¿Qué hacemos con Mary? El director y el protagonista de este melodrama con niña superdotada de por medio alcanzaron fama y prestigio gracias a su participación en sendos proyectos del universo Marvel. Marc Web, quien sorprendió con 500 días juntos, su debut en la gran pantalla, cogió las riendas del personaje de Spiderman en El sorprendente Hombre Araña (2012) y en El sorprendente Hombre Araña 2: LA venganza de Electro (2014), mientras que Chris Evans se puso delante de la cámara para dar vida al considerado gran héroe americano por excelencia, el Capitán América, en Capitán América: el primer vengador (2011), personaje que no ha dejado de interpretar en sucesivas secuelas, reboots, spin-offs a lo largo de estos años (el próximo título a estrenar donde volverá a agarrar el escudo será precisamente en la nueva película de la saga del Hombre araña, titulada Spiderman: De regreso a casa). Así que de entrada tenemos a dos activos de la industria hollywoodiense que a modo de respiro entre voltereta y voltereta se meten a rodar una historia mínima, basada en un guion escrito por Tom Flynn en 2014 que pasó un montón de años en la lista negra de los libretos que nadie quiere o se atreve a producir y que sólo llamó la atención de los productores cuando empezó a representarse en teatro en una obra que se estrenó con el profético nombre de “Black List Live!”. La trama nos presenta la historia de una huérfana de madre que vive con su tío alejada del mundanal ruido de la gran ciudad. La niña es una adelantada para su corta edad en cuanto a matemática se refiere. Es un portento a la hora de resolver problemas y te calcula las cuentas más enrevesadas en un santiamén. El tío intenta mantener a la tierna infante lejos de las garras de aquellos que quieren explotar todo su potencial sin pensar en su necesidad emocional, encarnada en la figura de una terrible abuela que tiene entre ceja y ceja la intención de exprimir al máximo el cerebro de su nieta. La lucha familiar que se establece entre ellos en forma de juicio sumarísimo por la custodia de la superdotada centrará el eje dramático del film, con un sinfín de idas y venidas del juzgado donde unos y otros se irán contando y cantando las verdades del barquero. La película entretiene e incluso en algunos momentos puede llevar a conmover al espectador. Esto se consigue sobre todo en aquellos momentos en los que no se intenta forzar la lágrima del respetable público a cualquier precio. El sentimiento brota en los pequeños detalles y sobre todo en las incisivas miradas y silencios que funcionan a modo de acotación de unas situaciones que se vertebran en bases demasiado trilladas. Incluso existen escenas que pueden llevar al sonrojo colectivo, como aquella en que obligan a la pequeña a estarse todo el día en la sala de espera de un hospital (algo que se podría considerar incluso una suerte de maltrato infantil) para que sea testigo en primera persona de las reacciones entusiastas de unos desconocidos que han asistido al parto de un familiar. Al menos hay que reconocerle al elenco un esfuerzo por dotar de vida un filme que sin su participación no hubiera pasado de una tv-movie del montón. Chris Evans es un valor al alza que no debería encorsetarse en lucrativos blockbusters y apostar más por este tipo de roles que lo humanizan, mientras que McKenna Grace, con apenas diez años, demuestra unas tablas impropias para alguien de su edad. Por allí también pululan una Octavia Spencer con peinado imposible que aporta muy poco al peso narrativo de la acción y la musa del cine indie norteamericano Jenny Slate (Obvious Child, Joshy), quien fue más noticia por el tórrido romance que vivió con Evans durante la producción que por su actuación. En definitiva, un honesto ejercicio melodramático que gana enteros en la intención de Cris Evans de alejarse de su imagen de superhéroe con una tierna interpretación que, sin embargo, raya lo inverosímil en su afán de ofrecer un producto apto para todos los públicos, dejando de lado cualquier tema espinoso que se puede llegar a plantear pero nunca a desarrollar (como ocurre con todo lo relativo al suicidio de la madre). Lo mejor de la función, Fred, el entrañable gato de un solo ojo.
La consciencia de la pérdida Marco Bellocchio es otro de los veteranísimos cineastas que siguen fieles a su oficio. Con setenta y ocho años a cuestas nos ofrece Felices sueños, una reflexión sobre la muerte con la que, como ha declarado, la pertinaz biología le hace sentirse cada vez más familiarizado. Basada en la novela autobiográfica “Me deseó felices sueños” del periodista Massimo Gramellini, recoge la historia de los efectos que tiene sobre un niño, y su proyección en la edad adulta, la muerte inesperada de su madre. “Felices sueños” es una confesión autobiográfica del dolor por la pérdida de la madre. La figura materna, tan presente en el cine –y en la vida- de los italianos, y las tragedias familiares, son dos temas recurrentes en la obra de Bellocchio; así como la tragedia social que supone escuchar continuamente, e incluso reconocerlo en algún momento, que las personas felices no crean nada y que se necesita odiar para hacer algo grande. Es también una historia transversal (palabra tan de moda hoy) que va de la familia a la religión, pasando por la hipocresía burguesa y las mentiras que con frecuencia son la base de tantas relaciones familiares: mentiras piadosas tantas veces, mentiras vergonzosas otras, mentiras, en fin de cuentas que ayudan a vivir. La manera que tiene la película de afrontar la trágica situación con la que se abre el film es sobre todo descriptiva, con muy pocas concesiones a una narración que transporte la historia más allá de la piedra fundacional sobre la que se edifica. Tal descripción está hecha a base de brochazos que por vía acumulativa van constituyendo el carácter que finalmente se quiere construir. Se recurre así a la descomposición del relato en pequeñas piezas que se van intercalando sin respetar el orden cronológico (tan sólo la música sirve de tenue referencia orientadora de ese paso del tiempo), de forma que la visión de conjunto que se obtiene evita un progreso lineal, acentuando la sensación de una persistencia, más allá del tiempo transcurrido, del hecho inaugural. La muerte, a pesar de su carácter puntual, se expande en el tiempo. Massimo quedará marcado para siempre por su irrupción, y la cámara se esfuerza en escrutar los efectos que deja en su rostro, en su comportamiento. En definitiva, en su vida. Pero es más que eso. Cuando se entra en contacto con su muerte ésta aparece por todas partes. Está en Sarajevo, por supuesto (no parece tener otra función toda la secuencia desarrollada allí), y ya la primera imagen de su estancia como periodista en aquella guerra tiene como fondo un cementerio. Pero lo está también en la vida cotidiana, como el estadio del Torino que se ve desde el balcón de su casa, y que evoca la tragedia que acabó con la vida de dieciocho de sus jugadores. El campo siempre presente, los homenajes que cada año se les tributan o el gran mural que a modo de recordatorio preside la sala de reuniones de la redacción del periódico donde Massimo trabaja son el correlato público de la íntima desolación del protagonista. Una película confeccionada a base de escenas, episodios, instantáneas, para dibujar la soledad de la infancia, las complicadas relaciones familiares, la figura siempre autoritaria de un padre severo y distante y también “una reflexión sobre generación de padres con la cual se puede hablar y discutir”. Evidentemente, el personaje creado por Marco Bellocchio –veterano de un cine italiano comprometido- no es el único huérfano de la historia, pero puede decirse que hace de su orfandad el eje sobre el que gira toda su vida. Desde el punto de vista de la importancia de los temas subyacentes, yo diría que sobran algunos metros de película, porque al final resulta demasiado larga. Hasta el punto de que la revelación final, que pone un toque de tragedia griega en el relato, no alcanza el grado de interés que se le supone.
Un monstruo viene a verme Si nos fijamos en el afiche con el que se promociona la última película del director español Nacho Vigalondo vemos a una mujer y a una especie de monstruo rascándose la cabeza al unísono. Aquí no desvelaremos el significado de tal gesto en el devenir de la trama, pero sí que podemos afirmar con rotundidad que muchos de los espectadores que acudan a ver el film en algún momento del mismo acabarán por emular a ambos protagonistas de la historia, dado el nivel de incomprensión y extrañeza a la que se verán abocados sin remisión. Si existen cineastas a los que les gusta ir mezclando géneros a Vigalondo le encanta, y cuanto más distantes se encuentren esos géneros entre sí pues mucho mejor: En Los cronocrímenes (2007) y Extraterrestre (2011) se atrevió con la comedia romántica y la ciencia ficción, y en Open Windows (2014) con el thriller psicológico y la ciencia y la tecnología. Ahora riza el rizo y no sólo osa mezclar géneros dispares sino que los localiza geográficamente, y así combina con resultado desigual los patrones propios de una cinta indie norteamericana de esas que se estrenan a puñados en Festivales de Cine como Sundance y un “kaiju eiga” (películas de monstruos) japonés. El argumento no tiene desperdicio, y leído de corrido te entran unas ganas locas de ver cómo se las han apañado para trabajar con elementos tan antagónicos y haber salido bien parados: una chica con serios problemas de alcohol que le afectan a la hora de cometer tonterías cada vez más trascendentales, se traslada al pueblecito donde creció para reiniciar su maltrecha vida. Allí con ayuda de los viejos amigos de la infancia, empezará a encontrar el orden vital que anhelaba, aunque una serie de increíbles acontecimientos la llevarán a abrazar el caos más absoluto. Y es que en Seúl un monstruo y un robot han aparecido después de un montón de años y amenazan con destruir todo lo que se les ponga por delante. Con el apoyo inestimable de aparatos tecnológicos domésticos como la televisión, el móvil o la Tablet, ambos continentes (América y Asia) conectarán su destino desde lo más mínimo hasta lo más trascendental. No sabemos si el objetivo marcado es el de criticar algunos aspectos de la globalización actual en la que nos movemos, o si tan singular peripecia es fruto de un guion hilvanado tras una estimulante ingesta de alcohol, pero lo cierto es que el desarrollo argumental se mueve en unos parámetros que van desde lo enigmático hasta lo bizarro sin haber término medio. Bueno sí que lo hay, una suerte de eternas y aburridas conversaciones a trago limpio en la que se habla de lo divino y humano sin quenada de lo que se diga pueda llegar a importar. Lo que sí está claro es que Nacho Vigalondo no deja indiferente. Tiene una legión de seguidores que celebran cada uno de sus trabajos como si no hubiera un mañana mientras otros lo destripan sin piedad. Colossal gana enteros cuando nos explica todo lo que está sucediendo en Corea, con esas peleas épicas entre seres monstruosos que nos retrotraen a las míticos films de la productora Toho sobre Godzilla; pero se desinfla de forma alarmante en cuanto pisa terreno yanqui y nos sumerge en ese acartonado melodrama en el que actores de solvencia contrastada como la guapa Anne Hathaway (2016 no fue un buen año para ella, ya que su otro estreno fue la infumable Alicia a través del espejo) o Jason Sudekis (mucho más efectivo y creíble en las comedias alocadas que suele protagonizar) se pierden en diálogos inoperantes que quieren resultar relevantes y no pasan de intrascendentes.
No inventemos nada nuevo A pesar de lo que un aventurado lector pudiera pensar del título de esta crítica, no existe connotación negativa en el hecho de acusar de falta de originalidad a la nueva entrega del pirata más famoso y rentable de Disney. Tras una última experiencia poco agradable, la decisión obvia y, sin embargo, más acertada, era hacer un esfuerzo por reunir todas las piezas que le dieron el éxito a sus primeras películas. Piratas del Caribe 5: La venganza de Salazar aúna elementos como los actores principales de anteriores partes (con mayor o menor protagonismo) y una pugna constante de géneros como la aventura, la acción y la comedia (con un desequilibrio importante hacia esta última). La ambientación y trasfondo fantástico cierran este cofre de un tesoro que aún parece poder seguir siendo aprovechado. Una vez decidido que la película contaría con la mayoría de intérpretes originales, además de un flamante antagonista encarnado por Javier Bardem, había que encontrar una premisa que reuniera a éstos y los recién estrenados personajes en otra gran aventura. La solución: un legendario objeto que, por diversos motivos, todos y cada uno de ellos acabarán buscando. Efectivamente, la respuesta aportada por el guión es tan simple y antigua como efectiva: un McGuffin (aquel elemento de la trama, definido por Alfred Hitchcock, sin mayor relevancia o utilidad que hacer que dicha trama avance). De esta forma, los objetivos y motivaciones de cada personaje quedan claros para el espectador durante los primeros veinte minutos, y se puede dejar que los personajes hagan el resto durante el tiempo restante. Esta fórmula encuentra sus únicas fallas en aquellos protagonistas menos carismáticos, o cuyo objetivo no parece justificar del todo que continúe montado en este barco que es la película. Ocurre fundamentalmente con Henry Turner, interpretado por Brenton Thwaites, que en ningún momento llega a erigirse como el pretendido sustituto de Orlando Bloom en la saga. Kaya Scoledario, contrapartida de Keira Knightley, aporta algo más de capacidad y esfuerzo en un personaje excesivamente plano. Ambos forman una pareja de química prácticamente nula, lo cual lleva a un inexplicable e ilógico final. Esta fallida sustitución de roles originales acaba siendo la nota más desafinada en esta reinterpretación de la melodía ya por todos conocida. Por otra parte, el resto de acompañantes se mueven como pez en el agua en este tono de comedia y auto-parodia que genera un ritmo incluso más entretenido que las espectaculares escenas de acción. Hablar de esta saga es hablar, como sucede en pocas películas, de su banda sonora. Si bien aquel primer largometraje, basado en una atracción de parque temático, sorprendió a muchos con un subgénero marino casi abandonado, lo que más llegó a los sentidos de los espectadores fue la inconfundible melodía que Hans Zimmer compuso para el blockbuster. A ella se debe en muchas ocasiones el ritmo y el impacto de sus escenas, y la emoción que transmite sólo se ve ensombrecida por su reiterado y (ahora) predecible uso. Esta banda sonora es parte inseparable del universo pirata, pero en su última entrega acaba siendo un elemento que demanda un inexistente racionamiento. En definitiva, Disney ha apostado sobre seguro, confiando en que los astros se alinearan de nuevo (el futuro espectador de la película entenderá mejor esta referencia). Así ha sido, consiguiendo el planteado objetivo de entretener y transportarnos a un mundo de aventuras, donde poco importan la profundidad de la trama o los arcos evolutivos de los personajes.
Los celulares los carga el diablo Avalada por los Premios David di Donatello (mejor película y guión original de un total de nueve nominaciones) y del Festival de Cine de Tribeca (mejor guión en largometraje internacional) llega a las pantallas argentinas esta dramedia situacional y generacional dirigida por el cineasta romano Paolo Genovese, especialista en dirigir films corales como ya demostró en títulos anteriores como Inmaduros (2011) o Una familia perfetta (2012). En España un realizador de la talla de Álex de la Iglesia se ha hecho con los derechos del remake que ya ha empezado a rodar, razón por la que el film seminal todavía no ha conocido estreno en las carteleras hispanas. Es bien sabido que quien juega con fuego se puede quemar. Aquí una pandilla de amigos que se reúnen para cenar se atreven a iniciar un maquiavélico juego en el que en un alarde de sinceridad y confianza en el otro no les importará dejar sus móviles encima de la mesa y compartir con el resto todas las llamadas y mensajes que se vayan sucediendo a lo largo de la noche. La premisa es muy atractiva, habida cuenta de que progresivamente se irá pasando de una capa de superficialidad manifiesta en lo público a la profundidad de los secretos más oscuros y dolorosos de lo privado. Nada es lo que parece, y es que en la desnudez de lo que es real la falsedad no tiene cobijo posible. Si bien el tramo inicial nos puede recordar a una y mil películas que tratan sobre las reuniones de amigos donde se cuentan sus penas a golpe de copa de vino y buena vianda, aquí de forma progresiva ocurre algo bastante inusual y a la vez original. En un disfrutable “in crescendo” se pasa de la broma fácil, del chiste satírico a situaciones cada vez más dramáticas y determinantes. Esa tensión, que empieza a vislumbrarse a partir de que el juego comienza, alcanzará cotas irrespirables cuando antes de llegar a los postres quede bien claro que todos los comensales tienen algo o mucho que esconder. Nada es lo que parece y el efecto diabólico de lo aparentemente ingenuo acabará por volverse contra todos en un despiadado efecto boomerang, que no dejará títere con cabeza. Y por si esto fuera poco los guionistas (una perfecta colaboración entre cinco escritores, entre ellos el mismo director) como nos tienen reservado un giro postrero a modo de magistral epílogo que aquí no desvelaremos pero que a partir de ahora pasa a ser uno de los mejores finales que uno recuerda en años por lo acertado y consecuente en relación con lo que ha sido el vertiginoso desarrollo argumental. Los actores se encuentran en estado de gracia, dándose la réplica unos a otros de una manera en la que se nota un nivel de retroalimentación bastante elevado. En ese aspecto, la dirección artística es modélica. Si hubiera que poner algún pero se podría llegar a afirmar que algunos serpeos de la trama pueden resultar bastante exagerados, habida cuenta de que se trata de un continuo “y tú más” que puede llegar a atentar contra la credibilidad del conjunto. Sin embargo enseguida se produce otro vuelco en el despiece de personalidades que nos hace olvidar de inmediato los mínimos errores que podamos llegar a percibir. Impulsada por actuaciones impecables, además de la loable fotografía de Fabriccio Lucci y el impecable montaje de Consuelo Catucci, Perfectos desconocidos se trata de una obra dramáticamente entretenida, texturizada con verdades dolorosas y elevada por un humor genuino.
Respuestas a la creación En la actualidad, las majors tienen la (fea) costumbre de mirar atrás en busca de ideas ya explotadas y que sirvan como carne de reboot o de secuela, precuela o spin-off. Parece estar todo inventado en el campo de la reamortización de productos que antaño fueron originales. Cuando se habla de Alien, sin embargo, se considera que se trata de una obra que también sirve como inspiración para películas inscritas en un género redefinido por el clásico de finales de los 70. Sin ir más lejos, este año encontramos Life como un monumental homenaje a la historia de la teniente Ripley. Ridley Scott volvió sin embargo a encontrarse con esta saga con la presumible intención de contar algo más, algo necesario para despejar las dudas del origen de su mítica criatura. Con la reciente cancelación de Alien 5, parece claro que esta nueva saga de precuelas sigue un camino diferente al de la simple explotación del universo xenomorfo. Normalmente, un guión encierra en su nacimiento una única idea, un pensamiento o reflexión que su creador desea transmitir a través del desarrollo de la historia. Si el proceso no desvirtúa estas intenciones, el producto final puede resumir su contenido en una palabra o una frase. Cuando Ridley Scott abordó Prometheus, parecía querer tratar un objetivo mayor que el de contar el origen del alien. Esto le llevó a transformar esa historia en una trilogía que serviría como vehículo para la reflexión de temas como la creación y el origen del ser humano. Un planteamiento arriesgado, que convirtió la primera entrega en un mar de preguntas sin respuestas. Ante el rechazo que provocó, la segunda película prometía resolver aquellos enigmas y, además, aportar una dosis elevada de sangre y tipos diferentes de xenomorfos. Con Alien: Covenant, Scott se deshace de las cuestiones más intrincadas de su predecesora, especialmente aquellas que giraban en torno al space jockey y los ingenieros. Éstos quedan reducidos en la segunda entrega a un momento muy puntual, y su mitología es descartada dentro del desarrollo narrativo. En su lugar, se centra en el virus que da vida a los aliens, y marca un destino muy claro al que dirigirse: el nacimiento del monstruo que se dio a conocer en la película clásica. Siguiendo estas premisas, Covenant se convierte en un viaje entretenido, nada confuso, cuyas preguntas se van respondiendo junto con el avance de la trama. Sin embargo, esto no evita que la historia reflexione sobre aquella idea germen de Prometheus: el origen del ser humano y los problemas de un creador que debe lidiar con su creación. Aquí lo desarrollan a través de distintos procesos interrelacionados: la creación del ser humano, la de los androides y la de los xenomorfos. Ni Prometheus ni Covenant son puras historias de terror espacial, tal y como marcaron las primeras entregas de la saga. Las impactantes muertes y las puertas automáticas manchadas de sangre no lo convierten en ese otro tipo de película que juega con la tensión del espectador. Se trata de la búsqueda de respuestas, y no de una mera cuestión de supervivencia ante bichos ocultos en la oscuridad. Pese a ello, la película consigue mantener un ritmo constante, con el único error de albergar personajes pobremente construidos. Esto se hace especialmente grave en la protagonista, una mujer cuyas lagunas de personalidad parecen estar destinadas a ser completadas con los rasgos del personaje de Ripley. El resto apenas están definidos más allá de sus relaciones conyugales, todas ellas, curiosamente, con miembros de la tripulación.
Secretos y mentiras. Octavo largometraje de ficción en la carrera del siempre riguroso e interesante director francés Philippe Lioret, (tras empezar su carrera en el mundo del cine como ingeniero de sonido, se dio a conocer en 1993 con su excelente ópera prima “Caídos del cielo” con Jean Rochefort, Marisa Paredes y Laura del Sol, film que ganó la Concha de Plata en el festival de San Sebastián al mejor director y premio al mejor guion). “Le fils de Jean” es una libre adaptación de una novela de Jean Paul Dubois titulada “Si este libro pudiera acercarme de ti” (Si ce livre pouvait me raprocher de toi). Nos hallamos ante una sensible intriga familiar sobre el tema de la filiación donde destaca un magnífico guion que sabe escapar a su referencia literaria y nos propone una intriga con claves de película policiaca. Con sensibilidad y pudor, aborda Lioret el tema de los secretos familiares bien guardados, y de la búsqueda de filiación de su personaje. Mathieu, interpretado por el excelente actor francés Pierre Deladonchamps (gran revelación en “L’inconnu du lac” 2013), es un joven treintañero, parisino, divorciado, que tiene un hijo pequeño, del que no logra ocuparse plenamente. Mathieu, no ha conocido a su padre, cuya existencia le ocultó siempre su madre, hasta que un día recibe una llamada telefónica de Montreal , en Canadá , que le anuncia el fallecimiento de Jean, su padre, misteriosamente desaparecido cuando pescaba en un lago. Ese viaje en busca de su filiación nos lleva así de París a Montreal, donde Mathieu, acogido por Pierre, un amigo de su padre, se obstina en conocer a su “familia” canadiense, dos hermanos que ignoran su existencia, y con los que participa en la búsqueda del cuerpo en ese lago canadiense. El secreto de su filiación se ira a descubriendo poco a poco en este relato intimista con claves de serie negra, que nos conduce a un final tan convincente como optimista. Philippe Lioret desmenuza y observa los sentimientos, los silencios y comportamientos de sus personajes con absoluta precisión, sensibilidad y pudor. Su casting con reputados actores canadienses como Gabriel Arcand, Marie Therese Fortin o Catherine de Lean, arropan y dan solidez a la excelente y contenida interpretación de Pierre Deladonchamps, que en solo tres años ha pasado de ser “el desconocido del lago” (premio Cesar a la mejor esperanza masculina), a ser uno de los más sólidos y prometedores intérpretes del cine francés. El Hijo de Jean puede parecer a primera vista un relato sencillo e incluso ligero, sin grandes secuencias para recordar, tan sencillo y comercial en su forma narrativa como efectivo y amargo para alcanzar el corazón del espectador; pero se trata de una película emocionante y emotiva sobre el arraigo familiar, sobre los recuerdos y el olvido, también sobre la autoafirmación de quienes somos realmente. En definitiva, un recomendable viaje por el interior del protagonista; un viaje del urbano París a un Canadá más indómito, en el que se adentran en lugares naturales y humanos aislados y nada confortantes con imágenes que pueden llegar a remitir incluso a El Resplandor de Kubrick; un periplo de descubrimiento de una nueva familia desconocida en una película que comienza sencilla y va tomando fuerza e interés hasta la subida del último tercio.
La locura espacial continúa Cuando hace ya más de tres años Marvel sacó a la luz noticias de que un pequeño equipo llamado Guardianes de la galaxia tendría su adaptación cinematográfica las reacciones fueron variadas y, en general, poco calurosas. A pesar de tener su séquito de fans comiqueros, era obvio que no se trataba de personajes de popularidad comparable a Iron Man, Thor o el recién recuperado Spider-Man. La apuesta parecía tímida e, incluso, alejada del gran Universo Cinematográfico construido por el resto de películas. Esto provocó el desarrollo de un producto mucho más libre de jugar con los cánones marcados por el estudio, y acabó convirtiéndose en el taquillazo que todos conocemos. Ahora este grupo de irreverentes “héroes” espaciales vuelve enmarcado en el canon que ellos mismos crearon, pero también bajo una vigilancia mucho mayor al haberse incluido definitivamente en el universo marveliano de la gran pantalla como una pieza fundamental en el camino a las esperadas Guerras del Infinito (que cerrarán la presente fase del estudio). A pesar de formar parte de esa gran maquinaria bien engrasada de los Vengadores y compañía, su director, James Gunn, tiene muy claro que lo suyo es una rara avis de un encanto especial: con una estética más parecida a Flash Gordon, la película vuelve a ser un producto que bebe de toda aquella cultura popular a caballo entre los 70 y los 80, con iconos más que reconocibles incluso por los más jóvenes, como el piloto del coche parlante más famoso de la televisión. Con la música de nuevo como hilo conductor, parece decidida a repetir los patrones de la primera entrega, y hacerlo de forma aún más exagerada, sin preocuparse por la caricatura que ya era desde su concepción. Así, uno no tiene la sensación de estar viendo un nuevo capítulo en esa gran serie creada por La Casa de Ideas, sino una historia particular, en la que no hay que atar cabos al exterior para asumir su total entendimiento. A pesar de ello se han preocupado en funcionar también como otro gran anuncio del final de la saga a la que pertenece: las menciones a Thanos son ese sutil pero efectivo enlace y recordatorio que no podía faltar. Sin embargo cumple muy bien su propósito sin que tengamos que ser conscientes de que se trata de otra miguita que nos guía en el camino trazado por Marvel: al fin y al cabo, todo esto sirve para establecer al equipo que se unirá a los Vengadores en el futuro. La mayoría de películas de fórmula (y de esto Disney sabe un poco) suelen tener un personaje conocido como alivio cómico: aquel que rebaja la tensión con sus comentarios o torpeza en el momento adecuado. Aunque aquí algunos poseen este papel de forma más marcada, sorprende la forma en que se despliega un abanico de varios personajes con esta función en diferentes formatos. Una mezcla así puede ser desastrosa si no se calibra correctamente, y éste es sin duda uno de los grandes aciertos del largometraje: las dosis de comedia vienen de todas partes, pero de forma controlada para no acabar abrumando y fatigando al espectador. Se descubre por tanto como una comedia espacial con tintes épicos y elevadas dosis de acción que a veces parecen entorpecer, irónicamente, el ritmo de la pieza. Guardianes de la Galaxia Vol. 2 sabe lo que es y su objetivo, mantiene un tono alto durante todo el metraje y mide las cantidades de aquellos elementos que ya le dieron éxito a su predecesora.
Hermanos y enemigos Aunque no tenemos nada en contra del doblaje, de entrada recomendamos de forma encarecida que si acuden al cine a ver este film de dibujos animados opten por su versión original, más que nada porque el personaje principal, el que sale en el título, tiene la voz de Alec Baldwin, y eso siempre es un plus añadido si tenemos en cuenta que estamos ante una parodia en versión infantil de la mítica serie de televisión Rockefeller Plaza, donde Baldwin enamoró a la audiencia a base de ironía y sarcasmo. De entrada hay que afirmar que esta nueva producción de la Dreamworks no pasará a la historia como un referente del largometraje animado, aunque a ratos resulte fresca y divertida y los más pequeños tengan el disfrute garantizado. Lejos quedan aquellos tiempos en los que títulos como las sagas de Shrek, Como entrenar a tu dragón o Kung Fu Panda pusieron a la productora en primera línea de fuego; pero como se suele decir quien tuvo retuvo, y desde luego la calidad del resultado final está garantizada. Tim es un niño de 7 años que tiene los mejores padres del mundo. Su vida es perfecta hasta que un fatídico día todo cambia de forma radical. ¿El motivo? Ya no serán solo tres en la familia, porque ha llegado su nuevo hermanito, un adorable bebé, que hace que a sus padres se les caiga la baba. Y es que este pequeñín se ha hecho el dueño de la casa, y que el bebé se convierta en el jefe de todo es algo que a Tim no le gusta demasiado. Como a Tim no le falta imaginación, nos describe a su hermano vestido de traje, como si de un ejecutivo se tratase. Mientras trata de recuperar el afecto de sus padres, descubrirá el diabólico plan que maquina el director general de Puppy Co. Los dos hermanos tendrán que unirse entonces como una verdadera familia para restablecer el orden del mundo y demostrar que el amor es una fuerza indestructible. ¿Acabarán queriéndose entonces Tim y su hermano bebé?. Quizás el mayor problema que tiene esta comedia familiar es su falta de originalidad. Sin haber leído el libro homónimo ilustrado en el que se basa el film, escrito por la autora norteamericana especializada en literatura infantil Marla Frazee , sí que podemos apuntar que la adaptación guionizada por parte de Michael McCullers (firmante entre otros de los picantes libretos de la serie Austin Powers y de otras comedias como Una mamá para mi bebé o Un héroe en cubierto) carece de mordiente y se muestra un tanto plana y complaciente con el target al que va dirigido. El pretendido tono alocado funciona mejor, aunque resulte una paradoja, en aquellas situaciones en las que se deja respirar a las escenas, ya que así se permite una mayor efectividad en los gags visuales. Sin embargo, cuando la acción emula a los parques de atracciones, todo suena ha visto una y mil veces, tratándose de un peaje que acaba por afectar a la socorrido desarrollo argumental. Algunos pasajes, sobre todo en las primeras secuencias, recuerdan a la reciente Cigüeñas, de la Warner Bros Animation, ¿casualidad?. Ahí dejamos el detalle. Tras ese inicio similar, la cosa arranca de manera muy prometedora, con una deriva hacia lo imaginativo que hacen presagiar metas que, por desgracia, se quedan a medio camino. Un argumento que tiene como base el mundo empresarial no es precisamente lo más divertido para los niños, y si el tema está tratado de manera simplista en un afán por llegar a todos los públicos, pues los mayores se quedarán igual. Un jefe en pañales es recomendable siempre y cuando el espectador sea consciente de que hay pocas escenas originales y el humor es un humor sencillo sin poder llegar a exigir más. A pesar de ello, da la sensación de que la cinta podría haber aspirado a algo más.