Las razones de Clooney “Un cineasta, especialmente cuando enfrenta un gran tema, es al menos alguien que enciende un fuego entre un film y nosotros. Para calentarnos, para jugar juntos, para merecer el riesgo de quemarse con él. Quitemos este riesgo, y el cine se convierte en una pobre cosa, decente y muerta” (Serge Daney) Hay una escena en Secretos de Estado que condensa su fundamento estético e ideológico, al mismo tiempo que sus virtudes y sus limitaciones. Un primer plano luminoso del gobernador (Clooney) en el púlpito, quien promete sin esfuerzo medidas a tomar en el futuro, es intercalado con las sombras de dos protagonistas que discuten fervientemente y deben tomar decisiones cruciales. Se trata del jefe de prensa (Ryan Gosling) y del principal asesor (Phillip Seymour Hoffman), los cuales ejercen verbalmente su rol de poder con una enorme bandera norteamericana de fondo. Esta especie de reminiscencia a la alegoría de la caverna platónica representa un aspecto clave del film: lo que vemos son apariencias que tenemos que aceptar por realidad; la verdad es inaccesible e inimaginable ya que ninguno estaría preparado para conocerla; es la que se gesta entre las sombras. Aquí, el fuego de la famosa alegoría aparece sustituido por la bandera, lo cual no constituye un dato menor, puesto que la película es un sólido thriller que toma la política como tema pero con la forma de un relato genérico industrial propio de una tradición (Lumet, Gavras, Stone) a la cual refiere ya desde la tipografía de sus créditos iniciales como de su afiche (con la doble cara sugerida), inscripto más en la obviedad significativa propia del universo visual publicitario que en una imagen cinematográfica. En efecto, la historia, focalizada en una feroz interna presidencial, juega en todo momento con la idea de la doble faz y la doble moral. En el inicio mismo, la puesta en escena como forma de persuasión mediante la seducción del candidato, con luces y discurso, se muestra a la manera de un ensayo y luego deviene en actuación. Cada aparición es similar a un recital: aquello que se ve en el escenario está dirigido en una cabina donde la adrenalina no es menor por el grado de responsabilidad que implica. Lo interesante es cómo se trabaja para que ello se mire a través de los oyentes en el auditorio, de quienes se encuentran detrás del show y finalmente, de nosotros como espectadores. En reiteradas oportunidades, aún haciendo el amor con su atractiva compañera, voluntaria en la campaña (Evan Rachel Wood), el joven ambicioso Stephen no perderá ocasión para distraerse y evaluar cómo se ve en pantalla su candidato. Tal mecanismo, que podría haber sido formalmente sostenido como punto fuerte en cuanto a una reflexión sobre la mirada como móvil, es opacado por otro signo de permeabilidad en este juego de realidad/apariencia: la palabra. Clooney propone un filme dialéctico con muy buenos diálogos, fluidos y potentes, moderados y a punto de hacer estallar a sus ejecutantes, pero sin caer, por fortuna, en la sobredimensión (todas las actuaciones están muy bien). De hecho, por momentos, recurre a buenas elipsis verbales o a cortes para que no agobien los discursos y jamás se pierda de vista el detrás de escena. No todo lo que se dice o se dirime se explicita, sino que es sustituido por música o con un plano fuera de campo. En los primeros quince minutos ya asoman delineados los roles activos en la trama maquiavélica: la política, la prensa, la publicidad, entre las principales instituciones. Cada uno tirará de la cuerda y esconderá su mejor carta para posicionarse en pos de su triunfo hasta nuevo aviso. Ser amigo o traidor por conveniencia, ésa es la cuestión. No obstante, lo anterior no alcanza para eludir un recurso que ubica a Secretos de Estado como una película más (interesante por cierto) dentro de las propuestas que nos llegan del país del norte frecuentemente como ficciones industriales (vuelvo sobre esa enorme bandera de fondo), con sus héroes enfrentados a diversos obstáculos en su camino al destino triunfal, los lugares comunes (el político que se sobrepasa, la infaltable subtrama amorosa), la velocidad de los acontecimientos y una seducción narrativa que tiene el mérito de no soltar nunca al espectador pero que le ofrece una visión un poco trillada y fácil de la política como práctica (no hallaremos aquí nada que no imaginemos). Es en este sentido que Secretos de Estado no deja ser un film “dominado por lo visual”, como diría Daney, ya que apela a una serie de imágenes discursivas ya vistas y transitadas dentro de una tradición cinematográfica como televisiva. La solidez narrativa y el oficio, más bien clásico, de Clooney como director, no logran disimular el academicismo y la visión un tanto lavada de la política. Recomiendo, para confrontar, L´Exercice de l´État, de Pierre Schoeller (comentada en este sitio por Mex Faliero y vista en el último festival de Mar del Plata), con intenciones parecidas pero mucho más rica por su carácter ominoso.
Un viaje alucinante Werner Herzog forma parte de esa clase de cineastas a los que determinados rótulos genéricos no les cuadra o al menos habría que considerarlos con cierto cuidado. Decir que La cueva de los sueños olvidados es un documental (por lo menos en su sentido más convencional) representa, al igual que en sus trabajos anteriores, una insuficiencia puesto que la película intenta desplazarse en forma permanente hacia otros terrenos, a la vez que confirma, una vez más, los rasgos de una poética personal. La historia de base es así: en el sur de Francia, en 1994, tres exploradores encontraron una cueva con imágenes pictóricas, las más antiguas descubiertas hasta la fecha. Por supuesto, esta es sólo la excusa para que con poco material y limitaciones técnicas evidentes, el cineasta alemán descubra, fascinación mediante, una nueva forma de sinfonía visual, una expresión estilizada de un paisaje (“instante congelado en el tiempo”) y una reflexión sobre la forma en que el ser humano se representa con imágenes. Desde el inicio, la delicada partitura musical, sumada a la voz en off del director, nos instala en un ámbito hipnótico (procedimiento similar a otra obra mayor y recomendable del realizador, Lecciones de oscuridad), mientras la cámara viaja y envuelve panorámicamente toda la naturaleza circundante a la cueva de Chauvet. Es el primer signo de desplazamiento, uno de los momentos de poesía, de búsqueda de imágenes, uno de los puntos sobresalientes dentro de las preocupaciones de Herzog y de su posición con respecto al estado actual del arte cinematográfico. Bastan algunas declaraciones al respecto, a propósito de una retrospectiva dedicada en Buenos Aires a su obra hace unos años: “Estoy harto de las imágenes de las revistas, de las tarjetas postales. Estoy harto de entrar a una agencia de viajes y ver un cartel de Pan Am sobre el Gran Cañón: es un desperdicio, imágenes gastadas”. O la famosa aseveración en la película de Wim Wenders, Chambre 666, de 1982: “Lo que pasa simplemente es que sólo quedan pocas imágenes”. Por algo llegó a decir que se iría a Marte a buscar imágenes puras. Este sentido político en torno a la representación aparece como constante desde Fata Morgana (1971) hasta la increíble The wild blue yonder (2005), y se reitera con variantes en esta nueva incursión, al presentar las pinturas como una forma de protocine por encerrar en su naturaleza misma la posibilidad de movimiento, como si aquellos artistas fueran realizadores que proyectan su ilusión (sus sombras) sobre las paredes (pantalla). Herzog imagina los sujetos con antorchas frente a la superficie, bailando, e inserta un pasaje de Fred Astaire para establecer una ocurrente continuidad histórica y para confirmar el carácter atemporal del registro humano. A esto se suma la necesidad de recontextualizar estéticamente esas imágenes, de aportarles un nuevo universo de sentido. Para ello, recurre una vez más al poder del relato, a la fascinación de contar e inventar historias. Hay en la película diversos niveles de enunciación que apuntan a cautivar a los oyentes, desde la misma voz en off, pasando por los testimonios científicos, hasta las sentencias de carácter más universal. Nunca el relato es una simple exposición de cabezas parlantes. Otros momentos a través de los cuales el mero registro queda descartado se hacen evidentes en la forma en que la cámara mira a los protagonistas y éstos mismos devuelven su mirada. Son instantes que marcan la sensación de estar en otra esfera existencial (“la cueva es como una cápsula del tiempo”), experiencia que se repite en el epílogo donde se contrasta esta maravilla descubierta con unas centrales nucleares muy próximas. Allí se nos muestra el plano detalle de los ojos de cocodrilos mutantes albinos y se escucha al propio Herzog diciendo “al ver las pinturas, pensé qué harían con ellas. Nada es real, nada es cuento”, una reflexión que apunta a la cuestión de la mirada y que, a esta altura, postula la ilusoria verdad de todo registro documental. En efecto, parece decirnos el director, con pocas imágenes se puede mostrar todo lo que uno pueda ser capaz de recrear. No obstante, una vez más, el desafío es mayor. Es conocida el aura que se ha generado en torno a cada experiencia de rodaje del alemán (otro acervo de historias extraordinarias), y ésta no es la excepción. En primer lugar, por las limitaciones técnicas que supone filmar en un lugar tan acotado, tóxico y con el tiempo justo. La primera parte es una exposición de las dificultades que ello supone. Sin embargo, Herzog no hace de esto un lamento sino que explora las posibilidades expresivas que tal ámbito ofrece desde lo visual pero también desde lo sonoro: “Vamos a oír el silencio de la cueva”, mientras se escuchan progresivamente latidos -lo que recuerda a la hermosa frase que inaugura El enigma de Kaspar Hauser (1974), si de continuidades y poéticas hablamos-: “¿No oyes la horrible voz que grita en el horizonte, a la que normalmente se le llama silencio?”). Por último, una breve coda sobre el 3D, modalidad que parece despabilar a varios en los últimos tiempos. El mismo Herzog se encargó de explicar su uso (“cuando vi el relieve de la caverna, comprendí que el único modo de transmitir cabalmente la noción de ese espacio era filmándolo en tres dimensiones”). La modalidad elegida confirma sus ambiciones ilimitadas (equipos complejos en espacio reducido), a la vez que invierte el postulado que parece predominar en la actual industria del entretenimiento, por el cual una idea debe estar sujeta a la explotación tecnológica. Aquí, se elige el camino contrario, en pos de un sueño.
Otra historia mínima... y van? La película de Pablo Giorgelli es noble por cuanto apuesta a un modelo narrativo simple, con personajes creíbles, con momentos que viran hacia un realismo casi documental. También es un desafío técnico importante por la cantidad de minutos que transcurren dentro de un camión en marcha para detenerse en la relación casi silenciosa de una joven, su bebita y el hombre que debe llevarlas desde Asunción hasta Buenos Aires (el director ha confesado que tardaron cuatro años en concluir el proyecto). Previo a ello, le debemos un hermoso contrapicado sobre unas acacias. Tal situación parece invitar al género de road movie, sin embargo, la escasez de lugares o paisajes devela que las intenciones pasan por desarrollar con sólo algunas líneas de diálogo la pequeña evolución (¿amorosa?) de los personajes. Esta actitud es un buen contrapunto frente a cierta idea de cine argentino industrial, obsceno en sus declamaciones, pero no logra disimular algunos inconvenientes. En primera instancia, que tanto cálculo estético, basado en los supuestos de la sencillez, sea como una especie de trabajo práctico para circuitos festivaleros como Cannes. En relación a otros antecedentes, en este sentido, no aporta demasiado. Da la impresión de que los franceses continúan premiando el exotismo que les gusta ver, más allá de los méritos artísticos del filme. Sin embargo, a las funciones de Las acacias, durante el último festival de cine de Mar del Plata, concurrió mucha gente, con prolongados aplausos incluidos. Es de esperarse que el gesto del público no sea una pose y que dure el tiempo suficiente para que la película se mantenga en cartelera. No obstante, advierto en ese rasgo de adhesión un cierto mecanismo reparador que, desde lo afectivo, funciona en la historia y representa un esfuerzo del director por captar una sensibilidad a partir de decisiones que toma con respecto al destino de los personajes (se supone que se volverán a encontrar), en la forma que intercala primeros planos (de la beba) y en una espera para el protagonista que valió la pena. Son esos pocos minutos que uno no esperaría encontrar, a fin de que se muestre, en todo caso, la doble cara que tiene toda relación y que basta para pensar un poco más en el carácter ambiguo de lo “real”. Este costado un poco sensiblero (que algunos críticos identifican con “calidez humana”), si se quiere, representa a mi criterio el punto más débil de una propuesta formalmente interesante.
La épica rentable La película de Rachid Bouchareb (no me atrevo a mencionar la traducción local del título) generó controversias en el Festival de Cannes de 2010 y fue candidata al Oscar. Estos datos perecen lógicos si uno se detiene en la extraña fusión que hace el director entre el marco político al que alude y los códigos genéricos del cine negro de gánsters. Tal osadía se queda a mitad de camino. Tenemos, por un lado, un conflicto (la represión francesa contra argelinos independentistas), muchas veces transitado desde la ficción y el documental, como fondo para contar la historia de tres hermanos, desde 1925, donde son echados de su tierra junto a sus padres, hasta 1962, fecha de la independencia de Argelia. En este sentido, no se aporta nada nuevo y en todo caso se incurre en una dudosa ambigüedad a la hora de referir los hechos donde se pasa fácilmente de la manipulación de datos hasta la declamación didáctica de frases hechas y poco sutiles (“la revolución es una máquina excavadora”), o de una postura ideológica fuerte acerca de ciertos ideales (el sentido de matar por una causa) que deriva en un sentimentalismo redentor innecesario. En efecto, durante el desarrollo de la historia, se insertan algunas escenas que pretenden instalar dilemas éticos en los personajes/hermanos (ser un revolucionario o un rufián, la causa o la familia, matar o perdonar) que progresivamente se diluye y cede el lugar al sacrificio individual como causa del triunfo colectivo, es decir, una especie de mesianismo barato, claramente identificado con ciertos cánones industriales cuyos protagonistas son héroes indiscutibles. En este punto, lamentablemente, Bouchareb no se juega por una línea argumentativa respecto de la Historia y se resigna a concesiones. Por otro lado, es evidente que la candidatura al Oscar deviene por la forma que elige para narrar a partir de los códigos del cine negro, de gánsters. Luego de un comienzo acelerado donde se suceden rápidamente las fechas como excusa (un tanto forzada) para introducir los destinos cruzados de los tres hermanos, se inicia un periplo que remite (vorazmente) a momentos de El padrino, Los intocables (hay escenas casi calcadas) pasando por los clásicos de los años treinta, con sus rasgos característicos: ascenso y caída de los personajes, afán de poder y trascendencia (sea para crear un frente revolucionario como para crecer como rufián), abundante dosis de violencia, la conexión con la tragedia en su inevitable destino fatal y el coqueteo constante con la idea de familia como justificación para ser mafioso. Bouchareb traslada estos códigos, los incorpora en una estética noir y pretende conformar con un relato fácil de identificar con el espectador para disimular la pobreza de la resolución de los planteos políticos que había insinuado (la posibilidad de problematizar los métodos utilizados para sostener una causa, ya sea, reprimir a mansalva desde el aparato estatal o asesinar a un compañero revolucionario por comprar una heladera con los fondos del movimiento sin aceptar su arrepentimiento). En este sentido, no evita inscribirse en una serie de films controvertidos que despiertan más reacciones por sus supuestos ideológicos que por sus logros estéticos (Munich, La vida es bella, films embusteros si los hay), lejos de otros que, sin cacarear, logran tensionar lo estético y lo político de una manera más productiva (Caché). Las imágenes de archivo musicalizadas al final, como corolario del destino de uno de los hermanos argelinos, son una muestra de esa tradición lacrimosa.
Esteticismo vacuo ¿Qué es ser un cineasta ambicioso? ¿Reconstruir la historia del universo? ¿Mostrar el drama que acarrea la muerte de un hijo y mezclarlo con prolijas estampas del Cosmos? ¿Ocuparse de temas supuestamente trascendentes? Los críticos deslumbrados con la última película de Malick (ganadora en la edición 2011 de Cannes), a juzgar por sus argumentos, parecen conocer la respuesta. Para quien escribe, no es más que un producto que se toca el ombligo todo el tiempo. No tengo otra forma de expresar la decepción que me produjo El árbol de la vida, un insufrible regodeo visual montado fragmentariamente que dura más de dos horas y podría ser, por su estética, un trailer de cinco minutos. La historia (si es que hay una), inspirada acaso en retazos autobiográficos, alterna entre el pasado de una familia americana de los cincuenta y el presente de un integrante (Sean Penn) que revive oníricamente el dolor por la pérdida de uno de los hermanos en medio de rascacielos, signos obvios de una feroz modernidad. Al comienzo, se escucha su voz profiriendo “el mundo está mal… todo es codicia… y cada vez empeora” (¡todo un hallazgo!). Paralelamente, el director introduce una cantidad de imágenes que parten del Big-Bang y marcan un camino evolutivo, es decir, una especie de paraíso sensorial en busca de emociones que, más allá de su preciosismo formal, está vacío de contenido. A diferencia de cineastas como Herzog, capaz de ir a buscar imágenes a los confines del mundo para recontextualizarlas, como parte de una postura radical contra un mundo contaminado de artefactos visuales, Malick elige apoyarse en parafernalias digitales que evocan las presentaciones de PowerPoint que se reciben por correo electrónico. Es difícil permanecer indiferente ante esto en una pantalla de cine, es cierto, pero también es complicado digerir cada plano como si fuera el último, con el abuso de la steadycam y esa sensación de mareo que genera el acercamiento a los personajes con reiterados cortes. Para colmo, la última media hora desemboca en una pobre representación de la muerte que, en todo caso, sustituye algún atisbo de reflexión filosófica por una postal new age. El árbol de la vida es el cúmulo de ciertos vicios que ya se insinuaban en La delgada línea roja y El nuevo mundo: saturación de la voz en off, los movimientos danzarines de la cámara que asfixian y la meditación sobre temas filosóficos. Es la clase de filmes que tienen la habilidad de promover en los críticos diversas nomenclaturas genéricas: “sinfonía visual, poema sinfónico, melodrama familiar”, entre otras. Una pérdida de tiempo ante una acabada muestra de egocentrismo expresivo. Me pregunto, tratándose de un director excéntrico y escurridizo, que ha construido un aura de misterio en torno a su figura, que suele aparecer muy poco públicamente, que maneja la cámara para dar indicios de su omnipresencia y nos susurra frases tan trascendentes sobre el universo, que inaugura la película con un enigma bíblico, Malick, ¿no será Dios?
La viudez del cine Viudas es un claro ejemplo de cine argentino que atrasa y que es condescendiente con las exigencias de una industria que no se resigna a dedicar gran parte de sus subsidios (con los inestimables aportes multimediáticos) para sostener productos complacientes y banales. No está mal que esto exista, pues tiene su legión de espectadores demandantes; en todo caso, es discutible que exista una fachada de película seria, defendida por una de sus actrices en algún programa de televisión en desmedro de otro filme que, al menos, es más sincero en sus planteos de divertimento. Pero más allá de la anécdota, la última creación de Carnevale adolece de una serie de vicios que representan, a mi criterio, un defecto visible y comprobable en parte de la tradición cinematográfica de nuestro país: un conformismo atroz. Los motivos: -Parte de una idea dramática al borde de lo inverosímil (un hombre tiene un infarto; en el hospital se juntan su mujer y su amante joven; antes de morir, él le pide a su esposa que la cuide; la joven se instala en la casa), un disparate que sólo se puede sostener con una decisión genérica a la altura de las expectativas creadas (hay, al principio, algún atisbo de comedia negra que luego se abandona). Sin embargo, Carnevale elige uno de los géneros populares más sentidos, el melodrama, pero sin un ápice de visión crítica y cayendo en todos los lugares sensibleros que uno pueda imaginar. Con ello, hace honor a una larga lista de programas televisivos insufribles donde los personajes declaman y lloran en primer plano. -Tiene criaturas muy pobres. Graciela Borges está desaprovechada y es conducida todo el tiempo al juego de las lágrimas que el guionista le ha preparado, haciendo hincapié en una infinita aflicción; Valeria Bertucceli se suma a la agenda de actores y actrices que no componen un personaje, sino que se repiten y hacen de sí mismos en cada una de sus interpretaciones, con signos recurrentes (en este caso, una puteada y un tono inexpresivo); Martín Bossi, en su patética performance de una travesti paraguaya, hace honor a la necesaria inclusión en esta clase de filmes de referentes televisivos de moda como una necesidad de captar telespectadores (en su aparición se conjugan su reconocimiento como el imitador del programa de Tinelli y la Electra de Infama). -La música subrayada por un cuestionable piano de dudoso gusto puntúa permanentemente los momentos dramáticos, cayendo en una lógica saturación. Por otra parte, está ese horroroso clip con la versión de Paisaje a cargo de Vicentico (sí, el marido de Bertucelli, el que siguiendo la línea de su transgresora esposa, dijo en un programa que “Jagger era un careta”; como se ve, en esta película, no hay nada como la familia unida). -No se incluye un solo plano que se justifique estéticamente por algo; todo es arbitrario y televisivo (abundancia de planos medios, planos y contraplanos en los diálogos sin matiz alguno, primeros planos llorosos y poses dignas de una publicidad). Se podrían añadir más razones, pero se transformaría esto en una especie de manual para encontrar defectos. Por lo pronto, me animo a decir que, de prosperar esta línea de películas en la taquilla, el que se queda viudo es el cine.
Principio de incertidumbre En tiempos donde las últimas grandes convocatorias de público a las salas se basan exclusivamente en películas que invitan a turistas para dar una vuelta por París y regodearse en su enciclopedismo (perdón Allen, lo tenía que decir) o en rescates inverosímiles (a los pitufos no les pido perdón), uno se lamenta de que Copia certificada no se estrene en algunos lugares o permanezca poco tiempo en cartelera. En fin… La última obra de Abbas Kiarostami, en todo caso, insiste en espectadores que miren, descubran, a la vez que recrea los rasgos de una estética propia de autor, que no envejece, en un filme que muchos temieron y hasta desdeñaron como occidental, de una vitalidad notable. El primer plano ya representa una apuesta en ese sentido: mientras transcurren los títulos, vemos una mesa, un micrófono preparado, un libro y la pared de fondo. No hay música y se escuchan los sonidos fuera de campo de gente que habla. La duración permite armar el marco paulatinamente; luego, alguien aparece por el borde de la pantalla y se dirige al auditorio (que aún no vemos) para anunciar la llegada del hombre que dará la conferencia. A continuación, el contraplano general muestra al público sentado y bien atrás, apenas perceptibles, los tres personajes que serán relevantes en esta historia: el escritor, una mujer y un niño. El director no utiliza artilugios manipuladores para dar vida a sus criaturas, las coloca para que las descubramos, para que indaguemos en el interior del espacio/pantalla (no necesariamente en una primera visión). Esto implica una determinada concepción de la realidad cinematográfica como una entidad compleja, sin efectos deformantes, el signo propio de una tensión entre ficción y documental que el director iraní ha sabido construir desde su primer largo, a saber, una cierta idea de transparencia a través de la cual las cosas se muestran como son mediante el registro de una cámara. Esta idea, por supuesto, nada tiene que ver con el reflejo de la vida, sino con la posibilidad, en todo caso, de acentuar su carácter ambiguo o el encanto propio de la incertidumbre. Lo maravilloso es que Kiarostami no recurre para tal fin a ningún recurso que apele a lo sobrenatural. En efecto, esta pareja (en más de un sentido posible) conformada por William Shimell y la extraordinaria Juliette Binoche inicia un recorrido por Toscana durante un día, sin embargo, en algún momento del trayecto, en una escena memorable dentro de un café con una lugareña, lo aparentemente cotidiano cede el lugar a un juego de apariencias, a otra instancia de lo real que progresivamente ganará terreno en el relato. Es allí donde las preguntas surgen y se produce justamente la interrogación sobre la naturaleza de aquello que consideramos lo real. Como si se tratara de un procedimiento cortazariano en literatura, Kiarostami produce un extrañamiento en la mirada del espectador y lo involucra en el mismo juego que sostienen los personajes. Hay un momento en que lo cotidiano se abre hacia otro ámbito y el tiempo se suspende. Aquí aparece otra de las constantes de su filmografía: la suspensión temporal iniciada a partir de un viaje o recorrido (como en otra obra maestra del director, ¿Dónde está la casa de mi amigo?). El trayecto que desarrolla la pareja tiene como fondo la hermosa ciudad italiana, sin embargo, se elude en todo momento la postal turística, ya sea a través de imágenes que apenas se filtran por los vidrios de un auto o por la intromisión a ciertos rituales que acentuarán la ambigüedad de la situación. Son momentos en los que el tiempo se dilata, donde cada parada (corta en su duración real) tiene una densidad que la hace eterna. Ciertas líneas de diálogo refuerzan lo anterior. Él le dirá dentro del auto “no es nada sencillo ser simple” o “prefiero viajar deliberadamente sin rumbo”, dos frases que pueden vincularse con el cine del director. Por otra parte, como en todo viaje, las identidades se transforman (al igual que la alteración de una obra de arte); la genialidad aquí consiste en disimular dicha transformación. Copia certificada no sólo participa del conjunto de películas que hacen grande al cine sino que también actualiza el comentario de Godard luego de ver Viaje a Italia de Rossellini: para hacer una película sólo se necesitan dos personajes y un auto.
Las trampas de la fe "Tu película no está hecha para pasear los ojos, sino para penetrar en ella y ser absorbido por entero". Robert Bresson De dioses y de hombres (en otro despojo de sentido por parte de los distribuidores locales que alteraron los términos en la traducción con respecto al título original) se basa en un hecho verídico, a saber, un grupo de monjes secuestrados y asesinados en Argelia, en plena guerra civil. Que los datos más referenciales sobre el hecho en cuestión aparezcan recién al final es un acierto, pues Beavious no elige el camino testimonial como centro de su película, sino la recreación estética de lo supuestamente acaecido un tiempo antes de la tragedia en el monasterio, mostrando los quehaceres cotidianos de los protagonistas, su misión, la relación que entablan con los habitantes de la comunidad y los rituales que sostienen. Toda esa aparente calma no deja de obviar la tormenta que se avecina: la constante presión de los fundamentalistas sobre el lugar y el miedo que se activa a partir de ello. Pese a que el gobierno los quiere proteger, éstos se niegan. A partir de allí, la película trabaja un argumento signado por la espera y por las decisiones que deberán tomar los monjes frente a las acciones sangrientas que allí afuera los desbordan, es decir, dos mecanismos bien efectivos para mantener la tensión en el espectador. No obstante, lejos de encadenar en forma desenfrenada los acontecimientos, Beavious se toma el tiempo suficiente para trabajar los espacios con cuidadosos movimientos de cámara que observan el claustro con sus silencios, la calma de la naturaleza, representada plásticamente a partir de una fotografía inobjetable, en contraste con el bullicio exterior donde predomina la muerte y la violencia, es decir, la amenaza. Esto se condensa en una escena que alterna un rezo de los monjes mientras un helicóptero merodea encima del monasterio y que se potencia a partir de los efectos de sonido. Si bien existe la contraposición, ciertas líneas de diálogos son un esfuerzo para evitar un maniqueísmo en la exposición del conflicto político y en la construcción de los personajes. En un momento, un representante del gobierno les dice que gran parte de la culpa por los desastres internos en el país la tiene Francia y su afán colonizador que produjo un atraso en la región. Ahora bien, tomar decisiones tiene implicancias morales, y si se es religioso, más todavía. Por ello, en el seno mismo del grupo surgirán los conflictos por decidir qué es lo que está bien o qué es lo más conveniente, si irse y proteger las propias vidas o quedarse y consagrarse a una idea. Es aquí donde no sólo aparecen las trampas de la fe que invaden a los protagonistas (la vacilación sobre el sentido de convertirse en mártires, de sostener ciertas creencias) sino también las del director. Las primeras son lógicas; las segundas, acaso, son discutibles. El punto de vista escogido nos coloca indefectiblemente del lado de los religiosos en el plano discursivo como formal, los muestra a partir de encuadres y planos que emulan pinturas de carácter sacro, nos determina con colores claros el ámbito por el que se mueven, confiriéndoles una pretensión de trascendencia. Es también otra escena clave la que evidencia este procedimiento, una tentativa de dramatizar sin palabras la satisfacción por haber hallado la certeza de por qué permanecer y tal vez sacrificarse. Los monjes compartirán un vino, se verá en sus miradas la risa y el llanto, mientras suena El lago de los cisnes. No hay más lugar para las dudas, todos han decidido quedarse. El resultado es un momento emocionante pero con la salvedad de que aparece enfatizado con elementos expresivos subrayados con la composición de Tchaikovsky. ¿Alcanza esto para hablar de una película religiosa, espiritual, atemporal, como varios críticos expresaron? A mi criterio, no. Sigo prefiriendo las formas de entender la trascendencia tal como lo hicieron, entre otros, Bresson, Pasolini o Buñuel; ellos sí tenían a los hombres en la tierra y con legítimas dudas sin necesidad de embellecerlas. Más que “pasar los ojos”, uno se sentía “absorbido”. Este es, tal vez, el aspecto menos convincente en De dioses y hombres, cuando la incertidumbre se transforma en seguridad, en emoción inducida, en espectáculo. Eso sí, con calidad.
Corre Hanna, corre... Todos habrán visto alguna vez o recordarán la famosa escena de Intriga internacional (1959) de Alfred Hitchcock en la que Cary Grant es asediado por una avioneta fumigadora en medio de una desolada locación. Sólo un maestro podía transformar una situación común de espionaje en un momento único de cine, donde la fuerza expresiva de lo visual se sobrepone frente a lo que a priori podría tomarse como un absurdo (¿quién planearía cazar a un tipo de esa manera?). Pues bien, salvando las distancias, hay que celebrar que algo de esto exista en la película de Joe Wright, donde ciertos preceptos básicos del género son trabajados desde un marco un poco más enriquecedor que lo que se ve frecuentemente. Como si ello no alcanzara, el director logra hacer convivir elementos cuya fusión, a primera vista, haría temer lo peor. Me explico. Hanna (Saoirse Ronan) es una jovencita de apenas dieciséis años entrenada para matar por un ex agente (Eric Bana) que a su vez es intensamente buscado por una jefa de la CIA (la gélida Cate Blanchett). Este esquema argumental y muy convencional funciona en la primera parte de forma más que interesante a partir de la voluntad de la puesta en escena por seducirnos con una fotografía bellísima y planos abiertos al inconmensurable paisaje nevado, aún con encuadres cuestionables como el de un ciervo destripado y la bella joven al lado, pictóricamente mostrados con una cámara que asciende y se aleja. En efecto, el inicio desconcierta al no dar referencias espacio-temporales concretas, al estar despojado de música incidental y al provocar una especie de extrañamiento, sin introducción vertiginosa de conflictos. Se disfruta esa etapa donde se avanza sobre el adiestramiento del personaje pero al mismo tiempo sobre la ansiedad que tiene de cumplir su misión y de cambiar de vida. Claro está, aquí comienza lo previsible. En el intento de los demás por atraparla, se iniciarán las clásicas persecuciones con fragmentación de planos, velocidad, riesgo y otros recursos conocidos. Sin embargo, cuando creemos que todo está perdido o consagrado al mero entretenimiento, reconocemos un rasgo redimible inmediato: las extensas corridas de la heroína parecen un baile coreográfico electrónico. Sin duda, la música de los Chemical Brothers contribuye, pero más allá de eso, se nota la virtud de Wright por buscar espacios que funcionen desde un punto de vista expresivo y que tengan en común su condición laberíntica. Esta voluntad por correrse permanentemente del género para potenciar cinematográficamente situaciones convencionales juega a favor, desde mi punto de vista, de la película (lo podrán ver perfectamente al final). Por otro lado, sale victorioso ante una serie de ideas, lugares y personajes puestos como descansos que cualquier thriller desecharía de antemano, además de ofrecer un recorrido multicultural muy gracioso que va desde Leipzig hasta Marruecos, pasando por un número de flamenco, hasta Berlín como trasfondo de la acción principal. Que se filtre un gesto por hacer algo distinto, con una buena dosis de cine, en tiempos en que las imágenes explotan, no es algo desdeñable.
Humano, demasiado humano Depardieu y toda su corpulenta humanidad pueden ser un buen motivo para disfrutar esta película de Jean Becker. Ver desplegada tanta vida en la pantalla tiene su encanto. ¿Cómo no querer a Germain, un cincuentón casi analfabeto, impulsivo, torpe, gracioso y bonachón? El personaje que compone el veterano actor francés es una delicia. Lo vemos activo en un mundo bastante cruel, con su madre al borde de la locura, en la cantina con los amigos desplegando una serie de rituales machistas, trabajando de lo que puede y con una joven novia que lo sigue con su ómnibus por todas partes. En esos pocos instantes, donde busca la paz en un banco de plaza y cuenta palomas, conoce casualmente a Margueritte (Gisele Casadeus), una entrañable anciana con quien mantendrá encuentros seguidos para escuchar las historias que lee. El punto de partida es tentador pero difícil de sostener si no se confía plenamente en la calidez de los personajes, y lo que Becker elige es complementar la potencia expresiva de ambos con momentos cotidianos de Germain (que funcionan bien) y con algunos flashbacks bastante feos (que funcionan muy mal) donde asistimos a recursos psicoanalíticos muy básicos para explicar obviedades. Esta necesidad de redundar en información por sobre lo que las imágenes muestran, tendrá dos momentos incómodos: uno, mientras la anciana lee un pasaje de La peste de Camus referido a las ratas que se mezclan entre los humanos para ir a morir. La voz de Margueritte es persuasiva y el rostro de su interlocutor lo dice todo, sin embargo, el director decide ilustrar las palabras con un arsenal de roedores, como si no confiara en el poder de ese semblante. Toda la humanidad de los personajes se ve relegada, al subestimar al espectador. El otro, verá su corolario en la voz de Depardieu mientras corren los títulos finales, explicando poéticamente escenas que ya vimos. Sin duda, los flasbacks y las voces en off son dos recursos cinematográficos tradicionalmente peligrosos, y esta película lo confirma. Por el contrario, los momentos destacables son aquellos donde, cámara en mano, el director sigue la rutina de Germain , con sus filosas frases y su preciosa ingenuidad, sus miradas tristes y sus pequeñas transgresiones, como escribir su nombre en un monumento público. Desparejo también es el modo en que se insertan los diálogos. En ocasiones, fluyen naturalmente por la gracia interpretativa de los actores; en otros tramos, caen en la grandilocuencia del didactismo, de la literatura ocupando el lugar del cine, con cierto aire a películas como El cartero, esto es, el personaje común y corriente que aprende del letrado. Además, se notan los típicos latiguillos de guión que hacen a la construcción de los personajes y a su evolución (cuando las cosas van bien, Germain emboca el dardo en el centro del tablero frente a la sorpresa de sus amigos) como a forzar los encuentros (a ella justo se le cae el libro que dará el puntapié a las conversaciones). No exenta de emociones y ráfagas sutiles de humor, Mis tardes con Marguerite se debate entre estos dos polos, a saber, la humanidad de sus criaturas y la caída en los lugares comunes. El final es un ejemplo más de cómo se puede caer en concesiones, donde el cine se aleja de la vida y se acerca a un mundo moral de ilusiones. Cada cual sabrá con qué quedarse.