Mucho de lo que destapa Secretos de Estado en esta exploración del detrás de escena de la política podrá no sorprender demasiado. Al cabo de tantas campañas electorales en las que la práctica del sucio juego de enlodar al rival insume más tiempo, más energía y más ingenio que exponer ideas o debatir programas de gobierno, los propios políticos se han encargado de ventilar cuántas hipocresías, bajezas, vanidades, deslealtades, artimañas, dobleces, ocultamientos y zancadillas se mezclan en la turbia lucha por sacar ventaja en la carrera hacia el poder. Los idus de marzo del título original que aluden al asesinato de Julio César coinciden en la ficción que Beau Willimon concibió originalmente para el teatro con la fecha de las primarias del partido demócrata en Ohio, pero más allá de algunos rasgos que puedan sugerir paralelos con la realidad, bien podría tratarse de cualquier partido político, y no necesariamente norteamericano. Al fin, no es una plataforma política lo que se discute en el film sino las estrategias que conducen a ganar el poder y el precio que hay que estar dispuesto a pagar para lograrlo. Permanecer mucho tiempo en este negocio conduce fatalmente al cinismo y al hartazgo, dice en un momento Paul Giamatti, un maquiavélico jefe de campaña que ya ha vivido ese proceso en carne propia (y está a la vista). Precisamente, aunque la acción pivota en torno del precandidato en cuestión -Mike Morris, el carismático gobernador de Pennsylvania que encarna George Clooney-, el centro de gravedad del film está en Stephen Meyers (Ryan Gosling), su joven vocero, seguidor convencido, idealista y sagaz, y en el arco que describe su trayectoria a partir del momento en que, por inexperiencia (y también por vanidad) cae en la malévola trampa que le tiende el jefe de la campaña rival y se ve de pronto incorporado, de un modo brutal, a la realidad más sórdida de la contienda política. Thriller sin una sola escena de acción, pero con tensión constante y un complejo entramado dramático, el film confirma la habilidad narrativa y la elegancia del lenguaje de Clooney -aquí mucho menos indignado y bastante más escéptico que en Buenas noches y buena suerte - y la adhesión que despierta entre sus colegas: el elenco del film es un verdadero seleccionado cuyo aporte a la solidez del relato es decisiva. Aparte del propio Clooney -que tiene la prestancia y la simpatía del hombre que debe seducir al electorado, pero también la firmeza de carácter que puede hacerlo temible cuando se lo ataca-, y del transparente Ryan Gosling a cargo del personaje más acabadamente elaborado y el que más matices exige, el film tiene dos robustos pilares en Philip Seymour Hoffman, el jefe de campaña de Morris, y su contraparte, Paul Giamatti. Marisa Tomei supera con creces el estereotípico retrato de la periodista de The New York Times que no repara en medios para conseguir primicias sabrosas, y Jeffrey Wright es el senador sin escrúpulos que se cotiza muy alto en términos políticos y por cuyo apoyo compiten ambos precandidatos. Párrafo aparte merece la sugerente y expresiva Evan Rachel Wood, cuya pasante determina que la historia se desvíe hacia el drama sobre sexo, adulterio, chantaje y deslealtad y desemboque en tragedia. Seguramente el film es, en el fondo, algo más naïf y menos demoledor de lo que Clooney parece proponerse, pero se trata de una obra que no flaquea en ninguno de sus rubros y logra sostener la atención del principio al fin.
Sherlock Holmes es inagotable. A más de 120 años de su nacimiento literario y después de ser transportado a todos los formatos -de cuentos y novelas a historietas- y de haber sido recreado por decenas de actores en la radio, el teatro, el cine y la televisión, el inmortal detective de Arthur Conan Doyle ha sobrevivido a todo tipo de intervenciones. Una de las últimas es la que le aplicó el inglés Guy Ritchie hace dos años e implicaba casi un traslado en el tiempo ya que a la perspicacia y el agudo poder de observación del campeón del razonamiento deductivo y maestro del disfraz, se le sumaban rasgos y destrezas de un héroe de acción del siglo XXI. Parecía una transformación demasiado audaz que, más allá del previsible disgusto de los puristas, corría el peligro de un rechazo generalizado. Pero el film -apenas la adaptación del clásico personaje al celebrado "estilo Ritchie", con su metrallar de artificiosos efectos y su ritmo frenético- fue un éxito. Así que el cineasta de Juegos, trampas y dos armas humeantes decidió repetir la fórmula. Sólo que ahora, pasada la novedad, con señales de fatiga a la vista en varios rubros, un guión cuya intrincada maraña no alcanza a generar verdadera intriga y el machacón empleo del estrépito (sonoro y visual) para tapar las fragilidades del cuento, el resultado no es tan eficaz y la secuela empieza a parecerse bastante a una réplica. Están ahí todas las marcas llamativas del modelo Ritchie: el tiempo de la acción, que es administrada en ráfagas (lo mismo que la música) y que a veces, en muchos diálogos, confunde prisa con ritmo; la combinación de vértigo y humor; los bruscos cambios de velocidad, la abundancia de planos detalle, la cámara lenta, las aceleraciones, la sucesión de planos breves montados con la velocidad de disparos de ametralladora. El guión toma unos pocos elementos de Conan Doyle; entre ellos, claro, al protagonista y el infaltable doctor Watson, otra vez confiados a Robert Downey Jr. y Jude Law; al hermano del detective, Mycroft, a quien Stephen Fry convierte en el personaje más gracioso de la película, y al villano del caso, que no es sino el profesor James Moriarty, eterno archirrival del detective y uno que puede competir con él en su mismo terreno. Casi todo lo demás proviene de la imaginación de los guionistas, que eligen un momento histórico (fin del siglo XIX) del que la dirección de arte y el vestuario saben sacar provecho. Una seguidilla de asesinatos y atentados en Europa -el film comienza con el estallido de una bomba en Estrasburgo- busca exacerbar el malestar social y político para empujar a la guerra a Francia y Alemania para beneficio de los fabricantes de armas, y sólo Sherlock es capaz de sospechar que Moriarty puede estar detrás de la conspiración: por algo lo llama el Napoleón del crimen. Es la excusa para que en el film abunden tantas explosiones como exige hoy el cine de acción. A la investigación del caso se suman los celos: son los días previos a la boda de Watson, lo que por supuesto no hace al detective demasiado feliz. Con estos elementos, el guión arma menos una historia que una suma de situaciones puestas al servicio de un Ritchie demasiado conforme con su festejada fórmula como para esforzarse en renovarla, aunque haya aciertos esporádicos. Lo mismo puede decirse del elenco, que trae un par de novedades en el ajustado Moriarty de Jared Harris y la presencia siempre sugestiva de Noomi Rapace, aunque aquí esté bastante lejos de la inquietante Lisbeth Salander del ciclo Millenium.
Otra vez son rarísimos seres extraterrestres los que llegan sorpresivamente a la Tierra para apoderarse de ella, generar el caos y anunciar el inminente fin de la raza humana. En este caso, aunque después sabremos que han desembarcado simultáneamente en todos los rincones del planeta, la acción se desarrolla íntegramente en Moscú, lo que se justifica porque se trata de una coproducción ruso-norteamericana y sobre todo porque su productor es Timur Bekmambetov, hombre fuerte del cine de acción en aquel país y responsable de grandes triunfos comerciales en el terreno de las fantasías de ciencia ficción. Claro que la elección de tal escenario provee otras ventajas, aunque sea en materia de ambientación. No son frecuentes las vistas en 3D de una Moscú actual desbordante de luces y de tránsito y tapizada de carteles de McDonald's o Starbucks y mucho menos las que muestra después del apocalipsis: desierta, semidestruida, en ruinas muchas de sus construcciones emblemáticas. A esas imágenes se les debe el atractivo (apenas relativo) de la primera parte, cuando los dos muchachos diseñadores de programas, que han llegado a Rusia sólo para comprobar que han sido víctimas de una estafa, y las dos desorientadas turistas, también norteamericanas, a quienes ellos han provisto de un mínimo asesoramiento, se encuentran en un sofisticado local nocturno. Están en pleno coqueteo cuando son sorprendidos por el violento ataque llovido desde el cielo en forma de luminosos copos amarillos que pronto descubrirán sus poderes y convertirán en cenizas y polvo todo lo que se ponga a su alcance. Los visitantes son pura energía, lo que explica que sean invisibles y no haya forma de defenderse de ellos hasta que el ingenio humano la conciba, mientras el modesto elenco, como suele ocurrir en este tipo de producciones, va acusando sucesivas bajas, apenas compensadas por la incorporación de nuevos personajes, incluso algunos próximos al ridículo. La insensatez y la inconsistencia -más bastante ingenuidad- dominan las pobres explicaciones del guión, que igual encuentra el modo de enfrentar a los invasores y concluir al final que ahora empieza la verdadera guerra. Lo que suena como una promesa de secuela. Aun con su generosa producción el film no convence, pero tampoco aburre.
A pesar de todos los contratiempos que suelen acarrearle sus travesuras, Dave ha planeado una temporada de vacaciones con Alvin y las ardillas y se las lleva consigo en un lujoso crucero. Los motivos de su conducta son inciertos, aunque está claro que la franquicia tan largamente explotada en televisión y cine sigue siendo rendidora gracias a la fidelidad de los más chicos y no hay por qué abandonarla. Es una lástima que sus responsables no se hayan esforzado un poco más para proponerle a un público tan devoto un producto algo más elaborado, por lo menos en términos de guión. Ya se sabe que las pillerías del incontenible Alvin no van a conducir a nada bueno, y aquí sucede lo mismo: empiezan aun antes de que el grupo canoro haya logrado embarcarse en el imponente navío y no se interrumpen salvo para los consabidos números musicales que se amontonarán en la primera parte y concluirán casi al mismo tiempo que el film mismo con un espectacular show en un festival internacional. Pero para llegar a eso, los viajeros (a los que se añade el "villano" ex representante de los artistas, en este caso con el aspecto de un pelícano gordinflón) pasarán por algunas aventuras inesperadas, la mayoría de las cuales tendrán por escenario una isla desierta (o casi: porque en ella habita una enloquecida cazafortunas). Cómo van a parar ahí (divididos en dos grupos: por un lado, las ardillas; por otro, Dave y su eterno rival) y qué hacen para escapar de la furia de un volcán que seguramente entra en erupción sólo para ahuyentar visitantes molestos es lo que narra la escueta historia (de algún modo hay que llamarla). Hay bastante vértigo, poco humor, imaginación escasa: este tercer capítulo no pasará a la historia del entretenimiento infantil, pero los más chicos la siguen con atención.
"Un alma atormentada es como un tumor: lo mejor es extirparla", dice el cirujano experto, y acto seguido invita al paciente a meterse en una cápsula cilíndrica, mezcla de equipo de resonancia magnética y el orgasmatrón que Woody Allen usaba como refugio en El dormilón . Algo del espíritu de aquel Allen primitivo se percibe en el humor absurdo de esta fantasía, aunque probablemente haya sido la comedia surrealista y metafísica a la manera de Charlie Kaufman ( ¿Quieres ser John Malkovich? ) la que ha inspirado a Sophie Barthes. La joven debutante no es ni uno ni otro, aunque no le falta ingenio para concebir esta fábula cuya gracia reside, sobre todo, en la seriedad con que se abordan las situaciones más desatinadas y se dicen los diálogos más risibles. El impreciso órgano aquí llamado alma -una glándula ubicada en el centro del cerebro, según avisa una cita de Descartes en el comienzo- puede tener las apariencias más diversas y ser objeto de trasplantes, intercambios, donaciones, compraventa, robo y tráfico ilegal y, claro, de un comercio muy rentable. Todo lo cual conduce a que se escuchen líneas como: "¡Qué diablos hace mi alma en San Petersburgo!", o que en algún momento Paul Giamatti ande en cuatro patas buscando por el piso el alma que se le ha caído y que tiene el aspecto (y el tamaño) de un garbanzo: "¡Cuidado, no vayan a pisarla!". ¿Cómo ha llegado a esta situación? Giamatti representa a un actor llamado Paul Giamatti abrumado por el compromiso de encarnar en Broadway a Tío Vania, personaje que le es esquivo. Alguien le sugiere un remedio: podrá aligerarse de ese peso si deja su alma por una temporada en el depósito de un laboratorio especializado en trasplantes de ese tipo y la reemplaza por alguna de las muchas almas que figuran en el catálogo. Si el resultado no es satisfactorio, puede cambiarla por otra, y siempre queda el recurso de recuperar la propia. Nada es previsible en esta aventura que Giamatti emprende y cuyos efectos desconoce: algún progreso en lo profesional, alguna frustración, un brusco cambio en su vida personal, el sentimiento del vacío, la vaga sensación de haber adquirido memorias ajenas. No le han dicho que cada alma que aloje irá dejándole algún sedimento ni han previsto que la recuperación de la suya al finalizar el contrato puede no ser un simple trámite. Claro, tampoco le han explicado que detrás del servicio hay una red internacional de tráfico de órganos que incluye a la mafia rusa. Absurdo de por medio, Intercambio de almas tiene la ventaja de lo imprevisible: nunca se sabe lo que puede suceder (por lo menos en la primera mitad, si bien a veces importa más disfrutar del viaje que del destino al que se arribe), y está la promesa de que la propuesta (más allá del obvio paralelo entre el cambio de almas y el proceso de la actuación) llevará a merodear por cuestiones metafísicas. Quizá no se llega a tanto porque a un guión inteligente en su concepción y rico en hallazgos aunque quizá demasiado cerebral le faltó el apoyo de una puesta en escena con más delirio y fantasía. Para compensarlo está el despliegue de un Paul Giamatti irreemplazable y la solidez de un elenco en el que brillan David Strathairn y la rusa Dina Korzun.
En los papeles -por lo menos en los del guión que Cameron Crowe y Aline Brosh McKenna concibieron a partir de una suerte de libro de memorias-, lo que se vislumbra es un producto pensado a la medida de ese sector de público que Hollywood llama familiar, y lo que se teme, un derroche de sensiblería. Si algo cabe reconocerle al director de Casi famosos es que haya podido controlar en buena medida ese desborde, aunque eso no significa que también haya logrado desprenderse de los clichés, convencionalismos y trampitas manipuladoras contenidos en la historia. Aquí hay chicos, un papá joven que debe sobreponerse a su reciente viudez, animales de todo tipo, pelaje y tamaño, un poquito de aventura, mucha gente de buen corazón, un villano que en el fondo no lo es tanto, algunos indicios de conflicto que se resuelven pronto y fácil, algunos romances que se ven venir casi desde el principio, algún humor y una historia improbable pero lo suficientemente inocua y simpática como para que haya quien le perdone los lugares comunes. El público suele ser generoso. Un zoológico en casa es una típica, bienintencionada e ingenua fábula tipo Hollywood: cualquier parecido con la realidad es puramente accidental. Lo paradójico es que todo parte de una historia real. El inglés Benjamin Mee, ex columnista de The Guardian y actual director del Zoológico Dartmoore, en Devon, Inglaterra, ha contado en entrevistas, en documentales y en el libro que inspiró esta película la pequeña epopeya de su familia: hace cinco años, los Mee compraron ese parque de 250 hectáreas al que se mudarían Ben, su esposa (que falleció tiempo después) y los dos hijos de la pareja, además de la abuela (viuda reciente, pero muy animosa a los 76 años) y el sensato tío Duncan. El guión introdujo modificaciones: cambió Inglaterra por California, olvidó a la abuela y convirtió a Benjamin en viudo, pero conservó algunos episodios vividos por el grupo en su afán por recuperar ese zoológico privado que estaba fuera de servicio. Esos episodios fueron volcados en el molde del film familiar, lo que quiere decir que hay material para complacer a todos. A todos los que acepten la convención. Los animales y los chicos, claro, tienen mucho que ver: unos aportan su exotismo y sus travesuras; los otros alimentan los momentos tiernos o dan motivos para deslizar algún mensaje edificante. Crowe se esfuerza por evitar la sobredosis de azúcar y a veces lo consigue. Ya se sabe de su sensibilidad para abordar historias sencillas de gente común y de la generosa mirada que suele echar sobre los humanos. Aquí, ya que es una fábula, puede distribuir felicidad a manos llenas. Nada será demasiado grave, ninguna situación dramática pasará del susto, habrá soluciones milagrosas para los apuros financieros y bastará la buena voluntad y el trabajo responsable para sacar al zoológico de su decadencia. En cuanto al vacío sentimental del joven viudo (al que Matt Damon dota de algún espesor humano a fuerza de convicción) y la rebeldía del hijo mayor que no supera la pérdida de su madre (Colin Ford), no hay por qué preocuparse: para algo andan por ahí Scarlett Johansson (siempre sonriente) y Elle Fanning, su linda sobrinita. Todo muy liviano y aleccionador ("Siempre es posible empezar de nuevo"), pero el film agrega poco y nada al currriculum de Crowe.
Un film francés contemporánea y encantador El espíritu de Jacques Demy, el desparpajo payasesco de Antoine Doinel, la fresca gracia del primer Godard, las osadías del amor sin tabúes de la nouvelle vague, pero también la delicada atmósfera romántica y tristona de Los paraguas de Cherburgo , la tenue melancolía de Truffaut y la ligereza de las canciones pop para expresar la emoción o aligerar la gravedad del duelo y la ausencia. Nada de eso falta en Canciones de amor , pero Christophe Honoré ha hecho bastante más que nutrirse de imprecisas memorias de imágenes antiguas o de los ecos de viejas músicas. Ha hecho una obra propia, nueva, moderna. Un film (no una comedia) musical, con personajes que viven en una reconocible París invernal, cantan su amor, su insatisfacción, su desconsuelo y sus euforias o simplemente dejan fluir su pensamiento para exponer lo que los preocupa o conmueve. Las citas constituyen un homenaje cariñoso a un cine que ya no existe, pero ritmos y sonidos, conductas y conflictos son los de este tiempo, y la vitalidad, una marca muy contemporánea que el film hace suya en la cámara, el montaje y la puesta de escena. En esta obra exquisita y entrañable que no sacrifica la gracia ni siquiera cuando la muerte irrumpe del modo más inesperado, la simbiosis entre guión y canciones es uno de los grandes aciertos. No es para menos si se considera el íntimo compromiso personal del compositor y letrista, Alex Beaupain, con el tema. No sólo porque es amigo y colaborador de Honoré desde la juventud sino porque fue él quien vivió en carne propia la tragedia que está en el centro del relato; por ese motivo prefirió mantenerse a distancia del rodaje y sólo aparece en el film unos pocos minutos, en esa escena clave, sentado al piano y cantando una de las primeras canciones que escribió en memoria de su compañera. Sus canciones jamás quiebran la acción: la prolongan. Y le confieren al film un encanto que seduce. Desde el principio la historia gira alrededor del indeciso, inconstante y juguetón Ismaël, un periodista que ha enamorado con su simpatía a toda la familia de su novia, y por supuesto a Julie, en quien, sin embargo, se percibe cierto descontento; tal vez por eso la pareja se ha embarcado en un ménage à trois con Alice, una compañera de Ismaël. La magnífica escena del domingo en el armónico hogar de los padres anticipa el tono afectuoso, la gracia y la fresca elegancia que presidirá toda la narración. Pero enseguida sobreviene la tragedia que sume a todos en el estupor. Cada uno sobrellevará el duelo como pueda: algunos vínculos se estrecharán; habrá quien ofrezca ayuda generosa (Jeanne, una de las hermanas de Julie); quien se consuele con un nuevo novio (Alice) y quien, como Ismaël, se deje ganar por el desconsuelo, procure el aislamiento y ensaye vanamente nuevas conquistas femeninas sin sospechar que no será allí donde encontrará la mano amiga que rescatará su corazón. Si Louis Garrel descuella por su carisma y su enorme repertorio de recursos (baste comparar la escena del cementerio con aquella en la que convierte en títere un repasador), puede decirse que todo el elenco está en estado de gracia: Chiara Mastroianni, Ludivine Sagnier, Brigitte Rouen (madre luminosa y tierna) y Grégoire Leprince-Ringuet, el muchacho sin miedos para quien todo está por comenzar, incluso el amor. El film es como una danza que, igual que la vida, engarza alegrías y penas. Una delicia que enamora y a la que mucho aporta la belleza de París.
Aunque los toma como ejemplo, Cuatro muertos y ningún entierro está lejos de Los ocho sentenciados o Quinteto de la muerte , y tampoco alcanza la eficacia cómica de un producto británico bastante más reciente como Muerte en un funeral , pero proporciona un rato de entretenimiento y algunas risas a quienes disfrutan del humor negro, sobre todo si éste incluye situaciones absurdas y alguna pizca de suspenso. Una diferencia respecto de aquellos clásicos de la Ealing está en que en este caso, aunque los cadáveres abundan, no hay ni asesinatos ni quien se proponga cometerlos: todo es obra del azar. O casi, porque puede ser que el azar a veces necesite ayuda y aquí la tiene en dosis generosa: para eso están los dos inquilinos del deteriorado edificio donde transcurre la acción (dos fracasados aspirantes a artistas que llevan meses de atraso en el pago del alquiler y encima no son capaces ni de ajustar un tornillo) y el dueño de la propiedad, que no piensa gastar un centavo en reparaciones hasta que se pongan al día. Así las cosas, no extraña que las estanterías se balanceen, los pomos de las puertas se aflojen y las arañas que penden del cielo raso resulten una verdadera amenaza. En esa casa, hasta un clarinete puede significar un peligro. Y basta con que el destino disponga que ha llegado el día en que todo les saldrá mal a los dos protagonistas para que empiecen a sucederse las desgracias. Son varias, y tan absurdas que resultarían inexplicables, sobre todo para la policía. Así que en cuanto éstas se desatan, Mark (que cuida como puede de su hermano parapléjico, anda de mal en peor con su novia y acaba de pasar con más pena que gloria por un casting con Neil Jordan) recurre a su amigo Pierce, que se presenta como escritor, director y camarero pero es además borrachín y jugador. Quizá con su "experiencia de guionista" pueda armar una historia verosímil para justificar que en tan poco tiempo la casa se le haya llenado de finados. Al fin y al cabo, era Pierce quien había prometido filmar una película de la que sería protagonista. Mark (Mark Doherty) y Pierce (Dylan Moran) son de esos personajes que por su torpeza (y por la simpatía de los actores, especialmente el segundo, más carismático y con un oficio de comediante mucho más rico que el de su hierático colega) se ganan la adhesión en la platea y generan suspenso con sus acciones, ya que nunca se sabe cuál será el nuevo paso equivocado que darán para complicarse cada vez más. La dirección de Ian FitzGibbon impone a ratos cierto tono irónico en los ángulos que elige para su cámara o en los juegos de luz y sombra, pero no siempre consigue evitar algún bache en la acción, que se aplana en el último tramo hasta desembocar en un final que es eficaz, pero pudo haber tenido algo más de sorpresa.
El incierto fenómeno al que los pescadores llaman la campana está mar adentro; es un lugar mítico donde quedan atrapados los navegantes inexpertos, los que han perdido el rumbo, quizá también los que huyen de la realidad; un lugar donde, sin que ellos lo adviertan, el tiempo deja de existir y del que raramente se vuelve. Un lugar donde los hombres desaparecen. Quien informa de la leyenda es un viejo lobo de mar, personaje infaltable en las historias marinas que en esta ópera prima de modesta producción y ambiciosa temática encarna un mesurado Lito Cruz. Pero más allá del elemento fantástico que está en el centro del relato, es fácil sospechar también una intención metafórica, a lo que contribuyen el momento histórico elegido (la acción comienza en 1982, con la movilización a la Plaza de Mayo del 30 de marzo y el inmediato desembarco de las tropas en Malvinas, copiosamente ilustrados por los informes radiales o televisivos); las referencias al terrorismo de Estado, y el tiempo del epílogo. Al film le cuesta decidirse por una vertiente u otra y tampoco pone en juego demasiado rigor al exponer la vaga historia de amor que sirve como sustento argumental. Estamos entre pescadores marplatenses (a los que raramente se ve pescar) y sigue los pasos de una adolescente, huérfana de madre e hija del capitán de El Morel, que al morir la deja al cuidado de su hombre de confianza, el noble y maduro Juan. Del mundo interior de la chica (Rocío Pavón) apenas se sabe algo por lo que vuelca en su diario, aunque se la ve dueña de firme carácter cuando debe hacerse un lugar en un mundo exclusivamente masculino. De los sentimientos de su tutor (Jorge Nolasco), un poco más por sus ocasionales reacciones y por el ensimismamiento. La acción -una sucesión de episodios no siempre bien hilvanados- transcurre en buena medida en un bar del puerto por el que circulan personajes que quieren ser descriptivos del ambiente, pero resultan bastante esquemáticos o carecen de desarrollo. Las imágenes de los pesqueros en el mar, en cambio, prestan al menos su atractivo visual. Al espectador le toca imaginar los nexos y rellenar los espacios vacíos de una historia que confía excesivamente en las sugerencias, atiende poco a la construcción de los personajes, a los vínculos que hay entre ellos y al carácter de sus probables conflictos, y bastante menos a la continuidad de la historia. Todo, claro, conduce a la campana, esa suerte de metafísico triángulo de las Bermudas del que alguien logrará volver sólo para descubrir que su tiempo ya no es el tiempo de los otros y quizá para investigar si es posible tender un puente entre los dos, un tema que Torres ya abordó -con fortuna desigual, lo mismo que ahora- como guionista de una de las Historias breves II.
Ninguna fórmula es infalible. Esta -entrecruzar múltiples episodios romántico-humorístico-sentimentales en torno de una fecha significativa y convocar para ponerlos en escena a un elenco de estrellas populares- tampoco. Si Garry Marshall lo creía, aquí está la prueba de su error. Como a cualquier fórmula, a esta que acaba de ser aplicada otra vez a la noche de Año Nuevo, también hace falta, como condición indispensable, aportarle alguna idea, una pizca de imaginación o de fantasía, cierta dosis de ingenio. De lo contrario, por mucho que se acumulen nombres famosos y aunque cada uno ponga su mejor voluntad, su empeño y su carisma, no hay cómo remediar un guión de tan alarmante chatura como el proporcionado por Catherine Fugate. Y mucho menos si en la dirección hay alguien como Garry Marshall, entre cuyos talentos puede figurar el buen oficio y algún olfato comercial (ya lo probó con Mujer bonita ), pero de ninguna manera la habilidad para sortear lugares comunes. Todo lo contrario: Año Nuevo es toda una colección de ellos, y tan completa, que hasta incluye los consabidos bloopers cosechados durante el rodaje para acompañar los títulos del final. Es el 31 de diciembre, lo que quiere decir que cada uno tiene sus planes, la mayoría vinculados con Times Square, la cuenta regresiva y la tradicional bola iluminada que caerá a las 24 en punto. Varios personajes están directamente vinculados con el festejo: Hillary Swank, responsable de que no existan fallas; Jon Bon Jovi, que cantará en el escenario levantado por una disquería famosa; Katherine Heigl, a cargo del catering contratado por esa empresa; Abigail Breislin, que aguarda la medianoche para besar por primera vez a su joven festejante contra la opinión de Sarah Jessica Parker, su mamá, etcétera. En una clínica, hay dos parejas que "compiten" por ganar los 25.000 dólares con que se premia el nacimiento del primer bebe del año; también un enfermo terminal que sueña con poder ver el espectáculo desde la terraza y una enfermera abnegada que le hace compañía. Tampoco falta la parejita encerrada en un ascensor, ni los que prometieron volver a encontrarse hace exactamente un año, ni el fugaz romance de una secretaria decidida a cambiar de vida con un muchacho que podría ser su hijo. Hay más. Si como comedia romántica humorística, el film resulta insulso, más penosas son aún las convencionales y cursis apelaciones a la emotividad. En fin, que todo el atractivo reside en las presencias estelares (nadie tiene demasiada oportunidad de lucirse, claro), y quizá, para la platea femenina, en algunos modelitos del vestuario.