En Esto es guerra, Rheese Witherspoon, tal vez el mayor atractivo de la película para la porción de público que la encuentra irresistiblemente simpática, evalúa la calidad de todo tipo de productos (de hornos a teléfonos celulares) para una publicación de defensa del consumidor, tarea que desempeña en directo contacto con los presuntos compradores, que prueban y cuestionan personalmente defectos y carencias de los artefactos. Mucho le hubiera convenido al propio film contar con sus servicios antes de ser lanzado al mercado. De haberle aplicado sus conocimientos, difícilmente habría contado con el ok final. Primero, habría advertido que se trataba de vender un artículo de segunda mano -una historia mil veces contada- que no sólo fracasaba al querer disimular con el packaging la gastada y repetida fórmula, sino que tampoco proponía alguna ligera variación sobre la base de ingenio, frescura o brío, salvo que se considere como novedoso el hecho de que los dos galanes y amigos que -otra vez- luchan entre sí para conquistar a la misma mujer, sean agentes secretos y que en la guerra en la que sin proponérselo se ven envueltos utilicen recursos propios de su profesión. El planteo es más o menos así; toda la habilidad que la chica emplea para desempeñar su profesión le falta para su vida sentimental: invariablemente elige el candidato equivocado. Por fortuna para ella (y no tanto para el film, que gana poco con la incorporación de Chelsea Handler) tiene una amiga tan fogosa como metereta que la inscribe en un programa de búsqueda de parejas en Internet, como consecuencia del cual iniciará no una sino dos relaciones paralelas, por supuesto con los dos amigos en cuestión. En principio todo va bien, porque ambos ignoran que la mujer de la que se han enamorado es la misma. Cuando lo descubren, pasan del dudoso pacto de caballeros al espionaje mutuo y más tarde a la guerra declarada. Ella es, claro, la última en enterarse: no es la inteligencia el rasgo que más subrayan en las mujeres las comedias norteamericanas recientes. Mientras tanto, muy de vez en cuando, el film se acuerda de que Chris Pine y Tom Hardy son agentes de la CIA e intercala alguna escena de acción, con malvado incluido; mala idea, teniendo en cuenta las escasas condiciones que el director McG (el mismo de Los ángeles de Charlie) expone para esos menesteres. El cotejo entre los dos galanes (y las zancadillas que cada uno le tiende al otro) sirven para probar que la química de Witherspoon con uno y otro está igualmente ausente. Casi tan ausente como el encanto que los libretistas y el director buscaron extraer de una materia visiblemente escasa de ideas y de humor. Algunos chistes y algunas de las travesuras que ellos imaginaron apenas compensan. De lo demás sólo vale mencionar el brillo de la sonrisa de Witherspoon, la afectación de Pine y la sobriedad de Hardy. Muy poco.
Un poco de thriller, otro poco de comedia humorístico-romántica para consumo de ciertos sectores de espectadoras y bastante menos de imaginación se mezclan en esta enésima edición de la batalla de los sexos que un nutrido equipo de mujeres puso al servicio de Katherine Heigl, quizá con la intención de poner en marcha una franquicia que imaginaban rendidora. El origen está en la serie de novelas (dieciocho) escritas por Janet Evanovich, en torno de Stephanie Plum, una bella y graciosa chica de Nueva Jersey que sin ser experta en investigaciones ni contar con talentos especiales se las arregla bastante bien como cazarrecompensas, aunque por lo general se mete en complicaciones de las que casi siempre debe rescatarla algún oportuno caballero. Sólo por dinero está basada en la primera aventura de la serie, aquella en la que Stephanie pierde su trabajo en una gran tienda, pasa por algunos aprietos financieros y, de modo azaroso, termina improvisada como cazadora de fugitivos de la justicia. La misión resultará ser para ella doblemente estimulante, porque el que se ha andado escabullendo de la ley, además de ser ex policía y estar acusado de una muerte, es un personaje al que la chica conoció en el pasado y con el que tiene todavía algunas cuentas que arreglar. Como perro y gato, pues, andarán estos dos, según aconseja una receta más antigua que el cine mismo. Y será visible desde el primer momento que cuanto más crecen el rencor y la rabia entre los dos, más aumenta la mutua atracción. El thriller se administra en dosis mínimas. El entretenimiento, también. Tres adaptadoras -Stacy Sherman, Karen Ray y Liz Brixius- y una directora, Julie Anne Robinson, entre cuyos antecedentes figuran algunos capítulos de Grey's Anatomy y una almibarada comedia juvenil con Miley Cyrus, no bastaron para nutrir el interés de esta historia que nunca alcanza el brío necesario y apenas proporciona un par de réplicas graciosas, además de la simpática presencia de algunos personajes secundarios. Junto a Katherine Heigl, que luce su belleza en una escena de ducha y muestra algo de su desenvoltura como comediante, aparecen no uno sino dos galanes: Jason O'Mara y Daniel Sunjata. No porque el cuento sugiera demasiados indicios de triángulo amoroso, sino porque parece aconsejable que haya abundancia cuando se trata de un film destinado a la platea femenina.
Aunque cueste creerlo, Nicole Kassell es la misma directora que sorprendió hace casi siete años con El hombre del bosque , aquella provocativa reflexión acerca de la inserción social de un pedófilo que encarnaba Kevin Bacon. Allí, austera y rigurosa, abordaba un tema espinoso y complejo sin ceder a los golpes de efecto, los lugares comunes, las explicaciones tranquilizadoras ni las soluciones complacientes. Casi exactamente lo contrario puede decirse de Amor por siempre , su segunda realización, desarrollada a partir de un desdichado guión de Gren Wells. Aquí se intenta contar el proceso de una enfermedad terminal adaptándolo al formato de una comedia ligera y en un tono siempre indeciso entre el humor negro, el chiste frívolo a la medida de Kate Hudson, el romance lacrimógeno y alguna incursión en lo fantástico para que cierta visita celestial garantice la felicidad eterna y amortigüe el golpe del final anunciado. Total, una Love Story que aspira a transitar por un territorio parecido al de la reciente 50/50 . Nada más lejos. Cualquier aproximación titubeante a un terreno tan resbaladizo como ése sólo puede conducir al tropezón. Aquí los hay en cantidad y no vale la pena enumerarlos. Digamos que Hudson es una ejecutiva exitosa que sólo busca pasarla bien -para eso tiene un enorme y siempre creciente círculo de conocidos- y defender su libertad a salvo de cualquier riesgo de compromiso. Que un mal día se entera de que padece un cáncer terminal, lo que no le impide seguir riéndose con sus amigos, y que desde entonces, entre tratamiento y tratamiento, empezará a mirar con otros ojos al joven médico mexicano Gael García Bernal, que la hará conocer el amor. Todo para que una improbable platea llore a moco tendido (pero secretamente confortada por un Dios con la cara de Whoppi Goldberg) mientras se acerca el desenlace. Y el fin de este desatino. No es un film para el lucimiento de nadie, pero así y todo Kathy Bates y Treat Williams (papás de la protagonista) alcanzan a colar algún minuto de sinceridad.
La historia parte del cese de actividades de una fábrica a causa de la repentina y misteriosa deserción de su dueño que, aun ausente, no abandona del todo el poder. Lo mismo hace con sus dos hijos, Cándido y Valentín, a quienes les ha dejado la misión de hacerse cargo de la conducción del establecimiento y con ella el destino que ha predeterminado para sus vidas. Bien diferentes entre sí -uno, el mayor, manipulador y sólo atento a su propia conveniencia aun a costa de la frustración de su hermano; el, otro, sensible, más necesitado de independencia, dubitativo y todavía en tren de definir su propio camino-, también son disímiles las reacciones ante la inesperada herencia y más todavía el modo en que asumen la responsabilidad que implica tomar decisiones, teniendo en cuenta que no sólo influirán en la familia sino también en el futuro de los trabajadores, que han expresado de diversas maneras su rechazo al cierre y su voluntad de seguir adelante con la fábrica. El film quiere asociar los dos conflictos -el familiar, el social-, pero no en términos realistas sino en un plano más abstracto: ni el lugar (una pequeña población rural) ni el tiempo están definidos, y la excelente fotografía en blanco y negro -uno de los principales valores del film, si no el único- refuerza ese deliberado distanciamiento, lo mismo que el tratamiento del diálogo, con su rebuscamiento literario y la deliberada monotonía que adoptan los actores. En el modelo formal, herencia de la nouvelle vague, prevalece lo estético. Imágenes cuidadas, ciertos climas logrados (sobre todo en el tramo en el que Valentín, abrumado, escapa al campo y encuentra allí una contención transitoria), y algún esporádico acierto de la banda sonora deben anotarse entre los logros de esta ópera prima que propone demasiados interrogantes, entrega bastante menos de lo que parecía prometer su ambicioso planteo inicial y pierde interés en la medida en que su objetivo se vuelve más borroso. El film obtuvo el primer premio en la competencia argentina del último Bafici.
Es un film de espías y el título parece decirlo todo. Hay un topo, un doble agente infiltrado (en este caso entre los niveles más altos del servicio secreto británico, en plena guerra fría) y es necesario descubrirlo. Pero lo que sobreviene no es la misión que llevará a un heroico 007 a emprender persecuciones, entrometerse en territorio hostil, anticiparse a los movimientos del enemigo y sobrevivir a todas las emboscadas, sino un paciente, minucioso y concienzudo trabajo de hormiga, un proceso que, en esta rigurosa lectura del clásico de John Le Carré, el espectador se ve incitado (o quizá más: obligado) a compartir. Como el protagonista, rescatado de su forzoso retiro para encargarse de identificar al traidor entre cuatro o cinco sospechosos, también él debe procesar una cantidad de información dispersa, parcial, a veces contradictoria, casi siempre ambigua, para entender lo que está sucediendo. George Smiley recoge los informes en su mundo, un mundo en el que abundan las traiciones, la sospecha y el interés personal; el espectador, de lo que el lenguaje detallista y sutil del director Tomas Alfredson deja deslizar a lo largo de una narración complejamente estructurada, intrincada hasta parecer impenetrable al principio pero al mismo tiempo apasionante. Pocos films respetan tanto la inteligencia del espectador. Aquí no hay margen para la distracción, ni explicaciones intercaladas cada tanto para ordenar las piezas y comprender las estrategias que Smiley aplica en su espinosa búsqueda de la verdad. Esas estrategias se irán revelando poco a poco a medida que avanza el relato. Todos los personajes tienen su lado oscuro; la ambigüedad abunda. Hay que estar atento no sólo a las palabras y a lo que ellas pueden esconder, sino a mínimos gestos, a cada detalle de la imagen, a los ambientes, la luz, los silencios. El clima de la guerra fría dentro de ese mundo cerrado, nocivo, burocrático donde reina la paranoia y la traición (política y humana) tiene su traducción visual en cada signo de opacidad y vetustez de los claustrofóbicos interiores en los que transcurre la acción tanto como en la conducta de esos grises personajes. Si la intensidad de lo que se narra obliga al espectador a absorber mucho y muy rápido, cada pista falsa y cada dato equívoco -los mismos que a veces también obligan a Smiley a corregir el rumbo- son suficientes para mantener viva la curiosidad. Importa menos la intriga por descubrir quién es el topo que la progresiva revelación del estado de desconfianza e incertidumbre ética que domina esos círculos; una mentalidad que promueve menos una escalada armamentista que un incremento de la paranoia, y se manifiesta de modo no demasiado diferente en el Oeste y en el Este. Al fin, sea cual fuere la identidad del topo, su descubrimiento no significará un triunfo significativo en la defensa de los valores occidentales ni incidirá demasiado en el frágil equilibrio político: sólo resolverá un problema interno en el espionaje británico, que no deja de ser un jugador secundario en una guerra que disputan contendientes más poderosos. Probablemente, Alfredson se atrevió a concentrar en dos horas una novela tan admirablemente construida y tan densa como la de Le Carré porque contaba con un guión excepcional y porque (ya lo mostró en su ópera prima) sabe valerse de todos los elementos que le ofrece el lenguaje del cine para orquestarlos con maestría. En El topo , si bien no abunda la acción y la violencia suele ser sólo una amenaza latente, la tensión es constante; y aunque el paso es calmo como el carácter de Smiley, los hechos se suceden con rapidez. Cada aspecto de la puesta en escena reclama atención -se ha dicho- y en especial el escrupuloso trabajo con los actores. En papeles que tienen la consistencia y la riqueza de matices que sabe conferirles un maestro como Le Carré, cada intérprete -de John Hurt a Tom Hardy, de David Dencik a Colin Firth-, hace una verdadera creación. No hay palabras para celebrar el triunfo de Gary Oldman: la minuciosa elaboración que le ha permitido hacer perceptible, con tamaña economía de recursos, la compleja, conmovedora interioridad de un ser tan lacónico como Smiley es el testimonio más rotundo de su inmenso talento.
El artista es una declaración de amor por el cine del Hollywood de los años 20; un homenaje construido a la manera de ese cine, en blanco y negro, con los mismos tics y los mismos trucos; los mismos galanes seductores y las mismas heroínas ingenuas y sin otros diálogos que los que caben en los intertítulos: un estilo que atrasa 80 años visto desde aquí, pero pone al descubierto cuánto perdura de los clásicos y también cuánto se ha ido perdiendo. Es también probablemente la película muda y en blanco y negro más exitosa desde los tiempos de Lillian Gish y Douglas Fairbanks, y en muchos casos la primera que han visto (y verán todavía) cientos de miles de espectadores. Pero esta obra encantadora significa algo más. En medio de un cine donde se juzga mejor lo que ofrece más: espectáculo, ruido, efectos, inversión, El artista vuelve atrás para devolverle al espectador una experiencia más sencilla, y con ella, cierta fresca magia parecida a la que proporcionaban los films que él emula. Estamos en Hollywood, en 1927. Donde George Valentin, atlético y sonriente, favorito de todos, reina soberano aun por encima de los productores de infaltable cigarro. Una especie de Fairbanks con algo de Valentino y algo de Gene Kelly, por el que deliran todas las chicas. Alguna, más audaz o más afortunada, la encantadora Peppy, consigue acercársele. La foto en Variety le abre camino. Pronto compartirá el set con su ídolo. Pero se avecinan cambios inminentes. El sonido está por llegar y la revolución que genera dos años más tarde puede resultar en los estudios más grave en la propia crisis económica. Valentin se resiste a hablar, abandona la firma y contraataca con una superproducción en la que se juega todo. Peppy, que ya ha escalado posiciones, toma el camino inverso. Para una habrá triunfo, para el otro, decadencia, olvido y drama. Hasta que el cine mismo ofrezca un punto de reencuentro. ¿Para qué la palabra -podría preguntarse uno junto con el protagonista- si en una de las secuencias más bellas de la película puede contarse tan elocuentemente el nacimiento de un amor en la sucesión de tomas de una misma escena malograda reiteradamente porque la pareja que debe interpretarla desatiende la ficción? ¿Para qué si dice tanto más el abrazo que ella misma se prodiga cuando desliza su brazo dentro de la manga de una chaqueta del divo colgada en el perchero? Momentos como éstos, o como ese admirable diálogo danzado que los protagonistas comparten a uno y otro lado de una pantalla, abundan en el multipremiado film y dan testimonio de una inventiva que evoca la de los grandes cineastas de la época, de Lubitsch a Chaplin. El film está lleno de referencias, Nace una estrella , la primera. Pero el pastiche, tan sabiamente armado, tiene irresistible encanto, magnífica música y un elenco que es todo un festival de sutilezas. Se comprende que esté al borde del Oscar.
En Eden Lake , su ópera prima, James Watkins ya había mostrado que es capaz de sembrar la inquietud en el espectador y mantenerlo al borde de la butaca, en un tenso estado de alerta, sin necesidad de acumular imágenes truculentas, alaridos estremecedores y otros recursos destinados al sobresalto. El joven cineasta británico prefiere que la alarma proceda del avance dramático de las historias que cuenta, del suspenso que extrae de ellas y de las atmósferas ominosas que genera a partir de los escenarios, del tratamiento de la imagen y del empleo de una banda sonora en la que los silencios cobran singular elocuencia. En La dama de negro se ve en el compromiso de resucitar la largamente moribunda Hammer Film -legendaria marca que, con sus films de bajo presupuesto, reinó en el cine de horror entre los cincuenta y los ochenta-, y vuelve a aplicar ese criterio (digamos) austero, con apreciable eficacia. En lo comercial tiene un apoyo invalorable: la presencia de Daniel Radcliffe, que encara su primer protagónico después de Harry Potter y salva su extensa parte con gallardía, más allá de algún exceso de solemnidad. El guión tomado de la novela de Susan Hill provee una historia en la que están presentes muchos elementos clásicos de un cuento de fantasmas: la lúgubre mansión gótica embrujada, esta vez instalada en tierras bajas y por ello periódicamente aislada por la marea; muertes misteriosas y con ellas la aún más misteriosa aparición de una dama de negro; un cementerio, vecinos hostiles y aterrorizados, un montón de secretos de los que nadie quiere hablar, la superstición que en la Inglaterra suele nublar la razón. A ese lugar llega el joven abogado que interpreta Radcliffe y que es la imagen viva de la pesadumbre. El inconsolable dolor causado por la muerte de su esposa, cuando hace cuatro años dio a luz a su único hijo, ha afectado tanto su trabajo que este viaje a Crythin Gifford, donde debe arreglar todos los asuntos concernientes a las propiedades de una excéntrica viuda recientemente fallecida, supone la última oportunidad que le han dado sus superiores. De lo complejo de la tarea se entera pronto; apenas llega al pueblito, después de confiar a su hijo al cuidado de una niñera, descubre que nadie quiere darle hospedaje y menos conducirlo hasta esa mansión envuelta en negras leyendas. La diestra mano de Watkins -el ambiente juega un papel decisivo en la creación del clima- logra que el interés se mantenga vivo hasta llegar a un desenlace para el cual, como en Eden Lake , buscó una salida poco convencional. Ciarán Hinds y Janet McTeer se destacan en medio del impecable elenco.
De Moacir dos Santos, el entrañable personaje que Tomás Lipgot retrata con calidez y sensibilidad en este semidocumental, puede decirse que es un genuino artista popular brasileño. Nacido en una familia de muy humilde condición y criado en la favela, todo lo que sabe de música lo aprendió allí, en el morro o en las calles donde a veces lograba ganar algunas monedas ayudando a sus hermanos mayores. Primero escuchaba cantar a otros que como él repetían los viejos éxitos que están en la memoria popular o las más modestas creaciones de los que emulaban a los consagrados y aspiraban a hacerse un lugar entre los ellos. Desde que supo que tenía esa "voz fuerte", con falsete, que ahora hace oír en muchos momentos del film, él también soñó con volverse artista, quizá grabar un disco. Vino a la Argentina hace casi 30 años, "como todos, en busca de trabajo". Traía una docena de canciones propias que registró en Sadaic, pero la suerte le fue esquiva: debió caminar mucho, "de iglesia en iglesia" para procurarse el alimento diario. Tampoco la salud mental lo acompañó: estuvo diez años internado en el hospital Borda. Allí lo conoció a Tomás Lipgot (Ricardo Becher, recta final), que lo eligió para su documental Fortalezas (2010), donde reunía historias de personas recluidas en instituciones. Cuando volvió a buscarlo para dedicarle un film entero, no lo encontró. En el sueño de ser cantor, el que Moacir nunca abandonó, había encontrado la fortaleza para resistir. Así, había obtenido el alta médica y un subsidio habitacional. Ahora, a los 68 años, se presenta como brasileiño y argentino, vive en una pensión en Constitución y está conversando con Lipgot sobre los temas que incluirá en la película, mientras se acicala frente al espejo. Es muy coqueto, tiene que ir preparándose para enfrentar la cámara y dialogar con Sergio Pángaro, que además de encargarse del arreglo de sus canciones y a veces también acompañarlo en el canto, será su interlocutor ideal. Moacir conserva la ilusión intacta; por fin cumplirá su sueño. Humilde como es y agradecido como está, hasta despuntará en él alguna pizca de ingenuo divismo cuando se sienta protagonista. Y cantará, con toda su voz y sus sinceros arranques de histrionismo sambas y boleros clásicos y varias obras de su autoría, entre ellas la muy pegadiza Marcha do travesti. El film se beneficia con la frescura y la naturalidad de su protagonista; lo muestra en su pequeño mundo, descubre el lugar decisivo que la música ha tenido en su vida y escucha con respeto y espíritu solidario el relato de sus desdichas, de la empeñosa lucha que lo llevó a valerse otra vez por sí mismo y de la felicidad que le produce ahora ver algo de su viejo sueño finalmente cumplido. Haber captado esa emoción y transmitirla sin artificios es el principal mérito del film, que incluye un clásico de Paulinho da Viola ("Foi um rio que passou em minha vida") y el samba con el que Salgueiro ganó el carnaval de 1969 ("Bahia de todos os deuses"). El final es una fiesta con el encantador clip de Gabriel Grieco sobre la linda marcha de Moacir que bien merecería ser incorporada al repertorio clásico del carnaval.
Da la impresión de que Alexander Payne (Entre copas, Las confesiones del Sr. Schmidt) nada más seguro cuando lo hace entre dos aguas. Entre los temas más graves y la trivialidad, entre la emotividad del melodrama y el desparpajo del humor negro, entre las libertades del cine independiente y las garantías comerciales del que se dirige a las mayorías. Será por eso que en sus películas suele importar más el tono que la historia y más lo que subyace tras la acción que la acción misma. En esta obra en modo menor, ya que lidia con temas como la familia, la pérdida, la infidelidad o la paternidad, todo parte de una situación límite: Matt, un abogado perteneciente a la aristocracia hawaiana (desciende de los colonizadores y de la nobleza autóctona) tiene a su esposa en coma profundo y con pésimo pronóstico a raíz de un accidente náutico; se entera de que ella le ha sido infiel y estaba a punto de pedirle el divorcio; debe afrontar el cuidado de sus dos hijas (una de 10, otra de 17, ambas indóciles), y tiene que decidir, como apoderado de su extensa parentela, acerca de la venta de las tierras valiosísimas que el clan ha recibido como herencia. Como se ve, en el paraíso hawaiano del protagonista -y él mismo lo dice en off cuando ofrece en el comienzo una suerte de informe de situación-, puede haber desgracia, tristeza y sufrimiento. Y las familias también pueden resquebrajarse hasta llegar a tal punto que parece imposible recomponerlas (Matt, por ejemplo, irá comprobando con el paso de los días que las tres mujeres que él ha desatendido para consagrarse a los negocios inmobiliarios son casi completamente extrañas). Con tal panorama y teniendo en cuenta que quien padece este trance posee el carisma infalible de George Clooney, la adhesión del espectador está asegurada. Cualquiera apostaría que las lágrimas son el siguiente paso. Pero no. Por algo Payne es un especialista en transiciones, sabe combinar humor y drama, muchas veces en la misma escena, y aquí está muy atento a evitar cualquier desvío hacia lo lacrimógeno. El dolor, que cada uno experimenta de diverso modo, rara vez se manifiesta en palabras, pero está presente en los silencios y a veces se lo percibe detrás de la situación más banal o más risueña. Aun con su tono aparentemente liviano y a ratos farsesco, el film puede alcanzar la emoción genuina, así como desarrollar, sin dispersarse y a partir del drama central, las múltiples circunstancias del presente de Matt: básicamente el vínculo con sus hijas, que está en continua evolución, y el revoltijo de sentimientos contradictorios hacia su mujer que se agitan en él tras enterarse de su infidelidad y tomar conciencia del inminente desenlace. También, en medida menor, la decisión respecto de la venta del legado familiar. Aunque todo el relato gira en torno de Matt (George Clooney, en una labor colmada de sutilezas), el guión concede especial atención a los personajes secundarios, tan ricos en matices que algunos de ellos merecerían un film propio: la hija adolescente, admirablemente interpretada por Shailene Woodley; su noviecito, Nick Krause, a cargo de una de las escenas de humor más negro, o el primo ansioso por heredar que trae de regreso a Beau Bridges. El título hace referencia a la relación padre-hijas, pero también al tema de la cuestión del territorio heredado, lo que conduce a un discurso en defensa del patrimonio natural, que suena un poco declamatorio y oportunista.
El, Tony, es simple, taciturno, casi hosco, con los modales bruscos de un pescador de la Normandía habituado al trabajo duro y a la fiera defensa de sus derechos, pero también con un corazón noble y una sensibilidad que apenas se adivina en su semblante pero se manifiesta claramente a través de sus acciones. Ella, la bella y rústica Angèle, es tanto o más tosca en sus modos: las secretas desdichas del pasado la han vuelto solitaria, desconfiada y agresiva. Tony está solo y busca compañía. Angèle, un trabajo, un lugar para dormir, alguna forma de reconstruir su vida para aspirar a la recuperación del hijo que la ley le ha quitado para dejarlo en custodia de sus abuelos paternos. Es brutalmente franca y así se muestra cuando un aviso la pone en contacto con el hombre. El primer encuentro es poco auspicioso. Sin embargo, aún en medio de la crispación social (la crisis también golpea al combativo gremio de los hombres de mar) y a pesar del recelo familiar, Angèle se incorpora a la modesta empresa de los pescadores. La debutante Alix Delaporte aplica su lenguaje austero y conciso a la descripción del ambiente sin ceder al pintoresquismo. Unas pocas pinceladas le bastan también para definir a los personajes que rodean a los protagonistas sin reducirlos a retratos unidimensionales -la áspera madre de Tony, el hermano revoltoso y pendenciero, el sereno abuelo que defiende la custodia del chico-, pero el núcleo del relato está en el avance de la relación entre Angèle y Tony, que es sobre todo la evolución de la muchacha, de aquel animalito herido y arisco en busca de supervivencia a la mujer que recupera la confianza en sí misma y se siente en condiciones de reivindicar su derecho a la felicidad. La joven cineasta da pruebas de su mesura, de sus ideas para la puesta en escena (el ensayo de Blancanieves, por ejemplo), y de su voluntad de evitar el sentimentalismo fácil (más allá de una pequeña concesión a lo "poético" en el tramo final). La emoción, inevitable en una historia que con tanto tacto habla de la recuperación de la afectividad, no responde a ninguna estrategia manipuladora; brota de la verdad de los personajes, que los dos protagonistas desnudan en cada gesto. Clotilde Hesme justifica que se la señale como una de las actrices más completas de su generación. Aquí, en un compromiso bien diferente del que asumió -con admirable desenvoltura- en Canciones de amor , traduce la compleja personalidad de Angèle y su lenta transformación. Cada paso de ese proceso se refleja tanto en la mirada de sus expresivos ojazos como en la elocuencia de su lenguaje corporal. El trabajo de Grégory Gadebois es toda una revelación. En una verdadera lección de economía gestual, este actor de la Comédie Française dice con lo mínimo todo sobre esos sentimientos que Tony rara vez logra expresar en palabras.