No es que sea una obligación, ni un compromiso tomado de antemano con el editor ni nada de eso pero se siente como un deber casi moral el de contar un poco lo que pasa aquí con esta interminable seguidilla de películas sobre fantasmitas que andan sin ganas de morirse de una vez. Hace veinte años empezó todo esto y aquí estamos: de vuelta al principio para contar todo de nuevo como si no hubiese pasado nada o como si al público lo tratasen de idiota, o las dos cosas a la vez. Allá por el año en el que supuestamente íbamos a estar unidos o dominados, un director de cine japonés que se llama Takashi Shimizu encontró su gallina de los huevos de oro al salir con una producción que se llamaba Ju-on, basada en un par de cortometrajes de su propia autoría del año 1999. ¿Qué era? Una producción en formato episódico o viñetas si se quiere que contaba la historia de una familia masacrada por el propio padre, estableciendo así los parámetros de la propuesta. Si alguien muere o es asesinado en estado de ira total, el lugar donde esta alma en pena habitaba quedará maldito y se cobrará como víctima a cualquiera que ose entrar ahí. Fue un éxito total por la originalidad, la economía de recursos y sobre todo porque de verdad asustaba este terror urbano japonés que ya había originado otros productos de éxito. Claro, hizo otra en 2000 con más plata. Luego la secuela en 2002 y otra en 2003. Por si no se acuerda, es la de estos fantasmas de cuerpos con mucho maquillaje blanco, pelo muy negro tapando un poco la cara y que como particular forma de presentarse emiten un sonido gutural mezcla de eructo con puerta de madera sin WD40 En Estados unidos la rompió en la taquilla así que pronto llamaron al nipón para que haga la remake de su propio trabajo así el público norteamericano (que no lee subtítulos a pesar de lo que pasó con el Oscar este año) podía “entenderla”. Para 2009 ya estaban: los dos cortometrajes, las cuatro japonesas y las tres norteamericanas. ¿Les alcanzó? Que va. Ese mismo año se estrenan dos más (mismo argumento y forma pero con familias distintas). Es decir dos remakes de lo ya visto antes. Vaya contando eh? 2014. Al señor Shimizu (también conocido como ladri di bicicleti) se le acabó la guita y volvió a dirigir otra más. Se llamaba: Ju-on: el principio del fin. Contaba todo otra vez pero con más plata para los efectos especiales, catering, etc. Esta tuvo su continuación en 2015 Ju-on: la maldición final. Final es una forma de decir porque al año siguiente el director decidió producir un híbrido entre esta maldición y la de aquella otra dirigida por Hideo Nakata (que tiene una historia de remakes muy similar), o sea la del fantasmita del aljibe que salía del televisor siete días después de ver un video horrible. Hasta acá la historia. Se suponía que en esa última estafa cinematográfica las maldiciones debían destruirse entre sí. Por el contrario, se potenciaron. Así que esta semana se estrena, proveniente de la sucursal norteamericana de la franquicia, sin eufemismos ni anestesia: La maldición renace. Curioso título local porque ¿cómo puede “renacer” algo que nunca murió? pero no estamos de humor para la semántica en este momento. Peor es el título original que se llama igual que el título original, o sea The grudge, así a secas. Como si fuesen pocos veinte años de lo mismo esta remake de remake de remake está narrada en tres tiempos distintos. La señora Landers (Tara Westwood) sale de una casa en una ciudad de Japón, no la pudo vender y se quiere ir porque pasan cosas raras a juzgar por bultos que se mueven en una bolsa de basura. Si, se le pegó la famosa maldición y ahora de vuelta en casa en Estados Unidos se trajo su Coronavirus propio porque la familia termina hecha crema. De ahí al presente. La detective Muldoon (Andrea Riseborough), viuda y con un hijo, entra a su nuevo puesto en el destacamento policial y conoce a su nuevo partenaire (Demian Bichir) quien está reticente a que la novata profundice la investigación sobre una mujer en estado de putrefacción hallada en un auto a la vera de una ruta interna. En la comisaría le dicen que no joda con los archivos de Goodman, que ese caso se cerró y que su antiguo compañero se volvió loco y veía cosas raras. Tarde, porque de motu proprio ella ya había entrado en la casa maldita y conocido a la señora Matheson (Lin Shaye ), amable pero con faltante de dedos en una mano y un marido literalmente pudriéndose en el sillón con la tele prendida. Sigue investigando y así se encuentra con la historia catastral de la casa que fue vendida a los Lancers en 2004 y luego a esta pareja de ancianos en 2006. El tratamiento narrativo será un montaje tipo fliper entre los dos pasados y el presente, no sólo mal contado y confuso, sino innecesario para entender el argumento. Nada de lo contado en el pasado aporta en rigor. Podría estar narrado en off, da igual. Por supuesto que en medio de cada secuencia en donde vemos lo que surge de la imaginación de Muldoon producto de su investigación y los flashbacks (de alguna manera hay que llamar a eso que hace el director), habrá una buena dosis de exabruptos sonoros que supuestamente deberían asustar, varios errores de continuidad como para darse una panzada y diálogos cuya obviedad e insustancialidad aumentarán el sopor. Un párrafo aparte para el único momento de regocijo dedicado a los fanáticos del género. La escena entre Jackie Weaver y Lin Shaye es deliciosa. Dos actrices emblemáticas del cine de terror que ya merecen largamente el aplauso de pie. Ellas dos construyen con sus miradas, sus sonrisas ambiguas y sus tonos de voz, todo lo que el equipo entero de esta producción fue incapaz de generar: tensión, incertidumbre, dualidad de estado de los personajes, en fin. A estas dos geniales actrices La maldición renace les queda chiquita como escarpines. El resto del elenco cumple hasta ahí. Hacen lo que pueden con un libreto que no se molesta en construir sus personajes. En especial el de Demian Bichir que se confía demasiado en su phisyque du rol y termina siendo una caricatura del policía depresivo y sórdido. A veces llueve, en otra toma no, luego hay sol, todo transcurre en pocos días pero pasan todas las estaciones del año y así por el estilo. La suma de incoherencias en el producto final tiene como responsable al casi novato Nicolas Pesce, joven que jamás logra mantener el relato en tensión merced a un mal manejo de ritmo de transiciones y una llamativa pobreza de ideas para resolver los momentos de clímax. Dicen que veinte años no es nada. Mentira. Es una eternidad.
Unos tres años y medio después de haberse estrenado “Escuadron suicida” llega esta suerte de desprendimiento de la historia más que secuela de la misma. ¿Cómo es posible que la gente detrás del universo DC Comics, la competencia directa de Marvel, sea tan heterogénea en ideas y resultados? Por supuesto que en estos tiempos la diversidad es absolutamente necesaria, pero no hablamos de cuestiones socialmente inclusivas sino en el armado de equipos de trabajo que persigan la misma idea global. Marvel tiene directores tan disímiles como Kenneth Brannah y Jon Favreau por ejemplo, que establecen parte de su sello pero siempre el objetivo es el mismo, conectar de forma coherente un espectro muy amplio de personajes con orígenes y contextos distintos. ¿Qué tiene que ver “Aves de presa y la fantabulosa emancipación de una Harley Quinn", el estreno de marras, con Mujer Maravilla, Aquamán o Guasón, multi-nominada al Oscar este año? Peor aún, ¿Qué tiene que ver incluso con el producto del cual se despega? Nada. Nada conceptualmente, y si apuramos el análisis hasta hay puntos vitales de su base que se desdicen alejándose inconvenientemente de la orilla y sin salvavidas que ayuden a evitar el naufragio. Un poco de historia recordará que en “Escuadrón suicida” (2016), un grupo de los más peligrosos e inadaptados criminales de Ciudad Gótica son reclutados por una agencia gubernamental para cumplir la misión de salvar al mundo, entre ellos el Guasón (interpretado entonces por Jared Leto) y Harley Quinn (Margott Robbie), su novia, digamos. La personalidad de ésta última estaba pintada como una mujer desprejuiciada, liberal, extremadamente violenta, sádica, con apariencia de colegiala perversa, narcisista y embelesada por el líder de toda esta banda de malhechores. El primer cambio importante desde aquel estreno a esta parte es el protagónico y el punto de vista. “Aves de presa” tiene a Harley Quinn como protagonista exclusiva y, por si fuera poco, como relatora en off de todo lo que pasa. Anda de capa caída, si es que alguna vez la tuvo, porque su novio le echó flit. La dejó, bah. Este dolor por la pérdida la lleva a un estado de violencia exacerbada que aquí pretende, sin éxito, ser divertido a partir del humor negro que intenta manejar. No obstante su tristeza, el hecho que nadie sepa de su ruptura le da via libre para varios desmanes amparada en el miedo que genera a cualquiera meterse con la novia del Guasón. ¿Quién más anda dando vueltas en este guión? Montoya (Rosie Pérez), oficial de policía con mucha bronca por el descrédito de un caso rutilante cuyo reconocimiento fue a parar a manos de su compañero, y ahora jefe de ella. También están Canario Negro (0); Cassandra (Ella Jay Basco), una nena punga de rasgos orientales, y Cazadora (Mary Elizabeth Winstead). Eventualmente estas cinco mujeres, a priori casi enemigas entre sí, unirán fuerzas para enfrentar a un jefe del hampa llamado Román Sionis (Ewan McGregor). La mejor de todas las intenciones que tiene este estreno, es decir, aprovechar la popularidad que el personaje central generó en la primera entrega para apuntalar el empoderamiento de la mujer, no sólo queda sepultada en la tonelada de incoherencias de forma y fondo aglutinadas en esta producción, sino que también se autogenera un efecto bumerang. Al tener una construcción de personaje narrado por sí mismo en off que dice extrañar a su ex y por eso lo imita tanto en su forma de locura como en el maquillaje y en los chistes malos, Harley no termina siendo otra cosa que la versión machirula de ella misma. Aunque estemos frente a la película que sin dudas entrará al libro “Guiness” de los récords en cantidad de patadas a los testículos en las coreografías de peleas, no servirá ni siquiera como simbolismo pop del discurso. Este sería el mayor problema conceptual de “Aves de presa y la fantabulosa emancipación de una Harley Quinn", pero no es el único. El guión de Christina Hodson, culpable también de la espantosa “Mío o de nadie” (2017) sobre otra mujer despechada que se descarga contra la nueva novia de su ex, comete el error de subestimar la inteligencia del espectador. Creyendo tal vez que caería simpático por la actitud de hago-lo-que-se-me-antoja de la protagonista, la voz en off de Quin nunca llega a ser narración. Es, desde el minuto uno, una explicación irritante, estridente y descriptiva de las acciones que vemos, de las que vamos a ver, y como guinda del postre, de sus estados de ánimo y de las características y antecedentes de varios personajes. De modo tal que la actuación, o sea el trabajo actoral, es un simple subrayado gestual de la impronta de cada rol. Un mamarracho nunca visto. Apenas algunos momentos de rebeldía de Ewan McGregor sacan alguna sonrisa y dignifican la profesión. Si a eso le agregamos las rupturas injustificadas de la cuarta pared en una pésima imitación de “Deadpool” (2016), las inconexiones entre texto y ritmo narrativo con remates que se ven venir a kilómetros y el pobrísimo desarrollo individual que impide la generación de empatía; estamos frente a lo peor de año. Razzies 2021, teléfono. A la casi debutante Cathy Yan la dirección de este proyecto le queda gigante. En ningún momento parece haber podido tener las cosas bajo control. Ni siquiera lo esencial de un producto de este tipo que es básicamente el de entretener. Es cierto que se descubre cierta pericia para las escenas de acción, pero por más dirección de arte y encuadres de historieta que se puedan lograr no alcanza sino se sabe cómo encastrar esos elementos para que resulten armónicos. En este sentido hay un desbalance total entre las redundantes transiciones y el vértigo. Se hace muy difícil guiar el barco, aunque sea a mal puerto. Sólo algunos rasgos de la dirección de fotografía y las canciones de la banda de sonido encuentran conexión con lo visto hace más de tres años. Va a ser complicado encontrar un producto basado en historieta con tantos desaciertos. La emancipación de éste personaje, sólo está en el título.
Para disfrutarlo como el verdadero espectáculo que el cine suele regalarnos a veces El relato bélico (o antibélico, según se lo mire) en formato cinematográfico sigue siendo apasionante más allá de los resultados que, por supuesto, han sido dispares a lo largo de más de cien años de producciones. Si bien Hollywood insiste en mostrarnos buenos exponentes de la guerra moderna como “Francotirador” (Clint Eastwood, 2017) o “Vivir al límite” (Kathryn Bigelow, 2008), la verdad es que las dos guerras mundiales (y tal vez la de Vietnam), continúan al frente de las preferencias en orden general. En este sentido no hay eufemismos sobre de qué guerra habla “1917”, el estreno de esta semana que se llevará tres o cuatro premios Oscar el domingo 09 de febrero, incluyendo mejor película. Momento de tenso descanso en las trincheras británicas. Schofield (George MacKay) es abordado por un superior para lo que él cree será un encargo de rutina, y ante el pedido de un partenaire para cumplirla elige a Blake (Dean-Charles Chapman). El encargo en realidad es una misión suicida descripta por el General Erinmore (Colin Firth): hay que atravesar campo propio y luego una trinchera alemana para avisarle al jefe de un regimiento. que se encuentra unas millas más adelante, que pare el ataque contra el repliegue alemán porque se trata de una trampa mortal. Schofield no puede negarse por cuestiones de rango, pero además está determinado a ir ya que su hermano mayor está en ese regimiento y debe salvarlo. En definitiva, dos soldados deben atravesar líneas enemigas para cumplir una misión durante la primera guerra mundial. Hasta aquí argumentalmente nada nuevo bajo el sol ¿Se acuerda de “Gallipoli” (Peter Weir, 1981) por ejemplo? No obstante eso será lo de menos porque la verdadera estrella aquí es la forma. En estos primeros minutos habrá una cantidad de información que parece irrelevante al principio, pero luego, el muy buen guión de Krysty Wilson-Cairns y Sam Mendes, la utilizará sistemáticamente como parte funcional, dramática o humorística del filme. Todo lo que vemos y oímos tendrá su minucioso cierre, desde una cantimplora a una bengala; pero también sutilezas que justificarán el cambio de protagonista. aunque el camino del héroe permanezca intacto. En una entrevista, Sam Mendes contó que su opus se basa casi íntegramente en historias de la Primera Guerra que su abuelo le contó. Pequeños relatos y anécdotas sin necesaria correlación unas con otras pero que aquí, como si fuesen etapas o niveles de un video juego, el director logra amalgamar en una película que brinda la sensación de estar hecha en una sola toma-secuencia perfectamente lograda, y que se acerca más a los trucos de “Birdman” (Alejandro González Iñárritu, 2014) que a esos preciosos planos detalle a los que Alfred Hitchock iba y volvía en “Festín diabólico” (“La soga”, 1948). Pero más allá del truco el otro prodigio es técnico, y en esto “1917” se codea un ratito con “El arca rusa” (Alexandr Sokurov, 2002) por el enorme engranaje coreográfico puesto en marcha en cuanto a la sincronización y coordinación de dobles, extras, sonidistas, objetos, vehículos y protagonistas puestos a disposición del despliegue escenográfico de cada momento de la realización. Las escenas en las tres trincheras (principio, medio y final de la historia) son para recortar, colgar en un cuadro y mirarlas de vez en cuando. Por cierto, cabe mencionar la mayor de las virtudes: en ningún momento lo mencionado anteriormente pasa al frente opacando o eclipsando la narración. El director logra que su forma no interfiera con el contenido que es mucho y variado. Tampoco alza las banderas del alegato antibélico, porque ésta producción se asume como lo que es: una aventura que no pretende ser otra que eso y de paso mostrar, sutilmente, aquello que estaba muy presente en el gran documental “Jamás llegarán a viejos” (2018) de Peter Jackson. La impronta de chicos británicos que creyeron que ir a esa guerra estaba más cerca de un campamento de verano que de un horror omnipresente. El buen trabajo de la dupla protagónica, comprometido física y emocionalmente apuntala el resultado final, junto con un tremendo diseño sonoro y una dirección de fotografía del veterano Roger Deakins que hace caer la mandíbula al piso. Estamos lejos de la profundidad de referentes como “Blanco y negro en color” (Jean Jaques-Annaud, 1976) o “La cinta blanca” (Michael Haneke, 2012), porque “1917” es una película más de acción que de reflexión, y debe tomársela como tal para entenderla y disfrutarla como el verdadero espectáculo que el cine suele regalarnos a veces.
¿Qué hacen actores de la talla de Robert Downey Jr. o Antonio Banderas luego de hacer un personaje tan icónico como “Iron Man” o un trabajo tan profundo como el de “Dolor y Gloria· (Pedro Alomodóvar, 2019)? ¿Dónde se ubican luego de eso? Solía suceder en los viejos cines de pueblo que de vez en cuando algún exhibidor sacaba de la galera una vieja torta de película para armar un doble programa para chicos, cuando llevar estrenos salía mucha plata o escaseaban ciertos productos. Uno de esos casos fue en un cine de San Nicolás a fines de los ‘70 El programa incluyó cortos de Tom y Jerry, “La vuelta al mundo en 80 días” (la de David Niven y Cantinflas. de 1957) y “Las aventuras del Dr Dolittle” (la original, con Rex Harrison, de 1967). Lleno el cine, pero además para chicos que no superaban los 10, 11 años en ese entonces, todo fue deslumbrante. Repasando aquella versión con Rex Harrison en la tele del living deja en evidencia dos cosas: 1) los chicos han sido claramente carne de cañon en todas las épocas, porque no se trata de si esa película sobrevivió el paso de los años, simplemente era un producto regular, cumplía y nada más. 2) En Hollywood el cine se recicla más que el plástico. En lugar de dejarla en una estantería de los buenos recuerdos decidieron revivir la historia con Eddie Murphy en 1998, y encima regalarle al mundo una secuela en 2001. Claro, la apuesta era al actor y su archiconocido carisma para generar dividendos y mal no le fue (en la taquilla, de cine ni hablar). Casi veinte años después, y ahora con una tecnología de punta para librar la imaginación hacia el infinito, vuelve este personaje que inexplicablemente encuentra una tercera oportunidad para mostrarse. Hay una introducción animada tipo “había una vez” que se ocupa de extraer y revelar todos los elementos y rasgos emocionales del protagonista en lugar de reservarlos para que el espectador los vaya descubriendo, y con ellos la razón por la cual hace lo que hace. Así que John Dolittle (Robert Downey Jr..) desde chico puede hablar con los animales en todos sus “idiomas”, cosa que le da cierta popularidad. Conoce a su mujer y con ella recorre el mundo ayudando a todo bicho que camina y llevándoselos a su estancia. Un día su amada emprende un viaje del cual nunca regresa, y John se aísla del mundo humano. Termina la animación para dar paso a la acción viva. Un niño y una emisaria de la reina llegan a la mansión del doctor en busca de ayuda. Él para curar a una ardilla, y ella para que haga lo mismo con la reina que ,anda envenenada por el palacio, y sería conveniente su sanación porque si no las tierras del buen doctor quedarían en manos de inescrupulosos. El remedio para la reina se esconde en una plantita ubicada en los confines del planeta. Imagine el resto. En esta gesta Dolittle será acompañado por un gorila con complejo de inferioridad, un oso polar que sufre el frío, un papagayo (de inteligencia superior al resto del elenco), y la ardilla que ya goza de buena salud. Que se hayan necesitado cuatro guionistas para contar prácticamente la misma historia original de hace más de cincuenta años es misterioso, pero que Dan Gregor, Hugh Lofting, Chris McKay y Stephen Gaghan no hayan podido siquiera trabajar la construcción de los personajes para darles un alma resulta ridículo. En eso. y en una total falta de ritmo narrativo por parte del último de la lista que también es el director, reside la razón de por qué éste estreno comete el peor pecado posible en una película de aventuras: aburrir mucho. Técnicamente hay mucho trabajo de animación del bueno. Los animales se ven reales, aun cuando se humaniza su comportamiento, pero el resto de los artificios, decorados, objetos, barcos, lucen precisamente artificiales como sino hubiesen podido integrarse a la escena, y es que todo tarda tanto que exaspera. “Dolittle” es una aventura sin vida, producto de un guión mal escrito y peor llevado a cabo. El director tiene otro mérito que va más allá de lo formal: Ha logrado que el elenco completo trabaje mal, incluidas las voces de los personajes digitales. Una hazaña. ¿Qué hacen actores de la talla de Robert Downey Jr o Antonio Banderas aquí? Eso. Un trámite antes de ir al banco.
Obra única y autosuficiente en términos de personalidad De vez en cuando nos sucede este ejercicio de mirar el panorama global de la experiencia de ir al cine cada año, y lo cierto es que los números sorprenderían a más de un desprevenido que intente adivinar a cuantas proyecciones asistimos. El año pasado, en el caso de quien escribe, fueron más de quinientas setenta películas entre los estrenos locales, festivales, muestras y aquellas repetidas que uno suele volver a ver ya en plan de paseo, salida con los chicos o alguna cita. Sin entrar en detalles la cuenta promedio dará un mes y pico de 2019 dentro de una sala cinematográfica, y mejor no seguir sumando porque es para el diván. Esta reflexión viene a cuento de preguntarse: ¿cuántas de estas producciones quedan realmente en la memoria física y emotiva? ¿Cuántos de estos filmes permanecerán ahí indelebles para tenerlos a mano cada vez que se hable de un tema u otro en alguna reunión? Pocos. Como si se tratase de una opinión coyuntural sobre el mundo occidental y sus desigualdades, se podría decir que llegó el turno de los espectadores argentinos de analizar la enorme cantidad espejos en los que se pueden ver reflejadas las miserias humanas. Nos llegó el turno de ver “Parásito”, una sátira rabiosa sobre las estructuras sociales. Este opus de Bong Joon-Ho que ya había puesto foco en la desigualdad en “Okja” (2017), tiene un comienzo demoledor al presentar los personajes y su hábitat en una secuencia en la cual, además de mostrar el departamento-sótano donde está instalada la familia Kim, nos introduce en el tipo de humor negro y crítico con el que decide registrarla. “Ki-taek” (Choi Woo-sik), su esposa Chung-sook (Hye-jin Jang), y sus dos hijos, la autodidacta Ki-jung (So-dam Park) y el joven Ki-woo (Woo-sik Choi), apenas si pueden alzar sus cabezas a la altura de la calle a través de esa pequeña ventana que da a los tachos de basura. Y desde ese lugar, robando wi-fi al vecino y doblando cajas de pizza como una de las tantas changas, intentan encontrar cuanta ventaja puedan sacar de cada oportunidad que se presenta. Son supervivientes y como tales, vivos, pícaros, y dispuestos a correrse de andarivel moral si es necesario. Al irse de viaje de estudios, un amigo de Ki-woo le pregunta si conoce a alguien que sepa enseñar inglés para una niña estudiante particular de clase muy alta. Aparece la chance. El propio Ki-woo se hace pasar por profesor, pero esto que parece una ocasión para uno de ellos se convertirá en un espiral de astucia y falta de escrúpulos para que toda la familia, tramoyas y teorías conspirativas para influenciar a los ricos, ocupe un lugar en esa casa. El humor de los textos de todas estas situaciones va mutando levemente hacia lugares cada vez más oscuros y siniestros, sin embargo el equilibrio entre el humor y la crítica social es perfecto, porque para cuando esperamos que el brillante guión, del propio director en colaboración con Han Jin-won, siga por ese camino, “Parásite” introduce giros sorpresivos que llevan la historia hacia lo inesperado. pero incluso para cuando nos damos cuenta de la fusión de varios géneros que aportan a la escalada de violencia, la película nunca pierde su norte ni su intención de generar intriga. A medida que avanza iremos de sátira a thriller social. Esta obra nominada a seis Oscars, incluyendo mejor película internacional y mejor película a secas, apuesta por artilugios narrativos de puro lenguaje cinematográfico. Es notable, por ejemplo, como la dirección de arte logra que el contraste de los espacios entre casa pobre-casa rica no sólo no resalten y estén incorporados a la imagen sin maniqueísmos, sino que se transformen en personajes en sí mismos. o al menos en estructuras icónicas de la falta de equidad, base fundamental para el funcionamiento del capitalismo. Un elenco superlativo que funciona como un relojito, sin estridencias pero preciso en la dosificación de emociones hasta que dan la orden de hacer estallar a sus composiciones. Podría citarse (no sin caer en caprichos) algunas referencias a otros cineastas, pero la realidad es que Bong Joon-Ho ha hecho una película única y autosuficiente en términos de personalidad. Es cierto que quedarán varias situaciones rebotando en la mente del cinéfilo (la inundación del baño, la del chofer en su primer día), pero más que eso aún, para quien se siente en la butaca y se deje llevar por el dinamismo del relato, la estrella de “Parásite” es la capacidad de sorprender con algo nuevo a cada rato. ¿Cuántos de estos filmes permanecerán ahí indelebles para tenerlos a mano cada vez que se hable de un tema u otro en alguna reunión? Pocos. Este es uno de ellos.
Con la venia cultural y la plataforma de éxito económico impuesta por el estreno de “Amigos intocables” allá por 2011, las comedias dramáticas sobre la amistad se reprodujeron como conejos a lo largo del mundo occidental (incluida las remakes inmediatas). El estreno de marras no es la excepción temática, pero tampoco su planteo narrativo argumental, bien alejado de los riesgos. Es decir, en “Lo mejor está por venir”, tal el título local, es muy fina la línea entre película de fórmula efectiva y producto formulista-efectista. Dos amigos. Por cuestiones fortuitas que el espectador deberá necesariamente aceptar, ambos creen por accidente que el otro se va a morir pronto por lo cual deciden dar rienda suelta a su forma de acompañarse hasta el final. Para que la fórmula funcione debe haber un contraste notable entre ambos. Rico - pobre / letrado - ignorante / Blanco – negro, o la antípoda que elija. En este caso Arthur (Fabrice Luchini) se verá como un hombre de vaso-medio-vacío, ordenado, algo apático, y digamos, con una forma conservadora de haber llevado adelante su vida. César (Patrick Bruel) en un tipo de vaso-medio-lleno, anduvo por el costado de algún que otro exceso, es más desenfrenado, liberal, etc. Ambos se conocen desde muy chicos, aunque tienen mucho para decirse todavía. Por supuesto que en pos de un buen resultado los elementos principales son el ritmo y el elenco, pero cuando aparecen en los créditos Alexandre de La Patellière y Matthieu Delaporte, los autores y directores de “El nombre” (2012)m basados en la obra de teatro del primero de ellos, hay algo de garantía. En efecto, ambos (también amigos) conocen bien las virtudes del otro y, tal cual sucede en “Lo mejor está por venir”, llega un punto en que el complemento funciona. El ritmo, calidad de diálogos y timing para contarlos son un factor importante para que la cosa ande bien. Es que ambos escritores conservan ese viejo oficio en extinción llamado: Dialoguista. El tipo que analizaba desde un saludo a una reflexión profunda para dejar el texto hecho un relojito. La suma de los trabajos de Patrick Bruel y Fabrice Luchini, de innegable oficio y experiencia, potencia lo que el texto invita pero nunca podría tener por sí mismo: la química. Con todos estos elementos, y el resto de los departamentos aportando corrección, la película, sin salirse un ápice ni arriesgar nada fuera del tablero, tiene con qué entretener y acaso emocionar. Y si se la pierde en el cine, no faltará un Arturo Puig, un Yankelevich y mucha plata para llevarla al teatro con los actores de siempre.
Hay películas sobre los que no hay nada para analizar. Se puede hablar de todo lo que se estrena en el cine, pero es probable que haya un alto porcentaje de productos sobre los que no se pueda reflexionar ni elucubrar grandes ideas, más que las inherentes a entender que “Jumanji: El siguiente nivel” es la segunda parte de una remake que tal vez nunca debió ocurrir. Sin embargo, una vez que la tuvimos entre nosotros descubrimos un par de elementos que funcionaron bien, como el acierto de conectar a las nuevas generaciones de gamers (jugadores de videojuegos) a partir de cuatro chicos que, quedándose después de hora en el colegio, son abducidos por una vieja consola para ingresar en la realidad virtual del juego que da nombre al título. Lo otro que funcionó bien es el casting. Dwayne Johnson (que a su etapa de héroe de acción le agrega humor, y autoparodia a su figura), Jack Black, Kevin Hart y Karen Gillian tienen una química superlativa y fue el gran factor para que la antecesora generase empatía frente a un guión cuyo final se anticipa a minutos de comenzada la proyección. ¿Y la segunda parte? Exactamente lo mismo. Desde el punto de vista formal “Jumanji: El siguiente nivel” es casi una remake de la de hace dos años con algunos cambios menores, intrascendentes pero balanceados en aciertos y errores. En la lista del debe se incorpora por su falta de construcción y justificación, la pésima propuesta del guión por la cual uno de los chicos vuelve al juego al que había jurado no volver. En esa misma lista está también la repetición de gags, diálogos, y mejor no seguir. En la otra lista (y aquí sí el guión propone una variante interesante) está la idea de incluir dos nuevos personajes: Eddie (Danny de Vito) y Milo (Danny Glover). Dos octogenarios. El primero es abuelo de uno de los chicos con la cadera a la miseria, y el segundo es su amigo y ex socio que insiste en querer disculparse por una vieja rencilla. Danny de Vito gana por afano en este duelo, y también lo hace Dwayne Johnson cuando debe, desde su personaje, emular al octogenario en movimientos y forma de hablar. Claro que la película desperdicia la chance de profundizar este vínculo y lo reduce a una revelación y una serie de chistes sobre el contraste entre el cuerpo joven y uno deteriorado por la edad. No obstante, es el elenco completo el que se pone al hombro lo repetitivo del argumento y lo saca adelante a puro humor. Lo dicho antes, hay películas sobre las que no hay nada para analizar. Imagínese lo que será cuando, respuesta de taquilla mediante, se estrene la tercera que sin eufemismos se anuncia en la escena post créditos.
Jerry Palacios, un viejo maestro en esto de ver películas y tener que recomendarlas en su oficio de encargado de sucursal de un video club, durante el auge de estos entre la mitad de los ‘80 y mitad de los ‘90, me espetaba su axioma: “si te cuesta explicarle a alguien de qué la va un título, éste es malo por definición”. En esos días discutíamos a viva voz sobre obras como “Bajo el peso de la ley” (Jim Jarmusch, 1986) o “Repo man” (Alex Cox, 1984), muy lejos del contenido de éste estreno. y también de ese axioma con el cual jamás acordé; pero algunas hilachas de esa frase que quedó arraigada en la memoria (además del cariño por Jerry), se puede aplicar al desconcierto que genera ver “JoJo Rabbit”. La dificultad de explicarla no está en su síntesis argumental ni en su desarrollo, lineal, vertical, progresivo; sino en la construcción cultural, ideológica e histórica que el espectador pueda tener sobre la Segunda Guerra Mundial, en especial el holocausto judío, y como éste es visto a través de los ojos del protagonista. En éste punto, y sólo en éste punto, es donde nos podemos instalar para tratar de entender qué fue lo que vimos. JoJo (Roman Griffin Davis) es un niño cercano a pasar de la niñez a la adolescencia, que vive en Berlín y anda desesperado por aprender a matar judíos para cumplir su sueño de ser guardia personal de Hitler (Taika Waititi), a quien de paso tiene como amigo imaginario y consejero. Asiste junto a su compinche Yorki (Archie Yates) a un campamento para aprender desde hacer una carpa a lanzar granadas contra los judíos. Un campamento, comandado por el Capitán Klezendorf (Sam Rockwell) y su asistente Freulein Rahm (Rebel Wilson), en el cual JoJo empezará a encontrar las diferencias entre el discurso y el hecho. El niño vive con su madre (Scarlet Johansson), miembro de la resistencia, sin que su hijo lo sepa (¿lo usa de disfraz?), en una casa en la cual un buen día descubre que tras las paredes se esconde Elsa (Thomasin McKenzie), una casi adolescente judía a la cual la mamá está ayudando a esconderse. Antes que nada, “JoJo Rabbit” es una sátira, género difícil si los hay, pero una cosa es hablar de vampiros, como en aquella memorable película de Roman Polanski (“La danza de los vampiros”, 1967), y otra muy distinta es hablar del nazismo y su doctrina ideológica, porque la sensibilidad sobre éste tema nunca dejará de estar a flor de piel. Por esa línea finísima transitan los primeros cuarenta minutos de éste estreno porque si la sátira es “un subgénero lírico que expresa indignación hacia alguien o algo, con propósito moralizador, lúdico o meramente burlesco”, lo que es difícil encontrar aquí es la indignación. Así y todo, hay un gancho cinéfilo que logra atrapar por fuera del argumento y es la convivencia de dos estilos en principio incompatibles: la estética, que remite someramente al cine de Wes Anderson (con manejo de colores pastel incluido), y el conjunto de gags, tanto físicos como literarios, muy cercanos a la mente de Seth McFarlane y, por qué no, algunas pinceladas de Sacha Baron Cohen. La combinación de estilos tiene momentos en donde conviven bien y otros en donde toda la producción en su conjunto se plancha, se estira. Como sea, el espectador deberá tener en cuenta que la premisa principal de ésta obra es la de poder sentarse en la butaca y hacerse cargo del desafío de reírse de las absurdas crueldades del nazismo, de Hitler, de la doctrina antisemita, y demás horrores; pero narrados desde personajes instalados en esa vereda ideológica. Si se está lo suficientemente permeable, hay buenas chances de descubrir el hueco por donde el discurso se escapa: la inocencia de los tres extraordinarios niños que habitan el metraje. Roman Griffin, Davis Archie Yates y Thomasin McKenzie, están brillantes. Sus improntas, su desparpajo y la falta de filtros no hacen otra cosa que reflejar la capacidad de los adultos de corromper el alma de las siguientes generaciones, y tal vez eso es justamente lo que provoca esa sana incomodidad intelectual. Eso no pasa seguido en el cine, pero cuando ocurre, para bien o mal de cada subjetividad, la película queda en la memoria.
Sería caer en un facilismo decir que éste estreno es una más del montón, porque ese “montón” está plagado de basura y obras mediocres. En todo caso, ya que el argumento no inventa la pólvora, podemos decir que “Nueva York, sin salida” tiene con qué sobresalir de todo ese rejunte, y hasta se da un pequeño lugar para instalar alguna que otra sutil crítica a la falsa prédica institucional de la policía. El comienzo, que incluye una toma aérea que sí funciona dramáticamente, muestra a un niño en el velorio de su padre, masacrado en cumplimiento del deber. Ese discurso de despedida que se escucha en off se impregna en la vida del muchacho que 20 años después ya es todo policía con todas las de la ley. Davis (Chadwick Boseman) ha crecido con la sombra y la imagen de su padre para convertirse en un oficial de investigación respetado. Menuda noche la que le toca. Dos ladrones se agarran a tiros en una entrega de cocaína y terminan matando a siete uniformados. Se les fue de las manos la cosa, y ahora hay sangre en la calle por la cual el alcalde tiene que dar explicaciones. A riesgo de que se escapen rápido de la isla de Manhattan y. con alto costo mediático y político, Davis propone cerrar los 21 puentes que la conectan con el continente. Una carrera contra reloj para resolver un caso en donde parece ser que hay algo más que un negocio de drogas. Sobre este personaje recae toda la narrativa de la película, y el director Brian Kirk cuenta para esto con los tres elementos centrales para no caer en el abismo de las remandas fórmulas del género: Pulso narrativo, buena dirección de actores, y sobre todo un guión, decentemente escrito por Adam Mervis y Matthew Michael Carnahan, que astutamente construye un ramillete de acciones arraigadas en la construcción del protagonista (cuando elige disparar, hacer las cosas amparado en la ley, su olfato para descubrir cuando hay gato encerrado, etc.) Sólida técnicamente, tanto en montaje como diseño sonoro y fotografía (sobran algunos pasajes de la banda sonora). y descansando en el buen desempeño de Chadwick Boseman que trabaja muy bien el estado de calma dentro de la tormenta, pero también cuando hay que correr o apuntar con cuidado de no usar la fuerza hasta que no hay otra alternativa. Boseman nunca abandona esa marca de la niñez de Davis que signó su carrera como policía, en especial cuando el relato lo apuntala como una potencial especie de Sérpico. Hay elipsis cortas, subrayadas por el cambio de hora cuando el ritmo aumenta de velocidad y si bien el recurso funciona, a lo mejor se apura un poco en resolver algunas escenas porque no hay aquí vueltas de tuerca o desvíos argumentales, es decir, “Nueva York, sin salida” no pretende salirse de su esquema. ni ser otra cosa que un entretenido relato apoyado en la tensión efectiva del juego del gato y el ratón.
Hace honor a su antecesora, perfilada como uno de los éxitos del 2020 Llegó “Frozen II” nomás. Tremendo título para arrancar la temporada veraniega. Y no es cualquier segunda parte. Estamos frente la secuela de la película más exitosa de la historia de los estudios Disney. y definitivamente una de las tres mejores en términos de virtudes artísticas. No solamente por el prodigio técnico, estético y visual logrado al momento de su estreno (redoblada la apuesta en este opus), sino también por la capacidad del estudio de haber pegado el volantazo coyuntural que puso en relieve a la heroína femenina, tirando por la borda años de mandatos culturales en las historias de reinos y princesas, que fueron baluarte de su catálogo. “Frozen”, precedida (cuando no, Pixar) por la excelente “Valiente” (2012), que estableció con la profundidad de su contenido un cambio paradigmático en el rol que la mujer cumplirá en la ficción desde su estreno en adelante. Lejos de la fragilidad y la dependencia de un príncipe azul para ocupar su lugar al lado del hombre, la nueva mujer toma las riendas de la situación, se pone al frente y se asume como líder por coraje, valentía. y la virtud de vencer miedos y contradicciones. Era de esperar que semejante éxito produjera una segunda parte. ¿Cumple con las expectativas? En principio hace más de 20 días que ostenta sendas nominaciones a una nueva entrega de los Globos de Oro, y también destacada en los Annie Awards. En la introducción retrocedemos a la infancia de las princesas Elsa y Anna, quienes son enviadas a dormir por sus padres, previo cuento sobre bosques que servirá para la introducción del Agua, Viento, Aire y Tierra como personajes omnipresentes. Los cuatro elementos fundamentales se han enojado con los habitantes de Arendelle y Northuldra al iniciar estos una enemistad de años que terminó con el cierre del bosque milenario, bruma mediante. De vuelta en el presente Elsa (voz de Idina Menzel doblada por Carmen Sarahí) presiente una voz de sirena, una suerte de llamado esencial, que sólo puede escuchar ella. Un cantar familiar (que además es leit motive de la canción principal) proveniente de tierras lejanas. Anna (voz de Kristen Bell, doblada por Romina Marroquín Payró) está pendiente de su hermana, resuelto el conflicto entre ambas en la primera parte pero sin dejar de disfrutar un presente alegre. Las primeras canciones originales dan cuenta de ello y todo parece estar bien. Por su lado, Olaf (voz de Josh Gad doblado por David Filio), el graciosísimo muñeco de nieve a quien Elsa le dio vida y dueño de uno de los momentos más graciosos del filme, anda compinche de Kristoff (voz de Jonathan Groff doblado por Pepe Vilchis). El bonachón novio de Anna tiene sus propias tribulaciones para elegir la mejor forma de pedirle matrimonio. Lo cierto es que este llamado comienza a manifestarse violentamente en el reino. Los cuatro elementos andan nerviosos, así que Anna va en busca de esa voz pese al peligro que esto representa, y a cierta resistencia de su hermana y amigos que finalmente deciden ser de la partida para tratar de encontrar “la verdad” detrás de aquel cuento que su padre les contó a las hermanas hace muchos años. Sólo entonces la naturaleza podrá dejar de agitarse. “Frozen II”, nuevamente escrita y dirigida por Jennifer Lee, erige como una excelsa forma de animación en donde detalles como el movimiento del pelo al viento o el agua logran un realismo abrumador, lo mismo sucede con el diseño sonoro y el despliegue de muy buenas canciones, escritas nuevamente por la dupla Kristen Anderson-Lopez y Robert Lopez, que presagian un gran recorrido por esta temporada de premios, en especial con la canción “Into the unknown” (Hacia lo desconocido) interpretada por el elenco en la película, y por Panic! at the Disco en la grabación. Fuera de estas cuestiones, la película renueva la impronta del fortalecimiento de las relaciones fraternas, el respeto por la naturaleza y sus elementos, y la importancia de la búsqueda de la verdad para obrar en consecuencia pese a la dureza que ésta a veces tiene. “Sin verdad no hay futuro”, dirá uno de los personajes, y otro sumará que una vez conocida esa verdad, hay que hacer “la siguiente cosa correcta”. También se habla de los cambios y las consecuencias que estos traen, además de entender que hay algunas cosas (como el amor, obviamente) que permanecen iguales. Ya no hay sorpresas, claro agregan nada al relato más que subrayar desde sus letras lo que ya se ha dicho de manera muy clara. “Frozen II” hace honor a su antecesora y sin dudas será uno de los éxitos de esta nueva temporada.