La soledad de la niñera La opera prima de Eugenio Canevari es una historia de contenido social que no cae en el panfleto. Una familia de clase media alta, sus largos días en una quinta y la pileta como centro neurálgico de la (in)actividad general. Es imposible no pensar en La ciénaga al ver Paula, pero aquí no se habla de la decadencia de la aristocracia, sino de la tensión entre clases, y hay una protagonista excluyente: la niñera de la casa, una adolescente que carga con el secreto de su embarazo. A partir de esta circunstancia, la opera prima de Eugenio Canevari denuncia una de las tantas consecuencias de la inequidad social: si la prohibición del aborto es un problema para todas las mujeres, para las pobres es directamente una condena. Paula no quiere tener a ese bebé, pero carece del dinero para interrumpir la gestación. A la par de esta problemática, aparecen otras: el machismo, la hipocresía, el sometimiento de las clases bajas a los deseos de las altas. Todo inscripto en el contexto del campo sojero argentino, con el conflicto de las fumigaciones de glifosato como telón de fondo. Canevari tiene la habilidad de mostrar estas situaciones y dejar sentado su punto de vista sin caer en el panfleto. Casi todo queda dicho con más silencios que palabras, con más climas que explicaciones. Los personajes hablan con sus actos y, en muchos casos, las omisiones expresan más que las acciones. El registro es, por momentos, similar al de un documental, con la cámara fija como testigo de las distintas relaciones de poder. Este tono, ayudado por la expresividad neutra de la protagonista, evita que la película se vuelva un drama intolerable, la salva de caer en la moraleja y la diferencia de historias parecidas. Es una pena que ese clima tan logrado no haya tenido un correlato en el desenlace, que parece haber sido elegido no por mérito propio, sino por falta de otro mejor.
La película es la misma Este “reinicio”, no remake, tiene más coincidencias que diferencias con el filme clásico de 1984. “I hate reboots” (Odio los reinicios), rezaba una remera de Dave Lizewski en Kick Ass 2. Y sí: los reinicios hablan de falta de ideas, saben a comida recalentada, son el summum del negocio antepuesto a la creatividad. Y tienen que lidiar con las comparaciones. Así que digámoslo de entrada: esta Cazafantasmas pierde frente a la de 1984. Pero capta su espíritu y no deja de ser una opción viable para padres desesperados en estas vacaciones de invierno (eso sí: sin niños mediante, lo mejor es quedarse en el sillón del living viendo la original). Los fanáticos pusieron el grito en el cielo por el cambio de sexo del cuarteto protagónico. Pero fue un acierto de Paul Feig: que las cazafantasmas sean mujeres atenúa la nostalgia por ese formidable trío que formaban Bill Murray, Dan Aykroyd y Harold Ramis (el rol de Ernie Hudson era muy menor). Se trata, además, de buenas actrices cómicas, fogueadas -como sus antecesores- en Saturday Night Live, que cumplen sus papeles con eficacia (sobre todo Kate McKinnon). La película apunta a las potenciales nuevas generaciones de fanáticos de los cazafantasmas, y hacia ese público infantil va el humor: es todo bastante inocente, con muchos gags físicos. Los guiños a los adultos pasan por los cameos del antiguo elenco (están casi todos, incluyendo un busto de Ramis) y el respeto por la imaginería cazafantasma (el auto; el cuartel; los artefactos; el logo; el fantasma verde). “Es un reboot, no una remake”, se encargaron de aclarar las protagonistas y el director. Pero algo de remake hay, porque la trama tiene más coincidencias que diferencias con la película que hace 32 años escribieron Harold Ramis y Dan Aykroyd y dirigió Ivan Reitman (los dos últimos ahora están involucrados como productores ejecutivos). Ante una epidemia de apariciones espectrales en Nueva York, tres científicas despedidas del mundillo académico por sus excéntricas investigaciones paranormales deciden iniciar su propio emprendimiento: una empresa de exterminadores, pero no de cucarachas sino de fantasmas. Las diferencias más notorias a nivel argumental son que aquí hay un villano detrás del alud fantasmagórico, y que los papeles que hacían Sigourney Weaver y Rick Moranis están condensados en el secretario torpe de Chris Hemsworth (un hombre objeto/rubio tarado que da la nota más feminista de la película). Todo está bastante bien llevado hasta la mitad de la historia. Después, el ritmo decae y la película termina pareciéndose demasiado a una de superhéroes con abuso de efectos especiales. Incluyendo una escena al final de los créditos, que sugiere que las cazafantasmas llegaron para quedarse.
Vivir sin hombres La presencia magnética de Margherita Buy, algunas situaciones logradas y un par de frases certeras. ¿Quién no querría tener, al menos durante un tiempo, un trabajo que implicara viajar por el mundo, durmiendo y comiendo en hoteles cinco estrellas, con la única obligación de escribir informes sobre la estadía en esos alojamientos de lujo? Esa es la vida de Irene, una inspectora hotelera de cuarentilargos que acumula millas, siempre está de paso en su propia casa y no tiene marido ni hijos. Ella, la protagonista, encarna uno de los tres modelos de mujer moderna que nos plantea Maria Sole Tognazzi, hija menor del recordado Ugo. La contracara de Irene es Silvia, su hermana, casada con dos hijas, y con las preocupaciones de un ama de casa: las compras, las nenas y un marido indiferente que ya no la desea. Hay un tercer arquetipo femenino, que sería un intermedio entre los anteriores: la mujer que será madre sin abandonar su carrera y sin que le importe tener o no un hombre al lado. Este es el dato fundamental y común a las tres: cualquiera de ellas podría decir la frase del título. Viajo sola, es decir, voy por la vida sin necesidad del sostén de un hombre. He aquí un boceto de ensayo sobre la mujer actual y, también, sobre las relaciones interpersonales y la soledad en el siglo XXI. Con raptos de lucidez, algunas frases certeras y buenos momentos, muy fogoneados por la carismática y encantadora presencia de Margherita Buy, la actriz fetiche de Nanni Moretti. Pero la película no termina de conseguir la profundidad suficiente como para cumplir su cometido de, además de entretenernos, hacernos reflexionar. Esa es una misión que le queda grande, algo que salta a la vista cuando Tognazzi se ve en la necesidad de introducir como personaje secundario a una antropóloga (la querible actriz inglesa Lesley Manville) que nos baje línea directamente y le dé cierta carnadura al asunto. Como si fuera un remedio para quitarnos del estómago esa sensación de publicidad turístico-hotelera encubierta que nos dan los paseos de Irene; como un artículo “profundo” intercalado entre las páginas de frivolidad de una revista tan agradable como prescindible.
La conquista de los orcos Dirigida por el hijo de Bowie, y basado en un videojuego, el filme es el primero de una saga con crédito abierto. Basada en una popular saga de videojuegos, Warcraft se inscribe dentro del género fantasy: todo transcurre en un universo de aires medievales poblado por seres fantásticos, donde la magia es una realidad tangible y el honor, un valor primordial. Un universo deudor tanto del imaginario de Tolkien como de la serie de libros y juegos de rol de Dungeons & Dragons. Lo que aquí se narra es un choque de civilizaciones: el enfrentamiento entre orcos y humanos. Con su propia tierra devastado, los orcos -criaturas enormes, horripilantes, dientudas, suerte de eslabón perdido entre Shrek y Hulk- deciden conquistar otro planeta. A través de un portal mágico, una avanzada de orcos aterriza en Azeroth, un mundo poblado por humanos. Guerreros por naturaleza, los orcos tienen una excusa perfecta para desplegar sus instintos belicosos: necesitan prisioneros que funcionen como combustible de la magia maligna de su líder, que pretende crear otro portal para transportar al resto de la horda orca. Pero los invasores se topan con la resistencia de los humanos. Duncan Jones -hijo de David Bowie, fanático de los videojuegos, director y también guionista de Warcraft- decidió que la narración siguiera los pasos de los dos bandos, con un héroe destacado por lado. Una buena elección, aunque los personajes de los orcos están mejor construidos y todo lo que sucede en torno a ellos termina siendo mucho más interesante que las peripecias de los humanos. La película tiene un gran inconveniente: Game of Thrones, quizá el mejor exponente de fantasy actual. En la inevitable comparación, la serie de HBO deja a Warcraft cubierta de una pátina berreta. En todos los rubros. A nivel visual, aquí hay grandes aciertos (como los orcos), pero también escenas donde se le ven las costuras al uso de la tecnología. A nivel narrativo, sobreabundan las explicaciones verbales -incluyendo unas ridículas escenas donde los personajes se ponen a hablar en medio del fragor de la batalla-, algo que hace que las dos horas se sientan. Y a nivel actoral, este es un elenco mediocre. Pero esta saga recién empieza: el crédito está abierto.
Una desilusión La película nunca logra levantar vuelo dramático, tanto por el guión como por las actuaciones. El de la infancia siempre es un mundo atractivo para explorar desde la ficción, sobre todo la época de prepubertad: a los 10, 11 años, los chicos mantienen la inocencia pero ya empiezan a asomarse a los problemas de la adultez. Casi inevitablemente, cuando se narra desde la perspectiva de un chico, la cámara se contagia de la frescura infantil y toda la historia adquiere otra corporeidad. En esos últimos escalones previos a la adolescencia andan los protagonistas, Noemí -es una nena, pese al nombre de otra generación- y Sergio: compañeros de escuela, vecinos, mejores amigos y, quizás, algo más. Pero su burbuja de aventuras se inscribe dentro de un marco poco amable: familias disgregadas -ella es huérfana de madre, él tiene un padre ausente- y una realidad hostil. Todo transcurre, entonces, en dos planos. El de los chicos, que buscan un tesoro en el jardín de la casa de Noemí, sueñan a colores y encuentran belleza donde probablemente no la haya. Y el de los adultos -la madre de Sergio, el padre y la tía de Noemí- que se las ingenian para proveerles techo y comida como pueden, en unos suburbios -todo transcurre en Berisso- duros de roer para la siempre sufrida clase trabajadora. El problema es que ninguno de esos dos planos funciona dramáticamente. En principio, se hace muy difícil entrar en la película cuando las actuaciones son una barrera infranqueable. Sobre todo las infantiles (los chicos son debutantes, y se nota) y las de los personajes secundarios (varios de ellos, no actores o actores vocacionales, y también se nota). Se percibe qué buenas intenciones hubo detrás de cada una de las escenas y de las situaciones planteadas, pero muy pocas veces esas intenciones logran concretarse. Y, entonces, La ilusión de Noemí termina siendo una desilusión para los espectadores.
Tres hombres y un femicidio En tono de comedia, el filme plantea un dilema moral en una circunstancia límite entre amigos. Alguien dijo alguna vez: “Te deseo el bien aunque seas mi amigo”. Una frase que encajaría a la perfección en los afiches de Nuestras mujeres, que, pese a su título -y eso que es una fiel traducción del original francés- trata más sobre la amistad masculina que sobre las relaciones de pareja. Este es un ladrillo más en la pared de comedias francesas -como El placard, La cena de los tontos o Le prénom- que resultan un éxito de taquilla tanto en cine como en teatro y terminan siendo de exportación (hay una versión argentina actualmente en cartel, encabezada por Guillermo Francella). En este caso, la adaptación viene con garantía: Richard Berry, director y uno de los protagonistas de la puesta teatral original, cumplió el mismo doble rol en la película y además trabajó junto al autor del libro original, Eric Assous, en la escritura del guión cinematográfico. El punto de partida es un dilema moral en una circunstancia límite. Dos amigos de toda la vida (el siempre rendidor Daniel Auteuil y el propio Berry) esperan a un tercero (Thierry Lhermitte) para cumplir con el ritual de la cena de hombres; cuando el tercero en cuestión aparece, una hora más tarde de lo previsto, cae con la noticia de que acaba de asesinar a su mujer y necesita ayuda para fabricar una coartada. Lo que sigue es el devaneo de los dos inocentes acerca de qué debe prevalecer: ¿la solidaridad con el amigo en problemas o la honestidad ciudadana? Lo que la situación desnuda son las grietas en la aparentemente sólida amistad entre estos tres hombres. Y nos lleva a pensar en la cuota de hipocresía -o tolerancia, si se la quiere definir con mayor suavidad- imprescindible para mantener a través de los años no sólo una amistad, sino cualquier vínculo humano. Esa es la faceta más rica de la película, que, en cambio, flaquea cuando aborda los vaivenes conyugales: los personajes femeninos están en un tercer plano y, entonces, son abordados esquemáticamente. Otra objeción posible a Nuestras mujeres es que, por tratarse de una comedia, lo que podría haber derivado en un intenso drama, hasta con ribetes controversiales en tiempos del “Ni una menos”, termina diluyéndose,aguado por chistes fofos y tranquilizadores. Como si se hubiera decidido no inquietar demasiado al público, no vaya a ser que termine saliendo del cine -o del teatro- más preocupado de lo que entró.
Esa loca debilidad El personaje protagónico es más irritante que gracioso, y la mayoría de las peripecias son forzadas. Alma se estrena en la Argentina apoyada por un dato cuantitativo: con 200 mil espectadores, fue la segunda película chilena más vista en 2015 en el país trasandino. Dirigida por el argentino -radicado en Chile- Diego Rougier (aquí dirigió la tira Costumbres argentinas) y protagonizada por el elenco chileno de ese éxito televisivo que fue Casados con hijos, se inscribe dentro de un cine industrial con gusto hollywoodense que apela a mecanismos probados. En este caso, a los de lo que el filósofo Stanley Cavell definió como “comedias de rematrimonio”, en los que una pareja consolidada naufraga y hace intentos por refundarse. Aquí, los treintañeros Alma y Fernando son pareja desde la secundaria, pero su amor tambalea por las excentricidades de ella; una metida de pata de él detonará la separación, y el resto de la película consistirá en sus intentos por reconquistarla. El mayor peso de la historia se apoya en las locuras de ella, que están justificadas por su supuesta condición de bipolar. He aquí un ejemplo más del abuso que se ha hecho de este término psiquiátrico en los últimos años: Alma puede ser una suerte de Amélie chiflada, una psicótica aniñada, una ingenua patológica, cualquier cosa salvo bipolar. Esta mujer come flores, arroja objetos por la ventana y, víctima del síndrome Memento, pega por todos lados post-its para acordarse de todo lo que tiene que hacer. Irritante, sí; graciosa, no. Y mucho menos maníaco-depresiva. Está bien: se trata de una licencia poética. Pero es la coartada para la creación de un personaje insoportable. Para que los desencuentros se prolonguen, Alma y Fernando protagonizan toda clase de equívocos, que incluyen la aparición de personajes almodovarianos y terceros en discordia (uno de ellos, a cargo de Nicolás Cabré, que hace de un porteño creído), y que son tan forzados que difícilmente consigan las risas que pretenden.
Juguemos al Lobo Es la filmación de un partido de un juego del que no se explican las reglas, con actuaciones pésimas. Mafia -y sus variantes Asesino, Lobo, Shinobi- es un juego para ocho o más participantes. A cada jugador le toca un personaje que los demás ignoran. Durante la “noche”, todos cierran los ojos y “se despiertan” los dos -o más- “asesinos”, que eligen a una víctima. Después, todos abren los ojos, el moderador informa quién “murió” y los sobrevivientes deben descubrir a los responsables del crimen. Es un juego de argumentación: cada participante se basa en mínimas pistas -actitud sospechosa, algún ruido escuchado durante la “noche”, lo que fuere- para acusar a algún otro de asesino; los acusados deben defenderse y contraatacar. Tras un rato de discusión, se vota: el más votado revela su identidad y queda fuera del juego. Y así hasta que los “asesinos” son descubiertos o mueren todos los “civiles”. Si esto se parece a un manual de instrucciones es porque para entender qué está pasando en La cuenta es imprescindible conocer las reglas (que no se explican). Todo se desarrolla durante un partido de Mafia: hay once jugadores sentados alrededor de una mesa y, ronda a ronda, cada uno de ellos va “muriendo”; mientras tanto, vemos los debates que tienen tratando de descubrir a los asesinos. Al estilo de Los diez indiecitos, se supone que aquí hay alguien en las sombras -el moderador- detrás de una suerte de experimento siniestro: todos los participantes están conectados a un suero intravenoso. Jugar a la Mafia es adictivo: suena a gran idea rodar una película basada en el juego. Pero ver un partido filmado no tiene ninguna gracia. Y menos cuando las actuaciones son tan amateurs. Los espectadores nos quedamos afuera: sólo vemos a once personas discutiendo y gritándose. Entre ronda y ronda hay, además, imágenes que pretenden ser misteriosas y sólo son desconcertantes e inconexas. Si suele ser preferible participar que mirar, aquí no quedan dudas: antes que ir al cine, mejor juntarse con amigos a jugar al Lobo.
Apenas un delincuente Con argumentos sólidos, discute contra el discurso que reclama mano dura ante la “inseguridad”. El nombre de Andrea Testa se hizo conocido por haber dirigido, junto a Francisco Márquez, La larga noche de Francisco Sanctis, elegida mejor película de la Competencia Internacional del último Bafici y seleccionada para participar en la sección Un certain regard del pasado Festival de Cannes. Ese fue su primer largometraje de ficción, pero antes había dirigido el documental Pibe chorro, que se propone reflexionar sobre la construcción social de los delincuentes. La película discute con el discurso sobre la “inseguridad” instalado desde los medios de comunicación, que en general incluye pedidos de mano dura y represión. Y que rara vez señala a la desigualdad y a la falta de oportunidades como el caldo de cultivo de los delitos. Por eso, de entrada se muestran testimonios de gente con la cara borrosa -un recurso para mostrar que cualquiera podría opinar de esa manera- reproduciendo el discurso dominante. Y, a continuación, se pone la lupa sobre la maquinaria que produce a los delincuentes. Todo gira alrededor de dos ejes. Por un lado, la crítica al sistema penal, a través del testimonio de profesionales que, tanto por el relato de sus experiencias como por su formación teórica, dejan claro que la cárcel y los reformatorios sólo sirven para estigmatizar y dañar a los internos, y “fabricar” criminales. Por otro, la humanización de los denominados “pibes chorros”, mediante el contacto directo con esos sujetos tan temidos -que, en definitiva, no son más que jóvenes de barrios carenciados- y el relato de una dirigente social villera de la historia de vida de uno de ellos. El documental cumple su objetivo en tanto y en cuanto nos introduce en un mundo tan rechazado como desconocido, y logra transmitir claramente su punto de vista. Pero sus buenas intenciones desbordan el rigor formal y el resultado es algo caótico; se abren demasiados temas que no terminan de profundizarse y viene a la mente aquello del que mucho abarca y poco aprieta.
Es una comedia que subestima al espectador con recursos humorísticos básicos y previsibles. El mundo conoció a Julie Delpy a principios de la década del ‘90 por su actuación en la extraordinaria Blanc, de Krzysztof Kieslowski. Después siguió enamorando por sus apariciones en la trilogía Antes del… (amanecer, atardecer, anochecer); en las dos últimas, no se limitó a actuar, sino que colaboró en el guión con el director Richard Linklater y el coprotagonista, Ethan Hawke. Por eso sorprende que Lolo, el hijo de mi novia, su sexto largometraje como directora, guionista y protagonista, sea una comedia tan básica, tan carente de refinamiento. Delpy se pone en la piel de Violette para abordar una problemática femenina en la línea Maitena: mujeres de cuarentaipico, separadas o solteras, en busca de amor o sexo o lo que venga, tan neuróticas como frontales, sin vueltas para hablar de sus clítoris o de los tamaños viriles que les vienen bien. Ella encuentra rápidamente lo que está buscando, y un poco más también, porque ese provinciano al que suponía una aventura de verano termina mudándose a París y convirtiéndose en su novio. Pero hay un escollo entre los dos: el mentado Lolo, un adolescente de 19 años que vive con su madre y no está dispuesto a perder los privilegios edípicos que le da esa mamá moderna, liberal y malcriadora. Lo que viene son las mil y una maldades que este grandulón le hace al tal Jean-René para boicotear su relación con Violette. Convengamos que la subjetividad que conlleva la apreciación del cine se multiplica cuando hablamos de una comedia: el sentido del humor es personalísimo. Es decir: tal vez algunos encuentren graciosas las diabluras de Lolo y las consecuentes reacciones de su madre y su candidato a padrastro. Y si uno busca con buena voluntad, termina encontrando alguna que otra situación que merece una sonrisa. Pero la mayor parte del tiempo se trata de un humor que subestima al espectador, básico, previsible, de una ingenuidad rayana en la tontería.