Cuéntame cómo pasó Regla de oro del cine de terror: cuando una franquicia se extiende mucho más de lo necesario y fagocita las resurrecciones de su antagonista, siempre queda el recurso de la precuela. Casi cantado que será el germen del mal que originó toda la mitología previa. El loco de la motosierra quedó en la ideología popular (aunque lejos está de ser verdad) como el primer slasher de la historia del cine allá por 1974. A partir de entonces, se tomaron unos doce años para la primera secuela y comenzaría un lento descenso como una de las ¿sagas? más maltratadas de la historia del cine de terror. Maltratadas no porque todas sean malas, sino porque parece que -salvo rara excepción- ninguno de los que encara una película vio la(s) anterior(es), por lo que encontrarles una ilación general, cuesta. Leatherface, el villano principal, fue cambiando de edad y sobre todo de origen; y hasta cuenta con diferentes reboots que también funcionan como secuelas. En fin. Siendo benévolos, hasta esta nueva entrega ya contaba con tres orígenes diferentes. Ahora, tal como reza el título La masacre de Texas: El origen de Leatherface, le agrega uno nuevo. ¿El definitivo? Ni lo sueñen. Sin embargo, La masacre de Texas: El origen de Leatherface sí agrega un elemento nuevo dentro de esa historia iniciática: “Leatherface” aquí es un adolescente. Es la historia de Leatherface antes de ser Leatherface, ¿podría ser una precuela de las precuelas? Ya me perdí. O sea que básicamente es un film de Leatherface sin Leatherface. Loquitos en fuga Con dirección de los franceses Alexandre Bustillo y Julien Maury (conocidos por el filme de culto de frenchgore À l’intérieur ), y guion del ignoto Seth Sherwood, en realidad La masacre de Texas: El origen de Leatherface comienza contando la historia de Jackson, un niño que en un confuso episodio es encerrado en un hospicio psiquiátrico. Allí conoce a otros reclusos “con problemas”, Ike, Clarice, y Bud. Luego de un período en el que la personalidad de todos se va formando, deciden fugarse. Para eso terminan secuestrando a la joven enfermera Lizzy, que un poco les teme, un poco los ayuda. Los cinco emprenden la huida y son perseguidos por el comisario Hartman (Stephen Dorf, devaluadísimo), un hombre que busca venganza por la muerte de su hija a manos de la sádica familia Sawyer. Paralelamente también conoceremos la historia de los Sawyer, con Verna (Lili Taylor, que actúa excelente hasta en estas cosas) la psicótica matriarca que algo tiene que ver con uno de los niños internados en el hospicio y fugado. ¿Por qué tanto hermetismo alrededor de clarificar los lazos? Porque como si esto fuese una versión Clue de La masacre de Texas, el guion intenta que no sepamos a ciencia cierta quién de ellos será Leatherface: nos indican que es uno, pero puede ser otro, y así hasta la vuelta de tuerca que solo puede sorprender al que estuvo más tiempo mirando al celular que a la pantalla. El asesino que no quería matar Una de las razones por la que esta franquicia a cambiado tanto su historia y su clima entre las ocho entregas, es el cambio de productores. Cada uno parece venir con una idea diferente. En el 2003, cuando Michael Bay y su Platinum Dunes tomaron las riendas, parecía que querían llevar las cosas otra vez a un gore 2.0, y así lo hicieron durante dos (decentes) entregas, inicio propio incluido. Pero otra vez la cosa cambió de manos y desde 2013 (el film anterior a este, La masacre de Texas: Herencia maldita) parece que están emperrados en decirnos que en verdad Leatherface no es tan malo, que es más bien un incomprendido que mata porque lo llevan a matar. Sin llegar a ser el esperpento que fue ese film de 2013, La masacre de Texas: El origen de Leatherface(que a su vez borra de su historia al anterior), también recae en los problemas que conlleva ese asunto. A Leatherface (casi) no lo vemos, hay confusión entre buenos y malos, hay menos gore y terror de lo que querríamos de esta franquicia, y los personajes sinceramente nos importan bastante poco. No obstante, Bustillo y Maury se encargan de mostrarnos que ellos son buenos en lo que hacen, imprimiendo bastante ritmo y algunas escenas muy logradas (sobre todo en el primer tercio del relato, que promete mucho más de lo que los dos tercios restantes terminan dando). La masacre de Texas: El origen de Leatherface es otra entrega de una franquicia que pide a gritos dejar de ser manoseada. Más allá de algunos momentos rescatables, reinan la confusión general y la idea de que si este film fuese independiente de la franquicia, hasta pudo ser mejor. Lástima que parecen gritos sordos: ya hay en marcha un nuevo film y hasta una serie de TV.
Náufragos del amor Ala deriva cuenta la historia de Tami Oldham (Shailene Woodley) y Richard Sharp (Sam Caflin), una pareja que sufre un accidente náutico con trágicas consecuencias. Basada en la novela Cielo rojo en duelo: Una historia real sobre el amor, la pérdida y la supervivencia en el mar escrita por la propia Tami, relata la historia real de una pareja que se conoce en medio de sus deseos de vivir una aventura. Quien lleva adelante la trama, por supuesto, es ella. Se nos presenta como un espíritu libre, que decidió como si nada viajar por el mundo sin tener ancla. Se encuentra en Tahití cuando conoce a Richard durante una cita grupal en la que inmediatamente logran química. Ambos comparten ese deseo por vivir experiencias nuevas y recorrer distintos lugares. El flechazo es instantáneo, y comienzan a obrar en consecuencia realizando actividades que satisfacen su forma de ser aventurera. Entre ellas aceptar navegar un yate más de 6000 Kilómetros hasta San Diego. Todo es idílico hasta que se cruzan con un huracán que destruye el motor de la embarcación, quedando -como indica el título- flotando a la deriva. Será el amor que ambos se tienen lo que los mantendrá vivos el mayor tiempo posible. Piloto de tormenta Baltasar Kormákur debe ser el realizador más famoso de Islandia. Básicamente los títulos más conocidos a nivel global de ese país, como Invierno Caliente, Un viaje al cielo o Lo profundo, fueron producidos y dirigidos por él. Justamente este último, sobre un pescador sobreviviendo en el helado océano de Islandia fue el que le abrió las puertas para en 2015 colocarse detrás de cámara del tanque Everest. Kormákur es algo así como un especialista en cine catástrofe, que a diferencia de gente como Roland Emmerich se fija más en la supervivencia de los personajes que en la espectacularidad de romper todo. Everest funcionó correctamente haciéndonos sentir todo el dolor de los protagonistas, de forma coral y realista, con una puesta dura y rigurosa. Que sea él quien se ubique detrás de A la deriva nos hacía presuponer un resultado similar; después de todo, la historia real se lo dejaba servido. El crucero del amor Sin embargo, A la deriva falla principalmente en empatizar con los personajes. Como si estuviésemos en otra de las adaptaciones de las novelas de Nicholas Spark, A la deriva es ante todo un drama romántico. Mediante flashbacks, o un largo preámbulo, veremos como Tami y Richard se conocen, cómo flirtean, crece el amor entre ambos, y la pasan idílicamente bien en ese yate hasta que el huracán se interpone en medio de los dos como el iceberg de Rose y Jack en Titanic. Luego ambos quedan flotando, con pocos medios de vida, asolados por otros peligros, y ante la muy difusa posibilidad de llegar a algún pedazo de tierra firme. Quienes conozcan la historia, saben el final, y los que no, no tardarán en adivinarlo. Porque lo que sobra en A la deriva es obviedad. Todo lo esperable sucede, y tal cual tiene que suceder. Woodley y Caflin lucen correctos, hay química entre ellos, pero el material que tienen en manos no los deja superarse. A la deriva no es un mal film, es uno poco estimulante. Poco de lo que sucede resalta un real interés en el espectador. Los hechos de supervivencia son suavizados y mínimos, y el romance es de catálogo, pensado para adolescentes, plagado de lugares comunes e inverosímil desde la creación de los personajes (no importa si son reales, no tienen carnadura, no los conocemos más allá de lo que se ve). La suma de golpes bajos tampoco ayuda. Baltasar Kormákur parecía tener todo en A la deriva para repetir con éxito la fórmula de Everest y Lo profundo.Privilegiar el drama romántico plano por sobre la acción que fuimos a ver, termina dando por resultado una experiencia del más puro aburrimiento.
Comedia de manual, "Mi ex es un espía", de Susanna Fogel, apenas logra salvarse gracias al talento para la comedia de Kate McKinnon. Dicen lo que saben que es más difícil hacer reír que llorar. Algo de eso deberían decirle a los responsables de esta propuesta, una comedia que apela a tantos lugares comunes que termina por provocar el tan temido tedio en el género. Son tiempos modernos, las actrices reclaman mejores y más roles protagónicos; y, de alguna manera, no ser encasilladas. En ese contexto, se trata de librarlas del estancamiento de la comedia romántica. ¿“Chica disparatada sufre por el vacío en su vida hasta que llega el chico que tapa ese agujero”? No, "Mi ex es un espía" no es una comedia romántica, pretende ir en contra del precepto antes mencionado. El problema es que de tanto darlo vuelta, termina cayendo en el mismo asunto, como el perro que muerde su propia cola. Su protagonista principal no busca el amor (bah, casi no), pero sí hace todo lo que hace por un chico ¿Es lo mismo? Ella es Audrey (Mila Kunis), una chica con algunos problemas para asumir compromisos fuertes. Todo en su vida parece, más bien, volátil. Entre esas volatilidades se encuentra Drew (Justin Theroux) su flamante ex pareja, que de un día para el otro, la abandonó, sin siquiera despedirse, mediante un mensaje. Audrey intenta superar ese golpazo (les dije, los hombres no protagonizan, pero sí son centrales como motor), y para eso, cuenta con Morgan (Kate McKinnon), su mejor amiga, mucho más decidida. En una de las tantas vueltas antojadizas de la historia, Audrey decide hacer un quiebre y amenazar a Drew con quemar todas sus cosas (el corte hubiese sido quemarlas, no amenazarlo, pero en fin). Alarmado, Drew reaparece tan de la nada como desapareció. Solo para, mediante una confusa situación, revelar lo que el espectador ya sabía (y el espectador local ya fue sabiendo antes de verla gracias al insípido título alejado de la traducción), Drew es un espía. Las cosas se complican, y las chicas deberán cumplir con una misión que Drew deja trunca, y que incluye un McGuffin que nunca llega a interesarnos. Esta misión incluirá un viaje por toda Europa, haciendo principal escala en Austria; además de tener que enfrentarse a varios villanos, o gente que quiere lo mismo que ellas protegen. Por supuesto, entre esas contrafiguras, hay un rubio, que parece salido de alguna publicidad de One Milion de Paco Rabanne (Sam Heugham). Por si no se dieron cuenta, "Mi ex es un espía" tiene un problema principal. El guion es equivalente a nada. Susanna Fogel, más conocida por ser la creadora de la serie "Chasing Life", que por su único anterior film "Life Partners", creo apenas un contexto junto a David Iserson (también de procedencia en series televisivas) en el guion, para poner a dos actrices comediantes en ruedo. Nada de lo que sucede guarda verosimilitud, ni intenta hacerlo, ni siquiera para una comedia disparatada. Los hechos son una sucesión antojadiza en la que dos personas, a las que se las ve como de clase media humilde, pueden viajar de un segundo al otro a Austria (y a todo Europa), así como nosotros decidimos ir a comprar un cuarto de pan a la esquina. También resulta extraño que, casualmente, una o la otra, poseen habilidades que calzaran justo en lo que la misión, o el guion, necesite. Si, este es otro ejemplar de ese tope tan conocido del policía/agente menos pensado. Así, Kunis y McKinnon naufragan en un mar de textos y diálogos que no la ayudan; y la duración de casi dos horas, colabora menos. A ambas se las nota con química, siendo uno de los puntos a resaltar. Pero ambas no están al mismo nivel. Si bien la que conduce el relato es Mila Kunis. Esta vez, la estrella de "That ’70 Show", no logra destacarse por sobre el guion, se la ve atada y con poca chispa. Quien toma las riendas del humor es Kate McKinnon, más acostrumbrada desde "Saturday Night Live" al humor episódico. Son sus salidas, que casi ninguna dependen del guion troncal, lo que salvan a esta comedia, y nos provocan alguna risa como para que pasemos un momento, más o menos entretenido. Otro elemento, menor, a destacar, son los muy secundarios de Jane Curtin y Paul Raiser, casualmente, los padres de Morgan. Volviendo sobre el rol que el film intenta asumir. Hay un esbozo de empoderamiento femenino, de hacer ver que las mujeres toman el control. Pero tampoco queda claro a la hora de las resoluciones en donde un hombre, o las motiva, o las ayuda vitalmente. Quizás, entre tantos involucrados referentes de la televisión, se entiende que la premisa hubiese funcionado mejor como disparador para una sitcom, o una serie de comedia. Como película, "Mi ex es un espía" hace demasiada agua.
El nuevo opus de Pablo César, "Pensando en él", vuelve a demostrarlo como uno de los realizadores más atípicos de nuestro país. Esta vez en una búsqueda que hasta puede resultar extraña para sus seguidores. Son pocos los realizadores que, a lo largo de toda su carrera, logran mantener la coherencia de mantenerse siempre al margen de lo tradicional e incursionar en estilos y formas propias. Pablo César es uno de ellos. Ese sólo detalle ya alcanza para ubicarlo como alguien destacado, más allá de disfrutar o no de su arte. Un poco a la manera de Jorge Polaco (otro que hizo siempre “la que quiso” sin seguir ninguna regla, salvo las propias); el cine de César se predispone ante todo rupturista, apartado de un esquema. Pretendidamente diferente, como si su marca fuese hacer todo lo contrario de lo que otros harían. Polaco buscaba siempre la belleza en lo raro, bizarro y extravagante, el John Waters argentino. En esto, César se diferencia, más atento a viajes espirituales y metafóricos. Salido de esa generación que en los ochenta mezclo el cine, con el rock, el punk, el VHS, y atisbos de lo videoclipero (como Jorge Coscia, Horacio Maldonado, o Gustavo Cova), César es el único que se mantuvo fiel, aún mutando dentro de sí. Pensando en él es quizás, uno de sus films más accesibles formal y narrativamente; sin embargo, lejos está de lo tradicional, y sobre todo, popular. A César le gustan las coproducciones con países africanos o asiáticos menos explorados (de los cuáles existe una filmografía que aquí desconocemos, así que bienvenido sea); en este caso, India, pero ni pensar en Bollywood. Esto es la India real, o lo que César nos muestra como real. De idas y venidas en diferentes tiempos y territorios. Comenzamos con Félix (Héctor Bordoni), profesor de geografía, que encuentra un libro de poemas dejado por un alumno del centro de detención infantil en el que trabaja que se suicida. Félix está en shock por lo sucedido, y aquel libro de poemas lo/nos lleva hacia Rabindranath Tagore (Victor Banerjee), el poeta bengalí que mantuvo una relación muy cercana, hasta sentimental, con Victoria Ocampo (Eleonora Wexler) durante su visita a nuestro país. También nos transportaremos con ella, cuando desde su lado, narre las experiencias con este seductor personaje. Este ir y venir entre los dos poetas, llevará a Félix a realizar su propio viaje, de Argentina a la india. Pablo César busca la poesía, pero más de una vez suena a excusa narrativa, para mostrar lo que es una tendencia en su cine, los paralelismos y diferencias entre las culturas de occidente (para el caso Argentina) y otras culturas menos populares, en este caso oriente hindú. César filma como antes, en 35mm, con planos expresivos, y encuadres que nos hacen pensar en tiempos pasados. Nada es al azar. Su cine es así, fue vanguardista cuando primaba lo clásico; y es clasicista durante la era digital plástica. El pasado será presentado en blanco y negro, y el presente a color; y recurre a imágenes y a una puesta que exponen cierta belleza en las imágenes, pero de un modo más tradicional que en alguno de sus otros film que casi parecían una concatenación de cuadros pictóricos en los que adivinábamos su ilación. El modo en que logra llevar una escena monocromática, a otra a color, resulta llamativo, suavizado, y logrado en sí mismo. Pese a meterse con las figuras de Tagore y Ocampo, "Pensando en él" también es una de sus propuestas menos ambiciosas, en cuanto a las formas y el contenido. Aquí la historia es (más o menos) clara, y estéticamente hay un hilo básico a seguir. Esta determinación puede dejarlo en una zona gris. Sus seguidores pueden sentir que buscó una zona de comfort; y los que busquen algo más tradicional (¿Cuántas veces utilizaré esta palabra como posición?) seguirán sin encontrarlo. Porque en definitiva, más simplificado, pero sigue siendo el director de la trilogía "Equinoccio", "Unicornio", "Afrodita". Hay artificiosidad, preciosismo, y algo de forzado lirismo; todo lo que siempre hallamos en el cine de César y celebramos. Pero esta vez, lo diferente está en volver un poco más a las fuentes. En definitiva, como todo el cine de Pablo César; "Pensando en él" tiene su ritmo y su tónica. No intenta en ningún momento ser una propuesta para un público amplio. En la poesía de la imagen – también del texto –, y en la exploración de las dos culturas, encontrará la esencia de su disfrute.
La ópera prima de Matías Salinas, Presagio, es un inquietante thriller jugado a través de una lograda puesta de imagen y un duelo actoral potente. Desde hace dieciocho ediciones, el Festival Buenos Aires Rojo Sangre se convirtió en un semillero para una valiosa generación de realizadores locales que deseaban incursionar en el cine de género. Muchos de los grandes hitos, y el gran panorama actual que atraviesa el cine de género en nuestro país, surgió en un primer momento gracias a esta ventana que brindó una posibilidad antes inexistente. Hace tres años atrás, recorríamos el hall del Monumental Lavalle aguardando para la próxima función del festival, y nos encontrábamos con una figura extraña, intimidatoria. Un hombre sin rostro, descalzo, completamente de negro, y portando un paraguas. Era la promoción de Presagio, el promisorio debut como director de Matías Salinas, que resultó una de las mejores propuestas de aquella edición, junto a grandes títulos como Testigo Íntimo de Santiago Fernández Calvete, Los Inocentes de Mauricio Brunetti, o Resurrección de Gonzalo Cazada. Todas aquellas tuvieron su posterior y debido estreno comercial. Ahora, tardíamente, Presagio llega a las salas porteñas, tal como se lo merecía. Hablamos de un thriller, que Salinas optó en su jugada ópera prima por manejarlo en carriles atípicos. Prácticamente son sólo dos personajes, una sesión de terapia, que se tornará de lo más turbia. Camilo (Javier Solis) es un escritor traumado por la muerte en un accidente de su esposa y su hijo que él pudo predecir en un sueño. Intentando travesar el dolor, inicia la escritura de una nueva novela; pero prontamente cae en un bloque creativo. Es ahí cuando aparece ese ser extraño al que hacíamos mención, un ente negro, sin rostro, con un paraguas en la mano. Este hombre lo obligará a finalizar su novela, “El lado oscuro”, y el asunto se complicará más y más. Salinas narra Presagio mediante una sucesión de flashbacks establecidos en una sesión con su psiquiatra (Carlos Piñeyro), que supuestamente debe ayudarlo averiguar quién o qué es el hombre del paraguas, y seguir con su vida. Pero la tensión se palpa en el aire. Salinas fue construyendo Presagio a puro deseo de querer concretar su película. Por eso mismo, es aún más sorprendente el destacado apartado técnico que se percibe. Presagio está cargada de secuencias oníricas, de fotografía con un tono variado, y texturas diferentes. Esto, que pareciera obra de alguien que fue retazando, en verdad sirve para diferenciar las diferentes etapas narrativas en una propuesta ambiciosa. La propuesta confunde, por momentos nos perdemos no sabemos hacia dónde apuntar. Las referencias al cine de Lynch son evidentes y favorables. Pero finalmente, Salinas recoge las piezas y nos presenta el cuadro completo de un modo satisfactorio. Permanentemente hay un giro, la historia va cambiando, por lo que se exige nuestra atención a pleno. Ese estado de confusión siempre será acompañado con agrado por el espectador, al que se le ofrece un producto que impulsa su deducción. El clima opresivo, cerrado, de ahogo y extravío, colabora en crear un clima acorde para adentrarnos en esta pesadilla de la que el escritor es parte y el psiquiatría guía. No es común observar en un operaprimista las ambiciones que se perciben en Presagio, más reconociendo la limitación de recursos presupuestarios superada muy correctamente. Una propuesta que no va a lo seguro, que no se duerme, y desafía al espectador. A diferencia de Camilo, Salinas parece ser un autor con mucho para contar, fervoroso, y curioso en introducirse en zonas peligrosas. El cine de género nacional necesita de propuestas arriesgadas como Presagio para seguir demostrando que tiene con qué crecer.
El nuevo opus de Pablo Trapero, "La quietud", es un drama de cocción lenta, que aguarda tantos secretos como los de esta familia epicentro del relato. A casi veinte años de su primer largometraje "Mundo Grúa", y a quince del primer trabajo en corto "Mocoso Malcriado", Pablo Trapero demostró ser un realizador inquieto. Pilar del movimiento conocido como Nuevo Cine Argentino, pronto fue ampliando su espectro de historias naturalistas centradas en su Conurbano natal para abarcar otras áreas en proyectos más ambiciosos. La quietud es su octavo film, luego del biopic policial sobre la familia Puccio "El Clan"; y lo primero que hay que decir es que nuevamente pega un volantazo. Así como José Celestino Campuso observó por la mirilla el mundo de la alta sociedad en "Placer y martirio"; Trapero hace lo suyo en "La quietud", lejos, bien lejos, de El Rulo de "Mundo Grúa", el Zapa de "El Bonaerense", o la familia de "Familia Rodante". Todo comienza con Mía (Martina Gusmán), que debe ir a buscar al aeropuerto a su hermana Eugenia (Berenice Bejó) que regresa de su vida en Europa por la delicada situación que atraviesa la familia. El padre de ellas, de muy delicada salud, está siendo juzgado por la irregular venta de terrenos e inmuebles. Todo se agrava cuando, al poco de regresar Eugenia, durante una complicada declaración en la justicia, el hombre fallece. Mía y Eugenia deberán pasar una temporada en "La quietud", la estancia familiar, en medio de recuerdos de una infancia bucólica, y una vida parisina posterior que ya no es. En realidad, quien mueve los hilos de la familia, y funciona como motor del relato (pese a que el centro pareciera ser Mía) es Esmeralda (Graciela Borges), la matriarca. Una madre que desprecia a Mía y protege a Eugenia, sin ocultarlo ni un poco. El de "La quietud" es un mundo femenino, con aires telenovelescos. Un campo abierto y despojado, una estancia y hogar que demuestran glorias pasadas, una familia de la alta sociedad que añora épocas pasadas en las que se autoexiliaron en Europa para evadir los tiempos convulsionados, y las paredes que guardan secretos. Pero es una telenovela alla Trapero. Los hombres en "La quietud", o son frágiles como la figura paterna (que tuvo su época de mandamás, pero ahora queda claro que las riendas son de Esmeralda); o son objetos de pertenencia y deseo como Vincent (Edgard Ramírez); o son los encargados de cubrir las aguas sucias, como Esteban (Joaquín Furriel). Mucho de lo que ocurre en aquí tiene que ver con ese mundo de intramuros, de tracciones familiares, de grandes mansiones y apellidos compuestos. Esmeralda pone la vara, decide qué se hace y que no, tiene la mirada juzgadora permanente, pero también es un ser sufrido, escondedor, y por supuesto, manipulador. Eugenia reconoce el inconseguible amor maternal, y responde con un evidente complejo de Edipo. Entre Mía y Eugenia hay una relación cargada de ambigüedades y pulsiones. Trapero y Alberto Rojas Apel crearon un guion que pareciera no estar diciendo demasiado. Durante gran parte del relato, no hay un centro claro. Asistimos a estas tres mujeres refugiadas en esa casa llena de recuerdos polvorientos. ¿Pero qué más? Se van tejiendo las relaciones con un hilo muy fino, delicado, y por lo tanto, de costura lenta. En este tramo, podemos observar mucho de algunos ejemplos de colegas del NCA,"La Ciénaga" de Lucrecia Martel, "Géminis" de Albertina Carri, y la propia "Nacido y Criado", son una referencia ineludible. En el último tercio, en el claro tercer acto, un hecho imprevisto desencadena una furia narrativa que reordena todo lo anterior. Trapero recurre a su clásico estilo de disimular su relato hasta bien entrado en situación. No se puede decir que se baraja y se da de nuevo, mucho de lo que antes vimos y parecían simples datos, ahora suman el valor debido. Y sí, Trapero quería decir mucho más de lo que parecía. Con un fotografía bellísima que aprovecha tanto los escenarios naturales abiertos, como el interior de ese hogar lleno de recovecos. Hay incontable cantidad de planos que son para pausar y admirar, recurriendo a un bienvenido clasicismo que Trapero no había demostrado hasta este momento, pero que a La quietud le sientan a la perfección. Interpretativamente, Trapero se luce una vez más, como un más que correcto creador de clima. Más allá del sorprendente parecido físico, Martina Gusmán y Berenice Bejó tienen química cómplice, se las expone a escenas muy jugadas, y ese lazo creado, salva la situación. Edgar Ramírez luce ajeno, tanto como su personaje que cumple la función de peón. No así Joaquín Furriel, que aún en un rol menor, se luce como uno de los mejores elementos del film. Sin dudas, "La quietud" sería otra sin Graciela Borges. Ya es sabido que la cámara la ama, y Trapero le dedica planos de una belleza inexplicable en palabras. Una mujer capaz de hacer precioso un simple acto como usar boquilla, mirar por una ventana, o caminar trastabillando con un desabillé. Esmeralda es el alma de la película, las mejores escenas de la película pasan por ella; el gran tercer acto es un desencadenante de sus hechos. Borges está a la altura de la circunstancia, o "La quietud" está a la altura de la actriz. Es amarla y odiarla a la vez, es querer aplaudirla de pie. No es fácil entrar este mundo hermético , pero Trapero se toma su tiempo y lo hace de un modo que puede alejar a quienes busquen un modo de relato más actual. En su trayecto de evolución permanente mixtura su experiencia en el NCA, con exponentes de la generación del ’60 que narraban lo derruido de estilo de clase alta que hasta entonces sólo se veía en comedias blancas. Como un Leopoldo Torre Nilsson a la hora de presentar el escenario y contar algunos conflictos. Clásica, y a la vez rupturistia. Telenovelesca por momentos, pero jugada en varios planteos. Decidídamente atípica. "La quietud" es la obra de un director que quiere hurgar en las formas.
Mi platillo preferido Aesta altura ya podemos hablar de todo un subgénero dentro de los films de temática LGBTIQ que racionaliza esta cuestión dentro del marco de la ortodoxia judía. A pocas semanas del estreno de Desobediencia de Sebastián Lelio, y con Ojos bien abiertosprobablemente como mejor y más potente ejemplo, la opresión que dicha ortodoxia ejerce sobre sus miembros parece ser un marco ideal para narrar historias de apertura de género, o viceversa. En El repostero de Berlín, el debutante Ofir Raul Graizer (luego de una serie de cortometrajes también dentro de la temática), maneja la ambigüedad sobre ambas cuestiones. Aunque a la hora de decidir el peso principal de la historia, pareciera que los tantos están más definidos. Todo comienza con Oren (Roy Miller), un israelí que visita la ciudad de Berlín por negocios. Ya en la primera escena lo vemos entrando a una pastelería. En la misma atiende Thomas (Tim Kalkhof), que es también quien realiza las galletitas que tanto gustan a la esposa de Oren. Oren necesita llegar a una juguetería para comprarle algo a su hijo, pide ayuda a Thomas, pero ya desde el vamos sabemos que hay algo más. Entre ambos comienza una relación clandestina que se extenderá en el tiempo. Pero algo sucede. Como se puede adelantar desde su título, El repostero de Berlín será un film que abra los sentidos, despertará el apetito, y también permitirá una apertura mental. Destinos cruzados Repentinamente, Thomas pierde contacto Oren. Desesperado decide viajar a Israel para confrontarlo. Una vez en tierra de Oren, Thomas se entera en boca de su esposa Anat (Srah Adler) que este falleció en un accidente automovilístico. También se entera que Sarah pretende abrir su propia cafetería, Kösher por supuesto, y antes de confesarle la verdad Thomas decide pedirle empleo. Así, entre ambos va naciendo una relación que traza la compasión, el deseo, y el traspaso de aquellas galletas de una cultura a la otra. En ese dolor compartido, aún desde el secreto, entre ambos nace una unión inquebrantable que romperá barreras. Graizer no se limita a hablarnos de gays y héteros; habla de los diferentes encorsetamientos. Moti (Zohar Shtrauss) es el hermano de Oren, y desde que este falleció tiene todas las intenciones de tomar las riendas de la situación. Él es quien le gestiona el certificado Kösher al café de Anat y también es quien le consigue un departamento a Thomas, por supuesto, siempre que siga las reglas de la tradición. Anat se muestra como un espíritu libre atado, no es ella quien quiere seguir las reglas de la ortodoxia sino su imposibilidad de rebelarse frente al encuadre social. La llegada de Thomas y sus galletas “no Kösher” irán creando el temblor necesario. El aroma del horneado Quienes comparten el placer por la realización culinaria, saben que gran parte de esa labor no solo está en saborear la comida una vez cocinada. Como el pintor que crea un cuadro, o el cineasta que crea una puesta de escena, en la inventiva de la mezcla de ingredientes se despliegan varios sentidos que hacen disfrutable el verdadero arte de cocinar. ¿Hay aroma más rico que el que sale del horno mientras horneamos unas galletitas? Ese perfume dulce y cálido respira confort, hogar, pertenencia. Eso es lo que faltaba en la cocina de Anat y trae Thomas consigo. Más allá del secreto no confesado, entre ambos nace algo que trasciende lo sexual para ser libertariamente orgásmico. Graizer va construyendo esa relación sutilmente, con delicadeza, buscando la empatía y la compasión entre los dos personajes, como un horneado suave que despliega todos los aromas. Es en ese juego de secretos sobre sexualidad, de ruptura de ortodoxias y ligamientos familiares, que El repostero de Berlín crea un clima mágico que convida también al espectador. Las escenas de Thomas con Hanna (Sandra Sade), la madre de Oren, son de una belleza meticulosa difícil de describir en palabras. Thomas es un ser con los sentimientos flor de piel, y podemos dejar escapar alguna lágrima junto a él. Tim Kalkhof lo compone con la suficiente fragilidad y dulzura como para que nos llegue su dolorosa sensibilidad. Pero a Graizer decididamente le interesa más Anat, aunque sea Thomas el motor desencadenante. Sarah Adler conmueve desde su rostro, desde el habla. Su interpretación es pura potencia entre el dolor de la pérdida, lo que prefiere negar, y lo que quiere romper y no puede. Entre ambos protagonistas se crea una química especial, como la de la manteca blanda con el azúcar morena. Zohar Shtrauss y las breves apariciones de Sandra Sade, como esas figuras representativas del patriarcado y la sumisión, también potencian positivamente desde lo interpretativo. Con una banda sonora que penetra y planos que entremezclan el placer culinario (es necesario tener una panadería o una confitería cerca después de verla) con lo sensible de la luminosidad al tacto. Ofir Raul Graizer construyó una ópera prima que se deglute como un masterclass del horneado. El repostero de Berlín mezcla todos los ingredientes correctos para crear una receta transgresora, sutil, y con una potencia propia de los platos más rupturistas. Bon appetit.
A caballo de un éxito televisivo ajeno, "Kerem, hasta la eternidad", de Çağan Irmak, resulta un producto fallido ajeno a cualquier cosa que asome a lo cinematográfico. La cartelera local suele completarse de títulos hollywoodenses, nacionales, de los países más importantes de Europa, y en menor medida de algún film remoto que logre llegar de países más lejanos gracias al renombre de su realizador, o alguna moda artística. Por eso que el estreno de una película proveniente de Turquía puede ser todo un evento. Más teniendo en cuenta que ese país pasó por épocas de oro en materia de séptimo arte, y que cuenta entre sus filas con nombres como los de Fatih Akim o Nuri Bilge Ceylan; además de tener una famosa industria alrededor de rip off de éxitos de Hollywood que hacen la comidilla de lo conocido como Cine Zeta. Lamentablemente, "Kerem, hasta la eternidad" no responde ni al sector más artístico, ni al delicioso cine berreta de placer culposo; su origen es otro fenómeno. La clave podemos verla desde su afiche. Arriba de una foto gigante del rostro de su protagonista, la frase promocional reza “El protagonista de Fatmagül llega al cine para conquistarte”. "Kerem, hasta la eternidad" es un producto de puro origen y deudor televisivo. El susodicho es Engin Akyürek, que aquí encarna a Kerem, un arquitecto de éxito, que viaja junto a su esposa durante las vacaciones. En el transcurso, tienen un accidente, y en el mismo, fallece la mujer, pero además muere un niño atropellado por el propio Kerem. Confundido ante la conmoción, se refugia en un pueblo cercano en el que conocerá a una curandera o pitonisa que lo ayudará a sanarse mediante extraños poderes. Para agregarle algo más de sazón a esta historia, se suceden una serie de hechos que tiñen todo de un halo de misterio. Este producto podría pertenecer al género de suspenso, al thriller, y hasta incluso al terror, si atendemos a los elementos en juego. Pero no, se conforma con pertenecer a un limbo en el que, en el mejor de los casos, se verá como una telenovela turca comprimida. Existen sobrados ejemplos de productos televisivos llevados al cine. Inclusive en nuestro país, décadas atrás era común ver extensiones cinematográficas de las telenovelas de mayor éxitos como "Rosa de lejos", "Jacinta Pichimahuida", o "Carmiña". Aún en esos casos (en los que también podríamos encolumnar a la saga "Bañeros" y afines), hay alguna intención de planificar la cuestión con un mínimo de lenguaje de cine, cosa que no ocurre en "Kerem, hasta la eternidad"; cuyo único antecedente inmediato, quizás lo encontremos en el compilado de capítulos estrenado el año pasado sobre "Moisés y los diez mandamientos". Akyürek se presenta como principal y único caza espectadores de esta propuesta. Pero el protagonista de "¿Qué culpa tiene Fatmagül?" y el actual éxito de Telefé "Kara para Ask" hace poco y nada para trascender ese cerco de ser la cara bonita de la televisión. Quizás a lo largo de los capítulos de una telenovela (más las turcas que suelen ser interminables) encuentre un mejor arco para desplegar sus emociones. En "Kerem, hasta la eternidad", los 105 minutos (que se hacen eternos) no parecen serle suficientes para que por su cuerpo pase algo más allá de la parquedad. Sus defensores podrán decir que es por el shock que sufre el personaje; pero no, a Kerem le pasa de todo, antes y después, y por Akyürek no pasa absolutamente nada. Permanentemente esperamos que saque de algún recoveco un frasco de perfume y lo promocione a cámara. Así se ve la cinta, con la estética, y la estilizada lentitud, de una publicidad de perfume fino, pero sin la sutileza de los mismos. Con un clima muy similar a la de la reciente ola de cine religioso (aunque sin llegar a serlo), "Kerem, hasta la eternidad" pretende dejar un mensaje esperanzador con la delicadeza de un elefante durante una estampida. Todo está subrayado, sobre explicado, y remarcado con todos los medios audiovisuales que tiene a su alcance. Un lenguaje visual y auditivo al servicio de crear esa atmósfera acogedora propia de una telenovela para la hora del té. La historia es trunca, apresurada, y no responde a la menor lógica ni progresión dramática. Tampoco mejoran el panorama los actores secundarios, sumado a que aquí sólo se estrenará en una copia doblada a un castellano neutro muy dificultoso. Çağan Irmak se limita a los planos cerrados, y a enfatizar un halo de misterio que no es tal porque la historia nunca se eleva demasiado como para atrapar. En el montaje y en la fotografía brillosa escogida es donde más se demuestra su esencia televisiva, sumada a una elección de escenarios tampoco muy acertada. Probablemente "Kerem, hasta la eternidad" hubiese servido como puntapié para otro éxito de las ficciones hogareñas turcas, aunque sea como miniserie. Su formato, su aspecto técnico, y sobre todo, su estilo narrativo, es algo totalmente ajeno al mundo del cine.
La ópera prima de Santiago Estéves, "La educación del Rey", utiliza al policial para abordar un drama con mucha carga social, y aciertos en ambos aspectos. Hubo un tiempo que fue hermoso. De la mano del INCAA y el programa de fomento para ficciones de la Televisión Digital Abierta, se produjo mucho material realizado en su gran mayoría en el interior del país, que permitió conocer a nuevos realizadores e intérpretes de diversas áreas (como el teatro) y regiones. "La educación del Rey" surgió originalmente en 2004 bajo el formato de miniserie. Como muchas de ese centenar de producciones, en la actualidad se encuentra virtualmente desaparecida. No obstante, el tiempo hizo justicia, y ahora podemos verla transformada en un largometraje que no ha perdido nada de su potencia. Filmada en Mendoza, cuenta la historia de Reynaldo (Matías Encina), el Rey del título, un adolescente perteneciente a ese sector con oportunidades truncas, marginados desde antes de nacer. Su hermano junto a un amigo realizan robos a encargos de un superior, y Rey está dando sus primeros pasos en ese que parece ser el único camino que tiene habilitado. Durante el robo a una escribanía algo sale mal, huye, y termina cayendo en el patio de Carlos (Germán Da Silva) un ex guardia de seguridad privada jubilado que sigue manteniendo algunos contactos. Accidentalmente, Rey destruye un cobertizo que la esposa de Carlos (Elena Schnell) utiliza como vivero. Inesperadamente, Carlos le propondrá a Rey que repare el vivero a cambio de no denunciarlo a la policía. "La educación del Rey" corre por dos carriles que se unen permanentemente. Por un lado, Rey pasa a ser un protegido de Carlos y para su esposa el hijo que nunca tuvieron. Paralelamente, avanza el policial, Rey incumplió con “sus jefes”, desaparece, y estos son gente más peligrosa de lo pensado. Nadie está limpio en este negocio. Santiago Estéves (junto a Juan Manuel Bordón en el guion) crearon una historia de redención desde el realismo. No hay idealizados, ni soluciones mágicas. Carlos le dará cobijo, pero también deberá enseñarle a defenderse dentro de ese mismo juego donde la legalidad es laxa. "La educación del Rey" es un policial, un drama social y humano, y también un western criollo donde la ley la hacen y la aplican los hombres, a su modo; y las autoridades pueden ser más peligrosas que los bandidos. Un carril potencia al otro, y así, se construye un thriller sencillo pero eficaz, siguiendo las reglas que no deben romperse; y lo potencia con su costado humano, local. A esto nos referimos cuando hablamos de la necesidad de un cine de género que hable nuestro idioma. Técnicamente correcto, en "La educación del Rey" no hay un gran despliegue de presupuesto, ni lo necesita. El vértigo del policial se construye con el mismo relato, que jamás pierde el interés. La fotografía, de acertados claroscuros, con juegos de luces que diferencian las tendencias de cada escenario sutilmente, es otro aporte positivo. No es casualidad que Esteves provenga del mundo del montaje con trabajos de la mano de consagrados como Trapero y Santiago Palavecino. "La educación del Rey" se beneficia del ritmo ágil y cálido que se le otorga desde la edición, transformándola en una historia rural (que aprovecha los escenarios naturales), y amena a pesar de su clima rudo y oscuro. La química entre Encina y Da Silva es natural, nunca forzada. Entre ambos se crea un vínculo poderoso, creíble, sin necesidad de forzarlo. Empatizar con ambas figuras será sencillo. Con pocos elementos y muchos despojo, Matías Encina construye un Rey querible, inocente y desprotegido. Realizar una lectura social sobre su figura es totalmente válido. Germán Da Silva compone otro gran personaje, al actor de Las Acacias no hay rol que le quede grande. La pantalla lo quiere, y él sabe componer con gestos y postura. Otra sería la película si Carlos no fuese él. Esta cinta nos habla de las oportunidades, derriba varios mitos y dichos de un sector de la sociedad que lejos está de vivir con las mismas posibilidades que estos personajes. Santiago Estéves creó un marco policial para demostrarnos que en el contexto correcto, siempre se puede.
El segundo largometraje de Dean Devlin como director, "Latidos en la oscuridad", es un raro objeto en el que todo sale a flote gracias a su capacidad de nunca tomarse en serio. De la mano del alemán más estadounidense, el director Roland Emmerich, Dean Devlin se convirtió en uno de los productores más famosos de tanques hollywoodenses de los últimos veinticinco años. Luego de producir los títulos más emblemáticos de Emmerich como "Día de la independencia" 1 y 2, "Stargate", "Soldado universal", o "Godzilla"; el año pasado, Devlin se ubicó él en la silla de director (luego de dos telefilms sin trascendencia) para "Geotormenta", una película que bien podía tener la firma de Emmerich. Si bien la taquilla no funcionó en todo el mundo, Devlin demostró tener el pulso para realizar estos placeres culposos que no se analizan, se disfrutan. Ahora, a menos de un año de aquella, presenta su segundo trabajo, con el que pega un volantazo de género, y parcialmente de registro. "Latidos en la oscuridad" es un thriller con elementos de terror, chiquito, simple; pero que en el fondo sigue teniendo el corazón Devlin; divirtámonos sin que nos importe nada. El argumento nos hará recordar ligeramente a la dupla "The Collector/The Collectión" y al film de Fede Álvarez No Respires; pero con una variante que en aquellos era fundamental, aquí no hay encierro. Sean (Robert Sheeshan) es un joven marginal del Bronx que desea impresionar a su novia, pero no sabe cómo. Si bien tiene una fachada formal, en realidad se dedica a robar casas junto a su amigo Derek (Carlito Olivero). El sistema de robo es simple, dado que ellos trabajan en el estacionamiento de un restaurante, primero se hacen con el auto de los clientes del lugar, y así se dirigen al hogar de los mismos, obviamente desocupados… o no. Una de las víctimas es Cale Erendreich (David “Doctor Who” Tennant), un hombre aparentemente normal y tranquilo. El asunto era sencillo, pero cuando Sean se dirige a la casa, encuentra allí a una mujer captiva y torturada (la del engañoso afiche local). Sean entra en pánico y huye, sólo para complicar las cosas. La policía no encuentra a la mujer en casa de Cale, y este tomará como represalia, una venganza persecutoria por toda la ciudad, mientras los amigos tratan de encontrar a la mujer. La historia es simple, y casi de inmediato pone a los personajes en juego. "Latidos en la oscuridad " (que en verdad no es tal) es un juego de gato y ratón contra reloj, con dos bribones como víctimas, un sádico inexpresivo como perseguidor, y una mujer como presa a disputarse. Por su estética y su montaje ligero, vertiginoso, a veces casi videoclipero, recuerda a varios títulos directo a VHS de los años ’90. El ámbito marginal de esa ciudad sucia, ayuda a darle un marco de inseguridad y peligrosidad constante. Las diferencias con "The Collector/Collection" y "No respires", no terminan en ambientarse puertas afuera. Esta película no posee ni la porno tortura de las primeras, ni el clima opresivo del film de Álvarez. Es mucho menos pretenciosa, y como buen film de Devlin, es consciente de sus limitaciones. La lógica del film es casi nula desde el primer instante. Los personajes son estereotipos, y viven todo tipo de situaciones azarosas e inverosímiles. Tampoco hay un gran abordaje del suspenso o la tensión. En compensación, Devlin ofrece pura diversión. "Latidos en la oscuridad" tiene pasos de comedia, diálogos imposibles, y escenas exageradas. Coquetea con el ridículo, y en ese juego sale ganando, tal como sucedía en "Geo Tormenta". Hay sadismo, pero menos gore de lo que podía haber tenido. Queda en claro que Devlin es más un experto en acción y en ritmos vibrantes que en géneros relacionados a crear un clima de misterio. En "Latidos en la oscuridad" (casi) todo se sabe desde que se desata el nudo, y a partir de allí no aguardan sorpresas pero sí el entretenimiento. Sheeshan no es un gran actor y ni lo intenta, aquí el juego es de Tennant, que hace de su rostro pétreo un punto a su favor. Cale demuestra la locura en sus ojos fervorosos, tiene arranques de furia, y nos hace creer que es alguien sádico en serio. Latidos en la oscuridad es su show. Película menor pero ciertamente entretenida, esta cinta es el nuevo opus de un realizador que ya va encontrando su estilo propio; el limbo entre el género y lo paródico. Acomodarse en la butaca y dejar el cerebro de lado, esta vez es lo que vale.