En 2011, Cristian Ferreyra, de 23 años, fue asesinado cuando intentaba resistir un desalojo en el campo del paraje San Antonio, en Santiago del Estero, donde había vivido toda su vida. En 2014 se realizó el juicio oral contra Javier Juárez, el asesino, y el empresario Jorge Ciccioli, acusado de ser el autor intelectual del crimen. Con eje en los que ocurría en los precarios tribunales de Monte Quemado, Martín Céspedes registró la tensión existente entre los campesinos agrupados en el Movimiento Campesino de Santiago del Estero (Mocase Vía Campesina) y los quienes quieren apropiarse de sus tierras. Es un documental de observación: sin entrevistas ni voz en off, la cámara captura, por un lado, la vida cotidiana de los campesinos sobre el territorio en disputa y, por otro, la tarea del Mocase en su búsqueda de hacer realidad el lema "tierra, trabajo y justicia". Los habitantes del lugar intentan seguir con su rutina de crianza de animales y trabajo artesanal de la tierra mientras sobre sus rústicas granjas sobrevuela la sombra de los agronegocios. Unos cuentan cómo, con ardides o lisa y llanamente ofreciendo módicas cantidades -que para los locales son fortunas-, algunos empresarios fueron desplazando a los pobladores ancestrales de las tierras para desmontar y cultivar soja. Paralelamente, se va desarrollando un juicio que parece enfrentar a dos fuerzas desiguales. Hay escenas desgarradoras protagonizadas por los familiares de Ferreyra, arengas conmovedoras por parte de los dirigentes del Mocase, quejas de los militantes hacia “los que vienen a hacer su tesis y luego desaparecen”. Son instantáneas que contribuyen a abrir los ojos hacia una problemática en general ignorada desde Buenos Aires. Pero para cumplir más eficazmente con esta misión, habría sido útil que el documental proporcionara más información que la ofrecida en los sobreimpresos del principio. Sin contexto, la comprensión cabal de la película queda, en cierta medida, limitada a los que ya saben demasiado bien de qué se trata.
A muchos podrán sonarles como un nuevo invento producto de esta era de superexplotación de superhéroes, pero los Jóvenes Titanes tienen una historia en el universo DC que se remonta a la década del ’60. Esta alianza formada por los compinches adolescentes de los héroes principales primero protagonizó historietas y mucho después, en los 2000, una serie animada en Cartoon Network. A la seriedad de Los Jóvenes Titanes, en 2013 le siguió la comicidad de su versión caricaturesca, Los Jóvenes Titanes en Acción, que ahora llegan a la pantalla grande. Con el mismo equipo de creadores, directores y productores de la serie a cargo, la película mantiene las características del dibujito animado de la televisión. Es decir, la irreverencia ante todo. Está en la misma sintonía que Deadpool, pero con un humor en clave naif, apto para todo público: es decir, sin doble sentido, violencia ni “malas” palabras (sí hay algunos chistes escatológicos, que son de lo más flojo del conjunto). Con el mismo equipo de creadores, directores y productores de la serie a cargo, la película mantiene las características del dibujito animado de la televisión. Es decir, la irreverencia ante todo. Está en la misma sintonía que Deadpool, pero con un humor en clave naif, apto para todo público: es decir, sin doble sentido, violencia ni “malas” palabras (sí hay algunos chistes escatológicos, que son de lo más flojo del conjunto). Como Shrek con los cuentos de hadas, la constante de Los Jóvenes Titanes en Acción es reírse de sí mismos y del universo de los superhéroes en general, tanto de DC como de Marvel. Metahumor en estado puro. La historia es ideal para que el guión esté lleno de bromas autorreferenciales. Robin, el líder de los Jóvenes Titanes, está harto de que no lo tomen en serio y quiere tener su propia película. No le importa demasiado si la comparte con sus compañeros -Cyborg, Chico Bestia, Starfire y Raven- o es el único protagonista. Pero para eso, la pandilla debe cumplir varios requisitos, entre ellos conseguirse un archienemigo. Esta premisa da luz verde a todo tipo de burlas a la industria cinematográfica superheroica y también a los orígenes y características de los principales superhéroes de DC: Superman, Batman, Mujer Maravilla, Aquaman, Linterna Verde. Pero el desparpajo va más allá, y la parodia salpica a la competencia: hay, por ejemplo, constantes alusiones al propio Deadpool y un par de “cameos” de Stan Lee. Todo esto a un ritmo frenético, con un incesante bombardeo de colores y sonido (las canciones, tan graciosas como pegadizas e irritantes, también son paródicas). Ni la clásica moraleja final se salva: por fin alguien desnuda ese pecado mortal de la animación.
El espanto es una impecable muestra de hasta qué punto pueden borronearse los límites entre documental y ficción. A partir de las entrevistas que les hicieron durante tres años a algunos habitantes de El Dorado, un pueblito perdido del noroeste de la provincia de Buenos Aires, Pablo Aparo y Martín Benchimol construyeron una comedia negra con ingredientes tanto policiales como sobrenaturales. El finísimo trabajo narrativo de la dupla de directores hace que el retrato sobre las costumbres sanitarias y las supersticiones de una localidad rural se transforme (también) en un fascinante relato de misterio. Todo empieza como un documental convencional sobre la curandería. Irma, una de los tres centenares de pobladores de El Dorado, está enferma, y sus vecinos se muestran dispuestos a ayudarla a recuperarse con sus propios poderes sanadores. Cada uno tiene su método y su especialidad. Hay quien cura el empacho, quien cura el ojeado, quien cura la pata de cabra. Está la que ata una cinta roja a un sapo, el que cuelga a los batracios de las ramas de un árbol, el que usa una cinta, el que invoca el poder de la adrenalina. Ninguno cobra por sus servicios. Esto ya parece suficiente materia prima para cualquier cineasta ávido de explorar territorios desconocidos, pero es sólo la introducción de esta historia. Por obra y gracia de un montaje magistral, el documental tiene una atmósfera de suspenso que va en un sostenido crescendo. Alguien menciona, casi como al pasar y junto a presencias malignas como la luz mala, la viuda blanca y la chancha de lata, el nombre de una de las patologías frecuentes en la zona: “El espanto”. Y la película pasa a enfocarse en ese mal, al parecer padecido exclusivamente por las mujeres y curado sólo por un tal Jorge. ¿Quién es, cómo practica su arte sanador, quiénes acuden a él? Las respuestas a estas preguntas son insinuaciones que abren la tranquera de un campo desopilante y siniestro a la vez. Sin burlarse ni caer en una mirada citadina condescendiente, Aparo y Benchimol (debutaron en 2012 con otro documental, La gente del río) recogen testimonios que son radiografías de personajes riquísimos. Esas charlas, de una comicidad intrínseca, desnudan a este pueblo chico/infierno grande. El Dorado es, entonces, un lugar donde la solidaridad convive con la maledicencia, la religiosidad con la superstición, y el conservadurismo es rey. Un mundillo de rituales ancestrales, de represión sexual y supremacía masculina, donde la homosexualidad es mala palabra y todos parecen unidos por la desconfianza hacia la medicina tradicional. Es decir, hacia la civilización y el progreso tal como los conocemos.
Clarín ESPECTÁCULOS SUSCRIBITE INGRESAR 18/07/2018 - 18:18 Clarin.comEspectáculosCine Regular Crítica de "Secretos ocultos": Papá se volvió loco El guionista de "El orfanato" debuta como director con este drama de suspenso, que empieza bien y desbarranca. La película promete, y luego cae en algunos clisés. FOTO: DIGICINE Gaspar Zimerman Gaspar Zimerman Comentarios Críticas De CineSpotPelículas De Terror Sergio G. Sánchez se hizo un nombre como guionista de El orfanato y Lo imposible, de Juan Antonio Bayona, dos de las películas españolas más taquilleras de la historia. Ahora, con Bayona como productor ejecutivo, debuta como director de un largometraje con este cuento con tintes góticos, cargado de suspenso, que empieza como un drama familiar y va virando hacia el terror. Secretos ocultos -redundante título local que reemplaza al original, Marrowbone- es una producción española filmada en Asturias, pero hablada en inglés, ambientada en los Estados Unidos de fines de los ’60 y protagonizada por un elenco de jóvenes promesas, entre ellas Anya Taylor-Joy (que brilló en La bruja), Charlie Heaton (el hermano freak del nene desaparecido en Stranger Things) y Mia Goth (de destacado papel en la posapocalíptica The Survivalist). Sánchez maneja bien los tiempos y va descubriendo de a poco las cartas de la historia. Una mujer y sus cuatro hijos llegan desde Inglaterra a Norteamérica y se recluyen en una casona rural alejada del mundanal ruido. Vienen huyendo del padre de los chicos; cuando la madre muera, ellos permanecerán escondidos tanto del hombre como del resto del mundo, porque al ser menores de edad corren el riesgo de terminar en un orfanato. Pero ese refugio tal vez no sea tan seguro como ellos creen: hay un ático -cuándo no- del que llegan sonidos inquietantes. Los misterios que rodean a esos tres adolescentes y ese nene son varios, y hacen que, durante la primera mitad, el relato se sobreponga a su tono edulcorado y resulte atrapante. Hasta que empiezan a llegar las explicaciones, y todo lo construido hasta ese momento se derrumba. Entre vueltas de tuerca forzadas y giros efectistas, Secretos ocultos se revela como una película engañosa, de esas que, en el afán por sorprender, terminan estafando a los espectadores ocultándoles información. Y, además, para tal fin utiliza recursos demasiado vistos, al punto de que sólo citar su constelación de referencias fílmicas equivale a spoilearla y arruinar el chiste irremediablemente.
En 1987, cuando llegó a los cines Los bañeros más locos del mundo, nadie hubiera imaginado que tres décadas más tarde seguirían estrenándose retoños de aquel éxito. Pero no por falta de visión: hoy también resulta difícil de concebir que esta franquicia siga viva. Por lo menos, que siga viva de este modo: sin argumento, con un humor que ya en los ’80 era antiguo, y actuaciones que no pueden ser calificadas como tales. La explicación de la supervivencia es simple: en 2014, casi un millón de personas vio Bañeros 4: Los rompeolas. Pocos ejemplos tan claros de que a menudo no existe relación entre calidad y éxito, y mucho menos en el pobre panorama de exhibición cinematográfica actual. Rodolfo Ledo -responsable de las últimas tres películas de la saga, después de que Carlos Galettini firmara las dos primeras- filmó aquí una seguidilla de sketches que abreva en el lenguaje televisivo más perimido. Podría interpretarse que eso responde a que los protagonistas son figuras surgidas de la televisión, como Pachu Peña, Pablo Granados, Nazareno Mottola y Pichu Straneo. Pero para dar una idea de lo que es Bañeros 5, hay que decir que lo que este cuarteto hace en Peligro: Sin codificar suele ser muy superior a su desempeño en malla y crocs. Pero sí: como en las comedias de la temporada teatral de verano, aquí el anclaje mediático es fundamental. De ahí surgen las -de otra manera injustificables- presencias de los hermanos Caniggia y de Mica Viciconte. Y del celebérrimo culo deSol Pérez, que se destaca entre unos cuantos pares de nalgas anónimas. El aporte retro quedó a cargo de Gino Renni, como único representante de los bañeros originales (la película está dedicada a Emilio Disi, fallecido en marzo), y de Luisa Albinoni, a quien hubiera sido mejor recordar sólo como la chica de “hola, mami”. El combo decadente lo completan unos cameos de El Mago Sin Dientes, Paolo El Rockero, Matías Alé y Migue Granados. Y también tiene cierto protagonismo un dron que, animación mediante, gesticula (¿?). El resultado es berreta a más no poder, a tal punto que Bañeros 5 ni siquiera califica para el consumo irónico. De todos modos, quizá haya que guardar un rinconcito de esperanza de redención: no hay que olvidar que en estas playas alguna vez también se enchastró Guillermo Francella.
Ya se sabe que las franquicias, esa plaga del siglo XXI, son la inversión de menor riesgo de la industria. Y si Hotel Transylvania 2 (2015) había tenido aun mejor recaudación que la primera (2012) -473 contra 358 millones de dólares-, era lógico que llegara una tercera parte, más allá de la existencia de una historia que la justificase. Si la inicial presentaba a los personajes y transcurría en el hotel para monstruos de Drácula, y la segunda estaba enfocada en la hija del conde, Mavis, su pareja con un humano y la llegada de un nieto de Drácula, en la tercera el paisaje cambia: toda la troupe monstruosa sale de viaje. Este es un producto de vacaciones: aquí, de invierno, pero en el hemisferio norte es verano, así que Drácula y compañía parten en un crucero. Por primera vez el director de toda la saga, Genndy Tartakovsky -creador de series animadas como El laboratorio de Dexter o Samurai Jack- se encargó también del guión (junto a Michael McCullers, guionista de Austin Powers y Un jefe en pañales). El argumento no es muy consistente, así que la película -para chicos menores de diez años- resulta más una suma de chistes apoyados en la simpatía de los personajes que otra cosa. En este sentido, hay dos buenas apariciones. Una es la de Van Helsing,el cazador de vampiros, protagonista de una secuencia inicial con aroma a los viejos dibujitos de Warner Bros. y las persecuciones de Sam Bigotes a Bugs Bunny o del Coyote al Correcaminos. La otra es la de una pandilla de gremlins como tripulantes de un avión destartalado. Esos son, por lejos, los dos mejores momentos de Hotel Transylvania 3. El resto tiene algunos gags mejores que otros, con varios de ellos demasiado repetidos, y siempre con el doblaje -hay algunos porteñismos, responsabilidad de Darío Barassi- como enorme adversario de la gracia. Las películas para chicos suelen incluir moralejas o mensajes de corrección política no demasiado sutiles, y aquí hay al menos dos: la familia es lo primero, pero cada uno debe hacer su propio camino; hay que respetar y aceptar la diversidad de los demás. Por más monstruosos que sean.
En una reciente entrevista con Collider, Rawson Marshall Thurber se asombraba de que su Rascacielos fuera uno de los pocos tanques “originales” de Hollywood estrenados en las últimas semanas, contrastándola con el mar de secuelas que inunda los cines. El entrecomillado de la palabra “original” sirve tanto para citar al director como para relativizar el término, porque estamos ante una remake no oficial de Duro de matar remixada con Infierno en la torre. Ya no tenemos a Bruce Willis, pero aquí está Dwayne Johnson, el ex luchador que lleva varias temporadas en el podio de los actores mejor pagos de Hollywood. Lejos de la gracia de Willis, La Roca adhiere a la línea Schwarzenegger de los héroes de acción: muchos músculos y un acotadísimo histrionismo, el estrictamente necesario para no pasar papelones y mantener su agenda cinematográfica completa haciendo más o menos siempre lo mismo (a veces, como Arnold, también se anima a la comedia). A tono con la nueva línea inclusiva hollywoodense, aquí su personaje -Will Sawyer- tiene una particularidad: le amputaron media pierna y debe usar una prótesis para caminar. Es un ex agente del FBI devenido consultor de seguridad que ha sido contratado para supervisar La Perla, el rascacielos más alto del mundo, ubicado en Hong Kong. Pero una banda liderada por un villano con acento extranjero -clásico de clásicos- se apodera del edificio y desata un incendio que pone en riesgo a la familia de Sawyer, atrapada en el interior. Además de unas cuantas peleas cuerpo a cuerpo, abundan las escenas no aptas para vertiginosos, con La Roca y compañía bamboleándose sobre el vacío, en una previsible trama que va decayendo y haciéndose más pesada a medida que avanza. Y que cae demasiado seguido en diálogos explicativos. En una venia al floreciente mercado chino, algunos de ellos son en cantonés y también parte del elenco es oriental: de hecho, el mejor personaje es una sicaria china -interpretada por una canadiense- que homenajea al cine de acción de esos pagos. Pero que no tiene el desarrollo que merecía: una lástima, porque tal vez le habría dado algo más de personalidad a Rascacielos.
Martina es una protagonista acorde a los tiempos feministas que corren: dueña de su cuerpo y de su sexualidad, se mueve de acuerdo con su deseo y encara a los hombres con una iniciativa que hasta hace no mucho era patrimonio masculino. Y es, también, un personaje que lleva la marca de Che Sandoval: no se preocupa por crear empatía con el espectador. Te creís la más linda (pero erís la más puta) (2009) y Soy mucho mejor que voh (2013), las anteriores películas de Sandoval, eran dos comedias amargas que mostraban las andanzas nocturnas de dos hombres desasosegados, ávidos de sexo, por las calles de Santiago de Chile. Geográficamente, Dry Martina refleja la mudanza del director chileno a Buenos Aires: en esta coproducción, la historia empieza aquí y sigue del otro lado de la cordillera. El espíritu es similar: ésta también es, como él las define, una “walk movie”, con peripecias que van ocurriendo en devaneos callejeros. Como Javier y el Naza, Martina es egoísta, antipática, soberbia, narcisista. Pero tiene algo que ellos no: determinación. “Confío en las reacciones naturales de mi concha: siempre le fui fiel a ella”. Así, a lo Negra Vernaci, habla -y actúa- Martina. Sus años de gloria como cantante le quedaron tan lejos como los días en los que gozaba en la cama. Hasta que aparece un chileno que le devuelve el goce y allá va, tras sus pasos. Quizá desde su debut en Garage Olimpo, hace casi veinte años, que Antonella Costa no tenía semejante oportunidad de lucimiento, y la aprovecha en cuerpo y alma. Quedó dicho: difícil identificarse con Martina, pero el desparpajo del cine de Sandoval salta las barreras que rodean a sus criaturas y nos sumerge de cualquier modo en sus aventuras. Quizás aquí abuse un poco del juego de las diferencias entre Argentina y Chile a nivel idiomático, y también haya momentos en que, a fuerza de repeticiones, el ritmo decaiga un poco. Pero la película respira una vitalidad que la hace imprevisible; un milagro o una maldición pueden estar esperando a Martina a la vuelta de cada esquina.
La voz del silencio se inscribe dentro de un subgénero justamente olvidado: la película coral, que tuvo su auge allá por los años ’90, con Ciudad de ángeles y Magnolia como referentes. En su tercer largometraje (una coproducción brasileño-argentina), André Ristum sigue esos pasos y narra el devenir cotidiano en una gran ciudad (San Pablo) de nueve personajes que en algún punto se entrecruzarán. Aquí la gran metrópoli tiene un gran protagonismo y muestra su peor cara: la del anonimato como aislante social. Y la de la descorazonadora fealdad arquitectónica: es una jungla de cemento que en lugar de morros y ríos tiene a su gris paisaje dominado por edificios aplastantes y atravesado por autopistas que enloquecen con su torrente de luces y ruidos de autos y motos. En este marco, la televisión y la radio son un tubo de oxígeno (las nuevas tecnologías casi no aparecen) para estos personajes al borde del desahucio. Estas vidas están atravesadas por dos factores en común: las acecha el fantasma de la desocupación y las dificultades para hacer pie en el mercado laboral; y, como resultante de la alienación urbana, padecen la soledad y la incomunicación. Una mujer psicótica y su hija cantante, que intenta ganarse el pan en un cabaret de mala muerte. Un anciano que padece la indiferencia de una hija demasiado ocupada para llevarle a su nieto. Un hombre que trata de ahogar sus penas en sexo mientras su mujer agoniza. Otro que soporta el maltrato en dos trabajos para sobrevivir. Historias reconocibles, algunas más logradas que otras, y que no están exentas de algún que otro golpe de efecto innecesario.
Tres amigas de secundario se ponen de acuerdo para perder la virginidad el día de graduación. Enterados de esos planes, los padres de dos ellas y la madre de la tercera hacen todo lo posible por frustrarlos. El planteo de No me las toquen -traducción que no casualmente remite a las peores comedias nacionales de los ’70 y ’80- es tan anticuado que sus responsables -la debutante Kay Cannon y los guionistas Brian y Jim Kehoe- echaron mano de la corrección política para aggiornarlo. Por eso, hay escenas de feminismo explícito que no hacen más que embarrarla aun más: el contenido de esos diálogos es apropiado para la vida social moderna, pero no hay modo de que funcionen en una comedia. He aquí uno de los daños colaterales del Time’s Up. De todos modos, ése es sólo uno de los incontables desaciertos de la película. La escatología -vómitos, cerveza bebida cual enema- tampoco ayuda. Ni las constantes alusiones a otras series y películas (vicio recurrente en las comedias hollywoodenses recientes). Ni, digámoslo con todas las letras, el infantilismo y la estupidez general.