Los ejemplares de cine israelí y de cine palestino que llegan hasta estas pampas suelen plantear dramas morales, dilemas familiares que a menudo tienen como telón de fondo la tensa situación política de la región. El enemigo interior, tercer largometraje de Eran Kolirin (de quien aquí se estrenó, hace una década, La visita de la banda) sigue esa misma línea, pero sin conseguir los resultados de otras películas de esas latitudes. El eje está puesto en las peripecias de tres integrantes de los Greenbaum, una familia tipo. El padre, que acaba de dejar el Ejército y trata de insertarse en la vida civil yendo a charlas de autoayuda y haciendo ventas domiciliarias. La madre, una docente de secundaria que tiene fantasías con uno de sus alumnos. Y la hija adolescente, que coquetea con la causa palestina. Mientras tanto, el hijo adolescente está desdibujado. Lo que vemos es una familia desintegrada, con serios problemas de comunicación. Y esa misma atomización se traslada a toda la película: los intentos por imbricar las historias no funcionan, son forzados. Hay una búsqueda de dramatismo y profundidad que queda en la nada porque las tragedias que nos presentan son demasiado artificiales.
Un documental sobre un músico de más de 90 años predispone a esperar una historia sepia, narrada en pretérito imperfecto. Pero Abalos, una historia de 5 hermanos tiene como protagonista a Vitillo, uno de los nonagenarios más inquietos del mundo, que sigue en plena actividad, y entonces la película contagia una inesperada vitalidad. Víctor Manuel, el cuarto de los Abalos, es el único sobreviviente del quinteto santiagueño que entre 1939 y 1997 fue emblema del folclore argentino. Podría ser un personaje de Buena Vista Social Club o Café de los Maestros: querible, venerable, a los 96 años mantiene su talento musical intacto. El repasa la historia que forjó junto a sus hermanos -Machingo, Adolfo, Roberto y Machaco- y evoca su infancia en Santiago del Estero, los primeros años del grupo, su difícil adaptación a Buenos Aires, las giras, alguna zapada con Louis Armstrong, una fecha compartida con Los Beatles en Japón. Pero hace dos décadas que Vitillo emprendió su camino en solitario, y todavía sigue en la ruta, y entonces la película es más a colores que en blanco y negro. Escenas de su vida cotidiana -desde la compra en la verdulería hasta su trabajo en Radio Nacional Folklórica, donde tiene un programa semanal- se alternan con la trastienda de la grabación de un nuevo disco. Impulsado por su sobrino nieto Juan Gigena Abalos -guitarrista de Ciro y Los Persas-, Vitillo repasa el repertorio de los Abalos con Juanjo Domínguez, Jaime Torres o Jimmy Rip, comparte escenarios con Raly Barrionuevo, La Bomba de Tiempo o Ciro, actúa en un videoclip con Roger Waters, se cruza con Spinetta en un estudio. “No pertenezco a la edad del calendario, sino a otra edad, a otro calendario: el de las ganas de vivir, de hacer, de alegrar al prójimo. No tenemos un cable a tierra inanimado, estamos buscando siempre”, dice Vitillo, y no queda más que desear vivir, a cualquier edad, como él.
Además de haber sido una cantora extraordinaria, Chavela Vargas tuvo una vida de leyenda: lesbiana en una época -los años ’50- y un país -México- conservadores, presunta amante de Frida Kahlo y Ava Gardner, incansable bebedora de tequila, casi ahogada por su alcoholismo y, después de doce años de retiro, resucitada para alcanzar fama mundial. La australiana Catherine Gund y la estadounidense Daresha Kyi recorren esa fascinante historia de principio a fin. El documental tiene una estructura clásica: testimonios de “cabezas parlantes” se entrelazan con imágenes de archivo, fotografías y registros -sonoros y fílmicos- de recitales de distintas épocas de Chavela Vargas. Como correspondía, la mayoría de las consultadas son mujeres: cantantes (Eugenia León, Tania Libertad, Jesusa Rodríguez y Liliana Felipe), su última pareja (Alicia Pérez Duarte), amigas. Una excepción es Pedro Almodóvar. Y también está la palabra de la propia Isabel Vargas Lizano, rescatada de viejas entrevistas, para redondear -más allá de ciertas desprolijidades o algún testimonio que se extiende demasiado- un logrado retrato de una de las voces fundamentales de Latinoamérica.
A James Marsh le atrae retratar la realidad: dirigió varios documentales (Man on Wire es el más conocido) y su ficción anterior a Un viaje extraordinario era La teoría del todo, la premiada -pero desabrida- biopic de Stephen Hawking. Ahora vuelve a inspirarse en una vida real. Y vuelve a entregar un producto insípido. La historia tiene potencial: se trata de las peripecias de Donald Crowhurst, un inventor -ahora se lo llamaría “emprendedor”- y navegante aficionado que en 1968 se animó a inscribirse en una exigente regata organizada por el diario Sunday Times. La consigna era circunnavegar el planeta en velero, en solitario y sin hacer paradas, en el menor tiempo posible. Toda una aventura, que aquí brilla por su ausencia. Porque es muy difícil filmar una epopeya sin contar con un gran presupuesto. Y aquí se notan los trucos que se ensayaron para suplir la falta de dinero. No hay ninguna emoción en ver a Colin Firth a bordo de un falso barco en un océano falso, ni en las tomas cenitales de barquitos de juguete flotando en piletones. Lo que ocurría en tierra con su familia, la prensa y los sponsors mientras Crowhurst navegaba era el salvavidas al que podía aferrarse la película. Pero esa trama paralela -con Rachel Weisz y el gran David Thewlis desperdiciados- tampoco consigue su objetivo de conmover o indignar, y entonces el naufragio es total.
No hay que dejarse engañar por el título local y el afiche callejero, que inducen al prejuicio de que El legado del diablo (Hereditary, en el original) es una más de esas películas de terror producidas en serie con afán recaudatorio. A diferencia de la mayoría de sus congéneres, la opera prima de Ari Aster no asusta con sobresaltos, no incurre en abuso de sangre ni en reciclajes evidentes. Es un drama familiar teñido de un clima ominoso, construido por detalles perturbadores que van in crescendo. Los Graham se enfrentan con dos fuentes de desasosiego. En la primera parte, la que más pesa es la emocional: entre los cuatro integrantes de esta familia tipo reinan la incomunicación, la incomodidad, la falta de eso que se conoce como “calor de hogar”. Y la muerte de la abuela, que vivía bajo el mismo techo pero sólo estaba afectivamente cerca de su nieta, no hace más que hacer el ambiente aun más irrespirable. Luego, a esos problemas vinculares se irán agregando los elementos sobrenaturales. Así termina de armarse un combo espeluznante, que gira en torno a las dificultades para elaborar un duelo. Y que, de todos modos, no está exento de humor. A veces buscado y otra veces, quizá, involuntario: hay un par de escenas que se desarrollan al filo del ridículo y trabajan como un alivio cómico no buscado, atenuando la atmósfera de miedo. Una atmósfera lograda en base a un buen elenco, elementos clásicos -como el escenario principal, la típica casona en medio del bosque, con ático y todo- y otros no tan transitados, como esas miniaturas que reproducen algunos escenarios a escala, mostrando a los Graham como meros muñequitos a merced de la voluntad de un ser superior. El parentesco más evidente de El legado del diablo es El bebé de Rosemary, pero Aster también menciona a Venecia rojo shocking (el aspecto de Charlie, la hija, con su extraño rostro y su buzo rojo, parece un homenaje) en cuanto a la temática de procesar la muerte de un ser querido. Y hay, en el tono y la estructura, una conexión con La bruja, otro reciente ejemplo de terror de calidad. Que, está demostrado, todavía es posible.
Una joven desaparece. El único rastro que queda de sus últimos movimientos es su auto, incendiado. A falta de respuesta de las autoridades, su hermana emprende su búsqueda. Pero en paralelo a la intriga por saber qué le pasó a Lupe y al panorama que puede presentarse en torno a un posible femicidio, lo que Una hermana muestra es algo difícil de retratar: el vacío y la ausencia. La opera prima de la canadiense Sofia Brockenshire y la alemana Verena Kuri -egresadas de la Universidad del Cine- transcurre en un paraje impreciso de la provincia de Buenos Aires. Un paisaje rural alejado de cualquier rasgo bucólico, un lugar que parece olvidado hasta por sus propios habitantes. Entre pastizales, estaciones ferroviarias semiabandonadas y oficinas públicas derruidas, Alba transita el via crucis de recabar información para dar con su hermana. Choca contra la pared de indiferencia policial y judicial que a menudo se levanta en casos así. Lo que vemos es la soledad y la desesperación de esta chica en su peregrinación en búsqueda de la verdad. Y las consecuencias de la desaparición en la casa de las hermanas: un nene que sólo repite la palabra “mamá”, una mujer -la madre de Lupe y Alba- hundida en una depresión clínica, una familia que sin ese sueldo no puede llegar a fin de mes. Un hogar que se desbarranca sin remedio. Con sutileza, la película da indicios de que alguien está ocultando algo. Miradas, bocas cerradas, gestos imperceptibles de los testigos a los que Alba (Sofía Palomino, hija de Juan y Adriana Ferrer, que aquí hace justamente de su madre) va confrontando. Parece existir un pacto de silencio, ¿o es todo imaginación de ella, producto de la angustia?
Por algún oscuro motivo, últimamente las películas románticas destinadas a adolescentes incluyen una enfermedad grave, como para darles un dramatismo del que de otro modo carecerían. Pasó con Todo, todo, donde una chica no podía abandonar jamás su casa debido a un cuadro de inmunodepresión. Y ahora el esquema se repite en esta Amor de medianoche -remake de una producción japonesa de 2006-, con la única diferencia de que la heroína no puede salir de su casa durante el día por culpa de una rara patología dermatológica que hace que los rayos solares le resulten potencialmente mortales. Mientras brilla sol, la chica está frente a la ventana de su habitación, esperando a su galán, que pasa por ahí todos los días a la misma hora pero ignora su existencia. Por esas vueltas del guión una noche se conocen, y así empieza este romance edulcorado. Todo irá viento en popa para Katie (Bella Torne, que también canta) y Charlie (Patrick Schwarzenegger), pero claro: habrá una espada de Damocles pendiendo sobre su amor. La manipulación emocional a la que quieren someternos es burda. Pero además de amenazada, la relación entre estos adolescentes es tan casta que parece guionada por algún partidario de la virginidad como método de prevención del sida. Y hay que aguantar la habitual propaganda del estilo de vida de los teenagers yanquis. Este combo viene acompañado por actuaciones flojísimas: el hijo de Arnold heredó de su padre los abdominales y el histrionismo.
Como en algunas de las películas anteriores de Alejo Moguillansky -El loro y el cisne, El escarabajo de oro- los límites entre realidad y ficción se desdibujan en La vendedora de fósforos. Algo lógico si se tiene en cuenta que nació por un encargo que el Teatro Colón le hizo en 2014: la filmación de un documental sobre el montaje de la ópera de Helmut Lachenmann basada en el cuento clásico de Hans Christian Andersen. Así, el compositor alemán -que vino a Buenos Aires para la puesta en escena- es uno de los personajes secundarios, como también lo es la pianista y docente Margarita Fernández, estudiosa de su obra. Los personajes “ficticios” están a cargo de los actores Walter Jakob y María Villar, como una pareja que intenta mantener a su hijita Cleo trabajando en el esquivo mundillo cultural. Todo esto queda expuesto desde la primera escena, cuando la voz en off de Villar nos explica, en primera persona, los lineamientos básicos del artificio que veremos a continuación. Un comienzo con el sello estilístico de El Pampero, la productora que Moguillanksy comparte con Mariano Llinás, Laura Citarella y Agustín Mendilaharzu. Lo que sigue es un experimento lúdico que por momentos tiene su gracia y su belleza, y en otros abandona el tono de liviandad a la Rohmer y queda en offside por pretencioso, por esforzarse demasiado en la búsqueda de trascendencia y profundidad. Es simpático, por ejemplo, ver cómo Walter hace agua como régisseur y Marie (Villar) cumple esa función desde las sombras. O el “casting” de la fosforera, que tiene su magia. El contrapeso está dado por las reflexiones sobre vanguardia artística y vanguardia política, y sobre la situación argentina -hay un paro transporte como telón de fondo-, que se quedan a mitad de camino y resultan apenas esbozos borroneados.
La aparición tiene la estructura de un policial tradicional, con la diferencia de que hay un enigma sin crimen ni policía. El que hace las veces de detective, en este caso, es un periodista, un corresponsal de guerra (el siempre creíble Vincent Lindon) a quien el Vaticano contrata para encabezar una comisión canónica que debe investigar la veracidad de una aparición de la Virgen en un pueblito de Francia. La que cumple el rol de sospechosa -sin haber cometido otro crimen que, en el peor de los casos, mentir- es Anna, una adolescente que dice haber visto a María en una colina cercana al pueblo. Ocurre lo clásico: el detective recibe los antecedentes del caso y se traslada al lugar de los hechos, donde entrevista a la sospechosa y a su entorno (y en la habitación de su hotel instala la típica cartelera de las películas, donde clava mapas, fotos y demás indicios). Pero esta es una pesquisa fuera de lo común, y entonces todos esos clichés quedan neutralizados por el pintoresquismo del asunto, que nos sumerge en un mundo misterioso y poco transitado. El procedimiento -narrado, como una novela, en capítulos- involucra a teólogos, psiquiatras, sacerdotes; además de interrogatorios, Anna debe enfrentar análisis médicos varios. Todo, en la búsqueda de comprobar lo incomprobable. Pero ese aparente absurdo, llevado al extremo y tomado con total seriedad, se torna fascinante. A esa fascinación contribuyen el magnetismo de Anna (Galatéa Bellugi) y ciertos personajes intrigantes de su entorno, como el cura que la protege y un fanático religioso. Xavier Giannoli (El cantante, Marguerite) muestra la mercantilización de la fe, sin clausurar la posibilidad de que esa explotación parta de un fenómeno genuino. A pesar de su larga duración – dos horas y veinte- la película se sostiene por la tensión entre la búsqueda de hechos concretos del periodista y la pasión religiosa de Anna, que vive en un convento y quiere ser monja. ¿Está fabulando o dice la verdad? Es una lástima que, para el epílogo, el guión eche mano de algunas explicaciones que le quitan elegancia al asunto.
Caso curioso el de Animal: es una buena película difícil de recomendar. Porque no se la disfruta ni un poco: se la sufre. “Es jodido que una película no te provoque nada”, dice Armando Bo, y es consecuente con sus palabras. En seis años pasó de emocionar con la dulzura melancólica de El último Elvis a retorcernos las tripas con este thriller desesperante, que bien podría haber sido uno de los Relatos salvajes de Damián Szifron. Como desde El secreto de sus ojos a esta parte, Guillermo Francella vuelve a despegarse de sus mohínes de cómico y se calza con solvencia la máscara dramática para meterse en la piel de Antonio, un hombre de cincuentilargos con una apasible vida pequeñoburguesa. Trabajo jerárquico bien remunerado, chalet, camioneta, dos hijos adolescentes que lo quieren, un bebé adorable, y Susana, una esposa cariñosa y comprensiva (una sólida Carla Peterson). Pero este aceitado engranaje se traba cuando Antonio sufre un problema de salud que requiere de un trasplante. Un experimento ficcional rendidor: exponer a un hombre común a una situación límite, provocarle un apocalipsis personal y mostrar cómo reacciona. La pregunta de base es hasta dónde es capaz de llegar y cuánto puede sacrificar un ser humano con tal de sobrevivir. Aquí el dilema se extiende a su entorno: ¿qué están dispuestos a resignar sus parientes de sus propias, cómodas existencias con tal de que su amado padre o marido salga adelante? Este juego existencial de egoísmos se complica porque no se circunscribe únicamente al circuito familiar, sino que incluye a una pareja que aparece como una solución posible al intríngulis. Pero Elías y Lucy (Federico Salles y Mercedes De Santis, dos revelaciones) son el reflejo invertido de Antonia y Susana: jóvenes, marginales, viven fuera de cualquier convención social. Parecen un eslabón perdido del clan Manson. Pero lo que los hace inquietantes, tanto para Antonio como para los espectadores, es su imprevisibilidad. ¿Son dos psicópatas hanekianos al estilo de Funny Games o apenas un par de vagos patéticos? Otro experimento ficcional interesante, en la línea de Cabo de Miedo: confrontar a un burgués asustado con un lumpen fuera de control, a ver cuál de los dos resulta más peligroso. Al ritmo de estos dos personajes ambiguos, la película entra en una vorágine de angustia, apenas matizada por toques de humor negro. Una Mar del Plata invernal y desolada es el marco perfecto para el proceso de descomposición humana que va sucediendo ante nuestros ojos. Un proceso tan repugnante que, aun sin escenas explícitas de violencia, hace que salgamos del cine con un regusto nauseabundo en la boca.