Hace poco más de diez años, en la provocativa, ácida y perturbadora Felicidad , el cuadro desesperanzado de Todd Solondz pintaba con implacables trazos del humor más negro el crítico panorama de una clase media en la que la disfuncionalidad era el rasgo común, los conflictos en torno del sexo se presentaban en una variedad infinita y las relaciones entre los seres humanos parecían fatalmente condenadas al fracaso. La vida en tiempos difíciles no es exactamente una secuela, sino más bien una puesta al día del estado de aquellos personajes, como si el autor hubiera decidido salirles al paso para observar cómo han evolucionado, qué han hecho con sus conflictos, pulsiones y perversiones, si han intentado intervenir en ellos, despreocuparse, hacerles frente, esconderlos, o si todo lo que ha estado a su alcance han sido cambios meramente superficiales y en el fondo siguen siendo esas mismas criaturas monstruosas y al mismo tiempo desdichadas que despertaban una ambigua e incómoda empatía en el espectador. Algo de esto sugiere el film desde el principio: los personajes siguen siendo básicamente los mismos, pero aparecen representados por otros intérpretes. Es posible que en última instancia sigan siendo los maliciosos modelos cuyas miserias destapaba Solondz para insinuar que la gente respetable no está tan lejos como cree de la crueldad de un asesino, un violador, un pedófilo o un acosador telefónico, pero si la visión sigue siendo pesimista, la necesidad que parece predominar en los personajes (que ahora traen en el rostro las marcas de la fatiga) es la búsqueda del perdón. La risa contiene ahora más desesperación que cinismo. Un puñado de escenas bastan para percibir esta inédita pizca de compasión en la mirada de Solondz (quizá se trate de maduración). En el comienzo, a poco de salir de la cárcel donde cumplió una pena por pedofilia, el psicoterapeuta que ahora interpreta Ciarán Hinds tiene una aventura sexual con una mujer solitaria y brusca (Charlotte Rampling, admirable), que sólo espera de un hombre que sea "normal". Ella también es un monstruo y lo asume. Más adelante, el mismo hombre, abrumado por la culpa, intenta recomponer la relación con su hijo mayor, perseguido por la idea de haber heredado sus tendencias. Son dos escenas de intenso dramatismo, y las dos, aunque diversas, generan emoción. No es un elemento habitual en el cine de Solondz. El perdón y el olvido (¿la redención?) aparecen a menudo en los diálogos ("Sólo los perdedores piden perdón", dice alguien. "Sólo los perdedores lo necesitan", le contestan), con el sello de Solondz. Pero la desesperación de esa búsqueda -y la carga de humanidad que de ella se desprende- se expresa con mayor elocuencia en las conductas de la mayoría de los personajes, más allá de que muchos de ellos bordeen el estereotipo. Hay notables aciertos en lo visual (determinantes en los cambiantes climas de una historia que más allá de su ilación argumental se parece bastante a una suma de episodios) y sobre todo en la dirección de actores, entre los cuales descuellan Allison Janney, los citados Hinds y Rampling y el joven Dylan Riley Snyder, cuyo inminente Bar Mitzvah justifica la reunión de la familia.
Esta fábula navideña nacida en la misma fábrica de Pollitos en fuga parte de uno de los misterios que más inquietan a los chicos curiosos respecto de la condición prodigiosa de Santa Claus. ¿Cómo hace el barbudo y campechano grandote vestido de colorado para pasar durante una noche sola por las casas de todos los chicos del mundo -ni uno menos- y depositar en cada una el regalo esperado? Su trineo y los renos que lo arrastran pueden ser capaces de cualquier hazaña, pero tanto como cubrir todos los itinerarios posibles del planeta en las escasas horas que dura una noche parece demasiado. Gwen, una chiquita inglesa de un pueblito llamado Trelew que no está en Chubut, no duda de la existencia de Santa, pero está intrigada por el asunto; por eso se lo pregunta en la cartita que echa al buzón. Y así, gracias a Sarah Smith y a la imaginación de los animadores, nos enteramos de la verdad: Santa Claus existe, pero cuenta con un ejército high tech , un centro de control digno de la NASA que dirige las operaciones desde el Polo Norte y una infinidad de batallones de duendes asistentes, entre ellos el de los empaquetadores, que todo lo resuelven con sus rollos de papel colorido y sus cintas y moños. Pero no faltan los problemas. Por ejemplo, porque Santa ya está cerca del retiro y porque sus dos hijos son bien diferentes: el mayor, Steve, un tecnócrata ambicioso y algo soberbio, está ansioso por heredar el cargo; el menor, Arthur, es un poco torpe pero tiene un corazón tan grande como cabe esperar de un auténtico Santa Claus. Será él (acompañado por el abuelo jubilado y gruñón y por una duende superdotada) quien haga lo imposible para reparar el gran error que la organización ha cometido en esta Navidad: han olvidado visitar a una nena, justamente Gwen, y hay que llegar a tiempo con la bicicleta pedida antes de que salga el sol. Más allá de alguna intermitencia, la historia tiene dinamismo, humor y ternura suficientes para entretener a los chicos, pero también inteligencia para sugerir apuntes sobre la realidad del mundo en que vivimos -los problemas familiares, la competitividad, la deshumanización del trabajo, la transformación de la pequeña empresa familiar en una gran corporación que todo lo mide en estadísticas, entre otros- sin afectar el espíritu jovial del relato ni su encantadora sencillez. La animación 3D exhibe abundantes aciertos, sobre todo al comienzo, y también es destacable la concepción de los personajes, entre los que vale anotar al gracioso patriarca de la familia y a la convencional y tierna mamá.
Con la descripción de una jornada entera en la vida de una mujer que intenta escapar de la chatura, el tedio y el vacío de su vida rutinaria, Javier Rebollo prosigue las búsquedas formales que había iniciado en Lo que sé de Lola y genera, otra vez, reacciones contradictorias. Como extremo ejercicio de estilo, con un elaboradísimo trabajo de cámara, el reiterado empleo del fuera de campo, los largos silencios, el protagonismo de la banda sonora, la duración de los planos fijos y el detenimiento en el detalle, su obra puede entusiasmar al cinéfilo atento a las imaginativas soluciones visuales y sonoras que el madrileño aplica, por mucho que el artificio quede al descubierto y que la austeridad y el laconismo, en este caso, tiendan a confundirse a ratos con presuntuoso exhibicionismo. Pero por las mismas razones, el film también puede aburrir, impacientar e incluso irritar a aquellos espectadores que reprueban el regodeo formal y prefieren que la atención esté puesta más en lo que se quiere narrar que en las habilidades de quien lo narra. La apuesta de Rebollo es riesgosa. Lo es traducir el estado interior de la protagonista -el hastío producto de su soledad, su gris rutina matrimonial y laboral y su insatisfacción, sumada al acúfeno que padece, un pitido continuo que le suena en el oído-, sin que ese vacío se contagie a la platea. El minucioso retrato de un día de Rosa, que ocupa la primera parte del relato, describe acabadamente su vida insulsa y sugiere en dos o tres trazos su callado descontento. Por la noche, cuando ya su marido se ha dormido, tras la cena en silencio y el rato frente al televisor, se calza una peluca, carga una maleta y parte rumbo a una estación. Busca escapar, vivir otra vida, quizá ser otra. Su aventura sonambulesca y un poco absurda (el tono mezcla ironía con cierto humor tristón) la llevará a cruzarse con otras soledades, con prostitutas, muchachones agresivos y burócratas que parecen autómatas, y a descubrir algo de vida humana en un obrero polaco con el que entabla una única relación, fugaz y levemente conmovedora. Rebollo hace hablar muy poco, lo indispensable, a sus personajes; prefiere que se expresen con sus cuerpos y sus acciones, y que todo lo demás lo sugieran los climas que él consigue a pura imagen y sonido. En ese sentido hay que destacar los invalorables aportes de Carmen Machi y del checo Jan Budar, los dos náufragos que se prestan algo de compañía en el deshumanizado desierto de esta Madrid nocturna y algo melancólica.
Si lo que Giuseppe Capotondi se propuso con este film que marca su debut en el largometraje fue captar y retener durante una hora y media la atención del espectador sin temor a que éste se sintiera manipulado por la sucesión de enigmas y giros sorpresivos que siembra a lo largo del relato, puede decirse que consiguió su propósito. Con la decisiva ayuda de dos actores formidables (la rusa Ksenia Rapoport, protagonista de La desconocida , y Filippo Timi, el inolvidable Mussolini de Vincere ), este experto en videos musicales transita por un territorio poco habitual en el cine italiano y pone a su servicio un lenguaje elegante que se apoya tanto en la fuerte definición de los personajes como en su refinado sentido visual y en una notable habilidad para la creación de atmósferas que pueden ser amenazantes o conmovedoras. Lo que podría haberse reducido a un depurado ejercicio de estilo gana así el atractivo de un relato que, al menos en el comienzo, apunta a la historia de amor entre dos seres solitarios y a partir de una escena central (el robo de obras de arte de una mansión de Turín) se vuelca hacia el ambiguo e inquietante terreno del cine negro, donde todas las apariencias son engañosas y todos los hechos pueden conducir a pistas falsas o señalar piezas sueltas de un complejo rompecabezas. Es muy poco lo que puede exponerse del contenido argumental de La hora del crimen sin perjudicar el interés de la narración. Apenas que antes de que la historia de amor se insinúe, ya ha habido una escena que anticipa el ingrediente policial del film (el suicidio de una huésped del hotel en que trabaja como camarera la protagonista, una bella y enigmática inmigrante eslovena), y que el encuentro con quien será su pareja, un ex policía, se produce poco después en uno de esos locales que promueven citas rápidas ( speed dating ), donde él es cliente asiduo y ella concurre por primera vez. También puede anticiparse que Buenos Aires está presente en el diálogo y en una fotografía que tiene como fondo el Puente de la Mujer. Y que la inclusión en la banda sonora de un hit de Celia Cruz compuesto por el argentino Víctor Daniel, "La vida es un carnaval", está más que justificada. Desde el encuentro hasta la escena del robo en que ellos se ven involucrados, el avance de la relación revela tanto la química que se establece entre Rapoport y Timi como la habilidad de Capotondi para colmar el relato de detalles significativos. Es probable que haya a partir de ahí unas cuantas trampas para alimentar la curiosidad y mantener al espectador en estado de alerta, pero si bien algunas resoluciones pueden juzgarse un poco previsibles, o los distintos giros generar cierta dispersión, la cohesión formal de Capotondi y el hábil montaje aseguran el atractivo de un film que algunos hallarán fascinante y otros, bastante manipulador. Parece menos probable que alguien pueda aburrirse.
"Más que pobladores, somos pacientes", dice Natalia Martínez, en torno de cuya figura se organiza el breve relato de El Polonio. En ese balneario natural uruguayo procurado en el verano por el turismo menos convencional pero apenas habitado en invierno por unas pocas decenas de seres que eligen vivir en contacto con la naturaleza y buscan en la soledad de las desérticas dunas algún alivio espiritual, ella se esfuerza por superar antiguos dolores y avanzar hacia el encuentro de alguna paz interior. El cabo Polonio, con su imponente soledad, con la inmensidad de sus arenales junto al mar, sobre los cuales la luz dibuja paisajes infinitos y cambiantes y con su silencio apenas interrumpido por las voces de la naturaleza, invita a la espiritualidad. Las exigencias de la vida cotidiana -muchas, si se tiene en cuenta que no hay allí luz ni gas ni agua corriente y que el precario hogar apenas la protege del viento y el frío- ocupan buena parte de su tiempo. Además, están la compañía de los perros, el mate indispensable, la ocasional visita de los vecinos con los que intercambia confidencias ("todos están aquí por algo", dice), y la voz de la radio que le acerca la palabra de algún gurú oriental y también un poco de música. Todavía necesita la contención de una psicóloga, a la que visita en Montevideo, quizá con menos frecuencia de la que debería porque el regreso a la ciudad le trae los más tristes recuerdos del pasado. Pero sabe que va por buen camino. Lo mejor que tiene este pequeño retrato de un personaje que como otros ha encontrado en ese rincón de la costa uruguaya su lugar en el mundo es, por un lado, su sinceridad y su sencillez, y por otro, la sensibilidad de los realizadores Rosenfeld y Garisto y del responsable de la fotografía, Federico Luaces, tanto para atrapar la belleza del paisaje como para acercarse a Natalia y a los demás con la discreción suficiente como para que la mirada conserve su respetuosa calidez sin interferir en la naturalidad. El film intervino en la competencia del reciente Festival de Mar del Plata.
El primer interrogante que plantea este film de animación cuyo rebuscado título original ha sido reemplazado por el más descriptivo Las nuevas aventuras de Caperucita Roja y el Escuadrón de los Finales Felices , a la manera de las series de Piratas del Caribe o de Harry Potter , se refiere a su razón de ser: se trata de la innecesaria secuela de un film que pocos vieron y menos recuerdan. El segundo tiene que ver con la elección del 3D, que durante la mayor parte del metraje pasa casi inadvertido. El tercero, con el vértigo que se impone a la acción y desdibuja el relato, salvo que con él se intente disimular la ausencia de una historia. Hay más. ¿Por qué recurrir a tantos personajes de cuento -Caperucita, el Lobo, Hansel y Gretel- si no se va a conservar de ellos otra cosa que el nombre? Todo eso sería más justificable si por lo menos el film tuviera, como el que lo antecedió, algo de humor. Pero aquí la comicidad escasea. Y en cambio sobran los esfuerzos por injertar elementos de la cultura popular en medio del cuento como lo han venido haciendo Shrek, La era de hielo y tantos otros films animados con los cuales éste no resistiría la comparación. Los personajes son una supercaperucita experta en artes marciales, un lobo feroz que tiene buenas intenciones pero mala suerte, una abuela corajuda, una hermandad de caperuzas a la que pertenece la protagonista y un escuadrón (el del título) que es una organización secreta dedicada a proporcionar finales felices a todos los cuentos. Todos se pondrán en movimiento cuando una bruja de nombre ruso secuestre a Hansel y Gretel, dos gorditos con acento alemán que se han colado en esta mezcolanza de la que no hay que esperar coherencia ni imaginación sino sólo ritmo agitado. No es mucho, sobre todo teniendo en cuenta que la animación, rutinaria, es tan abigarrada como el guión.
La primera cosa bella es Anna, el maravilloso personaje que tanto le debe a la trivial, desorientada e ingenua Adriana que Antonio Pietrangeli pintó con mano maestra 45 años atrás en Yo la conocía bien y que fue una de las interpretaciones más brillantes de Stefania Sandrelli. Tenía que ser la actriz italiana en su radiante madurez quien la reconociera en esta Anna a la que ni los años ni las relaciones frustradas ni los conflictos que entorpecieron la relación con los hijos ni la enfermedad terminal que ahora la aqueja le han quitado la voluntad de vivir, de seguir sintiéndose joven o de preocuparse por la belleza, que fue su principal aliada; ni ha afectado la intensidad de su amor materno, entendido, claro, según su muy personal concepción. A diferencia de Adriana, Anna no se ha dejado vencer por la fatalidad. Secretaria, criada, extra, figurante sin éxito o simple protegida de alguno de sus muchos enamorados, ha atravesado con una sonrisa, bastante candidez y la mejor disponibilidad todas las desventuras de su vida, desde aquella noche playera en la que su coronación como la mamá más linda del verano (y la modesta, fugaz, popularidad que vino con ella) exacerbó los celos del marido policía, la dejó en la calle con sus dos hijos pequeños y la hizo tropezar con el prejuicio de una maliciosa comunidad provinciana. Espíritu libre, sólo procuró evitar sinsabores a sus criaturas, ser para ellos la mejor mamá del mundo. Quizá no lo consiguió (ahí está la amarga misantropía de Bruno, el mayor, para probarlo), pero lo mismo puede confiarles al final, después de recordar episodios y personajes del pasado y con una sonrisa cómplice: "Pero ¡cómo nos divertimos!". Si Anna (la luminosa Micaela Ramazzotti cuando joven, la admirable Sandrelli en la época actual) es el personaje solar en torno del que giran los demás, el verdadero protagonista es Bruno, el adusto jovencito de otros tiempos, que la adoraba y la celaba en silencio, avergonzado como estaba por conductas que escandalizaban a los demás. De joven, emprendió la fuga. De la ciudad, yéndose a estudiar y trabajar en Milán; de su malestar existencial, recurriendo a la droga. Pero ahora la enfermedad de la madre lo reclama, y tras muchos titubeos cede a los reclamos de su hermana y vuelve, sólo para descubrir que el viaje lo llevará a revivir su pasado y hacer las paces con la familia y consigo mismo. A través de sus recuerdos se reconstruyen dos estaciones de la pasión de Anna: los duros años 70, cuando ella encuentra sucesivos protectores y debe luchar contra su ex marido por la tenencia de los chicos, y los 80, cuando el joven Bruno conoce secretos y verdades que acelerarán su partida. El ir y venir en el tiempo mediante flashbacks afecta un poco la estructura narrativa, puede resultar abrumador (sobre todo en la primera mitad) y deja al descubierto que algunos tramos pudieron haberse reducido, o quizás evitado. Pero Virzi, que tiene presente el espíritu de la commedia all'italiana , logra la difícil convivencia entre el drama y el humor, entre ironía y melancolía. Su film está colmado de sentimiento, pero hábilmente despojado de sentimentalismos. Y en este logro, más allá de los aciertos del guión y de la fina sensibilidad del director, tienen mucho que ver los humanísimos personajes, es decir los actores, todos ellos magníficos. Cabe lo mismo destacar a Valerio Mastandrea, que traduce casi sin palabras el proceso interior que vive su Bruno; a la vital y seductora Micaela Ramazzotti, elección perfecta para el rol fundamental de la joven Anna, y a Sandrelli, que no necesita más que dos o tres miradas para resultar profundamente conmovedora. La prima cosa bella está lejos de ser perfecto, pero es un film para guardar en el corazón.
Para componer esta mezcla de thriller glacial, melodrama rocambolesco, film de horror y variación sobre Frankenstein, Pedro Almodóvar se inspiró en una novela francesa ( Tarántula de Thierry Jonquet), a la que introdujo las modificaciones necesarias para convertirla en un producto con su sello reconocible, incluida su actual tendencia hacia lo tenebroso. Además del refinamiento visual de todas sus películas y de sus incuestionables dotes de narrador, La piel que habito expone rasgos característicos de su cine: su voluntad de provocar, su actitud transgresora, la infaltable dosis de perversidad, atmósferas cargadas de perturbadora sexualidad, transformismo, madres dominantes, referencias a la cultura pop, inverosímiles enredos folletinescos, excentricidades varias y el atrevimiento que tanto se le celebra. Esta vez, el humor asoma poco y se lo extraña sobre todo cuando el realizador se aproxima a lo camp . Quizá porque a esta altura de su carrera el manchego ha perdido parte de su frescura y ha empezado a tomarse demasiado en serio. Si hasta se da el gusto de poner en escena a un Prometeo encadenado aunque el rebuscamiento de la situación resulte excesivo. El protagonista de la oscura historia es un genio de la cirugía plástica que tras la trágica muerte de su mujer (se suicidó después de sufrir un accidente que la dejó desfigurada) se consagra obsesivamente a la creación de una piel artificial tan sensible como la verdadera pero resistente al fuego. Claro que en el sofisticado laboratorio que tiene en su residencia-clínica, el hombre lleva sus experimentos bastante más allá de lo que la bioética (y la autoridad científica) permiten. En secreto, este moderno Frankenstein de escasos escrúpulos ha estado investigando en la transgénesis. Sólo su asistente sabe de la existencia de la criatura que el científico loco tiene encerrada bajo llave mientras dura el extensísimo tratamiento. Quiénes son estos tres personajes y por qué hacen lo que hacen es algo que Almodóvar irá revelando de a poco, sobre todo en un retorno al pasado que ocupa el sector más interesante del film y que no conviene revelar. Pero sí puede decirse que no se le ha escapado ningún tema de los que se han ocupado largamente las publicaciones de actualidad en los últimos tiempos: de las violaciones o la inexplicable desaparición de jóvenes a los trasplantes de cara o las operaciones de cambio de sexo y de los casos de abuso (los de padres que mantuvieron encerradas a sus hijas o los de figuras públicas que aprovecharon de su poder) a las perturbadores esculturas de Louise Bourgeois y sus fantasías incestuosas. Quien quiera reparar en las referencias cinematográficas, que suelen ser abundantes en el cine de Almodóvar, tendrán aquí bastante trabajo. Son muchísimas y van de vagas inspiraciones a citas directas -Franju y Hitchcock- son los más notorios, pero no los únicos. En esta historia que es tanto de amor obsesivo como de venganza y cuyo elenco incluye destacables labores de Antonio Banderas, Marisa Paredes y la muy sugestiva Elena Anaya, conviven los hallazgos visuales (hay refinamiento en la puesta y también en la pulcritud casi publicitaria de la fotografía de José Luis Alcaine), con giros artificiosos que pueden resultar irritantes o bordear el ridículo. Lo que resulta menos perdonable es que el film, que sabe cómo alimentar la curiosidad, no logre comprometer al espectador con la historia y generarle alguna emoción.
El servicio de inteligencia británico puede haber perdido preponderancia en el mundo del espionaje y hasta haber tenido que recurrir a un sponsor japonés ("Estamos espiando para usted", dice el texto publicitario), pero sus autoridades no están tan despistadas como para mandar a Johnny English, el más incompetente de sus agentes, a detener una conspiración que planea terminar con la vida del presidente chino y empujar al caos a todo el planeta. No; si lo mandan buscar al monasterio tibetano donde ha estado recluido después del escandaloso fracaso de su última misión en Mozambique es porque no tienen más remedio. El contacto que han conseguido para poner en marcha su operativo lo exige: no hablará con otro que no sea English. Por supuesto, tiene sus razones. Es lo que se descubrirá al cabo de esta suma de pequeños sketches de enredos -algunos divertidos, otros no tanto- que constituye el endeble guión. La cuestión es que ahí va el eterno aspirante a James Bond con su nuevo dominio de técnicas orientales y su vieja, proverbial e incontrolable torpeza. Con él reaparecen los equívocos de siempre. Porque, entre sus múltiples y curiosas virtudes, English posee la manía de tocar cuantos objetos tiene al alcance de la mano, lo que puede producir, por ejemplo, que decapite a un maniquí, arroje un gato al vacío o pruebe un brebaje que lo convertirá en títere manejado a control remoto. Se dirá que las parodias de 007 son casi tan viejas como el original -que está a punto de cumplir medio siglo- y que para colmo, por lo que se ve, ellas se han actualizado bastante menos que su modelo. O que el personaje de Rowan Atkinson ni siquiera intenta darle a la fórmula alguna vuelta de tuerca. O que a esta nueva aventura -secuela del Johnny English de 2003- le sobran altibajos. Todo eso es cierto, pero también lo es que el humor físico para el que el protagonista está especialmente dotado puede resultar eficaz, que las contorsiones y morisquetas de Atkinson siguen siendo festejadas por los fans de Mr. Bean y que, aunque en un número más bien módico, hay en esta comedia situaciones graciosas y gags logrados, lo que no quiere decir que abunde la originalidad. En algunos casos puede tratarse de referencias deliberadas, como sucede con algunas que aluden a la serie de 007; en otros, lo que cabe sospechar es la pereza del guionista y su buena memoria para los chistes ajenos. Así y todo, hay risas además de paisajes, música y artilugios al estilo Bond. No deja de ser una lástima que algunos recursos hayan sido tan desaprovechados como el locuaz Rolls Royce dotado de infinitas capacidades, y que el ritmo se vuelva tan irregular entre el muy divertido comienzo en el monasterio donde English aprende artes marciales y el efectivo remate final.
No han pasado cinco minutos y ya puede preverse que no se verá aquí nada que no se haya visto antes en una comedia cuyo nudo central es el intercambio de cuerpos, salvo que la novedad resida en llevar a extremos francamente repelentes la vulgaridad tan frecuentada últimamente por el cine de humor norteamericano. Es notorio que los guionistas de ¿Qué pasó ayer? (Jon Lucas y Scott Moore) y el director de Los rompebodas (David Dobkin) son capaces de resolver estos compromisos con mayor desenvoltura y poner en juego un espíritu más fresco y desenfadado. Pero aquí parece haber prevalecido la pereza: el ingenio es reemplazado por esa comicidad de inodoro que se practica entre quienes atraviesan la llamada edad del pavo, que bien puede extenderse mucho más allá de la adolescencia. Y en cuanto a la irreverencia, es mejor no esperar demasiada. Al contrario: en Si fueras yo no cabe la incorrección y, en el fondo, la extraña transformación que viven los dos protagonistas -uno asume la identidad del otro, y viceversa- viene con final aleccionador: el abogado formal e hiperocupado que triunfa en el trabajo pero descuida a la familia aprende a repartir su tiempo y su atención de modo más equilibrado, y el tarambana inmaduro que sólo piensa en el sexo y la diversión descubre las ventajas de la vida familiar, sienta cabeza y comprende que debe recomponer la relación con su papá. Los enredos que se producen cuando cada uno se ve obligado a representar el papel del otro son los que cualquiera puede imaginar. Los clichés abundan tanto como los gags presuntamente osados y casi invariablemente chabacanos con que los responsables del film intentan disimular la pobreza del libro y la chatura de la realización. A la computadora se le confía la misión de hacer posibles las escenas más desagradables y las actrices no corren mejor suerte. Jason Bateman y Ryan Reynolds (especialmente el primero) aportan su carisma y su buen oficio, pero no hay demasiada química entre ellos, y eso también se nota.