La novela corta Lady Macbeth de Mtsensk (1865), de Nikolai Leskov, resultó una poderosa fuente de inspiración artística: a su influjo nacieron una ópera de Shostakovich, un ballet de Brucci y una película de Wajda. Más de medio siglo después que el maestro polaco, y sin temor a las comparaciones, el director de teatro y ópera William Oldroyd la eligió como materia prima de su primer largometraje, con un resultado notable. En principio, la historia parece una más entre la oleada de reivindicaciones feministas que por estos días copa las pantallas: la vida de una joven que, en la Inglaterra de mediados del siglo XIX, se ahoga en las aguas de un matrimonio arreglado, bajo la tiranía masculina de su marido y su suegro. Pero la película escapa a la mera denuncia del patriarcado y se va transformando en una tragedia que honra sus raíces shakespearianas. Sus orígenes teatrales llevaron a Oldroyd y su guionista, la dramaturga Alice Birch, a obsesionarse con que su opera prima no pecara de ser teatro filmado. Lo que lograron es una peculiar mixtura de una puesta en escena teatral con la economía del lenguaje cinematográfico. Nada sobra: los escuetos diálogos se combinan con la gestualidad de los personajes para insuflarle vida a una narración con un dramatismo de un lento pero inexorable in crescendo. La preocupación de Oldroyd por despegarse del lenguaje teatral también tuvo sus frutos en cuanto a la belleza visual, con interiores que, según admitió el director, se propusieron -y consiguieron- reproducir el espíritu de los cuadros del danés Vilhelm Hammershoi. Pero nada de esto hubiera funcionado sin un protagónico como el de Florence Pugh, que transmite el tedio, la vitalidad y la rabia de una heroína para amar y detestar.
Una buena idea que se termina escurriendo por la alcantarilla de la moralidad. La premisa de Sexy por accidente --a tono con el descubrimiento de las mujeres que ha hecho Hollywood en los últimos tiempos- es atractiva: una gordita obsesionada por sus kilos de más, de golpe y porrazo -literalmente- empieza a verse a sí misma hermosa, atractiva, irresistible. Y ese cambio de actitud hacia sí misma provoca un cambio de actitud hacia el mundo: se transforma de perdedora en ganadora -siempre según los parámetros hollywoodenses- en cuestión de días. La moraleja salta a la vista. Pero no lo suficiente, al parecer, porque la insistencia del guión sobre las bondades de la autoestima es permanente. Esta es la opera prima de Abby Kohn y Marc Silverstein, que se forjaron la reputación de efectiva dupla de guionistas de comedias románticas -románticas -Jamás besada, Simplemente no te quiere, Votos de amor-, con el acento puesto, en general, en la mirada femenina. Aquí, con un guión cargado de observaciones estilo Maitena, exponen la tortura de muchas mujeres en su intento de ajustarse al canon de belleza imperante. Y encontraron a la protagonista ideal en Amy Schumer, una comediante acostumbrada a reírse de sí misma, su físico y sus desventuras sexuales y amorosas en sus monólogos de stand up. Pocas mejores que ella para burlarse de la tiranía del gimnasio y la vida sana. Tiene una socia inesperada: Michelle Williams, que no suele trabajar en comedias y aquí brilla como la glamorosa heredera de un imperio de cosméticos. Hay escenas divertidas -sobre todo las basadas en el absurdo del supuesto cambio de imagen de Renée- y también algunas tiernas, en las que Kohn y Silverstein muestran su oficio para el romance de antihéroes. Pero la cuestión se torna fastidiosa cuando se empieza a repetir el mensaje: hay que aceptarse tal cual uno es y no obsesionarse por los defectos. La confianza en uno mismo es todo, nos dicen una y otra vez, y nos dejan con la sensación de haber asistido a un sermón de autoayuda disfrazado de comedia.
Sobreviviente a la maldición de los niños prodigio, Dakota Fanning ya demostró que es una muy buena actriz y aquí tiene un papel de esos que Hollywood ama premiar: Wendy, una chica autista, fanática de Star Trek, que escribe un guión para un concurso de libretos para la serie y emprende la módica travesía San Francisco-Los Angeles para entregar su manuscrito antes de que venza el plazo. Es una historia mínima, cuya mayor originalidad y magia radica en el factor trekkie: hay ensoñaciones que recrean los diálogos que Wendy imaginó para Spock y el Capitán Kirk e, incluso, una escena hablada en klingon. Más allá de algunos tiernos pasos de comedia y las actuaciones de Fanning y Toni Collette (como la cuidadora de Wendy), otro mérito de la película es el acertado retrato del vínculo entre Wendy y su hermana. Lo que Un nuevo camino capta es la impotencia y el desconcierto que suele producir la enfermedad mental entre los familiares del paciente.
En 1976, un grupo comando formado por palestinos y alemanes secuestró un avión de Air France que había partido de Tel Aviv con rumbo a París, y lo desvió al aeropuerto de Entebbe, Uganda, para intercambiar a los 258 rehenes por cinco decenas de palestinos presos en cárceles israelíes, más cinco millones de dólares. El episodio dio lugar a un par de recordadas películas para televisión, pero esta Rescate en Entebbe no es una remake, sino una nueva versión basada en un libro de Saul David, que se jacta de contener información que no había sido revelada anteriormente. La temática no es ajena al brasileño José Padilha, que antes de hacerse famoso por Tropa de Elite había dirigido el documental Omnibus 174, sobre una toma de rehenes en un colectivo en Río de Janeiro. Aquí divide la narración en múltiples puntos de vista, y consigue imbricarlos con la suficiente pericia como para que el suspenso no se pierda jamás. Ese clima de tensión y la música de Rodrigo Amarante disimulan la abundancia de diálogos pueriles y repetitivos. Por un lado está fascinante la trama política, con las internas entre el primer ministro Ytzhak Rabin y su ministro de Defensa, Shimon Peres. Por otro, la toma en sí, con el vínculo entre rehenes y captores, y el pasado de los terroristas, con flashbacks que están entre los puntos más flojos de la película. Tampoco aportan demasiado las escenas de la vida personal de un soldado israelí que participará del rescate. Pero tienen como fin introducir, en la secuencia final, un montaje paralelo que le da a Rescate en Entebbe un cierre épico, acorde con la epopeya narrada.
¿Quién no tuvo alguna vez el sueño de dejar todo, agarrar la mochila e irse a dar vueltas por el mundo? Como tantos israelíes cuando terminan los tres años de servicio militar obligatorio, a principios de los ’80 el joven Yossi Ghinsberg esquivó el mandato paterno de estudiar Derecho y se vino a Sudamérica en busca de aventuras. Y las encontró, aunque quizá un tanto más extremas que lo imaginado. Jungla está basada en las memorias de Ghinsberg, que ya habían sido adaptadas para una serie del Discovery Channel: las historias del estilo ¡Viven!, de supervivencia milagrosa en la Naturaleza, suelen ser irresistibles. Uno de los fascinados por esta epopeya real fue Daniel Radcliffe, que gracias a Harry Potter está en condiciones económicas de elegir sus trabajos por el resto de sus días. Aquí no muestra ningún rastro del niño mago, gracias a los lógicos cambios físicos -ya tiene 28- y los que tuvo que experimentar para el personaje: barba hippie y delgadez extrema. Desde que dejó la varita mágica, Radcliffe se inclinó, en general, por producciones independientes. Pero el presupuesto acotado, en narraciones ambiciosas como esta, es un obstáculo difícil de sortear: varias de las tomas en escenarios supuestamente naturales no consiguen disimular su artificialidad. Hay una pátina berreta que sobrevuela Jungla desde el principio, cuando un lago cualunque y un fondo de montañas nevadas que parece de cartón pintado simulan ser el Titicaca y sus alrededores. Así y todo, hay momentos logrados. Está captado el espíritu mochilero, ese deseo de flotar hacia donde sople el viento, ese cóctel juvenil de ingenuidad y omnipotencia que desactiva toda precaución. Y, por más que de entrada la voz en off nos da indicios de que la historia tendrá un final feliz, hay buenas dosis de suspenso e incertidumbre. En sus mejores pasajes, la película consigue hacernos subir la adrenalina mostrando la imprevisibilidad que tienen en común la Naturaleza y el hombre.
Diez años después, llega la demoradísima secuela de Los extraños, aquella película de 2008 protagonizada por Liv Tyler que fue un inesperado éxito de taquilla. Bryan Bertino, su guionista y director, escribió la primera versión de esta segunda parte, pero su guión fue reescrito y el encargado de dirigirlo fue Johannes Roberts (A 47 metros). Lo que quedó fueron los villanos, los mismos tres enmascarados que torturan y matan sin razón aparente. Esto es slasher puro y duro: aquí no hay mucha más historia que un trío de psicópatas persiguiendo a una familia tipo durante una noche en un camping desierto. Es decir, un nuevo clon de Halloween (y tantas otras), pero cuatro décadas más tarde y sin Jamie Lee Curtis (pero con Christina Hendriks, la pechugona Joan de Mad Men). Hay un par de guiños a íconos del género (Scream, por ejemplo) y algún chistecito con música de los ’80, pero lo demás es lo de siempre: corridas, gritos y torrentes de sangre sin ton ni son.
“Porque me gusta, por una necesidad laboral y para darle el gusto a mi mamá”. Así, después de titubear un poco, el correntino Juan José González le explica a una empleada administrativa los motivos de su postulación para ingresar al Ejército. La cámara de Manuel Abramovich seguirá sus primeros meses en la institución, con el registro de un aséptico documental de observación que dejará a cargo del espectador no sólo la tarea de sacar conclusiones, sino también la de encontrar algún tipo de progresión dramática y descifrar las emociones de este impávido joven. En cada cuadro, una toma fija -de una prolijidad geométrica acorde a la temática retratada- muestra un universo quedado en el tiempo. Dentro de los muros del Regimiento de Patricios todavía hay oficiales de fajina que les gritan órdenes a sus subordinados. Y usan el mismo tono marcial para comunicar la muerte de un soldado y su carencia de un seguro de vida. Es un mundo al borde del ridículo: hay un entrenamiento físico riguroso, perros incluidos, en vistas de un remoto conflicto bélico. Todo ritual, visto con distancia, es absurdo. El sinsentido flota sobre las barracas: la institución parece sostenida por toda clase de ceremonias, que van desde la limpieza de las armas hasta el seguimiento de las precisas instrucciones para hacer la venia, tender la cama o lavar el uniforme. En ese contexto, González aprende a tocar el tambor, “el oficio más noble”, según le dicen al sumarse a la banda militar: “En parches de cuero se llamó a los momentos más nobles de nuestro país”. ¿Está orgulloso, arrepentido, resignado? Sólo él lo sabe.
De Sunset Boulevard a Feud, la decadencia de las estrellas de Hollywood siempre fue una fascinante fuente de inspiración de historias, un potente caldo en el que pueden mezclarse morbo, glamour, nostalgia, épica. Como último amante conocido de la actriz Gloria Grahame, el aspirante a actor Peter Turner conoció ese material de primera mano y lo volcó en el libro autobiográfico en el que se basa Las estrellas de cine nunca mueren, que cuenta el romance y los últimos días de la alguna vez célebre dama. Grahame tuvo su década de lustre entre mediados de los ’40 y de los ’50, un lapso en el que actuó en ¡Qué bello es vivir!, Encrucijada de odios o El espectáculo más grande del mundo, entre otras, y ganó el Oscar a mejor actriz de reparto por Cautivos del mal. El declive de su carrera coincidió con su protagonismo en las páginas de chimentos a raíz de su matrimonio -el cuarto- con Anthony Ray, hijo de su segundo marido, Nicholas Ray, y trece años menor que ella. En la película, todo eso es una anécdota mencionada al pasar: la historia transcurre en 1981 (cuando la actriz, ya enferma, busca contención en la casa materna de su ex amante inglés) con flashbacks que se remontan a unos años antes, a fines de los ’70, para mostrar el amorío con Turner desde el nacimiento hasta el final. Annette Bening se carga la película al hombro con su interpretación de una Grahame de cincuentilargos, vital, luchadora, sin melancolía por su fama perdida. Y está bien acompañada por Jamie Bell (que hace casi veinte años fue Billy Elliot) como Turner. Como en la vida de Grahame, los mejores momentos de Las estrellas de cine nunca mueren ocurren en el pasado, cuando la relación amorosa entre la cincuentona y el veinteañero Turner florece en escenarios hollywoodenses, de una artificialidad fantasiosa, como si fueran parte de una de las viejas películas de ella. Pero en el “presente”, cuando el cáncer mete la cola, todo se transforma en un melodrama lacrimógeno que apenas disimula la intención de hacernos salir del cine moqueando.
Es cierto: la originalidad está sobrevalorada. Y, a esta altura del partido, exigirle innovación a una película (o una obra de teatro, o una novela, o una serie) sea quizá pedir demasiado. Pero no por eso deja de esperarse -las expectativas, ese gran problema- algún tipo de creatividad, de mirada propia, de identidad. Algo de lo que carece por completo Perdida, que se inscribe dentro de un cine nacional industrial que se limita a adoptar fórmulas probadas, remanidas, ya vistas infinidad de veces, en general en títulos made in Hollywood. Más allá de estar basada en la novela Cornelia, de la periodista Florencia Etcheves, una de las principales fuentes de inspiración estética y narrativa de este producto parece haber sido el policial negro escandinavo en general, y en particular la serie sueco-danesa Bron/Broen. Que también miraba, en más de un aspecto, a los estadounidenses, pero tenía un gran hallazgo: una protagonista, la detective Saga Norén, con síndrome de Asperger (que en los últimos años se propagó por varias ficciones). Aquí Saga Norén es Pipa (Luisana Lopilato, masculinizada y afeada ex profeso), que no padece ninguna condición especial, pero sí es solitaria, hosca, extremadamente eficiente y peligrosísima en el combate cuerpo a cuerpo. Y también tiene una relación casi filial con su jefe (Rafael Spregelburd). Ahora Pipa está ante su caso más difícil: la desaparición de Cornelia, su mejor amiga de la adolescencia, hace catorce años, en un viaje por la Patagonia que ellas dos compartían con otras tres amigas del secundario. La investigación se cerró sin resultados, pero en un nuevo aniversario del trágico suceso, Pipa decide reabrirla. Se produce una combinación letal: flojas actuaciones y un guión cargado de lugares comunes, extraídos del universo yanqui. Están los villanos malísimos; la cartelera en la que el obsesivo investigador pincha todas sus pistas; la loquita que hace dibujos extraños en su habitación del manicomio; hasta la escena en la que el díscolo y recto policía es suspendido y debe entregar el arma y la placa. Y, desde ya, la paradoja de los esperables giros sorpresivos. Perdida es tan impersonal que podría suceder en Buenos Aires, Malmö, Milwaukee o cualquier parte, menos en la mente y el cuerpo del público.
El prejuicio positivo indicaba que, después de Invasión zombie, cualquier película de terror llegada de Corea del Sur merecía ser mirada con buenos ojos. Mimic nos vuelve a enseñar una vieja lección: hay que intentar acercarse al cine sin ninguna clase de prejuicios ni expectativas, aunque sea una misión imposible. Todo empieza con una prometedora secuencia en un bosque, no exenta de cierta dosis de humor negro. Pero después adopta carriles por demás convencionales: una familia se muda a una casa alejada de todo menos de la caverna en el bosque donde sucedió el terrible hecho del principio. Pronto empiezan a vivir situaciones extrañas, incluyendo la desaparición de la abuela de la familia y la aparición de una nena misteriosa. En principio, el suspenso es efectivo. Sobre todo, porque pasa por lo sonoro: hay algo o alguien capaz de reproducir sonidos de cualquier ser vivo. Pero a medida que la historia avanza, surgen explicaciones enrevesadas y escenas burdas. Si se había logrado cierto clima, se desvanece con la aparición del monstruo, más tosco y grotesco que aterrador. Hay una ciega misteriosa que hace advertencias (hasta que, de buenas a primeras, se decide a aclarar -es un decir- todo el asunto). También, un policía que va juntando información sobre el caso y consigue una inquietante foto antigua. Los clichés están a la orden del día; al principio quedan camuflados por el idioma, pero el hechizo no dura demasiado.