UN CONTRAPUNTO EXITOSO Mads Mikkelsen hace de Markus, un militar hosco, distante y violento que debe regresar a su casa para hacerse cargo de su hija luego de que su esposa falleciera en un accidente de tren. Al mismo tiempo, Otto, un científico analista de datos que estaba en el mismo vagón en el momento del choque, llega a la conclusión de que no fue un accidente sino un atentado de una banda mafiosa. Otto recluta a su grupo de amigos neuróticos y solitarios y convence a Markus de que es necesario vengarse de los perpetradores. De esta forma, al mismo tiempo que planean una serie de asesinatos, estos individuos particulares penetran en la casa de Markus y comienzan a sanar la situación emocional del padre y de la hija y a mejorar la relación entre los dos. Vale la pena describir en detalle la trama de Justicieros porque es en esta donde la película encuentra su mayor virtud. El guion enlaza elementos de comedia, escenas de acción y momentos dramáticos apoyándose en un buen desarrollo de sus personajes, a partir de un mecanismo de contrapunto que, si bien es habitual no solo en este tipo de producciones sino en el cine en general, está ejecutado de forma exitosa. En este caso, el contraste se da entre la fría y dura forma de ser de Markus y la naturaleza algo extraña pero cálida del grupo formado por Otto y sus amigos. El encuentro entre estas personalidades dispares da lugar a escenas de humor absurdo, pero siempre trabajado con sutileza, y contenido, de modo que, si bien se aproxima varias veces al ridículo, no llega a los extremos de una obra paradigmática en este estilo como es Fargo. Temáticamente, lo que se pone en cuestión en el devenir de la película es la necesidad de buscar una explicación causal de los acontecimientos que llevan a la tragedia como un mecanismo para lidiar con el duelo y el sentimiento de sinsentido que viene con este. Justicieros es un largometraje más medido, que echa mano de algunas herramientas del absurdo pero sin perder nunca de vista a sus personajes. De hecho, el drama interno de Markus y compañía se vincula con el elemento temático mencionado anteriormente, de modo que, aunque por momentos la película pueda aproximarse al melodrama en un sentido negativo, este abordaje consciente, en el guion, de la cuestión del trauma y la inestabilidad emocional, hace que esas escenas sean enmarcadas y orientadas por el devenir de la trama, y no resulten gratuitas: la superación, por parte de Markus, de su incapacidad de expresar lo que siente o hacerse cargo de lo que les pasa a los demás es el arco central de la película. La obra de Anders Thomas Jensen funciona porque sabe equilibrar elementos de distintos géneros y desarrollar un tono mesurado pero atrapante, que no pierde la atención del espectador a lo largo de sus 116 minutos.
UNA HUMILDE ACTION-ADVENTURE SPY FILM Una serie de agentes y espías de distintos países se unen con el objetivo común de evitar que un arma destructiva caiga en manos de un grupo terrorista, en esta película de espionaje internacional con tono de action-adventure protagonizado por un elenco de actrices de primera línea tales como Jessica Chastain, Penélope Cruz, Diane Kruger y Lupita Nyong’o. Agentes 355 podría funcionar en este sentido como una historia de origen: narra los acontecimientos que llevan a la conformación de una suerte de equipo que, debido a su carácter incorruptible, opera al margen de un sistema depravado e inmoral (una fórmula que encuentra antecedentes en la serie Brigada A). Este último se encuentra en su totalidad conformado por varones, los cuales se oponen a las mujeres por su mirada cínica y egoísta del mundo. La película juguetea, en efecto, con alguna forma elemental y comercial de discurso feminista, y si bien por momentos no puede dejar de percibirse un uso interesado de ciertas fórmulas que a esta altura son reconocibles por su utilización reiterada en algunos largometrajes que pretenden apelar (y moldear) a cierto público, Agentes 355 tiene el suficiente criterio como para no permitir que este componente cope la trama o a sus personajes. Lo cierto es que, en los arcos narrativos de Mace y Marie (que tratan en realidad acerca de la soledad), subyacen algunas cuestiones de género que poseen un tratamiento acertado. A ambas les cuesta construir vínculos, ya que viven de manera problemática el hecho de que no se identifican con el rol de madre de familia tradicional y no terminan de encontrar una forma de relacionarse con los demás en la vida que han elegido. Al encontrarse y dialogar con Graciela (el personaje de Penélope Cruz), una madre más convencional, y Khadijah (interpretada por Lupita Nyong’o), que tiene una relación estable con su novio, ambas logran volverse más flexibles y comienzan a establecer nuevas amistades. Por lo demás, la película sabe componer alguna secuencia de acción correcta y narra exitosamente el cambio que experimentan sus protagonistas a medida que ocurren ciertos acontecimientos, pero en ningún momento destaca con una escena de acción memorable, un momento de verdadera intensidad emocional o un misterio atrapante. De hecho, es en este aspecto en el que el largometraje languidece con mayor notoriedad: para ser una spy movie, la trama no posee suspenso más allá de la insistente repetición de una misma situación, en la que el McGuffin principal pasa de las manos de los villanos a la de las heroínas y viceversa, una y otra y otra vez. Con todo, Agentes 355 ofrece un muy humilde entretenimiento, del estilo de esas películas que uno puede dejar de fondo un domingo a la tarde mientras hace otras cosas.
CONTRATIEMPOS DE UN DESARROLLO DEFECTUOSO Boda negra ingresa dentro del subgénero del terror paranormal para relatar la historia de una joven que hace un trato con un espíritu perverso, con el objetivo de recuperar a su novio, quien la ha abandonado por otra mujer. Mientras que muchas películas optan por relativizar su pertenencia a ciertos géneros mediante muecas de autoconsciencia (con mayor o menor grado de éxito, más lo segundo que lo primero), el director Svyatoslav Podgaevskiy opta por un uso sincero de los recursos de este tipo de producciones, despojado de ironías u otros gestos posmodernos. En este sentido, el relato que se cuenta es modesto, llano. Sin embargo, lo cierto es que no por nada muchos largometrajes echan mano de algún tipo de distanciamiento a la hora de diferenciarse de otros de temática similar; en algún punto, funciona acá una lógica de competencia de mercado. Lo que quiero decir es que, si la búsqueda de sobresalir no se realiza por el acto (muchas veces cobarde) de la autoconsciencia, se necesitan otras virtudes, casi siempre más difíciles de lograr, que hagan memorable a una obra. Desde el inicio, la propuesta estética de la película de Podgaevskiy resulta correcta. La fotografía está cuidada, y se presentan de vez en cuando algunos planos que logran transmitir el mood and look tan importante en la construcción de las atmósferas que definen el género. A esta lista de aciertos se suma un diseño de producción nucleado en una serie de conceptos que articulan una interesante representación visual de las fuerzas antagonistas que acosan a la protagonista. Lo que hace falta para terminar de construir un relato atrapante es una historia capaz de albergar buenos personajes (el sentido común nos dice que en estos largometrajes, o bien debemos ser capaces de proyectarnos en ellos o sentir empatía por ellos, para que su terror se vuelva nuestro) y organizar los acontecimientos de forma satisfactoria. Y es precisamente en este aspecto en el que Boda negra no se encuentra a la altura. Su guion, que posee un inicio y un desenlace correctos, se pierde de forma notable en el medio. Sabe de dónde parte y a dónde quiere llegar, pero no qué hacer con los personajes mientras tanto. Esto es un problema importante cuando notamos que, en gran parte de la película, la protagonista ha ido de aquí para allá y sus motivaciones no se han comunicado con suficiente convicción, que algunos climas se han generado exitosamente pero se han disuelto sin mayor efecto narrativo y que ciertos subplots inconsecuentes con la trama se han apropiado de la pantalla varias veces. Lo que no puedo dejar de pensar es en la posibilidad de que el montaje haya tenido algo de culpa en esta pérdida del rumbo y de la intensidad narrativa. Sea como sea, la sensación que queda al finalizar la película es esa frustración que resulta de ver algo que podría haber sido mejor. Los elementos para construir una narración simple pero satisfactoria están ahí, solo que hay algo en la estructura que hace que todo caiga.
EL COMIENZO DEL FIN DE LA TERCERA GENERACIÓN DEL SHONEN Los tres grandes animés shonen que terminaron de dar forma al género y popularizarlo a fines de los ‘90 y principios de los 2000 fueron, con algún margen para debatir, Naruto, Bleach y One Piece. A su vez, los tres deben su éxito al gigante Dragon Ball Z que, desde mitad de los ’80, fue preparando el terreno y cristalizando el lenguaje que caracteriza hoy en día a este tipo de obras. Siguiendo esta genealogía, se puede ubicar a My Hero Academia dentro de una tercera generación de shonen que fueron saliendo en la década de los 2010, junto a otros como Demon Slayer, The Seven Deadly Sins o Black Clover. My Hero Academia hereda y transforma alguna de las convenciones tradicionales de animés que llegaron antes, por ejemplo, retoma la figura del protagonista masculino que se vuelve progresivamente más fuerte, superando las pruebas impuestas por los villanos, hasta estar por encima del resto de los personajes (este es el esquema narrativo básico que alimenta la fantasía de poder masculina que funciona como núcleo del género); pero le da un giro al hacer que el poder de Deku no provenga de sí mismo (un talento oculto, una predisposición natural, una especie superior), sino de un fenómeno de unión colectiva, de una acumulación y potenciación progresivas surgidas del vínculo con los demás. Esto y otras cosas ofrece desde su lanzamiento My Hero Academia para distinguirse de sus predecesoras y capturar al lector/espectador con algo nuevo. Propio de un producto que existe en este nuevo medio que son las plataformas de streaming, el ritmo es mucho más veloz y preciso que los animés de los ‘90, que dependían de los tiempos de la televisión, sus pausas y sus repeticiones incesantes. Asume, por ejemplo, la estructura narrativa del “arco del torneo” (ya tradicional en el género), en el que los personajes se enfrentan en el contexto de este tipo de evento, pero lo lleva adelante con una economía notable, ejecutando los distintos “momentos” que llevan a un desenlace frenético y lleno de adrenalina. Aunque predecible, esta fórmula tan pulida junto a su mayor dedicación a la hora de trabajar los dramas de los personajes es lo que llevó a My Hero Academia a tener éxito tanto en la pequeña pantalla como en la gran pantalla. Las dos películas que preceden a esta tercera cumplían con el objetivo (compartido por otras adaptaciones de este tipo de series de animé), de funcionar como una extensión en el cine del espíritu de la obra original. La pregunta muchas veces es si los realizadores pueden sostener un evento que se corresponda con las dimensiones del cine y que se sienta fresco y no demasiado repetitivo. Se puede caer en el problema de adaptaciones como Demon Slayer: El tren infinito, en donde resulta redundante ver algo que ya se ha relatado o que se volverá a relatar en el formato serie. Un error distinto comete My Hero Academia: Misión mundial de héroes. Es repetitiva, sí, pero no porque cuente algo que ya sabemos sino porque narra sin inspiración. La fórmula se encuentra a esta altura un poco agotada, y con el manga original aproximándose ya a su conclusión, su universo no posee el potencial de innovación con el que contaba cuando salieron las primeras dos películas. Esta tercera se siente como hecha por compromiso: los “momentos” que el espectador puede esperar de la saga están allí pero yuxtapuestos, sin un tono que les dé cohesión, sin un misterio que dosifique las emociones del espectador o dirija su atención. Para una serie que siempre apuesta todo a un ritmo kinético y emocional que va en crescendo, aumentando su velocidad en dirección a un final explosivo, la ausencia de este componente de entusiasmo que haga del viaje algo disfrutable resulta fatal. El desenlace está allí, en esa magnitud a la que My Hero Academia nos tiene acostumbrados, pero el trayecto para llegar a ese lugar se siente como un trámite que hay que sacarse de encima.
LOS TIEMPOS CAMBIAN Lana Wachowski, directora que, junto a su hermana Lilly, creó la saga de Matrix regresa con el objetivo de continuarla con una cuarta entrega, en la que se prolonga el relato acerca de un mundo post apocalíptico habitado por máquinas conscientes que se han liberado de los humanos y los explotan para conseguir energía. En la misma línea del resto de producciones de las Wachowski, la trilogía original denunciaba, mediante un registro simbólico, algunos males de la sociedad contemporánea, muchos de ellos vinculados al rol de la tecnología, al mismo tiempo que exploraba ciertas cuestiones filosóficas y existenciales bastante elementales. El estilo de las directoras es descarado, apuntando siempre a las historias contestatarias, insolentes o de alguna manera rebeldes en relación a cierto status quo. Sin dudas, fue en Matrix cuando su visión alcanzó su mejor forma: más allá de las metáforas obvias, la sobre explicación y la exagerada autoindulgencia, esa película logró cristalizar una estética que definió la década de los 2000 y atrapó la imaginación de una sociedad para la que aún la tecnología digital era algo relativamente nuevo. Matrix es sinónimo de los años 2000. Desde la influencia de la cultura hacker, hasta las escenas de acción en slow motion, los trajes de cuero y PVC y los icónicos lentes de sol, así como los videos de Britney Spears. Matrix solo pudo funcionar en esos años, temática y estilísticamente. La pregunta entonces es, ¿cómo actualizar este universo a la época de Instagram y los smartphones, una en la que la relación humano-tecnología ha evolucionado de una forma tan distinta a lo que Matrix era capaz de proyectar en el contexto de su estreno? Lo cierto es que el anuncio de esta cuarta entrega solo podía generar escepticismo en quienes disfrutamos de la original, en principio por las dificultades ya mencionadas pero también por el carácter creativo de las Wachowski. La combinación se encaminaba hacia un resultado: una película desesperada por ganar relevancia y actualizar un universo icónico muy avejentado, al mismo tiempo que corregir elementos de la primera para adecuarse al panorama ideológico actual. La media hora inicial es una muestra de lo peor que puede salir de estas intenciones: una búsqueda meta y autoconsciente desde el gesto soberbio de creerse por encima de su propia caducidad, enarbolando como mecanismo de defensa una serie de diálogos vergonzosos que no hacen otra cosa que demostrar un profundo temor siquiera a intentar parecerse a las originales. Por suerte, luego de la primera media hora, la película asume lo que debe hacer y lo encara a los tropezones. La directora decide anclar su secuela a la trilogía a partir de una serie de referencias constantes, y así realizar esa tan famosa sucesión que Star Wars pretendía al mostrar a Rey recibiendo el sable de luz de Luke. En otras palabras dedica la mayor parte de su esfuerzo a realizar aquello que en los primeros treinta minutos satirizaba burdamente. Claro que el paso de mando no es ni elegante ni satisfactorio: los actores que se incorporan a la saga deben cargar, no con el deber de construir nuevos personajes que logren poblar positivamente el universo de Matrix (que ya de por sí es muy difícil), sino el de representar personajes que no les pertenecen y cuyo carácter, aquello que los hacía memorables, no pueden nunca emular. Hacia el final se da un último gesto fallido: Wachowski intenta corregir el androcentrismo de la primera película dando mayor protagonismo a otro personaje, y realizando a su vez otra metáfora obvia, pero sin el valor de la creatividad visual y el timing de la original, y depositando todo el peso narrativo en un personaje que en ningún momento se ocupó de desarrollar. La pobre realización de este giro resume el desempeño de todo el largometraje, del que poco podía esperarse y que poco entrega.
LA MEDIOCRIDAD COMO ESTÁNDAR DE PRODUCCIÓN Es curioso cómo a veces las películas se categorizan según el objetivo de recepción que tienen. Se pueden citar las llamadas “películas de Oscar” u “oscar bate movies”, aquellas que se piensan desde la preproducción en función de un propósito preciso que es lograr cierto reconocimiento de la crítica o la academia. Un ejemplo citado de este tipo de largometrajes es El discurso del rey, dirigida en 2010 por Tom Hooper. Algo similar ocurre con las adaptaciones de obras o universos que ya poseen un fandom previamente, cuya meta comercial es, obviamente, la aceptación por parte del público cautivo, aunque a también se pueda pretender atrapar la atención de un auditorio más amplio, como es el caso de Arcane: League of legends, la reciente serie basada en el videojuego de Riot Games. Las dinámicas de mercado en conjunto con otras fuerzas como las tendencias de consumo van abriendo nuevos espacios, reproduciendo formas de hacer y estableciendo sistemas narrativos cuyo éxito está previamente probado. Esto puede, lógicamente, llevar a resultados negativos. Así como muchas películas y series interesantes surgen de ciertos esquemas de producción preestablecidos y con objetivos de mercado trazados a priori, a partir de estos sistemas se cristalizan pequeños mercados de lo mediocre. Hace un tiempo reseñé 10 minutos para morir, que funciona como caso paradigmático de este tipo de largometrajes. Si bien sin alcanzar el mismo grado de estrechez desenfadada, algunas sensaciones que me generó esa película me las recordó Clifford, el gran perro rojo: la de estar viendo un producto pensado con la mediocridad como estándar de producción. El film de Walt Becker es correcto. Se trata de la adaptación de una serie de libros de Norman Bridwell que alcanzaron aún más popularidad gracias a una serie animada realizada en el año 2000. Trabaja los elementos básicos y necesarios para un relato infantil, respeta a rajatabla los “momentos” tradicionales de ese tipo de narración, utiliza personajes que no son más que tipos que se desprenden de la cosmovisión del cuento de niños, en fin, hace lo mínimo que unos padres esperarían al llevar a sus hijos al cine a verla. Ahora bien, por suerte estamos en un momento en el que no tenemos por qué aceptar que el nivel más básico de corrección sea el estándar del cine infantil. Ya hace varias décadas que el séptimo arte nos regala películas aptas para todo público que, sin ser obras maestras, apuntan a un nivel de sofisticación y creatividad distintos, o como mínimo tienen algo de personalidad: un ejemplo de este año es Jungle Cruise. Teniendo esto en cuenta, cuesta defender a Clifford, el gran perro rojo, que no es más que una película infantil genérica, en la que se podría haber sustituido al gran perro rojo por cualquier otra premisa sin que el relato sufra el más mínimo cambio.
LA INMENSIDAD DEL DESIERTO Hay en Duna, pero enterrada bajo muchos metros de arena, una buena película. Tal vez una gran película. Tiene todo para desafiar los cánones del género de la ciencia ficción de aventuras y construir un relato distinto: un universo cuya inmensidad se adivina en lo misterioso de sus formas; una fotografía cuidada, con personalidad e imaginación; una trama política, religiosa y romántica con gran potencial para llenarlo; y personajes ricos en el papel, contrapuntos de una narración en potencia. Y sin embargo, la película de Denis Villeneuve no termina de funcionar. Como una de las naves en las que vuelan los protagonistas, elegante y cautivadora, pero que gracias a dos o tres componentes falla y se estrella en el desierto. Como Icaro volando demasiado cerca del sol, Duna pretende construir un relato inmenso, capaz de expandirse tanto como lo requiere su universo. Es, sin duda, una película pretenciosa, pero no por ello carente de aciertos. El tono de las películas de Villeneuve suele ser de una grandiosidad peligrosa, aun cuando se limita a historias más pequeñas como lo hizo en Sicario. Sus mundos narrativos son solemnes en extremo, a veces oscuros, y siempre moviéndose lentamente hacia abajo, descendiendo en busca de un espacio en el que las voces de sus personajes resuenen con un profundo eco filosófico y ético. De nuevo, no hay necesariamente nada malo en esto. Y además, es de destacar que este anhelo no lleva a Duna a romper la regla principal de la economía del relato de Eco: “un texto es un mecanismo perezoso (o económico) que vive de la plusvalía de sentido que el destinatario introduce en él y solo en casos de extrema pedantería, de extrema preocupación didáctica o de extrema represión el texto se complica con redundancias y especificaciones ulteriores (hasta el extremo de violar las reglas normales de conversación)”. Con lo tentador que puede resultar, Duna no cae en una extrema preocupación didáctica. No lleva al espectador de la mano sino que hace emerger sus escenarios en toda su grandiosidad para que el espectador se pierda en ellos. Ante tal magnitud espacial, deben sin embargo aparecer elementos capaces de sostenerlo, de evitar que los espacios se vuelvan inhabitables para el espectador, y es aquí donde Duna falla. Sus personajes no dan la talla; un universo de estas características exige un protagonista asertivo, capaz de cartografiarlo a fuerza de empatía y humanidad. La película opta por el estoicismo de Timothée Chalamet que carece del vigor necesario y de la capacidad para conectar con el espectador. Pero el pecado más grande de Duna surge de aquello que la vuelve admirable: su ambición. Al encarar la construcción de su universo, lo hace con el propósito de empaparlo de un misticismo que brota de la confusión entre el sueño y la vigilia. Hay, de nuevo, un propósito noble, una intención estética clara. Pero su ejecución resulta pobre: trabaja la irrupción del pasado y del futuro ensayando un montaje poético, pero en una escala en la que se vuelve insoportable. Tal vez el recurso funcionaría en un cortometraje experimental, pero un gigante narrativo de dos horas y media exige ritmo, disciplina y rigurosidad. Una y otra vez los sucesos se paralizan con el uso de la cámara lenta o se fragmentan dando lugar a escenas que no son sino de otra película. Porciones de una etapa distinta de la historia que pueden funcionar fenomenalmente en una novela pero que en una película entorpecen y quiebran la estructura. En Duna no hay actos ni nada que los sustituya indicando al espectador en qué momento se encuentra. La monstruosidad de su geografía desborda completamente la dimensión temporal. Lo que produce esto es que, si bien el espectador puede entender dónde y cuándo se encuentran los personajes, no es capaz de sentir el dónde y el cuándo de la historia. La narración se convierte en un limbo, un desierto interminable y repetitivo por el que el espectador circula sin saber cuándo ni dónde terminará. La película concluye dejando una sensación extraña: si bien hemos sido testigos de un mundo sublime por su belleza y grandiosidad, y sucesos o plot points han ocurrido, hemos sido despojados de una dimensión temporal que haga de aquello que vemos una historia.
LA VERDAD ES DE LA VÍCTIMA El último duelo, la más reciente película de Ridley Scott, adapta un hecho verídico: la violación de una joven perteneciente a la baja nobleza francesa del Siglo XIV, así como la posterior denuncia que ella lleva a cabo y el duelo a muerte que esto provoca. Temáticamente, la película aborda específicamente la pregunta acerca de la voz de la víctima, tal y como lo hacía otra película reciente: Hermosa venganza. Se trata de una narración densa y compleja, no tanto por lo que trata sino por las elecciones narrativas que toma para hacerlo. El guion se divide en tres partes que se corresponden con tres versiones del crimen, contadas por el esposo de Marguerite, el victimario y, finalmente, la propia Marguerite. En este sentido, la película es un remake espiritual del clásico de Kurosawa, Rashomon, que trataba también sobre distintas versiones de una violación. Lo interesante de este tipo de relato (y lo que hace que esta película sostenga sin dificultades su larga duración), aunque resulte obvio decirlo, es la posibilidad de revisitar un suceso desde distintas perspectivas. Se trata este, además, de un método provechoso a la hora de contrastar personajes con cosmovisiones distintas, lo cual es de una importancia mayúscula a la hora de tratar el tema en cuestión. Entonces, aquello en lo que la película brilla es en la construcción de una estructura narrativa que apunta a normalizar, en un primer momento, la cosmovisión e ideología dominantes, es decir la de los varones, para luego desbaratarla o desmontarla al enfrentar al espectador a la palabra contra-hegemónica de la mujer. Lo que logra es un doble compromiso por parte del espectador: como testigo de un crimen desde la perspectiva de la víctima, pero también como testigo del sistema político y social que lo posibilita y reproduce. Con todo esto, El último duelo no es una película perfecta. Con el objetivo de dejar en claro aquello que quiere declarar, el guion sacrifica verosimilitud en la construcción de Marguerite, confundiendo en el proceso al espectador acerca de su propósito: se trata de construir un enunciado puramente direccionado hacia el presente, valiéndose del escenario histórico como decorado o, al contrario, quiere plasmar un retrato verosímil de la sociedad de la época. Parece que quisiera hacer las dos cosas al mismo tiempo, mostrando un retrato verosímil de dos varones de la época y luego construyendo una protagonista cuyo discurso recuerda al de una persona del Siglo XXI. En todo caso, se trata de una película movilizante y que introduce matices de los que muchas otras carecen.
LA AVENTURA DEL TRANSMEDIA EN ARGENTINA Es interesante y saludable preguntarse acerca del estado de la producción transmedial en la Argentina. Una narrativa transmedial se puede definir como aquella que se extiende a más de un medio artístico. Uno de los ejemplos paradigmáticos y originarios de este sistema de producción de contenidos es Star Wars, el cual comenzó como película y fue luego ampliado en novelas, comics, videojuegos, parques temáticos y todo lo que se nos pueda ocurrir. Se trata este de un modo de producir bastante norteamericano, al menos si lo asociamos a la grandilocuencia y la ambición con la que Estados Unidos siempre encaró el desarrollo de sus industrias culturales. Ahora bien, la narrativa transmedia es, además de una forma de entender el arte y los bienes culturales que podría asociarse a la mentalidad expansionista norteamericana, un interesante y necesario ejercicio que obliga a conjugar diferentes lenguajes para articular una historia cuya complejidad y riqueza no puede sino verse multiplicada. Nocturna, un proyecto que consiste en dos largometrajes y una novela, se suma este año a la corta lista de narrativas transmedias argentinas. Y si bien esta reseña no pretende serlo de todo el proyecto transmedial sino solo de una de sus dos películas, lo menos que se puede hacer es pensarla y juzgarla en el contexto de la serie de producciones en las que se enmarca. Dicho esto, ¿de qué trata Nocturna? Es la historia de una pareja de ancianos que transita las dificultades de la edad y la aterradora proximidad del olvido, la demencia y la muerte, a la vez que son confrontados por los fantasmas de viejos errores. El largometraje es el primero del binomio compuesto por: Nocturna. Lado A: La noche del hombre grande y Nocturna. Lado B: Donde los elefantes van a morir. Lo protagoniza Pepe Soriano, que con 92 se echa la película al hombro y solo con su expresividad facial sostiene 107 minutos de duración. La pertenencia de este largometraje a una serie transmedial se refleja en lo ambicioso de sus búsquedas formales y narrativas. En su base, la historia es simple, pero se complejiza a base de recursos como la confusión entre realidad y fantasía, o entre presente y pasado. El guion enmaraña y fragmenta el conflicto dramático del personaje de Soriano convirtiéndolo en una serie de escenas que se repiten, se confunden y se pierden. La complejidad es doble al tener en cuenta el admirable despliegue formal: Nocturna marea al espectador con una superabundancia de recursos y herramientas estilísticas que lo acercan al expresionismo de formatos tales como el comic o el videojuego (entendido como una simplificación formal que acentúa la capacidad expresiva de ciertos elementos). Claro que un relato de estas características tiene un alto grado de riesgo. Por ejemplo, el de caer en el exceso y el barroquismo. En este sentido, Nocturna puede por momentos agobiar al espectador o, en contradicción con el carácter expresionista del que hablaba antes, apilar recurso sobre recurso, haciendo de la escena visual y sonora una confusión de estímulos de la cual resulta por momentos difícil sostenerse. Claro que esto va en consonancia con el carácter de su protagonista, un anciano afectado por dificultades perceptivas o neurológicas, pero esta interesante relación entre forma y fondo no se logra (al menos en este caso) sin perder algo de legibilidad. Por último, el otro riesgo que surge del uso de tal diversidad de sistemas expresivos y artificios está en que es más factible que al menos alguno de ellos no gusten a sus espectadores. Dicho de otra manera, es difícil ver Nocturna sin sentir que al menos algo de lo que se observa o se escucha sobra. En mi caso, por ejemplo, la decisión de alternar la actuación de Soriano y Marilú Marini con dos actores infantiles, aunque justificada desde el guion, me parece un despropósito que hace tambalear el ritmo y el tono del relato en momentos centrales.
EL MELODRAMA FANTÁSTICO En junio de este año, se estrenó en Netflix la primera temporada de una serie islandesa llamada Katla. En ella, los habitantes de una comunidad próxima a un volcán en erupción deben lidiar con una serie de acontecimientos sobrenaturales que ocurren a raíz del fenómeno geológico. El estallido de la tierra revelará secretos oscuros en una trama que conjuga el drama familiar con el suspenso producido por el factor mágico. Katla trabaja un género bastante prolífico en los últimos años, algo que podría denominarse torpemente como suspenso fantástico, si no se perdiera con ello otro término esencial que sí hace presente una categoría bastante utilizada por quienes escriben sobre este largometraje: “melodrama fantástico”. Lo cierto es que la serie de Sigurjón Kjartansson y Baltasar Kormákur funciona como un ejemplo claro de este tipo de narrativa que trabaja el tema de los vínculos humanos entablando una correlación simbólica entre una trama fantástica y una dramática/realista, y cuyo tono es primordialmente de suspenso. Liberada del peso a veces demasiado grande de la herramienta del cliffhanger, y lanzada, por su modelo de producción distinto, a un tratamiento más alejado de las formas del mainstream de las plataformas de streaming, la última película de Christian Petzold (director con experiencia en este tipo de historias) teje una narración que conjuga el relato de la vida amorosa de una historiadora alemana con un ser mitológico con antecedentes griegos, pero actualizado a través de una leyenda proveniente de la zona de Alsacia, posiblemente más próxima al guion de esta película. Es interesante, en este tipo de historias, preguntarse qué lugar ocupa el componente mágico y cuál el realista. Sobre todo cuando, como es el caso de Undine, hay algún proceso de adaptación de por medio. Cuatro categorías conforman dos binomios, entablando relaciones en las que, irremediablemente, es necesario establecer algún tipo de jerarquía: realismo/fantástico y obra adaptada/obra que adapta. Para todo guionista, este trabajo se reduce a una pregunta sobre lo prioritario: ¿qué tan leal se es a la obra original? o ¿en qué medida el mundo realista se ve trastocado por el componente fantástico? Tanto Katla como Undine priorizan, para el componente fantástico (y, por lo tanto, para la leyenda que adaptan), la función narrativa de trasfondo simbólico y la función de tono de generador de suspenso. Esto se corresponde con la naturaleza del género fantástico, en el cual lo mágico es siempre un componente menor que viene a pervertir un universo realista. Y sin embargo, de algunas diferencias de cantidad que se dan entre las dos obras en cuanto al equilibrio y al peso narrativo de lo mágico y lo real depende que Undine no resulte tan atrapante como la serie de Kjartansson y Kormákur, más obvia y ruidosa en sus giros narrativos. En su afán por priorizar una trama ambigua y algo abstracta, por establecer sutiles relaciones entre algunas nociones vagas del mito y la historia real que quiere contar, Undine traza en la introducción y el desenlace algunas escenas realmente cautivadoras, pero sufre en el medio de algunos bajones rítmicos que pierden un poco al espectador. Más allá de eso, el trabajo estético de Petzold, cuando se propone quebrar las reglas realistas de su universo, es algo que vale la pena ver.