Los extremos se unen Un adolescente nerd y un rebelde se juntan para vengarse de sus compañeros de colegio. ¿Qué pasa cuando el nerd de la clase se hace íntimo amigo del rebelde del colegio? El corral es una posible respuesta a esa pregunta: al eterno atractivo de las historias de iniciación y de adolescentes perdedores, el formoseño Sebastián Caulier le agrega suspenso y termina consiguiendo una película inquietante. En esa organización social propia que tienen los secundarios, Esteban Ayala (buen trabajo de Patricio Penna) es el clásico paria: pésimo en los deportes, miope, desgarbado, no tiene amigos y sueña con ser poeta. Ni siquiera en su propia familia lo registran. Un día, a su división se incorpora Gastón Pereira, tan marginal como él, pero por otros motivos: les responde mal a los profesores más temidos, no se afeita, no trata de agradar. Su exclusión de la sociedad colegial los une, y ellos deciden vengarse de todos sus compañeros, a quienes ven como ovejas que sólo se limitan a seguir el rebaño. La idea es agitar un poco el corral estudiantil. Más allá de algunas escenas que abrazan el lugar común, Caulier logra retratar con sentido del humor, profundidad y bastante sutileza los vaivenes de esa relación: la fascinación del imberbe por su amigo, más desarrollado y con más mundo que él; la tensión sexual subyacente entre ambos; el manejo psicopático que uno ejerce sobre el otro. Ambientada en Formosa -una provincia ignorada por nuestro cine- en 1998, la película empieza con un tono liviano y poco a poco va oscureciéndose, hasta adentrarse por caminos insospechados. La no muy lograda voz en off de un narrador -el propio director- le resta potencia, pero eso no alcanza para quitarle a El corral el mérito de ser una historia bien contada.
Romance pasteurizado Una historia de amor adolescente entre una chica de 18 años que, debido a una enfermedad inmunodepresiva, jamás salió de su casa, y su nuevo vecino. Todo, todo es la clásica historia de chica-conoce-a-chico, pero con un ingrediente que le añade un dramatismo extra: entre las barreras que debe superar ese amor incipiente hay una enfermedad. Maddy, la protagonista, es una niña de la burbuja: sufre de una inmunodepresión severa que la obliga a estar confinada en su lujosa casa de Los Angeles, donde permaneció la casi totalidad de sus 18 años para evitar el riesgo de contraer una enfermedad mortal. Hasta que la llegada de un nuevo vecino a la casa de al lado sacude su estructura. Basada en un libro de Nicola Yoon, Todo, todo comparte características con algunos de los largometrajes que se hicieron a partir de novelas del best seller Nicholas Sparks. Esto es: una historia simplota, con intentos por hacernos lagrimear y algunas lecciones de vida baratas por el camino. La enfermedad de Maddy es ideal para que el guión conecte con los adolescentes: al no haber salido jamás de su casa, casi todo le sucede por primera vez. Incluyendo el sexo, y aquí es cuando más se nota el pudor con el que está filmada Todo, todo (no vaya a ser cosa de que sea prohibida para menores de 16 y el mercado al que apunta quede excluido de los cines). La película es casi tan aséptica como la casa de Maddy. Casi todo ocurre con sordina, incluyendo los momentos “emotivos”. Y también los conflictos con los padres, ese clásico a la hora de buscar empatía con el público juvenil. Lo mejor de este producto pasteurizado está en la representación de los chats de los chicos: son diálogos que ocurren en las maquetas que construye Maddy, con un astronauta como testigo. Un detalle que aporta, por lo menos, un poco de vuelo y fantasía.
No todo lo que brilla es oro Matthew McConaughey hace de un empresario minero que se interna en la jungla de Indonesia en busca de oro. En su eterna huida del mote de galán, Matthew McConaughey es uno de esos actores a los que les encanta cambiar por completo su aspecto físico. Lo hizo en True Detective, en Dallas Buyers Club, y aquí lo tenemos irreconocible otra vez, semi calvo y panzón, para darle credibilidad a Kenny Wells, heredero de una empresa minera que apuesta sus últimos billetes a la búsqueda de oro en Indonesia. Junto a un reputado geólogo, se interna en la jungla de Borneo y, contra todos los pronósticos, hace realidad esa quimera. Pero… El guión está basado en el escándalo de la empresa canadiense Bre-X en los años ’90, considerado uno de los mayores fraudes en la historia de la minería. Este es uno de esos fascinantes cuentos de ascenso y caída, que se tornan aun más atractivos cuando tienen raíces en un hecho real e involucran un hecho delictivo. Stephen Gaghan, que vuelve a dirigir once años después de su anterior película (Syriana), lo presenta sin demasiada originalidad: con una voz en off que, desde un presente decadente, vuelve a un pasado deslumbrante. Una fórmula tan remanida como eficaz que, en el apogeo del relato, siempre incluye un videoclip con la febril actividad del protagonista al ritmo de una banda sonora que suele ser, como en este caso, potente (Pixies, Joy Division, Talking Heads, Iggy Pop). Estos clichés narrativos le restan algo de potencia a la historia, pero de todos modos El poder de la ambición (pésimo título local para el más directo Gold -oro- original) tiene varios focos de interés. Por un lado, el personaje de McConaughey, un alcohólico idealista, menos interesado en el dinero que en la épica del descubrimiento, capaz de arriesgar su vida en su intento de acuñar la gloria del self made man. Por otro, su misterioso socio, Michael Acosta (a cargo del venezolano Edgar Ramírez) y el extraño vínculo que establece con Wells. Y el éxotico escenario de sus aventuras: la Indonesia gobernada por el dictador Suharto, que se destaca aun más en contraste con Wall Street y Nevada. Son ingredientes que le ponen condimento a esta suerte de frenético viaje por una montaña rusa, donde nunca podemos estar completamente seguros de lo que va a pasar a continuación.
Hollywood en castellano Peter Lanzani protagoniza esta comedia de acción, y se la pone al hombro, pero todo suena a imitación. Sólo se vive una vez conduce a una pregunta cuasi existencial: ¿para qué ponernos a fabricar hamburguesas si nuestra especialidad en comida rápida es el choripán? No hay dudas de que Hollywood impuso su modelo narrativo en gran parte del mundo -aquel fenómeno llamado colonialismo cultural-, pero ¿es necesario seguirlo tan al pie de la letra? Explosiones, persecuciones, tiros, patadas: recursos que ya están gastados hasta en las superproducciones yanquis, aquí aparecen a cada paso, como si alguien dijera “miren, acá también podemos hacer piruetas y romper todo”. Sí, ¿y? Ya nada de esto causa sorpresa, adrenalina o cual fuera la sensación buscada. Más bien al contrario: por mejor hechas que estén las escenas de acción y los efectos especiales -y aquí, dentro de todo, están bastante bien-, siempre tendrán un regusto pobretón en comparación con el modelo imitado. Como la sucursal de una franquicia multinacional, esta historia podría estar ubicada en cualquier lugar del mundo y nada cambiaría. El color local está dado por los drones y sus tomas aéreas de Buenos Aires, y algún que otro escenario emblemático de la ciudad. Pero Sólo se vive una vez es, ante todo, una comedia simpática, y cuenta con la autoconciencia como virtud. Se ríe de sí misma, de su condición de producto for export y su matriz estadounidense: en un momento, alguien menciona a Testigo en peligro, “esa película en la que un fugitivo se refugia en una comunidad religiosa”. Que es básicamente lo que sucede en esta historia; uno entre varios “homenajes”. Ese fugitivo es Peter Lanzani, que después de apoderarse por accidente de una fórmula química secreta pretendida por unos mafiosos, se camufla en una comunidad de judíos ortodoxos. Hay que decir que el ex Casi ángeles se pone la película al hombro y la defiende a capa y espada. Lo mismo que gran parte del elenco, tanto local como internacional, con Luis Brandoni (hace de un rabino) y el español Hugo Silva (un ridículo sicario) como los puntos más altos. ¿Y Gérard Depardieu? Contra lo que cabía esperarse, lo suyo está lejos de ser un bolo: protagoniza numerosas escenas como un cruel capo mafia. Y lo hace como siempre: admirablemente. Su insólita presencia es tan acertada como su diagnóstico sobre el panorama cinematográfico actual: “El cine estadounidense -le dijo a este diario- se volvió una terrible máquina de hacer dinero. Es difícil luchar contra esta industria idiota, el capitalismo de la cultura”. Esta película es una muestra más de esa batalla perdida.
Todo por un premio El nuevo documental de Néstor Frenkel bucea en el desopilante mundo de las entregas de premios. Ya nadie podrá volver a ver una ceremonia de premiación con los mismos ojos después de haber pasado por la experiencia de Los ganadores. Aunque se les vean los hilos por todos lados, aunque ocurran papelones como el de los últimos Oscar, los premios todavía funcionan eficazmente como herramienta de construcción de prestigio y siguen siendo un ancho de espadas del marketing. Pero Néstor Frenkel los demuele desde las bases: se sumerge en un insólito mundo de “premios, premiaciones, premiadores y premiados” para descubrir una galería de personajes desopilantes que desnuda el absurdo de estos rituales de legitimación. Buscando a Reynols, Construcción de una ciudad, Amateur, El gran simulador: películas que convirtieron a Frenkel en uno de los grandes documentalistas argentinos, con una mirada cargada de un sentido del humor agudo, a veces irónico, a veces tierno, y un profundo amor por las criaturas antiheroicas y las situaciones bizarras. Eso está llevado a su máxima expresión en Los ganadores, que empieza haciendo un paneo sobre premios como el Antena Vip, el Rosa de Cristal, o el Ancla Dorada, y termina haciendo foco en el Estampas de Buenos Aires, que se desarrolla en una sociedad de fomento barrial. Un premiado serial –y, a la vez, organizador de un premio- exhibe una medalla que lo acredita como el mejor periodista de Latinoamérica y un diploma que lo nombra personalidad destacada de la Argentina; está la mujer que agradece la estatuilla por un disco que, admite, no terminó; el que ganó por un programa radial sobre “efemérides, santoral, cronograma de pagos”; la que colecciona distinciones por un ciclo basado en la música “de Beto Orlando, el más grande”. Es gente que mueve a risa y ternura, y que nos hacen preguntarnos en cuánto se diferencian de las celebridades “verdaderas”. Los discursos que pronuncian al recibir esas estatuillas toscas por las que, en muchos casos, pagaron, dejan expuesta la necesidad de reconocimiento de los seres humanos. Es una puesta en escena que refleja, a escala pobretona y berreta, lo mismo que sucede en los premios de renombre: la danza de egos, los tejes y manejes en bambalinas, la euforia de alzar al cielo un objeto legitimador. A nadie le importa que los premios suelan responder a intereses económicos, políticos o sociales más que a méritos de los premiados: esos instantes aplausos y reconocimiento -y los negocios o trabajos que surjan después- justifican todo.
Héroe de acción a medida En la primera entrega de la saga de monstruos de Universal, Tom Cruise está mejor cuando juega al aventurero que en los momentos de comedia. Si los grandes estudios de Hollywood vienen apostando a las franquicias y a los “universos” cinematográficos al estilo Marvel, era lógico que Universal, que entre la década del ’20 y la del ’50 fue el primero en explotar ese concepto, desempolvara aquellos viejos monstruos a los que les dieron vida leyendas como Lon Chaney, Bela Lugosi o Boris Karloff. La presentación de este Dark Universe, como se ha dado en llamar ese mundo habitado por criaturas como Frankenstein o El hombre invisible, es con La Momia, con la novedad de que ahora la reliquia egipcia que vuelve a la vida es una mujer y el sujeto de su obsesión amorosa, un hombre. Tom Cruise es Nick Morton, una suerte de Indiana Jones que libera de su encierro eterno al bicho vendado y desata una tormenta maléfica sobre el mundo. A Cruise, como ya se vio en las sagas de Misión: imposible y Jack Reacher, el papel de héroe de acción le queda bien. No le va tanto, en cambio, el de comediante: en los pasajes humorísticos se extraña a Brendan Fraser, el héroe -ahora caído en desgracia- de la anterior trilogía de La momia (1999, 2001 y 2011). Bueno, seamos sinceros: en tren de comparaciones, toda esta nueva aventura pierde en relación con la película del ’99. Digamos que para ser la presentación -o el reinicio, en realidad- de un “universo”, le faltan novedades atractivas. Esto no quiere decir que no tenga buenos momentos: es para destacar el trabajo de Jake Johnson como el compinche de Cruise y hay algunos pasajes de acción logrados, con la caída en picada de un avión a la cabeza. También está la buena presentación de Russell Crowe como el Dr. Jekyll, que, al frente de la organización Prodigium, cumplirá el rol aglutinante que tiene Nick Fury en Los Vengadores. Pero con tanta franquicia copando los cines, esto tiene demasiado gusto a fórmula: veremos si el universo oscuro cobra más vuelo en los próximos capítulos.
Es un monstruo grande y pisa fuerte Original y divertida, esta comedia del español Nacho Vigalondo tiene una gran idea central, que no es del todo aprovechada. Divertida, impredecible, original: es una lástima que Colossal no termine de aprovechar al máximo su idea madre, una disparatada genialidad al estilo del Charlie Kaufman de ¿Quieres ser John Malkovich? En un pueblito estadounidense, una mujer descubre que de alguna manera está conectada a un monstruo que, en las antípodas del planeta, está asolando Seúl. Los primeros 45 minutos de la película son prometedores. Anne Hathaway se luce como esa alcohólica que vive de juerga en juerga, esa tiro al aire eternamente contracturada por quedarse dormida en los lugares más inapropiados. Una hermosa perdedora, desocupada, expulsada por su novio del paraíso de un loft neoyorquino, sin otra salida que volverse a vivir en la suburbana casona familiar de su infancia, ahora vacía. Una (anti)heroína caída en desgracia, perdiendo el tiempo en un mundo masculino poblado por hombres malos, egoístas o idiotas. Está intentando rehacer su vida cuando cae en la cuenta de ese extraño fenómeno: algo la une al Godzilla que, siempre a la misma hora, aparece para causar destrozos en la capital sudcoreana. Esta premisa podría haber dado lugar a una comedia delirante. Pero la historia se mete en un camino melodramático inesperado: el tono cambia para mal y el efecto de ese hallazgo se diluye. Volvemos a Kaufman: es como si al español Nacho Vigalondo le hubiera pasado lo de El ladrón de orquídeas, y algún hermano gemelo con gustos cinematográficos ordinarios hubiera tomado el control de su guión para darle un giro sensiblero y de bajo vuelo. Por suerte, después de ese pozo la cuestión remonta y el final vuelve al espíritu original. De todos modos, queda la sensación de oportunidad desperdiciada: podría haber sido brillante, pero Colossal termina siendo apenas una película simpática.
Regreso con gusto a poco Con una Gal Gadot inexpresiva, la película de la superheroína más famosa es demasiado solemne. Tuvieron que pasar casi cuatro décadas para que volviéramos a tener una Mujer Maravilla de carne y hueso, desde que en 1979 terminó la serie protagonizada por ese fetiche del movimiento onanista mundial llamado Lynda Carter. Para sumar expectativa, esta película empezó a proyectarse hace más de veinte años, con infinidad de protagonistas y directores en danza. Tantos años de espera no podían traer más que decepción: más allá de cualquier añoranza setentista, este es un regreso con gusto a poco. Admitamos que las películas de superhéroes ya están alcanzando un punto de saturación: perdieron gran parte de la sorpresa y la gracia que supieron tener hace unos quince años, cuando empezó la avalancha superheroica. Dentro de este panorama, uno de los mejores recursos que quedan es apostar al delirio y a la autoparodia, caso Deadpool. Algo que la factoría Marvel maneja mucho mejor que su competencia, DC. La solemnidad es uno de los grandes pecados de esta Mujer Maravilla. Quizá sea un problema intrínseco del personaje: difícil juguetear con un ser de origen divino. Demasiado perfecta, a Diana Prince le faltan los defectos que hacen dramáticamente atractivos a los humanos. A esto contribuye la inexpresividad de Gadot, que no cuenta con el histrionismo entre sus numerosos atributos. Físicamente tiene todo para el papel; le falta el espíritu. No vamos a compararla con Lynda Carter: es imposible competir contra un ícono de la infancia. Y, además, ¿quién podría decir que Lynda era una buena actriz? Igual que la israelí, venía del modelaje y los concursos de belleza. Pero tenía carisma. La elección de los villanos tampoco es feliz: no asustan, y por momentos rozan el ridículo. Los pasos de comedia no funcionan, y la aventura en la Primera Guerra Mundial es flojita. Lo mejor sucede en al principio, cuando nos muestran la infancia y la adolescencia de Diana en la isla Paraíso, con los entrenamientos de las amazonas como regalito para los nostálgicos fetichistas.
La venganza de Salazar": La fórmula sigue rindiendo De la mano de Johnny Depp y Javier Bardem, la quinta entrega de la saga cumple su objetivo: entretener. Las sagas provocan tanto el placer de volver a sumergirnos en un mundo querido y conocido como una incómoda sensación de déjà vu. Si de por sí en cine la sorpresa, por estos tiempos, es un bien escaso, cuando hablamos de la quinta película de una franquicia -horrenda pero inevitable palabra para describir a esta clase de productos-, disipar el olor a receta conocida es casi imposible. Dicho esto, hay que agregar que, si bien La venganza de Salazar no tiene mucho de novedoso, es una garantía de entretenimiento, merced a un guión aceptable, un Jack Sparrow (Johnny Depp) con la gracia intacta y a una gran contrafigura, el espectral capitán Salazar, encarnado por ese especialista en villanos llamado Javier Bardem. La clave -no sólo de esta película, sino de toda la saga- es el desparpajo, la falta de solemnidad. Hace catorce años, Piratas del Caribe recuperó la pasión por un subgénero –las historias de piratas- que había caído en desgracia, con una fórmula que contenía equilibrados porcentajes de aventura y comedia. Depp, que en varios de sus últimos trabajos se transformó en una irritante caricatura de sí mismo, fue el hombre ideal para sacar adelante a este pirata borrachín, mujeriego y, casi por accidente, también heroico. Y sigue siéndolo. Hay una buena mezcla entre los personajes conocidos y los nuevos. Está el Capitán Héctor Barbossa (Geoffrey Rush), con su ambivalencia entre estar del lado de los buenos o el de los malos; dos de los fieles laderos de piratas catrascas de Sparrow; y también reaparece, fugazmente, Will Turner (Orlando Bloom). Hay una nueva pareja de jóvenes en apuros, pero la mejor incorporación, quedó dicho, es el temible Salazar, a cargo de un Bardem que le da un toque humorístico sin dejar, aliado a los efectos especiales, de dar miedo . Suele ocurrir en estas superproducciones pochocleras que la primera escena es deslumbrante y después todo se cae. Aquí también, pero el descenso es moderado. El argumento se ramifica en varias direcciones, algunas más forzadas que otras, pero dentro de todo bastante bien sostenidas (lógicamente, todos los caminos conducen a Sparrow), con unos cuantos chistes que valen la pena (el bolo de Paul McCartney no se cuenta entre ellos). Se notan los más de 350 milllones de dólares del presupuesto para hacer lucir visualmente el conjunto, aunque hay algunos tramos, sobre todo de las escenas finales, que no están a la altura del resto. Pero esta es la más corta de todas las entregas, y se agradece: las dos horas pasan volando. Misión cumplida.
Un espadachín contra los burócratas La historia real del estonio Endel Nelis, fundador de un famoso club de esgrima, que fue perseguido por los soviéticos tras la Segunda Guerra ¿Cuántas veces se ha contado la historia del maestro forastero que aterriza en un ambiente hostil y, a fuerza de ganas y abnegación, conquista a sus alumnos y a las autoridades, y termina dándoles (dándonos) una lección de vida a todos? ¿Y cuántas, las de un equipo aparentemente débil que da el batacazo? El recuerdo de Al maestro con cariño se cruza con la épica deportiva en El esgrimista. La acción transcurre en los años ’’50 en ese país báltico llamado Estonia, pero podría ser en cualquier lugar del mundo. Por ejemplo, en Uganda, donde sucedía La reina de Katwe, que es similar pero con el ajedrez como disciplina salvadora: si ahí el gran obstáculo era la pobreza, en ésta el enemigo es el comunismo. Ambas están basadas en casos reales: aquí, en la vida de Endel Nelis, fundador de una famosa escuela de esgrima. Si hay algo interesante en estas películas, adherentes a esquemas narrativos convencionales y remanidos, es que nos permiten asomarnos a realidades históricas y sociales de países de los que sabemos poco y nada. Así, nos enteramos de que durante la Segunda Guerra Mundial, Estonia fue ocupada por los nazis, y muchos de los estonios fueron enrolados a la fuerza en el ejército invasor. Cuando los alemanes perdieron la guerra, el país pasó a formar parte de la Unión Soviética. Y aquellos que habían peleado, aún contra su voluntad, en el bando perdedor, fueron perseguidos como criminales de guerra. Es el caso de Nelis, que llega a un pequeño pueblito estonio -frío, gris, pobre- huyendo de Leningrado (hoy San Petersburgo),donde lo busca la policía secreta de Stalin. Sin vocación, herramientas pedagógicas o elementos básicos para su trabajo, se convierte en profesor de educación física de una escuela con muchos alumnos que quedaron huérfanos de padre por las purgas estalinistas. No hay grises: Nelis es el héroe y los burócratas soviéticos, los malos. Así y todo, el finlandés Klaus Härö logra darle a El esgrimista el mismo tono sobrio y austero del lugar donde transcurre la película y, así, la salva por un pelito de ser uno más de esos insoportables melodramas lacrimógenos.