Sólo vine a cortarme el pelo El cine de David Cronenberg siempre fue desconcertante y, por supuesto, inquietante, perturbador. Forma parte de una generación de cineastas que, a su manera, supieron continuar la línea de otros grandes directores en los sesenta y los setenta como sintomatólogos del presente (ver excelente artículo de Silvia Schawarzböck en la revista Kilómetro 111, La escena contemporánea), lanzando diagnósticos terminales sobre la humanidad en esta nueva etapa de mercados tecnológicos y de la conformación de una nueva sensibilidad. Ahora bien, si Spider (2002) marcaba un cierto desplazamiento temático de la descomposición de la carne hacia la mente de un esquizofrénico, marcando un punto de inflexión, Una historia violenta (2005), Promesas del Este (2007) y Un método peligroso (2011) provocaron una catarata de rumores disconformes, amparados bajo el temible fantasma de la autoría: que el canadiense se había vuelto clásico, que no se notaban sus marcas personales o que había perdido fuerza (tan sólo porque ya no abundaban explosiones de cabezas o bichos saliendo de los cuerpos). Otros, incluso, festejaron con bombos y platillos este supuesto nuevo rumbo. Contrariamente, creo que este bloque de films que llega hasta Cosmópolis (2012) confirma la habilidad del director para moverse dentro de parámetros industriales en un aparente clasicismo sin resignar en absoluto sus obsesiones (como sí hizo Scorsese con Hugo, por citar un ejemplo), como una forma de reinventarse, además de confirmar una vez más su particular habilidad para llevar a la pantalla grande literatura sin dejar de respirar cine. Cosmópolis es una novela de Don DeLillo ambientada en el año 2000 que se sostiene en base a ráfagas narrativas, donde los hechos suceden en relación a la escasez de tiempo que se tiene en la era del capitalismo en su etapa más salvaje, allí donde los seres humanos han perdido cualquier tipo de capacidad afectiva, el lenguaje se reduce a la banalidad de dos o tres frases entrecortadas y el valor de intercambio material alcanza velocidades inimaginables, a tal punto que, como reza el epígrafe de la novela (también el del film), “la rata deviene moneda de curso legal”: es decir, el carácter transitorio, pasajero y convencional de las cosas, aún del vil metal, es la marca del futuro. La película comparte este efecto demoledor acerca de la reducción de toda experiencia sensorial perdida en el desaforado mundo del capital tecnológico. Pero allí donde la velocidad opera en la novela como una marca visible desde lo formal por el ritmo en que se cuentan los hechos, Cronenberg nos ofrece una morosidad que mantiene desvelado, que intranquiliza y tensa los mecanismos de espera hacia algo que parece estallar y nunca lo hace subrepticiamente (rasgo compartido con Un método peligroso), como si quisiéramos escapar de algo que no podemos (poder hipnótico le llamarán algunos, sólo que aquí somos conscientes de lo que vemos en pantalla). Desde el comienzo, el plano secuencia nos introduce de lleno en “el radiante brillo del capitalismo” a través de esa fila de limousines atascadas hasta llegar al protagonista de la historia, un joven multimillonario interpretado por Robert Pattinson, más vampiro que nunca con su rostro pálido y su semblante monocorde, cuyo capricho es cruzar Manhattan en busca de su peluquería, hecho que lo llevará (en un final bien borgeano) al encuentro con el personaje de Paul Giamatti, ese “otro” que marcará su inevitable destino. Es así que el riesgoso trayecto se convierta en una especie de antiodisea, pues, en vez de aventuras dignas de destacar, nos enfrentamos a diálogos sobre finanzas con diversos personajes que ingresan a la limousine-nave cibernética, a relaciones sexuales esporádicas y revisiones médicas, conservando un espacio dramático asfixiante y claustrofóbico. Mientras tanto, el afuera está signado por un clima apocalíptico de movimientos continuos que contrastan con el estatismo interior: manifestaciones, gente sosteniendo ratas, personas corriendo y un presidente que visita la ciudad con riesgo de atentados. Hay una escena que marca la idea de capitalismo sordo y salvaje, aquella en que el protagonista conversa con otro mientras el auto se mueve como producto de los ataques de manifestantes, sin que la charla se altere en lo más mínimo. Los quiebres se producen cuando Eric sale. Allí juega a ser el marido de una hermosa rubia, entre otros signos que no develaremos aquí para no contar el final, como una forma de desafiar el aburrimiento cotidiano. Todo lo anterior no queda relegado, afortunadamente, al plano narrativo. Cronenberg apuesta a las imágenes como portadoras de sentido y como móviles para generar una especie de extrañamiento, ya sea con la lentitud de sus recorridos con la cámara o con la utilización de angulares deformantes para connotar esa especie de mundo (in)feliz informático, cerrado al consumo y consagrado a la frialdad de sus participantes. En aquellos momentos en que los personajes bajan a la realidad de las calles, su palidez se confronta con los otros seres, de carne y hueso, con sangre, que no participan de la misma carrera que unos pocos privilegiados y dueños del mundo. El director vuelve sobre la desaparición del sujeto, en este caso, extraviado en una acumulación de gestos mínimos y acciones intrascendentes (“me acurruco y trabajo”, “leo libros y bebo brandy”) donde poco se sabe sobre qué hace el otro y su vida es un valor de intercambio sostenido en la utilidad del momento (cuando el custodio no sirve más, Eric lo mata con frialdad); también sobre la idea de un mundo donde es necesario renovar los placeres cada segundo. Hay una escena maravillosa en la que el médico revisa la próstata (asimétrica) del protagonista y éste comienza a excitarse con la mujer sudorosa que tiene en frente apretando una botella de agua mineral. Cosmópolis parece, a primera vista, anacrónica en su planteo. Me hizo acordar mientras la veía a Life without principle, de Johnnie To (2011); por un momento creía ver algo desfasado de lo contemporáneo, donde se hablaba de hechos ya conocidos. En una segunda lectura, uno se da cuenta de que el problema es la saturación de información mediática sobre estos temas que genera la impresión de que uno los viene viendo y escuchando durante décadas y, sin embargo, son recientes. También, en una segunda lectura, la película de Cronenberg confirma que su cine es esa imagen viral que queda impregnada en la retina una vez más, capaz de someter nuestra mirada a extraños placeres.
El grado cero del cine La cantidad de palabras que uno pueda emplear para referir algo consistente acerca de estos productos heredados de los videojuegos y mostrados en pantalla es directamente proporcional a la duración de cada plano: así como el tiempo de espera y de reflexión para el espectador es prácticamente nulo, de la misma forma no hay análisis posible para casi una hora y media de efectos especiales, zombies mutantes y personajes acartonados. Por ende, sólo valgan algunas consideraciones. Resident evil 5: la venganza es muy pobre narrativamente; no suma con respecto a las otras más que una catarata de explosiones y destellos visuales pensados para el 3D. No se puede evaluar más que dentro de la lógica mecánica de un juego pero en una sala cinematográfica. Hay cinco films y podría haber veinte más como tantas pantallas se logren avanzar en una play. Eso sí, en los primeros minutos, tendremos una rápida reseña de las anteriores a fin de recuperar la memoria aunque sea por unos segundos. Con lo anterior, quedan excluidos todos aquellos que no comparten el fanatismo por los “fichines”, porque no hay resquicio donde se pueda respirar frente a una sucesión interminablemente gratuita de impactos visuales, propios de una realidad falsa donde incluso los ojos celestes de la bella Jovovich son producto de la transmutación digital. La quinta película de la saga es una traslación directa, no resigna nada de su fuente original; es similar a los libros que se ilustran en pantalla para el deleite de aquellos que le exigen fidelidad al cineasta cuando adapta un texto literario. Hace un tiempo se generó una polémica entre críticos y seguidores incondicionales de la saga de Batman. La discusión alcanzó ribetes preocupantes por el grado de agresividad expresado ante el disentimiento acerca de las virtudes de la película de Nolan. Sospecho que los mismos admiradores de esta saga dudarían al menos un momento en defender esta quinta entrega. No obstante, uno advierte en esos debates la necesidad de legitimar el escenario que esta clase de películas ofrece: ninguna señal de sentimiento ni de pensamiento; sólo una galería de mutantes queriendo comerse al resto de los mortales. Se podría extrapolar esto a la ideología que subyace respecto de la representación, donde la virtualidad apocalíptica reemplaza progresivamente a cualquier vestigio de humanidad, objeto alguna vez del cine moderno. Más que nunca, sólo para fanáticos incondicionales.
La visión de un cineasta “Es cineasta aquel o aquella que expresa un punto de vista sobre el mundo y sobre el cine, que resulta de una percepción y de una asimilación de los filmes existentes antes que él…” “¿Pero hay algún placer más poderoso que el de sentirse perdido en un filme? Tal es el gesto de la poesía en el cine.” (Jean Claude Biette) Hay un doble movimiento que se puede rastrear en la corta, hasta el momento, filmografía de Dumont. Por un lado, la lectura de la tradición autoral en la que parecen inscribirse sus películas. Más allá de ciertas referencias a la poética de Dreyer, cada plano de Fuera de Satán recuerda a Robert Bresson y vuelve a ratificar su estilo despojado, de distanciamiento pero con una estética cuidada y de búsqueda constante. Esa explotación de la materia sonora que reemplaza a todo indicio de emoción inducida por la música, a la vez que evita cualquier aprehensión de sentido dictada por mecanismos narrativos convencionales, es la forma que tiene el director de revitalizar la obra del maestro francés. No obstante, en un segundo movimiento, está su gesto (no exento de provocación) a través del cual se manifiesta un punto de vista sobre las posibilidades del cine, sobre su alcance y su estado dentro del complejo mapa contemporáneo. Desde esta perspectiva, se instala una política estética que rechaza algunos principios tranquilizadores y estables, fácilmente reconocibles dentro de la industria del entretenimiento. En primer lugar, el desconcierto por no hallarse el espectador en un lugar referencialmente seguro (¿qué estamos viendo?, ¿dónde sucede esto?, ¿quiénes son estos personajes?). Como hiciera antes en La humanidad, coloca contadas criaturas a deambular por una geografía inmensa, natural, donde no pareciera haber más ley que el instinto. La indeterminación espacial es un signo político; el hecho de correrse de la capital parisina, de la urbe, para indagar en otras fronteras, con personajes al borde de la civilización (o por fuera de ella), habla de zonas que mediáticamente no se ven ni se venden como parte del paraíso europeo. Tal representación del mundo posibilita que su protagonista, un hombre extraño capaz de matar pero de hacer milagros, junto con su mejor amiga, decidan qué hacer según las circunstancias, alejados de convenciones éticas y morales establecidas. Dumont explora sus rostros, apuesta a los silencios e inserta lo religioso como una duda, como parte de un ascetismo que se resiste a cualquier interpretación alegórica. Por ello, la ausencia de ángeles, campanas o haces refulgentes tal vez no sea un estímulo viable para una platea muda al final de la película que no concibe el placer más allá de entenderlo a partir de lo inmediato. La puesta en escena enmarcada en esos escenarios bajo luz natural, con rostros “vivos”, sin maquillaje, habla de una radicalidad que, además, tiene su fundamento en el tiempo. La duración de cada plano, la reacción contra la supuesta comodidad del espectador sedada con explosiones audiovisuales, es otra forma de provocación que da cuenta de un síntoma en parte del cine contemporáneo y que alude a la espera, a una forma de educar la paciencia para invitarnos a mirar (y retener). Por ello, la visión del cineasta Dumont invita, en todo caso, a recuperar un modelo de espectador capaz de entregarse nuevamente a la maravillosa ambigüedad que es capaz de entregar el cine (aunque ello ponga en vilo su principio de placer).
La repetición no hace la diferencia Birmania padeció un gobierno brutal y autoritario desde 1964; allí, entre quienes se opusieron a ese régimen, está Aung San Suu Kyi (Premio Nobel de la Pazy líder pacifista), a quien se supone se consagra La fuerza del amor, intentando reconstruir parte de su historia familiar y política. Todos sabemos que las dictaduras son horribles, que la tortura es deleznable y que hay países que atentan permanentemente contra los derechos humanos. También sabemos que existen diversas variantes estéticas a la hora de mostrar un tema con mucha tela para cortar, ya sea por el trasfondo político como por el personaje en cuestión. No obstante, Besson elige la forma más empalagosa, convencional e industrial posible para suplir la falta de rigor histórico y eliminar cualquier atisbo documental que enriquezca la narración cinematográfica. De este modo, la película es una sumatoria de imágenes prestadas de tarjetas postales cuando consagra tiempo a los planos generales y una invitación a caer en las garras de la manipulación emocional con una omnipresencia musical que se instala como remedo de la insuficiencia de contenido ideológico. No hay matices en esta historia: los malos son muy malos y los buenos, muy buenos. El dolor aparece estilizado constantemente y hasta los insectos deambulando por el piso son bellos ante el preciosismo formal que Besson (gran trabajador de la estética publicitaria) nos regala con sus prolijos encuadres de gente llorando y colores chillones sabiamente distribuidos según lo requieran las circunstancias. Hace rato que el francés fotografía seres antes que filmarlos (sólo recuerdo con estima El perfecto asesino) y esta no es la excepción. Nunca se ocupa de su humanidad sino de una planificación estética gratuita de sus entornos, aún los más humillantes (es así que hasta un personaje torturado en una cárcel puede recrearse con fines estéticos soportables a la vista). El hecho político y la acción militante de la protagonista se pierden en el abandono de la óptica occidentalizada y etnocentrista que retrata un modelo muy débil de personaje, extraviado incluso ante la figura de su marido (poco soportable David Thewlis, en una doble interpretación). La heroína es insulsa como la película misma. El relato obedece al imperativo veloz que rige este tipo de superproducciones, correctas pero vacuas, pasajeras, al igual que las dos horas y pico que dura la historia. No hay tiempo para pensar y todo ocurre a una velocidad alarmante; los hechos son “tocados” muy por arriba porque el drama explotable desde la ficción en su faceta más sensiblera se impone sin concesiones ante la fuente documental. El único atisbo de “realidad” lo constituye el cartel aclaratorio del final, más cercano a una entrada de enciclopedia que a una impronta autoral. En definitiva, la misma intrascendencia a la que nos tienen acostumbrados los estrenos de cada jueves.
Sólo quiero que me amen (atención: se revelan detalles de la trama) Una sensación de realidad gana terreno en el fundido a negro que abre la película a medida que transcurren los títulos y se escuchan voces y ruidos de fondo. Inmediatamente, un encuadre ya clásico en los hermanos Dardenne para presentar al protagonista de once años, Cyril, y una secuencia inicial notable donde quedan planteados los signos de su universo afectivo (el padre y una bicicleta) marcado por la carencia. Sólo unos minutos para introducirnos en el presente de la película. Poco sabemos del pasado de los personajes: en todo caso, los seguiremos en este lapso de tiempo que nos narra el film, aunque la palabra “narración” sea un tanto exagerada a la hora de considerar a los creadores de joyas como Rosetta, El niño y El hijo. Nunca la historia obedece a una sucesión forzada de acontecimientos, sino al accidente, a las coincidencias que depara el azar. Así es como Cyril, por casualidad, mientras huye del centro del que se ha escapado, conocerá a su tutora, la persona que restituirá por un momento su bicicleta, es decir, su libertad. A partir de ese momento, se entablará entre ambos un vínculo, una filiación que apenas puede disimular la ausencia paterna y enfrentar la cruda realidad de una clase que aspira a breves lapsos de felicidad, interrumpidos por la indiferencia e inmadurez de los adultos y los constantes robos de la bicicleta. Con pocos elementos, los cineastas indagan una vez más sobre las relaciones afectivas pero desde un lugar despojado, sin recurrir a la psicología ni al sentimentalismo. Esto no impide que uno se emocione con la profunda humanidad de las criaturas que pueblan la historia; la sensibilidad de la película no se construye a golpe de efectos y de palabras, sino a base de miradas, silencios y presencias físicas. El acercamiento de la cámara con planos medios y generales encuadrados de manera no convencional, con sonidos de ambiente siempre remarcados, representa una marca de incomodidad, de realismo (baziniano si se quiere) donde la ambigüedad de las acciones sobresale ante cualquier intento de montaje desmesurado. Los planos y contraplanos obedecen la mayoría de las veces a un leve desplazamiento de la cámara que nunca pierde de vista la integridad y la unidad espacial. Una de las particularidades que hace genial a El chico de la bicicleta es el uso de elipsis, la forma de dar continuidad temporal a los acontecimientos haciendo invisible la alteración que producen los cortes. Nunca perdemos de vista al protagonista, siempre escuchamos su respiración, sentimos su infortunio y disfrutamos de sus recorridos con la bicicleta, verdaderos momentos de libertad cinematográfica (no puedo dejar de evocar dos películas emparentadas en este sentido, Ladrón de bicicletas y Los 400 golpes). Siguiendo la tradición de dos maestros como Dreyer y Bresson, los Dardenne acentúan la materialidad del cuerpo del pequeño protagonista a partir de los colores de su vestimenta y resaltan su existencia en el rostro, la concentración del dolor que lleva por dentro. A propósito de Bresson y de Diario de un cura rural, decía Bazin en su libro ¿Qué es el cine?: “ese lenguaje que no puede ser el de los labios tiene que ser el del alma necesariamente”, afirmación que podría extrapolarse a Cyril. La parquedad de su rostro no es más que la desazón interior ante la falta de afecto. Hay leves insertos musicales que constituyen un punto aparte y que postulan un cierto halo de trascendencia en la mirada hacia el personaje. El primero de ellos se da mientras la hosquedad de lo cotidiano se neutraliza en la imagen del pequeño durmiendo. La forma de encuadrar y el acercamiento de la cámara generan un halo celestial en torno a su figura, una forma de protección que conmueve. El segundo acompaña el recorrido de Cyril en la bicicleta, otro instante de trascendencia (como el inmortal Antoine Doinel de Truffaut corriendo por la playa). Ambos son como los fotogramas de una cartelera, momentos de fugacidad a los que nos tienen acostumbrados maestros del cine contemporáneo. Son lapsos congelados en el tiempo, breves en su duración pero que se instalan como marcas en la retina. La música nunca repite la imagen, la amplía en su significación y se convierte en una especie de aura protectora. Si los permanentes robos de la bici nos devuelven a la realidad (y hacen avanzar lenta y delicadamente la trama), estos momentos nos instalan en otra dimensión atemporal. Ahora bien, lejos de caer en los estereotipos, los personajes hacen lo que pueden en un mundo cerrado a los bienes materiales. El padre confiesa no poder hacerse cargo; la tutora se vincula con el niño para reemplazar otro orden afectivo personal; el joven ratero que incita al robo a Cyril, al mismo tiempo debe lidiar con una madre enferma. Incluso los burgueses que aparecen hacia al final, tampoco saben cómo manejarse. Nosotros, espectadores, no somos invitados a juzgar sino a mirar esas experiencias y a vivirlas. De todos modos, a pesar de ello, hay una última carta que los geniales hermanos guardan y que determinan su punto de vista sobre el mundo y las relaciones humanas en un contexto desaforadamente capitalista. Cuando un cierto equilibrio emocional parece erigirse sobre la relación del niño con la mujer que se ha hecho cargo de él, los directores incorporan una secuencia final cuyo derrotero podría haber conducido al desastre emocional y sin embargo es una lección magistral de un planteo de tipo moral que ya se venía anunciando anteriormente (en la venta de la bicicleta por parte del padre con la excusa de tener dinero para sobrevivir, en las mentiras de Cyril ante la mujer que le ofrece protección). Cyril es apedreado por un joven burgués ofendido que busca vengarse a través de la violencia física a raíz del robo que sufrió en manos del niño. Hasta ahí, como espectadores podemos aceptar tal acción (hurgando en nuestro instinto más primitivo); no obstante, el dilema moral ocupa el centro de la escena cuando aparece el padre ante el cuerpo de Cyril (al que creen muerto) y pretende encubrir el hecho con su hijo. Bastan esas palabras para saber de qué lado están los directores y qué es lo que sutilmente denuncian: la hipocresía de una clase que no se hace cargo, que descarga su resentimiento de clase y que desprecia (a base de bienes materiales) al indefenso. En la escena más cruda de la película pero a la vez más sugerente, el niño se levanta ante el estupor de los presentes, y sale caminando entre sollozos con su cara sucia. Fundido a negro. Resignación. Final. Se nos corta la respiración. No hay necesidad de pensar demasiado cómo seguirá la historia.
El rufián melancólico Hay pocos directores que podrían salir airosos a partir de la utilización de citas cinéfilas tan dispares como Fassbinder, Bresson, Keaton, Capra, Truffaut y Buñuel. Sin embargo, hay uno que sí lo hace; es finlandés y se llama Aki Kaurismäki. Las primeras imágenes de El puerto son de una irresistible melancolía y, al mismo tiempo, nos colocan en el clima de la película con un delicado y preciso montaje: Marcel Marx, lustrabotas entrañable, se ve envuelto en una situación absurda propia del código gangsteril. Va de un lado al otro, con apenas tres o cuatro panes bajo el brazo que ha recogido por ahí, en algún negocio vecino, hasta llegar a su casa. A partir de allí, su vida se verá envuelta entre dos frentes dramáticos: el cuidado de un niño inmigrante ilegal de Gabón que intenta llegar a Londres para reencontrarse con su madre y la atención de su mujer, enferma de cáncer en el hospital. La trama bien podría conducir al disparate o a los bajos fondos del sentimentalismo más barato. No obstante, el perfecto equilibrio del realizador en la puesta en escena logra hacer convivir diversas fuentes genéricas (desde el melodrama hasta el policial) sin desenfrenos argumentales ni emociones fáciles, lejos de la trampa y del efectismo. En este sentido, hay en Kaurismäki un gesto muy inteligente de apropiación de la tradición cinematográfica en la que se formó (basta la inconfundible presencia del inmortal Jean-Pierre Léaud). Su paleta de colores opuestos y complementarios, propios de un manierismo clave en los setenta (que recuerdan a las relecturas melodramáticas de Sirk hechas por Fassbinder); las alusiones al cine silente a través de las miradas keatonianas de sus criaturas y de la aparición del genial Pierre Etaix encarnando a un médico; la ausencia de una psicología contaminante y explicativa, sumada a cierto despojamiento, que invocan al maestro Bresson; no impiden que esta película sea un eslabón fértil más de la filmografía del finlandés, una marca registrada en el mejor sentido de la palabra, una obra de autor que, además, añade y profundiza cada una de las constantes que aparecían en sus films anteriores. Por un lado, el humor como herramienta. Lejos de perderse en situaciones de risa forzada, ciertas líneas de diálogo y momentos donde la tensión es evidente, conviven para crear instantes inolvidables: bares con dos o tres locos perdidos entre música, alcohol y cigarrillos; miradas que se cruzan y la duración apenas extendida de los primeros planos para crear un efecto de extrañamiento, hecho que da lugar a otro elemento de privilegio: el absurdo. Kaurismäki se muestra en forma como un maestro en el arte de evitar el disparate. Su humor es reflexivo antes que banal y el sustituto perfecto para no caer en el mero realismo testimonial. Se da el lujo de establecer una denuncia solapada hacia las formas de discriminación del gobierno francés ante los inmigrantes sin resignar sus principios estéticos y su rigurosa construcción visual. Donde otros ponen palabras altisonantes, una mirada, un titular de diario o una canción son los signos que hacen visible el trasfondo terrible que enmarca la historia. Por el otro, los insertos musicales son otro rasgo inconfundible. La precisión para incluir temas musicales de estilos diversos es notable. La introducción del tango Cuesta abajo (ya utilizado en Yo alquilé un asesino por contrato, otra desopilante película de Aki) hasta un concierto de Little Bob, en su performance decadente de Elvis Presley, hablan de un evidente eclecticismo que se disfruta sin reparos. Al mismo tiempo, estamos ante uno de los cineastas que mejor trata a sus criaturas, de una humanidad impresionante y de una presencia cinematográfica como pocas. Basta examinar los rostros y los cuerpos de Marcel y los integrantes del vecindario para comprobarlo. El mismo protagonista es un niño grande, un aventurero a la fuerza, que hace frente a situaciones adversas para tapar su propia imposibilidad de insertarse laboralmente en un sistema que no lo contempla y que lo hace invisible. La grandeza de Marcel no está dada sólo por su cuerpo gigante sino por su inmensidad moral y la solidaridad que impregna en todos los personajes de ese entorno social tan entrañable. Esto último conduce al costado político de la película. La solidaridad es la única forma de sobrevivir en un mundo que excluye y lo que mantendrá juntos a los desclasados (además de los bares y la música) frente a la feroz globalización, con la enorme satisfacción (antes que felicidad) que otorga el compañerismo frente al individualismo. No hay en la película de Kausimäki televisores ni medios apabullantes, sólo espacios sociales o recitales, donde la gente se congrega, no se aísla. Su melancolía, tantas veces referida en el análisis de sus films, no es la de un director aniñado y llorón (tan común por estas tierras) sino un motivo de creación, de inspiración que nunca da lugar a la derrota. En una conversación en la sala del hospital, el médico le dice a la paciente que “puede haber un milagro”, a lo que ella responde “no en mi barrio”. Estas palabras cargadas de escepticismo y de resonancia social, son eclipsadas hacia el final donde Kaurismäki homenajea a Capra y a Qué bello es vivir. Es allí donde la fábula moral se hace presente y uno entiende que todavía hay esperanza.
Soy Elvis Hay un costado interesante en la película de Armando Bo y es su lado quijotesco. Al igual que el inmortal personaje de Cervantes, el protagonista es un ser melancólico que, si bien no ha perdido del todo sus ligaduras con la realidad, no puede salir de su monomanía y efectivamente se cree Elvis. John McInerny (más cerca de un Neil Young excedido de peso que del rey del rock n’roll) le pone el cuerpo y la humanidad a un ser decadente, al borde del ridículo, pero perfectamente querible. La cámara le hace justicia en este sentido y lo acompaña desde un lugar incómodo, como su existencia, pero con la intención de captar la triste situación de “querer ser” frente “a lo que se es”. Al mismo tiempo, nos saca en forma permanente como espectadores de un marco de estabilidad con sus reiterados fuera de foco y sus juegos circulares. El trasfondo de la historia es poco alentador: no se puede aceptar vivir en un mundo al que no se pertenece, fuera de tiempo, en condiciones laborales degradantes y con la presión de ser padre, cuando no se puede serlo. De la misma forma que Alonso Quijano, la fantasía es la vía de escape y después de ello, la muerte. El film se mueve por lugares seguros y en su justa medida para no desbarrancarse en zonas harto conocidas. Por momentos, ensaya situaciones bizarras con cameos televisivos incluidos, ráfagas de humor y una galería de imitadores dignos del Bad Cover Version de The Pulp (legendario videoclip que parodia los números benéficos de los cantantes); en otros, parece caer en la conocida trama vendible del padre que debe hacerse cargo de su hija. Sin embargo, y por fortuna, cuando se encuentra al borde del precipicio sensiblero, decide retroceder. Las actuaciones están bien y los números musicales no se extienden como un mero muestrario. Técnicamente es irreprochable. ¿Qué es lo que falla entonces? La respuesta, a mi criterio, está en un cierto regodeo visual, de colores publicitarios, de atmósfera televisiva, para acompañar una historia que es mucho más fuerte en lo que cuenta que en la forma en que lo hace. No puedo evitar al respecto, pensar en los pilares de producción que sostienen este tipo de películas y en problematizar su aparente independencia. El último Elvis funciona porque sus resortes narrativos y estéticos son reparadores, tranquilizantes. Nunca asume el riesgo como principio. Toda la secuencia final lo confirma: música e imágenes ralentizadas al servicio de estilizar un momento delicado en la historia con el propósito de ganarse al espectador con herramientas expresivas, al menos, discutibles (tal vez, el equipo de producción conformado por González Iñarritu, entre otros, tenga que ver con esto). De todos modos, no es justo pedir aquello que no se piensa como tal. Ahora bien, que el último BAFICI haya seleccionado el film de Bo como apertura, más allá de los posibles méritos, es un síntoma de lo que representa el cine argentino que transita por los festivales y un buen aliciente para discutir lo que se entiende por independencia.
Un salvaje ausente La última realización de Roman Polanski es una película de autor. Allí se encuentran presentes cada uno de los rasgos temáticos y estilísticos que han dado a su obra una coherencia y una solidez notables. El único inconveniente es que estas características en Un Dios salvaje han perdido fuerza, provocación y seducción. El resultado es una película lavadita cuyos resortes cinematográficos son resignados a favor de una puesta excesivamente teatral, donde dos parejas desnudan progresivamente sus miserias y su incomunicación a partir de un encuentro motivado por un incidente entre los respectivos hijos. Todas las constantes del director polaco están en esta comedia dramática: estructura circular, predilección por los espacios cerrados, los duelos dialécticos y los cambios de roles entre los protagonistas, la humillación en todas su variantes, la influencia de Hitchcock, entre otros ejes. Sin embargo, son pocas las veces en las que uno reconoce en el film la mirada de la cámara para acentuar la ambigüedad y enriquecer expresivamente los vericuetos de un guión adaptado, hecho que fue una marca registrada del polaco a lo largo de su carrera (aún en una película muy criticada y subvalorada como La muerte y la doncella, cuyo genial montaje ya superaba cualquier lastre teatral). Lamentablemente, en este caso, el texto de Yasmina Reza (guionista de la película y dramaturga) se impone con la tiranía de la palabra y con la mediocridad de situaciones forzadas (los artilugios de los personajes para entrar y salir del espacio en cuestión, la alienación del marido que atiende constantemente el celular y descuida a su mujer, la obsesiva y compulsiva conducta de una esposa que no entiende a su compañero) y un texto que no supera la medianía en los diálogos por la alusión a varios lugares comunes, más allá de la capacidad actoral de los cuatro protagonistas y de escasos momentos de humor. Las imágenes que acompañan los créditos iniciales auguran el mejor camino posible. Somos invitados a mirar de lejos y a adivinar de qué se trata ese tumulto de niños en un hermoso parque; uno comienza a presumir que, detrás de ese marco idílico, asistiremos a conductas inapropiadas. Luego, un fundido en negro borra de un plumazo lo anterior y ya ingresamos en un monótono festival dialéctico que, pese a su corta duración, se torna fatigoso. Es indudable el oficio del director polaco para seguir los movimientos de los personajes, pero al mismo tiempo se extrañan esos deformes rostros tan caros a su filmografía (el recurso de hacer vomitar a la siempre atractiva Kate Winslet no alcanza). Si la excusa es demostrar como tesis que las parejas hoy en día viven incomunicadas y consagradas al consumo capitalista, la forma es muy banal. Dos imágenes de Búsqueda frenética (otra película subvalorada por la crítica), la inicial y la final, hablan más de la crisis matrimonial que todo este reservorio verbal gratuito. Lejos, muy lejos de los desafíos técnicos de El cuchillo bajo el agua, de la opresión claustrofóbica de El inquilino y de la maravillosa El escritor oculto, Un Dios salvaje es también el síntoma de una época, donde grandes autores se han vuelto perjudicialmente impersonales (a juzgar por las últimas obras de Scorsese, Cronenberg, Van Sant, entre otros). Una lástima.
Cállate, cállate que me desesperas Todos gritan en la última película de Stephen Daldry (Billy Elliot, Las horas y El lector) y sobre todo su insufrible niño protagonista, Oskar Schell (Thomas Horn), quien no escatima tiempo en torturar por más de dos horas al espectador con lamentos constantes, teorías ingeniosas, deducciones y explicaciones de todo tipo, además de relatos acelerados, producto de los recurrentes ataques de histeria narrativa. Ya se sabe que al mainstream hollywoodense de turno le encantan “los síndromes de tal o de cual” como excusa para despertar las emociones fáciles, sin embargo aquí ni eso se logra porque el carácter insoportable del pequeño héroe, con pandereta incluida, genera más rechazo que empatía. Una voz en off (que será dominante en el relato) nos introduce en la historia, de guión básico: un chico pierde a su padre (Tom Hanks) en las Torres Gemelas e intenta recuperarlo con diversos objetos y una investigación a partir de una llave que encuentra y que supuestamente conduce a alguna cerradura salvadora. Como se puede ver, están todos los elementos dignos de esta clase de productos: patología x + intriga+ muerte de ser querido. No obstante, el signo más molesto se advierte en la abundancia verbal explicativa sobre lo que estamos viendo, lo que evidencia, una vez más, el desprecio hacia las imágenes como herramientas del cine, y la modelización de un espectador al que hay que someterlo por más de dos horas al universo seguro de la interpretación unívoca. De este modo, Oskar nos dirá todo lo que hace mientras observamos sus acciones. Un ejemplo burdo de obviedad se da en la siguiente escena. El pequeño genio viaja en subte con el abuelo (Max von Sydow), quien ha perdido la facultad del habla (en el único gesto amigable del director), al cual le cuenta cómo jugaban con su padre a los oxímorons (figura retórica que consiste en usar dos conceptos de significado opuesto en una sola expresión); luego de ofrecernos varios ejemplos (para que nos quede bien claro) a base de flashbacks fugaces, la omnipotente voz en off vuelve y nos da el broche de oro explicativo para referirse al abuelo y enseñarnos (no vaya a ser que estemos desatentos) que ahora es el único ser con el cual el niño puede tener un lazo afectivo: “el mudo que habla”. La frecuente verborragia es reforzada con abuso de cámara lenta y encuadres perfectos del héroe sufriente, que remiten a una estética clipera, con música ambiente continua para acentuar el pulso emocional. El recurso del sufrimiento encuadrado no es suficiente para Daldry e introduce, en su desconfianza para construir solamente atmósferas, una intriga absurda en medio de una estructura que se pretende fragmentada y confusa cuando en realidad no deja nada al azar. Para colmo, hacia el final, podremos encontrar una pacata escenificación simbólica de red social y, por supuesto, los mecanismos afectivos reparadores infaltables. En definitiva, este film, candidato a la estatuilla, es esa clase de películas que posan y coquetean con ser diferentes pero que se mueren en una serie de convencionalismos.
La complaciente independencia Parece que Hawai no es, tal vez, el paraíso natural en el que muchos querrían vivir. Tras ese idílico paisaje se esconden planes oscuros. Dicen que Mark David Chapman vivía allí mientras maquinaba el asesinato de John Lennon, conmovido por la desazón existencial de Houlden Caulfield en la genial novela de Salinger, El guardián entre el centeno. Tampoco lo es, en principio, para Matt King (George Clooney), quien debe tomar decisiones importantes y la vida se le está por ir al diablo tras el coma en el que se encuentra su mujer luego de un accidente en el mar. Estamos hablando de Los descendientes, la última película de Alexander Payne, cuyo punto de partida hace temer lo peor: una voz en off omnipotente y un sabor a golpe bajo comienzan a gobernar la pantalla. A medida que avanza el metraje, el reconocimiento de artilugios ya trillados (papá que debe hacerse cargo de dos hijas, personaje secundario bobo y gracioso, enfermedad terminal, infidelidad, etcétera) son astutamente disimulados por el oficio del director para construir climas y llevar narrativamente la historia a favor de un equilibrio entre la dramatización exacerbada y la banalización de asuntos serios (una marca registrada del indie americano). De este modo, asistiremos a escenas que rozan lo insoportable (las recriminaciones sobreactuadas a un enfermo terminal), lo ridículo (buscar a un amante para despedirse) y a otras que conmueven sanamente (la inocente inutilidad del padre para encarrilar la vida familiar que es y seguirá siendo un desastre). Mucho ayudan también las actuaciones, sobre todo las femeninas (Amara Miller y Shailene Woodley, las dos hijas) para que la película funcione. Este vaivén tragicómico con fondo playero se advierte también en la forma en que Payne trabaja el espacio circundante. Hawai puede adoptar a través de ciertos planos la fisonomía de postal turística pero también está integrado a la trama familiar por el peso afectivo que tiene para los personajes. Al esfuerzo del padre por contener a sus dos hijas se sumará la importante determinación que deberá tomar en torno a un litigio que lo involucra junto a sus primos en calidad de descendientes y que puede ser determinante para los habitantes del lugar. Por otro lado, el realizador vuelve sobre la idea de una masculinidad patética y perdedora tal como lo hiciera en films anteriores. Probablemente, ha ido cediendo el terreno del humor más corrosivo a la más cómoda plataforma de la nostalgia, es decir, de la cara hinchada del decadente profesor (Matthew Broderick) en La elección (1999) a la postal de Clooney caminando por las orillas del mar en la isla. Ya en Las confesiones de Señor Schmidt (2002) y en Entre copas (2004) los sentimentalismos, aunque contenidos, reemplazaban a la gracia de aquella obra. Que Los descendientes sea una película disfrutable se debe en gran parte a ese logrado equilibrio. Su nominación al Oscar confirma también el esfuerzo autoral de una parte del cine americano actual por simular cierta independencia sin descuidar ciertos mecanismos de empatía con la industria. Habrá que esperar si la próxima película también representa una decisión importante del director o es más de lo mismo.