobre programas y figuras de ese medio. Y bastante de todo eso -en el lenguaje, particularmente- parece demasiado destinado al consumo local. La operación implicó la mezcla de varias fórmulas: un poco de buddy movie , un poco de Locademia de policía , bastante de comedia inmadura para adolescentes, un poco de acción. La pareja despareja la integran el galán atlético, ganador en todo menos el estudio, y el blanco de sus burlas: el gordito feo y torpe, pero buen alumno. Los dos ingresan en la policía y van a parar a ese escuadrón especial cuyo irascible jefe impone su lema "Asuma su estereotipo". O sea, muéstrense como son. En este caso, incompetentes, torpes. Y encuentren al que está proveyendo una nueva droga. Esto justifica la acción -descabellada por supuesto-, que se amontona sobre todo en la parte final, con algo de cartoon. Los directores no son expertos en el género, aunque sí saben imponer (salvo en el comienzo, bastante aletargado) el ritmo vertiginoso que ayuda a disimular la escasez de ingenio. Lo demás es lo de siempre. Enredos, golpes, chicas, humor físico, irreverencia, rivalidad, distanciamiento, reconciliación. Todo en tren de farsa más bien burda. El peso recae en la pareja protagónica: Jonah Hill ( Supercool, El juego de la fortuna ) está en su salsa; Channing Tatum sorprende por su aptitud para el humor físico; hay cierta química entre ellos. Y de yapa: un (quizá previsible) cameo. Algo es algo.
De lo que se trata es de las luchas por la emancipación de la mujer en países árabes férreamente atados a sus tradiciones, pero La fuente de las mujeres está más cerca de la fábula (inspirada en la Lysistrata de Aristófanes) que del testimonio o la denuncia. La aldea árabe en la que transcurre la acción, situada en un incierto lugar del mapa entre el Norte de Africa y el Oriente Medio, se parece más a las comarcas legendarias de las mil y una noches que a los territorios no hace mucho sacudidos por vientos primaverales. En medio de esa tierra áspera y desértica, castigada por una prolongada sequía, la vida sigue la rutina de siempre: a falta de sembradíos o animales que cuidar y de guerras que combatir, los hombres pasan las horas conversando, fumando y tomando té, mientras las mujeres, además de atender sus labores domésticas, se encargan (es una tradición) de ir a recoger el agua de la fuente, la única que hay en los alrededores, en lo alto de la montaña. Diariamente, pues, deben abrirse paso, con los baldes a cuestas, por un terreno pedregoso y escarpado que ya se ha cobrado alguna víctima. Las más avispadas, entre ellas la bella e ilustrada Leila, están convencidas de que ha llegado la hora de promover algunos cambios. ¿Cómo lograr que los hombres comprendan (como lo comprende Sami, maestro de escuela y tierno marido de la muchacha), que así como está, la división del trabajo es injusta y que deben abandonar sus privilegios? Leila propone declarar una huelga de esposas por tiempo indeterminado: no habrá sexo hasta que ellos asuman la pesada tarea. Pero esta émula árabe de Lysistrata que, como ella, desata otra guerra -la de hombres v. mujeres- tiene objetivos más ambiciosos. El film ratifica a cada rato su carácter de fábula, con sus personajes coloridos, sus abundante pintoresquismo, su abundancia de momentos musicales (de Aristófanes y de los antiguos rituales viene el enfrentamiento de los coros femenino y masculino que da lugar a un par de escenas) y su artificialidad. Y es mejor que así se la considere no sólo porque abunda en moralejas explícitas y obviamente edificantes, porque sus personajes son poco más que estereotipos y porque en términos de construcción dramática, la historia es excesivamente ingenua para abordar un asunto tan complejo como el lugar de la mujer en las comunidades islámicas. El rumano Radu Mihaileanu busca complacer al público; de ahí que su fábula haga hincapié en el atractivo visual y musical, que se torne grandilocuente cuando exprese por boca de sus personajes la simpatía por la causa feminista y que alterne -sin reparar demasiado en lo verosímil- escenas románticas, humor, color, baile y un mínimo de drama. Aún con varios minutos de más, el film contagia su brío y cierta energía y expone sus buenas intenciones. Dos intérpretes de Cous cous, la gran cena -Hafsia Herzi y Sabrina Ouazani- añaden el atractivo de su belleza.