Vox Lux es una película de contradicciones. Desde la cuidada tipografía de los créditos iniciales —diminuta y elegante, más propia de una tarjeta de invitación a un evento literario— hasta la música ominosa y el subtítulo rimbombante, “Un retrato del siglo veintiuno”, se nos anuncia algo grandioso y operático. También hay un narrador, con la voz de Willem Dafoe, que habla como un personaje de Vladimir Nabokov, exageradamente formal, académico y pretensioso. Pero el film enmarcado por estas decoraciones es sorprendentemente sencillo y directo. Hay poco exceso narrativo o expresivo. Más allá de algunos travellings vistosos, la cámara observa la intimidad de los protagonistas sin apuro. Y fuera de las luces del escenario, nos adentramos en interiores crepusculares, teñidos de sombras y colores apagados. La apariencia novelística que aportan la tipografía y la narración se extiende hasta la estructura narrativa, dividida en capítulos. El esqueleto de la trama se parece al de tantas películas sobre artistas: vemos cómo nace una estrella y luego cómo titila, cómo amenaza por apagarse y —finalmente— sigue llameando. Sin embargo, Vox Lux desarticula su esqueleto convencional. Este tipo de film, que nos cuenta la biografía de un músico real o inventado, suele hacer foco en la personalidad excluyente que retrata. Aunque evoque un contexto histórico determinado, destaca la habilidad y el genio individuales. Vox Lux invierte la ecuación. La protagonista, Celeste, es una diva pop como Lady Gaga o Katy Perry, y si bien es buena en lo que hace, es antes que nada un producto de su tiempo. Ya lo sugiere el prólogo, que muestra un tiroteo en una escuela estadounidense. En medio de la violencia, la cámara sigue a Celeste, quien recibe un impacto de bala que daña su columna. Es un hecho ficticio, pero la acción se sitúa en 1999, el mismo año de la masacre en la secundaria de Columbine. Tras este inicio traumático, empieza el primer capítulo. Celeste se recupera en un hospital y realiza ejercicios fisioterapéuticos para volver a caminar. Durante su convalecencia, aprende teclado y canto con su hermana, con quien comparte aptitudes musicales. Y en una ceremonia para conmemorar a los caídos en el tiroteo, Celeste les dedica una canción. Su performance es filmada y pronto se vuelve viral. No tardan en aparecer un representante, la fama y el primer disco. Y en la mañana que graba su video musical consagratorio, caen las Torres Gemelas. Entonces arranca el segundo capítulo, en 2017, con Celeste un ícono mundial, desgastada por la atención mediática, los escándalos, las drogas, los medicamentos, los crónicos dolores de columna y su relación disfuncional con su hija y su hermana. Vox Lux no sólo aspira a lo novelístico sino también al estatus de Gran Novela Americana. Y para lograrlo, copia las estrategias de obras como Underworld de Don DeLillo, American Pastoral de Philip Roth y Middlesex de Jeffrey Eugenides, en las que todo lo que les sucede a los protagonistas tiene un vínculo literal o metafórico con las convulsiones históricas del país. (Ernesto Sabato sería nuestro exponente local, que con Sobre héroes y tumbas y Abaddón el exterminador buscó darnos la Gran Novela Argentina). Pero hay una diferencia crucial entre Vox Lux y estos libros. El film de Brady Corbet no busca una epifanía al final del túnel narrativo. Porque la epifanía no hay que buscarla, está en la superficie. Su tema es, justamente, la falta de profundidad. Underworld, American Pastoral y Middlesex, en cambio, son tomos pesados. No sólo por la cantidad de sus páginas sino también por la proliferación de sus anécdotas, la extensión de su lista de personajes y la seriedad de sus ambiciones temáticas. Al lado, Vox Lux es algo más liviano. Observa, con ironía y compasión, cómo una chica de catorce años se convierte en una mujer de treinta y pico, y cómo lidia con su fama y sus fantasmas. Y lo hace sin pintar frescos panorámicos de la realidad contemporánea, sino contentándose con espacios claustrofóbicos, primero un hospital y luego un hotel, donde Celeste se prepara para una función, discute con su representante e intenta reestablecer su relación con su hija. Excepto que, claro, nuestra protagonista no es cualquier chica ni cualquier mujer. Es la hija de Columbine y del atentado a las Torres Gemelas, un producto millennial que creció junto al auge de internet y las redes sociales. Conexiones y correspondencias que indican las fechas y el narrador, y que le insuflan el aire de una épica a lo que, en definitiva, es un pequeño drama familiar. Natalie Portman, en el papel de Celeste, nos recuerda a la bailarina que interpretó en El cisne negro. Sin embargo, esta vez, no la acompaña la grandilocuencia del director Darren Aronofsky. La mano de Corbet es más sutil y sus planos más estáticos. Es verdad que Celeste está siempre al borde del ataque de nervios y que la cámara a veces intenta seguirle el ritmo. Pero luego mantiene cierta distancia, no entramos de lleno en la vorágine de la diva. Es por eso que Vox Lux termina planteando un sistema dialéctico, donde todo el aparato novelístico (la narración, los capítulos, la tipografía, el forzado contexto histórico) entra en conflicto con la relativa modestia de lo que, finalmente, se plasma en la pantalla. Como si lo épico ya no tuviera cabida en el mundo posmoderno. Por más que la película sea un “Retrato del siglo veintiuno”, por más que lo personal se mezcle con lo histórico, sigue siendo un siglo anti-épico, fragmentado en pantallas, en el que —como dice la misma Celeste— la verdad y las palabras no importan, porque el olvido se lo lleva todo. Vox Lux termina pareciéndose menos a las Grandes Novelas Americanas y más a un pequeño y excéntrico documental, que lleva el mismo subtítulo y que también es sobre un artista, aunque un artista del fútbol, Zidane: un retrato del siglo veintiuno. Quienes lo hayan visto recordarán que la cámara se concentra, durante los noventa minutos de un partido entre el Real Madrid y el Villarreal, casi exclusivamente en el rostro del jugador. Apenas vemos el campo de juego, mucho menos el público en las gradas o la capital española. Durante el entretiempo, hay un pantallazo de las noticias de ese día, imágenes de hambruna y guerra. Y luego regresamos a los ojos del francés, buscando la pelota y visualizando jugadas que sólo él puede ver. Curioso que ambos (autodenominados) retratos del siglo veintiuno releguen al fuera de campo el siglo que pretenden sintetizar a través de una celebridad. Quizás sea un siglo condenado a pasar desapercibido, mientras Celeste y Zidane se llevan todas las miradas y nos aportan poco más que sus propias ilusiones.
En muchos casos, nos lamentamos porque una película es demasiado larga. Hay escenas descartables o argumentos secundarios que aportan poco. Pero en La sirena, el problema es el contrario. Dura menos de 90 minutos y podría -no, debería- extenderse media hora más. Desconozco si el guión original contemplaba otro desarrollo y otra extensión. Lo que terminó en pantalla parece incompleto, casi un borrador. Para el argentino promedio el título puede ser confuso. Hay una sirena, sí, pero no de las que tienen aletas y cantan con los peces. Tampoco estamos ante una criatura del mar salida de Aquaman. No, es una sirena rusa que reclama amor y que, cuando no lo consigue, busca su venganza. Está instalada en un lago rural, pero puede aparecer en cualquier sitio con agua, en una bañera o una pileta de natación. La sirena es rusa porque también lo es la película (aunque acá se estrene doblada al inglés). Y ella no es exactamente una sirena sino una rusalka, una entidad de la mitología eslava que, en sus orígenes, era un espíritu de la naturaleza. Con los siglos, su figura fue mutando hasta convertirse en lo que vemos en este film, un espectro vengativo y seductor que lleva a los hombres a su ruina. Es una leyenda transparentemente misógina y la película lo sabe. Por eso intenta equilibrar la ecuación al darle a una segunda mujer el rol de heroína. Al principio, el protagonista parece ser Roma, un joven nadador que rechaza los repetidos avances de la sirena. Pero su novia, Marina, no tarda en volverse el personaje más resolutivo y relevante de la trama. La acompañan el mejor amigo y la hermana de Roma, y juntos intentan resolver quién es la sirena, de dónde viene y cómo se la puede lastimar. Descubren pistas y llegan a sus respectivas epifanías con una velocidad pasmosa, porque la película está siempre apurada. No se detiene ni para profundizar personajes ni para construir su propia mitología. Hay exceso de ritmo, conflictos entre personajes que se abren y clausuran en pocos minutos. Es como si solo viéramos el mapa conceptual del argumento, dibujado en un pizarrón en el cuarto de los guionistas. Distinguimos datos, conexiones, nombres y relaciones. Pero de repente se borra el pizarrón y solo queda la impresión de que algo hubo ahí. No ayuda, por otro lado, que cada intervención de la sirena sea un baldazo de agua fría. Todo el buen trabajo de cámara e iluminación, todo el suspenso, se disuelve cuando ella aparece. Siempre de la misma manera: primero se acerca lentamente, luego chilla y pega un salto, y su rostro se distorsiona digitalmente. Un recurso tan común que ya perdió toda efectividad (¿Alguna vez fue efectivo?). La película termina abruptamente. Hay un twist o guiño, pero estamos tan mareados que no nos interesa. Es cierto, La sirena no aburre. ¿Cómo podría? No tenemos tiempo para bostezar, como tampoco para que nos importe algún personaje o nos involucremos con la historia. Apenas confirmamos que la película sucede, un hecho en la pantalla. No muy memorable, por cierto.
La sinopsis de Nuestra hermana menor podría ser la de una telenovela. Hay enredos, malentendidos, rencores y enrevesados árboles genealógicos. Y sin embargo, todo fluye armónicamente, como si la trama fuese más lineal de lo que realmente es. Tres hermanas viven en la antigua casa de su abuela. Su padre, años atrás, abandonó la familia para escaparse con una amante; y su madre, tras el divorcio, también les soltó la mano. Así que ellas autogestionaron su crianza. Ahora son adultas, con trabajos, romances y responsabilidades, si bien la más grande, Sachi, claramente cumple el rol matriarcal. Cuando se enteran de que falleció su padre, al que apenas recuerdan, asisten al velorio y conocen a su media hermana, Suzu, que quedó huérfana. Entonces la invitan a convivir con ellas y la tímida adolescente accede sin demasiados reparos. Esta red de relaciones se teje con paciencia y delicadeza. El director japonés Hirokazu Koreeda (Afterlife, Nadie sabe y De tal padre, tal hijo) es dueño de un estilo sutil, depurado, directo y sentimental. Pinta sus relatos con trazos simples y claros, y a veces su búsqueda de la sencillez bordea (aunque nunca cae en) la chatura. Hay, por ejemplo, excesos de simetría. Sachi se enamora de un hombre casado, como lo hizo la amante de su padre, a quien todavía no le perdona su infidelidad. Es uno de los puntos más flojos del guión, porque es un paralelismo forzado. Hay, también, caracterizaciones demasiado transparentes, casi sin sombras. Suzu es un emblema de pureza e inocencia, y dan ganas de que largue algún insulto o le pegue una patada a un perrito callejero, así se vuelve menos perfecta. Y hay, finalmente, atajos narrativos, conflictos (entre hermanas, entre madre e hijas) que se resuelven con algunos gestos amables. Existe una delgada línea entre la sabiduría que sintetiza y la ingenuidad que reduce, y Koreeda no se cansa de recorrerla. Lo salvan sus planos repletos de vida y detalle, con actores que interpretan sus roles aparentemente sin esfuerzo. Es como si las imágenes abrieran un sinnúmero de puntos de entrada para el espectador. Las puertas corredizas de madera y papel, los bollos en una compotera, las miradas cruzadas entre hermanas, la coreografía de los parroquianos en un restorán de barrio, un saludo entre protagonistas que resume miles de palabras que nunca se dirán: cada elemento es una micro-historia. Cuando lo sencillo no es complejo, resulta aburrido. Por eso Koreeda suele explorar situaciones complicadas y agridulces; por eso sus tomas están tan precisamente compuestas. Siempre hay más de un personaje en escena, las hermanas o ellas con sus novios o colegas. Y siempre hay un espacio tangible, físico y social que vemos en la pantalla; y otro, emocional, mental y poblado de recuerdos, que permanece fuera de cámara. Porque el tema de la película, y de la mayoría de los diálogos, es cómo se construye una familia, cómo se edifica diariamente a partir de instantes acumulados, de domesticidad y de rituales, y cómo se define a través de lo que se cuenta y rescata. La familia es hoy pero también es memoria: son los cerezos en flor y el tostado de pescado, las fotografías y las anécdotas compartidas alrededor de una mesa baja. Tantos años de separación, y de padres y madres ausentes, obligan a las hermanas a llenar los baches. Se narran a sí mismas para darle orden a una cronología caótica.
El concepto se vende solo: una mezcla de película bélica y de terror, con nazis, mutantes y zombies. Y si encima los actores entienden la propuesta, el guión funciona como un reloj y la mano del director (el australiano Julius Avery) es firme, ¿qué puede salir mal? Casi nada y prácticamente todo. Operación Overlord quiere ser un film de clase B, pero es un homenaje lavado y respetable. Incluso las escenas de gore podrían llevar un sello de calidad, por más espeluznantes que sean. No hay fisuras ni excesos. Y ni siquiera el alocado concepto es sorprendente, porque es un calco de lo que Wolfenstein, la emblemática franquicia de videojuegos, viene haciendo desde hace décadas. De hecho, la construcción narrativa de Operación Overlord es como la de un videojuego. Adopta la misma lógica geográfica: la trama se desarrolla según la ubicación de los personajes y cómo atraviesan obstáculos para descubrir nuevos niveles de atrocidad. Seguimos los pasos de un pelotón de paracaidistas durante la invasión de Normandía en la Segunda Guerra Mundial. Su misión es entrar en territorio enemigo y destruir una torre de comunicación. Pero el camino -obviamente- resulta ser más sinuoso de lo que esperaban. Quienes sobreviven la sangrienta apertura de la película son: Boyce, nuestro protagonista pacifista y afroamericano; Tibbet, el humorista del grupo; Chase, el fotógrafo; Rosenfeld, capturado ni bien pisa suelo francés; y Ford, el líder, dispuesto a ser tan despiadado como los nazis. Un típico pelotón cinematográfico, metáfora de la variedad étnica de Estados Unidos frente a la monotonía de la raza aria. A medida que nos acercamos a la torre, lo bélico empieza a ceder terreno ante lo fantástico. Hay un laboratorio subterráneo y experimentos salvajes. Hay, claro, monstruos, algunos muertos vivientes y otros superhombres aterradores. Todo ocurre de una manera tan irreprochable como predecible. Los alemanes son cerdos caricaturescos, la pueblerina francesa que ayuda al pelotón es joven y hermosa, el soldado miedoso se volverá valiente, el más moralmente comprometido deberá redimirse, el que no quiere a los niños se convertirá en una figura paterna para el hermanito de la francesa, y así. Lo monstruoso y sangriento es lo mejor de Operación Overlord. Hay un gran manejo del clima y el ritmo. Lo que no hay es una sola toma memorable. Salvo la primera escena de guerra, con los paracaidistas en el avión antes de saltar, las demás están hechas con mucha profesionalidad y poco encanto. El diseño de arte es tan efectivo como trillado. El laboratorio reúne las mismas paredes de cemento, la misma estética medieval y la misma falta de higiene que ya se vieron en infinidades de películas de terror. Y Boyce y Ford (interpretados, con mucho carisma, por el británico Jovan Adepo y Wyatt Russell, el hijo de Kurt) pueden resultar interesantes, pero quienes los rodean son rejuntes de clichés. Operación Overlord es divertida, emocionante y, sin embargo, profundamente mediocre. Para entender por qué, solo basta ver los títulos de inicio y de cierre. En ambos casos, hay una lograda parodia del cine de los años 40. Pero el film no continúa este juego cinéfilo, no hace nada con la estética vintage a la que hace referencia, aparentemente sin motivo. Es como si le faltara la inteligencia o la ambición para ser algo más que un tibio acercamiento comercial al más truculento y barato cine de género.
La nueva película de Albertina Carri es como una montaña. De ella no diríamos que es buena, regular o que le faltan árboles alrededor de la base. No analizaríamos su sentido junto a sus hermanas en una cordillera. Sólo la mediríamos desde un punto de vista práctico, si quisiéramos escalarla. Pero es inmune a los juicios de valor. Apenas podríamos describir lo que nos hace sentir, opinar que es majestuosa o imponente, y nada más. Las hijas del fuego es así, ni buena ni mala. Ignora deliberadamente los esquemas del supuesto cine de calidad. No hay una trama, sólo un viaje entre amigas y amantes por el sur argentino. No hay personajes, sólo cuerpos que, de vez en cuando, comparten anécdotas y recuerdos, pero que no terminan de configurar personas con profundas psicologías internas y largas historias de vida. Hay, sí, mucho sexo explícito, pero las partícipes no siempre cumplen con los cánones de belleza. Tampoco el sexo está justificado por algún horizonte dramático o para avanzar la caracterización de las protagonistas. El sexo está ahí porque sí. Al pensar una película de estas características, se nos presenta un gran desafío: el concepto del film es tan ineludible que su ejecución puede pasar a un segundo plano. Una vez aceptada la idea inicial, es difícil determinar cuándo hay una orgía de más, cuándo una escena entorpece el ritmo del conjunto, cuándo una confrontación entre las heroínas y algún genérico macho opresor está mal planteada. El exceso, la falta de inercia, cierta torpeza en las actuaciones, más que errores son la consecuencia de lo que la película propone: no una obra acabada y pulida, para admirar en la pantalla, sino un disparador o esbozo. Las hijas del fuego está más cerca del juego que de la narrativa. Plantea una serie de reglas compositivas y nosotros nos adentramos (o no) en el terreno dominado por esas reglas, el círculo mágico, como le dicen los ludólogos. ¿Y qué reglas? Formas de mostrar el sexo: siempre haciendo hincapié en el placer femenino. Maneras de contar la historia: el avance del periplo, la sumatoria de compañeras de viaje, los momentos íntimos y las charlas en la cama. Estilos de filmar: la alternancia entre planos claustrofóbicos, con mucho fuera de foco, que nos involucran en el acto; y planos más lejanos, pintorescos, que discuten con el arte occidental y su representación del cuerpo femenino. Dentro de estas reglas, Las hijas del fuego encuentra múltiples variaciones: tipos de cuerpos y escenarios; distintos placeres, el reprimido, el solitario, el generoso; a medida que crece el número de integrantes, nuevos abordajes visuales para que tres, cuatro, seis subjetividades entren en el plano, cada una con su búsqueda. La misma película encara su propia odisea. Una voz en off -pretenciosa, afectadamente poética y sin embargo necesaria- se pregunta (y nos pregunta) qué es porno, cómo se puede filmar, cómo se puede mostrar el cuerpo. Las hijas del fuego no sólo dialoga con el porno vintage que algunas vez se proyectó en salas de cine sino también con el porno digital, que como todo lo digital es variado, insondable y masivo. Ya no es necesario hundirse en dudosas butacas subterráneas. El porno está inmediatamente disponible en cualquier pantalla. Puede, incluso, ser feminista y body-positive. Ya no sorprende, se volvió algo cotidiano. Y lo que hace Las hijas del fuego es decir: bueno, ya dejamos atrás las épocas de escándalo y rumores susurrados, ya lo vimos todo en mil pantallas e incluso lo imitamos y repetimos en la vida. Entonces, ¿ahora qué? ¿Cómo lo renovamos?
Para Hitchcock, el documental era obra de Dios, o mejor dicho, de la vida misma, la casualidad, el destino (una ficción, en cambio, era obra del director, convertido en Dios). Jacques Rivette, mientras tanto, no distinguía entre categorías: para él, toda película era un documental de su filmación, de la cultura y los actores involucrados. Ahora bien, si toda película es un documental, entonces todo documental tiene algo de ficción, porque hay una cámara, un recorte de tiempo y espacio. Esto siempre fue evidente pero nunca tanto como ahora, donde cualquier persona con un celular puede volverse un documentalista de su existencia cotidiana. Un posteo en Instagram o en Snapchat da cuenta de hasta qué punto todo momento se ficcionaliza al ser fotografiado. Mujer nómade, aunque esté lejos de ser un video para redes sociales, es parte de nuestra actualidad audiovisual. Se presenta como un documental sobre la ensayista y filósofa Esther Díaz. Pero no solo es sobre ella, sino también de ella. Aunque el director sea Martín Farina, Díaz se perfila como coautora. Ya lo avisó en 2016, cuando arrancó el rodaje, en una entrevista para Página/12: “Martín me dijo que es la primera vez desde que hace documentales que el objeto de su investigación, que soy yo, lo está ayudando”. De hecho, Mujer nómade podría pensarse como una versión cinematográfica de los ensayos de Díaz. No hay un registro periodístico de su vida. Muchas escenas están explícitamente actuadas, especialmente sus conversaciones con otros, por teléfono o durante una cena. Y cuando habla, suele mirar al lente. No responde las preguntas de un entrevistador, sino que expone sus pensamientos. Más que nada, reflexiona sobre el cuerpo, cualquier cuerpo pero también el suyo, su piel, sus órganos, sus puntos erógenos, el cuerpo como campo de batalla y de experimentación. Díaz se ofrece como ejemplo. Vemos cómo le inyectan botox, cómo le cortan el pelo, cómo hace ejercicio, cómo se encama con un hombre más joven que ella (y su juventud es un dato importante, que ni la cámara ni la propia filósofa dejan de resaltar). “Martín me planteó que le daría mucho volumen a la película si aparecen cosas sexuales. No tengo ningún problema, le dije, me tenés que conseguir el chongo”, había adelantado Díaz en la entrevista ya mencionada. Y efectivamente, le consiguieron un chongo. No hay voyerismo, porque ella parece controlar -al menos, en parte- cómo se la muestra. Por un lado, su voz en off comenta lo que vemos (es lo más flojo de Mujer nómade; la relación entre lo visual y lo verbal resulta a veces demasiado literal y torpe). Y por otro, su cuerpo no es observado; ella se exhibe. Hay una dimensión performativa, como si expresara físicamente sus palabras. Lo privado se vuelve una performance, o más de una. Hay usuarios de Instagram que mantienen dos cuentas: la primera para todos sus contactos, con las fotos más cuidadas y pulidas; y la segunda para su círculo íntimo, con imágenes menos glamorosas y -supuestamente- más reales. En ambos casos, hay una curaduría de lo cotidiano. Se le muestran ciertos contenidos y cuerpos a ciertos públicos. Esta dinámica se refleja en Mujer nómade. Hay una Esther Díaz sobre el escenario, en una conferencia; otra en el quirófano; otra bajo la mirada de su chongo; otra cuando expone en frente de la cámara. En un momento ella dice que un objeto cualquiera, al ser enfocado, se transforma en un hecho estético. Lo mismo un cuerpo, sea el de ella o el de un usuario en línea. La pregunta es siempre: ¿Qué hago con mi cuerpo? ¿Qué recibe -qué like o cariño o droga o dildo o inyección- y qué comunica y para quién? Es un tema perfecto para el cine, y el documental de Farina y Díaz lo aprovecha.
Marcela (Mercedes Morán) perdió a su hermana y su vida cotidiana es una coreografía alrededor de esa ausencia. El duelo, en Familia sumergida, no es lacrimógeno y pasivo. Es, en cambio, una sucesión de momentos -activos, impredecibles- en los que no se está con la persona ausente. Dicho de otra manera, el duelo distrae y lleva a la dispersión. Ella se divierte con sus hijos, habla con su marido y luego coquetea con un joven. Pero está sumergida en el pasado y se tropieza constantemente con los fantasmas de su familia. Lo fantástico impregna toda la película. No sólo reaparecen los muertos sino que además los vivos se vuelven monstruosos. Incluso un momento lúdico entre madre e hijo tiene su lado grotesco. Hay voces roncas, brazos que se contorsionan, un juego o performance sin reglas o guión. Es una escena tierna, aunque también remite al amigo imaginario de Danny en El resplandor, ese que habla, con voz quebrada, a través de un dedo índice. Más adelante, al final de la película, cuando se reúne la familia extendida de Marcela, y tras algunos tensos intercambios de opiniones, los invitados descomprimen su incomodidad bailando torpemente, sin gracia, como si fueran extraterrestres que simulan hábitos humanos. Todo está enrarecido y adquiere un signo de pregunta. La muerte no sólo obliga a reevaluar lo que ya fue sino también lo que es. Como si Marcela, al ver a su hijo, su marido o su familia, se preguntara: “Y ellos, ¿quiénes son?” Estas escenas son las más logradas en la película. Ni cómicas, ni fantásticas, ni dramáticas, son fronterizas y ambiguas. Pero están interrumpidas por otras escenas, más predecibles, que podrían ser descartes de La ciénaga, Abrir puertas y ventanas o La luz incidente. El cine argentino ya hace dos décadas que produce este tipo de sutiles y delicados retratos familiares en clave de cine contemplativo, y hace falta algo realmente sorprendente para destacarse. Al ser una ópera prima, es quizás inevitable encontrar a una artista todavía en busca de su identidad. María Alché, la directora y guionista, irrumpió en el cine como la protagonista de La niña santa, en la que también actuó Morán. Y es cierto que algo de Lucrecia Martel hay en Familia sumergida. No sólo de La ciénaga sino también de La mujer sin cabeza y Muta. Esta última, una irreverente publicidad para la marca de ropa Miu Miu, muestra a un grupo de mujeres en un barco. Nunca vemos sus rostros; sus movimientos son erráticos. La banda sonora es ominosa, llena de susurros y sonidos inquietantes. Bordea el terror, sin ingresar en él. Es el mismo recorrido que, en sus momentos más efectivos, transita Familia sumergida. Y ahí está lo más promisorio de Alché, en ese límite, en su capacidad para maniobrar entre registros, para llevarnos a un lugar donde lo fantástico es un gesto de lo cotidiano.
Acostumbrados a tantas representaciones cinematográficas de posesiones demoníacas y exorcismos, lo que nos sorprende de este documental es hasta qué punto se superponen la realidad y la ficción. Porque si bien los poseídos en la película de Federica Di Giacomo no son exactamente como los que filmaron William Friedkin o James Wan, tampoco son tan distintos. Llegamos a sospechar que sus golpes, gritos y voces roncas o satánicas están influidos por el cine y la literatura, como si ellos hubieran sido embrujados no necesariamente por el demonio sino por una metáfora, una visión agónica de la existencia que recuerda al famoso poema de Dylan Thomas, ese que dice: “Rabia, rabia ante la muerte de la luz”. El Padre Cataldo es un sacerdote exorcista en Sicilia. Muchos de sus pacientes –por llamarlos de alguna manera– o no son creyentes o no lo eran hasta hace poco. Solo buscan una solución a sus problemas y no han podido encontrarla a través de las vías convencionales de la medicina y la psicología. Una de las protagonistas, antes de acudir al Padre Cataldo, probó suerte con innumerables neurólogos, quienes no alcanzaron a explicar –o directamente ignoraron– sus reiteradas molestias físicas. Otro, un joven lleno de tatuajes y piercings, no sabe cómo justificar sus imprevisibles ataques de nervios. Y una adolescente, arrastrada a la iglesia por sus padres, parece una típica teenager reservada hasta que entra al templo de Dios y se le transforma la cara, su boca ensaya mil muecas y sus ojos se vuelven blancos. Para los tres, la posesión demoníaca es una posible manera –quizás la única– de entender lo que les está ocurriendo. Ante las imágenes de condenados que patalean en el piso, que gritan como si apenas fueran humanos, que hablan en tercera persona o en nombre del demonio, que pierden el conocimiento o que tiemblan al ser salpicados por agua bendita, al espectador no le queda otra posibilidad que recurrir al famoso apotegma socrático y admitir que lo único que sabe es que no sabe nada. Federica Di Giacomo ni juzga ni intenta explicar, sólo muestra algo casi inentendible, al menos desde una perspectiva racional y secular. Es la expresión de un límite: más allá de estos rostros contorsionados, lo indecible, el misterio. Por otro lado, está la presencia de la cámara. Los personajes nunca miran al objetivo, nunca reconocen que están siendo filmados. Y los documentalistas no intervienen ni con su voz ni con su cuerpo. Al mismo tiempo, la complejidad del montaje y la pluralidad de tomas comprueban que el proceso de filmación no pudo haber pasado inadvertido. Debemos preguntarnos, entonces, si lo que vemos en la pantalla son actuaciones, si el acto del registro interviene en los eventos registrados. Lo que sí parece ser genuino es la emoción y desesperación de los endemoniados, que la iglesia administra con una mezcla de compasión y burocracia. En una escena, quizás de las mejores de la película, el Padre Cataldo realiza un exorcismo a través de un celular, un momento que resume todo lo ridículo, cómico, preocupante y sublime tanto de su institución como del fenómeno metafísico del que se ocupa como un funcionario de lo espiritual.
Al ver Las Vegas, la película que abrió el BAFICI, es difícil no imaginarse las palabras del guión y el sonido de un teclado. Las discusiones entre los personajes son como partidos de tenis. Van y vuelven los argumentos, las peleas, las recriminaciones. Pero lo que parece gracioso en la página no siempre funciona en frente de la cámara. La comicidad en el cine se construye a partir de la química entre los actores, la conversación muda de gestos y movimientos corporales, el ritmo del montaje, la cadencia de las voces. Y los diálogos punzantes de Juan Villegas, director y guionista, se suceden mecánicamente. Todo está demasiado armado y preparado para que salten chispas y explote el conflicto. Laura (Pilar Gamboa) y su hijo Pablo (Valentín Oliva) pasan las fiestas en un departamento de Villa Gesell. Casualmente, en el mismo edificio, un piso más abajo, el ex de Laura y padre de Pablo, Martín (Santiago Gobernori), está veraneando con su flamante -y joven- novia Candela (Valeria Santa). Son obvios los ingredientes de este cóctel de incomodidad, celos, deseo y amargura. Y los personajes hacen poco para maquillar la situación. Pablo es hermético e inexpresivo, Laura es demandante con su hijo y celosa frente a Candela, Martín deja que todo fluya y nunca se hace cargo de nada, y Candela es una incógnita, porque el guión no desarrolla su personaje. Eso sí, sabemos que es colombiana porque Laura se lo remarca una y otra vez (nunca queda claro si Villegas entiende que la xenofobia de Laura no es simpática). Así planteado el juego, los pelotazos verbales se lanzan sin tregua. Una chicana engendra otra; un reproche enciende otro. Eventualmente, tras tanta lucha, despunta la ternura. El resultado es un humor ocasionalmente forzado. Los personajes parecen estar obligados a decir lo que dicen. Y, sin embargo, esta afectación no deja de ser coherente, porque los protagonistas son tan caprichosos como la película. De alguna manera, si los diálogos nos suenan a veces artificiales, es porque el gran tema de Las Vegas es la dificultad de decir lo que uno realmente quiere decir bajo el aluvión de palabras inútiles que se desata en el intento.
Un documental arrollador, vital y melancólico. João Moreira Salles rescata fotos y filmaciones del Mayo francés y la Primavera de Praga, rodadas por amateurs o canales de aire, y las mezcla con home movies de su madre durante su viaje a la China de la Revolución Cultural. Es una película sobre hechos históricos, pero abordados desde nuestro intenso ahora de conflictos armados y protestas masivas en cientos de países. Los debates televisados que vemos en la pantalla, aunque se emitieron a fines de los sesenta, no quedarían fuera de lugar en algún noticiero actual. Las preguntas que se plantean siguen vigentes: ¿En qué consiste la relación ambigua entre los movimientos estudiantiles y los obreros? ¿De qué sirve reclamar transformaciones sociales sin presentar alternativas concretas? ¿Cómo se puede preservar la frescura y la intensidad de una revolución sin caer en la solemnidad y la auto-parodia? La mirada de Salles no es ni complaciente ni condenatoria. Se emociona con la energía y los sueños de los jóvenes franceses de 1968, quienes por unas semanas creyeron poder cambiarlo todo. Se detiene en una joven que habla por teléfono con la madre de un compañero. La señora quiere saber dónde está su hijo y la muchacha le asegura que está sano y salvo. En el rostro de la chica percibimos una absoluta felicidad. Está totalmente consciente del momento único que le tocó vivir. Las calles parisinas están invadidas por el grito común de su generación, y ella no puede evitar hablarle a la señora con cierta condescendencia. Entre ambas media un abismo: la madre pertenece a un mundo antiguo y de valores arcaicos; la estudiante es lo nuevo, lo que vendrá, el progreso. Pero Salles, aunque empatiza con la segunda, tampoco le da la razón. Más adelante descubriremos que ese mundo y esos valores supuestamente anticuados no se habían perdido en el pasado sino que estaban listos para reafirmarse en el presente. La manifestación más grande del Mayo francés fue en realidad la contramarcha conservadora. Repasamos, también, las historias de ciertas figuras mediáticas, cuyas vidas resumieron los vaivenes de los movimientos sociales que encabezaron o simbolizaron. Daniel Cohn-Bendit fue el más vocal y conocido de los estudiantes franceses, y lo vemos en el ojo de la tormenta, rodeado de compañeros o en un panel televisivo, defendiendo la causa. Pero también escuchamos sus reflexiones posteriores sobre lo ocurrido, empapadas de ironía y desilusión. Asistimos, de esta manera, a un diálogo audiovisual entre la inmediatez de 1968 y el análisis retrospectivo que llegaría después. Cohn-Bendit, en sus escritos, lamenta haberse dejado cooptar por la prensa tradicional, que usó su imagen para vender revistas. Reconoce su propia extenuación y desgano. Admite que sus apariciones públicas se volvieron un teatro ambulante. Comenzó a cumplir con lo que otros esperaban de él y se olvidó de las emociones genuinas que antes lo habían inspirado. Aunque también concede que, desde un principio, siempre aprovechó sus dotes de actor, para sonar más convincente y llamar más la atención. Lo cual quizás sea inevitable: lo político, sin importar el signo, siempre tiene un poco de performance. Algo parecido sucedió en Checoslovaquia, donde la cantante Marta Kubišová fue el emblema del interludio reformista entre enero y agosto de 1968, que duró hasta la llegada de los tanques soviéticos. Tras la invasión, Kubišová se adaptó al restablecimiento del viejo orden, y sus canciones se volvieron ingenuas y baladíes, siguieron el rumbo de “normalización” que imperó en el resto del país. También conocemos a otra figura, no mediática sino personal: la madre de Salles. Su periplo por China, lleno de sorpresas y alegrías, contrasta con las trayectorias amargas de Cohn-Bendit y Kubišová. Es que el gigante asiático emprendió una revolución triunfante, al menos si consideramos su perpetuación en el tiempo. Las de Francia y Checoslovaquia se extinguieron, pero la de Mao siguió para adelante. Sin embargo, el caso chino es el único que el documental observa desde una perspectiva extranjera. Sobre el Mayo francés, escuchamos los testimonios de franceses como Cohn-Bendit. Sobre la Primavera de Praga, vemos películas caseras hechas por checos y oímos las canciones de Kubišová. Pero a la Revolución Cultural sólo nos acercamos a través de las impresiones de una brasileña y de Alberto Moravia, el escritor italiano. Por eso el aparente optimismo de los pasajes rodados en China es más complicado de lo que parece. Es como si Salles ubicara al paraíso siempre más allá, como concepto o posibilidad, un lugar al que todavía no sabemos cómo llegar. Incluso el éxito chino sólo puede entenderse como tal desde el punto de vista sesgado y limitado del visitante. No se trata exactamente de bajar los brazos, sino de entender lo que implica una transformación de la sociedad: los sacrificios colectivos, el salto al vacío de lo desconocido, los prejuicios sociales que se resisten al cambio. Resuenan las palabras de Cohn-Bendit, cuando le preguntan por qué los estudiantes quieren derribar un orden sin saber con qué remplazarlo: responde que, en el difuso impulso de los jóvenes, al menos está la idea de un mundo mejor.