¡Y lo hizo otra vez!... El enorme talento del gran Eastwood Es redundante año a año, pero es así. Clint Eastwood lo hizo de nuevo. El último de los narradores norteamericanos tradicionales tomó nuevamente un hecho real y lo adaptó a lenguaje cinematográfico para convertirlo en alegato, en este caso sobre la dignidad, el amor propio, y de paso hacer una crítica (tal vez involuntaria) a la caza de brujas mediática, que bien puede paralelizarse con estos tiempos de viralización de noticias falsas que en las redes, desde “WhatsApp” a “Facebook” distorsionan la verdad, los hechos y van a contrapelo de la presunción de inocencia, o sea la base de la jurisprudencia occidental. ¿Y cuál es el vehículo para lograr esto? Nuevamente “la historia de un tipo que…”. Sucedió en varias de sus últimas obras basadas en libros o artículos periodísticos, desde “El sustituto” (2008) hasta “Sully” (2016) pasando por “15:17 tren a París” (2018) y la reciente “La mula” (2018), y su fórmula permanece intacta porque sigue mirando a estos hechos desde otra perspectiva para poder contar el costado humano que los rodea. Para construir “El caso de Richard Jewell”, Marie Brenner y Billy Ray, los guionistas de éste estreno, con el que se inicia la temporada cinematográfica vernácula 2020, bebieron de la fuente de una noticia que sorprendió al mundo por partida doble en los Juegos Olímpicos de Atlanta en 1996: Un atentado en medio de uno de los recitales de presentación y luego la presunta culpabilidad del guardia de seguridad que advirtió del peligro y evitó que el hecho se cobrase muchas más víctimas. Como en las referencias anteriores, el atentado en sí mismo sirve como piedra basal y contextual para que Clint Eastwood pueda hablar de lo que realmente le interesa. Por eso, tanto el desarrollo del atentado como la investigación están mirados desde la perspectiva de Richard (Paul Walter Hauser), y el gran cuco aquí no es la bomba ni quien la plantó, sino el manejo mediático que terminó por señalar al guardia y prácticamente condenarlo públicamente de una manera voraz e impune. El hombre pasa de héroe a villano a partir de los medios de comunicación, pero sobre todo del accionar de Kathy Scruggs (Olivia Wilde), una periodista, y Tom Shaw (Jon Hamm), un agente del FBI; ambos ávidos (y necesitados) de pegar una buena en sus trabajos. La tensión del relato de un tranquilo pero notable in crescendo se produce íntegramente por virtud de la construcción del personaje y la coherencia de sus acciones. Richard, (tácitamente) republicano hasta le médula, amante de las armas y ansioso de poder servir a la patria, no encuentra su lugar en el mundo pues su contextura física, eminentemente obesa y la presunción de un carácter impredecible lo hacen vivir una vida algo desteñida, levemente frustrante. Rechazado por el ejército y degradado en la policía, su trabajo como guardia es un anclaje fundamental para poder vivenciar al menos algo relacionado con ese universo al cual no quiere dejar de pertenecer. Un universo de ley y orden que sin embargo no devuelve esa devoción de la misma manera. Se sabe del poder intuitivo de Eastwood con sus elencos. Para cualquier actor o actriz que recibe un llamado del californiano es una potencial nominación al Oscar, y no hay nadie hasta ahora que no haya ponderado la libertad creativa con la cual se puede trabajar en el set. Más allá de Wilde, Hamm, la sólida labor de Sam Rockwell, como el abogado, y la deliciosa actuación de Kathy Bates en el rol de la madre de Richard, la superlativa composición de Paul Walter Hauser (que ya le mereció nominación a los Globos de Oro), es responsable de gran parte del resultado de la película. Con él se completa el podio de las tres mejores actuaciones masculinas protagónicas de 2019, junto a Joaquin Phoenix en “Joker” y Antonio Banderas en “Dolor y Gloria”. Estos tres trabajos, pese a la diferencia de estilos, escuelas, y registros, tienen la contención emocional como punto en común, contención que se traslada por ósmosis a la sensibilidad del espectador. Fotografía correctísima (en especial en el interior de la casa del protagonista), la música de Arturo Sandoval (mesurada, tranquila) colaboran para que queden en la memoria algunos momentos notables de El caso de Richard Jewell (la escena de la madre enfrentando al periodismo, la charla entre Richard y el director de una universidad, la de la segunda discusión con el abogado, etc); pero más allá de eso. y pese al fracaso de taquilla en su país, éste estreno es una ratificación más del enorme talento de uno de los mejores directores de nuestro tiempo.
Indudablemente estamos frente a uno de los íconos cinematográficos más importantes de la historia del cine, pero además Star wars es un símbolo que trasciende el séptimo arte para instalarse como ícono cultural mundial. Nadie que dentro de (juguemos un poco) mil años analice la historia de la humanidad en profundidad podrá soslayar éste producto cuando llegue al capítulo del arte hecho industria. Pesado precedente para hablar de esta última entrega que se anuncia como el final de la saga. Mentira. No es el final de nada, salvo que alguno de los espectadores que concurran al cine piense que quienes están detrás del nuevo negocio de Disney van a renunciar a seguir ganando millones y millones de dólares. Imposible. Eso sí, nobleza obliga, este vendría a ser el final del linaje de uno de los apellidos más ilustres de esta industria: Skywalker. Desde que J.J Abrams se hizo cargo del timón los episodios vistos en 2015, 2017 y este año cobraron frescura, vida propia, ritmo (trepidante, lejos de la carreta de bueyes que dirigió George Lucas en la trilogía de la precuela), y sobre todo una inteligente instalación de personajes que de ahora en adelante serán los favoritos de esta nueva generación porque hay que decirlo: desde 1977 a este jueves han pasado más de 42 años, es decir más de dos generaciones de espectadores que desde aquel entonces a hoy muchos son abuelos. Como es habitual, cada episodio arranca con un rodante de letras amarillas que nos aclara el cuadro de situación, es decir de qué la va el estreno de marras, para que todos estemos en tema. Una pequeña trampita, porque sin este inicio escrito habría que ver cuántos episodios sobreviven en sí mismos como película. “Star Wars: El ascenso de Skywalker” no es la excepción, así que. banda sonora clásica de John Williams mediante, sabemos lo que se viene. El lado oscuro, la fuerza detrás de la creación El Imperio Galáctico venía de capa caída cuando Darth Vader se carga al Emperador Palpatine en el episodio VI. Pero un resurgimiento de esta fuerza oscura viene amagando con cobrar predominancia a partir de la reaparición de Palpatine (Ian McDiarmid) en las sombras de un planeta secreto llamado Exegol, al cual quiso llegar Luke (Mark Hamill) antes de pasar a mejor vida. Mientras tanto, Rey (Daisy Ridley), la heroína de la esta trilogía, entrenada por el propio Luke, siente cada vez más fuerte la conexión con Kylo Ren Skywalker (Adam Driver), el nuevo Darth Vader, digamos, quién, por supuesto, quiere llevarla al lado de los malos convenciéndola que es su destino. A su vez, la resistencia a cargo de Leia Organa Skywalker (Carrie Fisher) y los nuevos líderes, Finn (John Boyega) y Poe (Oscar Isaac), acompañados por los eternos robots C3PO, R2-D2 (Arturito para los amigos) y B-B 8; encara la misión de conseguir un artefacto que permitirá a todos encontrar el famoso planeta para acabar definitivamente con la creación de la Nueva Orden. Esto es, más o menos, el esqueleto de un guión que en todos los episodios ha sostenido el ritmo narrativo en una misión a cumplir, y del éxito o fracaso de esa gesta surgían las continuaciones. Desde ese punto de vista, la aceleración de las acciones y el rebote de los escenarios de estas remiten a las viejas máquinas de flipper, en donde la bola plateada rebotaba veloz y repentinamente contra palancas y resortes, o sea: por momentos podemos seguirla con la vista, por momentos no (la persecución entre naves saltando ocho veces por el hiperespacio sería una muestra). De los últimos tres, El ascenso de Skywalker tiene la carga más pesada porque no sólo debe cerrar los cabos de toda la historia, sino además tratar de contentar a la mayor cantidad de fans posible apelando a la emotividad que provoca ver por última vez a los queridos personajes de las tres originales. Es tan grande la obsesión por asegurarse que estén todos en la fiesta que por momentos deja de importar si estas apariciones sirven o no para contar la historia. Tanto es así que la justificación de las voces de Yoda u Obi Wan es más concreta que la aparición del querido Lando Calrissian (Billy Dee Williams). Por querer llegar al meollo de la cuestión, que es la emoción por el cierre de esta historia, la dirección de J.J. Abrams se precipita. Como un corredor olímpico de carrera de obstáculos que sí llega al final triunfante, pero se lleva puestos un par. Por eso es casi imposible analizar ésta película sin entenderla como un fenómeno cultural. Quedarán de lado algunas licencias narrativas y la parte atolondrada de la narración, “Star Wars: El ascenso de Skywalker“ es una suerte de despedida, y como tal lo más recomendable es abrazarse a ese tinte nostálgico y emotivo que propone. Ya habrá tiempo de sacar nuevamente el sable láser.
Será muy difícil la tarea de escribir sobre éste estreno sin que se escape algún exabrupto, o un puñado de los mismos insultos proferidos al aire y en el baño del cine tratando de evitar las arcadas. Es que “Jugando con fuego” es de esos estrenos que en el mejor de los casos hubiesen correspondido a lo descartado por la comedia lampoonesca de los ’80, o los chistes tirados a la basura en la revista “Mad” (o nuestra “Humor”, si se quiere) en la misma época. Incendio al costado de una autovía. Caos y gente gritando mientras un escuadrón de bomberos irrumpe al mando Jack Carson (John Cena, uno de los peores actores que ha dado la pantalla norteamericana), con una banda sonora que no solamente descoloca por su insólita y ordinaria diégesis, sino que además presagia el desastre que está por venir. Todo en esa secuencia está mal construido en términos formales, desde contraplanos discontinuados, a inverosimilitudes de acción. Parece a propósito, pero no. La autoconciencia es un signo demasiado inteligente como para pensar que ésta película la tiene. Finalmente, luego de soportar boquiabiertos esos primeros minutos, habremos de asistir al resto. Parece que este cuerpo de bomberos, integrado entre otros por Mark (Keegan-Michael Key), Rodrigo (John Leguizamo, quien seguramente le debía un favor a alguien para tener que estar acá), y Axe (Tyler Mane), quien sólo escupe sonidos guturales. El grupito se ve en problemas porque hay otro escuadrón que hace las cosas mejor que ellos. Todos tratan de rescatar a tres pibes que andan haciendo lío por ahí. Lo que podría llamarse subtrama tiene que ver con una chica, pero mejor dejarlo ahí. Andy Fickman, director que nos ha hecho sufrir espantos como “Héroe del centro comercial 2” (2015) y “Familia en apuros” (2012), representa a esta altura los últimos (esperemos) caramelos del agotadísimo tarro de la comedia americana más pueril. Esa comedia que todavía cree que su público es el mismo que ve la TV en el sillón de la casa, con una caja de pizza de hace cuatro días en la mesa ratona. El tipo de producto que se confiere como un cúmulo de situaciones supuestamente graciosas hechas para “la gilada”. Lo mismo que ocurre aquí con la saga vernácula de “los bañeros”. Atrasa cuarenta años por la floja actitud de subestimar la inteligencia (y el humor) del público, y la pereza de no saber (o no querer) reinventarse. Por malas actuaciones y peor dirección de actores, montaje completamente aleatorio y sinsentido, sumado a situaciones inconexas que mueven más al asco que a la risa, “Jugando con fuego” es, además de una seria candidata a lo peor del año, una verdadera estupidez.
Auspicioso regreso de la detectivesca y al nacimiento de un nuevo personaje “Volvió el policial” podría ser el entusiasta resumen de la sensación que provoca ver éste estreno. A dos jueves de terminar la temporada 2019, y con tres flamantes nominaciones a los Globos de Oro a entregarse el próximo 05 de enero, llega a la cartelera vernácula una nueva propuesta de misterio, detectives, una herencia, humor e intriga: “Entre navajas y secretos”. Eso sí, a priori tres cosas no ayudaban demasiado a dicho entusiasmo: el tráiler no generaba interés alguno, la traducción local del título que remite a una mala comedia sobre barberías, y el poster de difusión que parece una cruza entre Glee con una campaña de Benetton. A todo esto sobrevive el nuevo opus de Rian Johnson que pese al eclecticismo temático de su filmografía, siempre se las arregla para entregar productos interesantes y bien acabados, empezando por “Los estafadores” (2008), la notable “Looper: asesinos del futuro” (2012), y claro, todo el tinte épico de la ante última entrega de “Star Wars, Los últimos Jedi” en 2017. Lejos de los viajes en el tiempo y las espadas laser, el marilandés se metió de lleno a construir una pequeña gema de detectives que nos lleva a las mejores épocas de las novelas clásicas de Agatha Christie, que por lo general estaban cortadas por la misma entretenida tijera. Mansión de familia de mucha plata. Los Thrombeys son tradicionales y reconocidos hijos de un gran escritor de, precisamente, novelas de misterio desde hace muchos años pero… Un día el viejo Harlan (Christopher Plummer), posterior al festejo de su cumpleaños para el cual convoca a toda la familia, aparece muerto en su recámara, en lo que a pies juntillas parece ser un suicidio. Sin embargo, el Teniente Elliot (brillante, Lakeith Stanfield) debe hacer las preguntas de rigor a los integrantes de la familia. Uno de los interrogatorios con más humor que se pueda apreciar. Un humor que mana de un brillante elenco ocupado en dotar a sus personajes cierta sensación en donde conviven la culpa y la conveniente elección de las palabras para tratar de no mostrar sus verdaderos colores. Así, pasan su hija Linda (Jamie Lee Curtis), su intragable esposo Richard (Don Johnson), el vástago de ambos, Ransom (Chris Evans), Walt (Michael Shannon), el hijo que maneja la parte de publicación de las novelas de su ahora difunto padre y la hijastra Joni (Toni Collette) que salva su sensación de ninguneada quedándose con algún vuelto. Pero más allá de estos integrantes que por supuesto están interesados en saber qué va a pasar con la herencia, el guión del propio director centra el eje de su misterio en Marta Cabrera (Ana de Armas), la enfermera que con mucha paciencia cuidaba desde hacía bastante al viejo, y se había convertido no sólo en su ayudante sino en su persona de confianza. Cuando un guión de este género está bien escrito, como en éste caso, el espectador no puede evitar estar como en un andén, mirando el humo que está hacia el sur cuando en realidad el tren viene del norte. Todas las pistas están ahí para ser develadas con buen razonamiento, pero las genuinas distracciones hacen la verdadera magia. Por supuesto, esta historia tiene a su Sherlock, su Poirot, que en esta ocasión se llama Benoit Blanc (Daniel Craig). Este detective es presentado como “un consejero” para la dupla de policías que investiga el caso, pero tendrá eventualmente mucha más injerencia en la trama, en especial cuando esta pretende inclinarse hacia él como el dueño de la información. En él y en Marta están los verdaderos héroes de esta notable resurrección del género, más allá de la remake de “Crimen en el Expreso de Oriente” estrenada hace un par de años. A destacar varios trabajos en cuanto a la dirección de arte, banda sonora, y una estupenda fotografía de Steve Yedlin. Todo en este estreno funciona como un relojito y si antes destacamos en elenco completo, lo cierto es Ana de Armas, a quien vimos antes en “Blade Runner 2049” (2017), realiza un trabajo superlativo en esa constante expresión de mujer abrumada por el poder de los integrantes de la adinerada familia. porque en este trabajo actoral es donde encontramos la crítica social al cinismo de la clase alta. Ana de Armas ofrece certezas a lo que su personaje sabe, pero envuelta en una creciente fragilidad que transmite con sus expresiones y su cuerpo. Daniel Craig, a quien veremos en el próximo James Bond, funciona como un gran contraste frente a semejante caso, y su trabajo es preciso y a la vez muy intuitivo. Claro que gracias a una potente dirección de actores el trabajo se ve amalgamado y muy bien balanceado. Un auspicioso y saludable regreso de la película detectivesca que presagia el nacimiento de un personaje que vino para quedarse. Vaya al cine. Diviértase
Dentro del mundillo de productos hechos para el público infantil hay de todo. Buenos, malos, regulares, excelente y mediocres. Viendo el afiche de “La reina de las nieves en la tierra de los espejos” se puede afirmar, más allá de la calificación correspondiente, que éste estreno es oportunista teniendo en cuenta la parafernalia de “Frozen II”, a cuya impronta intenta emular desde todos los puntos de vista. Y claro, sale mal la cosa. Ya de por sí es insólita la llegada de la tercera entrega de esta saga de origen ruso sin haberse estrenado las dos primeras, o siquiera haberlas pasado por el cable como para poder ampararse en algún tipo de popularidad. No obstante, esta burda imitación del mayor éxito de Disney en su historia, está aquí, por suerte para no quedarse. Al tratarse de un argumento empezado hace dos películas, el espectador no podrá evitar preguntarse por qué tal o cual personaje hace tal o cual cosa, de donde vienen algunas situaciones, y así por el estilo. En definitiva, por qué todo está tan dado por entendido aquí, y es que el guión de Andrey Korenkov, Robert Lence, Vladimir Nikolaev, Aleksey Tsitsilin, y Aleksey Zamyslov se toma apenas algunas molestias caprichosas para explicar algo de lo anterior. No es que la historia en sí no sobreviva, es el universo contextual de la saga lo que conspira contra la justificación argumental, y al no entender de qué la va, el camino hacia el aburrimiento es inexorable. Un resumen válido sería que una familia de magos vive contenta en el reino de un tal Harald que anda chocho con la tecnología en desmedro de la magia, así que echa a toda persona que corresponda a ese metié y los manda a donde no da el sol. Acá vendría el alegato a favor de la ciencia y todo eso, pero es burdo el guión como para transformar eso en mensaje. El punto de vista es el de Gerda, hermana de Kai y, aparentemente, la heroína de las anteriores entregas. Ella deberá hacer las paces con la Reina de las Nieves; con quien parece que se peleó antes, o no se llevaban bien. En fin, total que ha de aceptarse (o sino, a levantarse de la butaca) que ésta Gerda es la que va a sacar las papas del fuego, acciones variadas de por medio. Hay un par de canciones más o menos aceptables, y acaso un diseño sonoro interesante, pero todo el resto es tan remanido en sus diálogos, la animación es tan dura en sus movimientos (bajo presupuesto con pretensiones de Pixar), y los personajes tan rayados en lo esquemático, que a “La reina de las nieves en la tierra de los espejos” lo único que queda por agradecerle es que precisamente, no se hayan estrenado las anteriores.
Difícil adivinar con qué saldrá Bill Condon cada vez que estrena una película. A “Soñadoras” (2006), “Dioses y monstruos” (1998, por la cual ganó el Oscar a mejor guión adaptado) y “Mr. Holmes” (2015) se le oponen una larga lista de productos mediocres, empezando por las dos primeras entregas de la saga “Crepúsculo, Candyman 2” (1995) y todas las producciones de suspenso que dirigió en los ’90, cuando el género era lo más buscado en las bateas de los video clubs. Por supuesto incluimos en “el debe” la remake de “La Bella y la Bestia”, estrenada hace dos años, salvo que se piense que hay mérito en calcar cuadro por cuadro una película que hizo otro. Es decir, el recorrido por su filmografía indica que hay poco material como para salir en defensa del neoyorkino, y claramente el thriller de suspenso es el que peor le sale de manera tal que es un verdadero misterio tratar de entender por qué insiste. Pero vamos a la introducción de “El buen mentiroso”. Ese momento mágico de éste género, tantas veces descripto y honrado por el maestro Alfred Hitchock y que sirve para enganchar al espectador, instalar el cuadro de situación y presentar al. o a los, personajes centrales de la trama. El mismo momento que Bill Condon, en el caso de su nuevo opus, se encarga de malograr como hacía el “Mencho” Medina Bello en River Plate cuando le pegaba un fierrazo a la pelota y el público miraba azorado como ésta abandonaba el estadio para siempre. ¿Por qué? Porque en una escena simple, como la del comienzo, que debería haber instalado algo de intriga respecto de los dos protagonistas, el realizador no hace otra cosa que mostrar todas las cartas del mazo. Sin haber empezado el juego, ya sabremos cómo termina. Roy (Ian McKellen) está conectado a internet a una de esas páginas de “solos y solas” en donde se pregunta y se responde en busca de alguna afinidad. Del otro lado del chat está Betty (Helen Mirren), también interesada en conseguir pareja, y si bien quedan en verse a tal hora y en tal lugar, el espectador atento sabrá algo que no debería y que signará su grado de aburrimiento, desde ese sexto minuto de proyección en adelante: ambos mienten. Así que si el relato está inclinado hacia uno de los dos, el que dará el giro es el otro. Adiós suspenso. Efectivamente, veremos que Roy es un viejito pícaro. ladrón de plan perfecto si se quiere, con puestas en escena al estilo de “Los Simuladores” (la gran serie de Damián Szifrón) pero para realizar estafas, y su próxima víctima es la buena de Betty que sino fuese por Helen Mirren su exceso de amabilidad sería sospechoso. Pero esto no es todo. A medida que avanza el relato nos vamos dando cuenta que éste, como no podía ser de otra manera al revelar semejante obviedad, se encierra en su propia trampa. Son dos los guionistas y en algún punto se deben haber agarrado a piñas disputándose qué historia contar. En una esquina del ring estuvo Jaffrey Hatcher, en su segunda colaboración con Bill Condon luego de “Mr. Holmes” y autor de varias películas de época y de impronta refinada como “La duquesa” (2008) o “Casanova” (2005). En la otra esquina está Nicholas Searle que antes de ésta película no escribió ni un telegrama. Uno de los dos (imposible pensar que fueron ambos) es responsable de haber escrito, dentro de esta misma trama, y con intención de explicar la motivación de toda la movida que se arma, otra película distinta que nos lleva a la época de la Segunda Guerra y que es peor que lo visto hasta ese momento. Pese a la buena factura de puesta en escena en tanto, decorados, muebles, vestuario refinado, fotografía de clima de resignación, banda sonora acorde. y por supuesto dos excelsos intérpretes, el realizador jamás logra entablar siquiera un mínimo de intriga. Apenas si puede plasmar algo de empatía hacia sus dos criaturas, aunque luego la derribará por completo al someter a ambos a una de las peores, ridículas e inverosímiles, escenas de pelea jamás filmada. Nada más. Es cierto, hay un buen mentiroso en éste estreno: Estuvo todo el tiempo detrás de la cámara.
Con duelo actoral y calidad artística camino a los Oscar El año pasado, con motivo del estreno de “Roma” (Alfonso Cuarón, 2018), hicimos una larga introducción para el lector sobre el cambio de paradigma en la distribución cinematográfica a partir de que Netflix es la empresa que hoy está dictando las reglas del juego. El propio y el ajeno. La escalada a partir de la multi-premiación que a película mexicana logró en la última entrega del Oscar no hizo más que incentivar a la plataforma internacional a redoblar la apuesta respecto de sus decisiones sobre la exhibición en salas de las películas que produce. Esta temporada había dos de sus productos esperados con ansia y durante todo el año hubo preguntas desde todos los flancos para saber si se iban a poder ver en el cine: “El irlandés”, de Martin Scorsese, y “Los dos Papas”, de Fernando Meirelles. En el caso de la argentina ambas producciones con diferencia de quince días se estrenaron en poco más de 60 salas en todo el país. Una sola en la ciudad de Buenos Aires y una en la zona del Gran Buenos Aires. Apenas días después, ambas están disponibles en la plataforma de Netfkix. Comparado con lo que solemos ver son estrenos a medias, pero hay que acostumbrarse a esta como la cercana forma en que los espectadores verán cine de ahora en adelante. Yendo al estreno de marras es menester destacar las buenas virtudes de una película contemporánea que no ahorra temáticas dentro de un universo eclesiástico, que cada vez que sufre un cimbronazo la fe del mundo se pone a prueba. Estamos en el año 2012, Ratzinger (Anthony Hopkins) anda tambaleando como sumo pontífice merced a una forma ultra conservadora de llevar adelante la iglesia y varios escándalos internacionales. Lo acompaña el cardenal Bergoglio (Jonathan Pryce), o mejor dicho lo antagoniza ya que desde el punto de vista ideológico están en las antípodas. Esta construcción (formal en el texto cinematográfico) se ve ratificada cuando se profundiza en los demonios internos que precede a cada uno, en especial a un Bergoglio que todavía se devana en sus acciones contradictorias durante la última dictadura militar en la Argentina. Los flashbacks ayudan a llevar al espectador a ese tiempo para que éste pueda sacar sus conclusiones respecto de una coyuntura difícil. Una buena recreación de época que tiene a Juan Minujín (inexplicable elección del physique du role) como el joven Bergoglio, y a varios conocidos del teatro independiente con pequeños aportes. El guión de Anthony McCarten, autor de “Las horas más oscuras” (2018) y “La teoría del todo”(2014), habla de la aferre y la defensa de las ideas cuando estas chocan, pero también del punto de encuentro que tienen los extremos si se decide horadar la postura con la dialéctica. El aporte del director resulta igual de profundo a la hora de dirigir a estos dos monstruos de la actuación ya que de las situaciones planteadas, contrastadas con el registro que ambos manejan, aparece un humor bastante emparentado con el cinismo de las ideas cuando estas son interpeladas por la realidad coyuntural. Esta batalla dialéctica es tan rica como cinematográficamente teatral, si se permite la ambigüedad. “Los dos Papas” se nutre de todos estos elementos y si bien se puede hablar de alguna redundancia cuando ya está todo muy claro, la película tiene todavía un lugar para sorprender desde el juego lúdico que se propone, pese a ya estar escrita la historia fuera de la ficción. Altos puntos en la banda de sonido de Bryce Dessner y el montaje Fernando Stutz, además del ya mencionado duelo actoral ya merecedor de sendas nominaciones a los Globos de Oro 2020, y claramente serios candidatos al Oscar. “Los dos Papas” aportan el diálogo como herramienta de entendimiento, pero también como elemento de persuasión y de presión cuando se cae en la cuenta de la responsabilidad mundial de esos cargos que dan miedo de sólo pensarlo. Sin dudas estamos frente a uno de los estrenos del año.
Una gran orquesta narrativa en natural expectativa por los Oscar Luego de haber incursionado en las fuentes del mundo de superhéroes rompiendo casi todos los parámetros con esa muestra de cine negro que fue “Logan” (2016), James Mangold se mete en la historia del automovilismo con una curiosa anécdota que deriva en uno de los hitos de ese deporte. Había quedado alta la vara cuando en 2013 Ron Howard entregaba “Rush: pasión y gloria”, que centraba su eje dramático y anecdótico en ese gen competitivo que derivó en la eterna rivalidad y amistad entre John Hunt y Nikki Lauda, pero a diferencia de aquella entretenida muestra de antagonismos, aquí hay una virtud adicional y destacable en el guión de Jez Butterworth, John-Henry Butterworth y Jason Keller: La construcción del "villano", del cuco a vencer. Hay en la primera media hora un sólido armado de personajes en escenas muy simples, pero de situaciones contundentes. Carroll Shelby (Matt Damon) destacado ex corredor, y ahora devenido en emprendedor de negocios, encara el relato con su voz en off para hablar de la velocidad y de cómo a cierta cantidad de RPM todo deja de existir y el auto es un objeto flotando en el espacio-tiempo (o algo así). Ken Miles (Christian Bale) y su particular forma de moverse, es un eximio piloto con exceso de rabieta, y un mecánico sobresaliente que ama los autos. Está en su taller despachando pícaramente a un cliente que cree que sabe de autos "solo por tener un súper sport", Henry Ford II (sólido Tracy Letts) entra en su área de producción y ensamble, hace apagar todas las máquinas y frente al silencio total vocifera a ejecutivos y operarios: "¿Escuchan? Es el sonido de la bancarrota. Si para el lunes no vienen con ideas nuevas ni se molesten en venir", y Lee Iacocca (Jon Bernthal) como gerente de marketing, sale con la disparatada (en un principio) idea de poner la marca Ford en la cabeza del consumidor a partir de lograr ganar la famosa carrera 24 horas de Le Mans. Lo único que deben encontrar es un buen emprendedor de renombre y un eximio piloto y mecánico. Todo esto, claro, colabora para que estas cuatro vidas se crucen en pos de un aparente mismo objetivo: ganarle a Ferrari. James Mangold sabe bien que hay trampa en una película como esta y por eso apuesta casi cien por cien al relato humano. Al vínculo entre Ken y Carroll que en definitiva es lo que sostiene el eje dramático de la historia con sus idas y vueltas, sus peleas y sus formas de reconciliarse. Matt Damon y Christian Bale logran que cada uno de nosotros quiera ser amigo de estos dos y tomar una cerveza juntos, incluso si acaban de pelearse en la vereda con la esposa de uno de ellos como testigo (sentada en una reposera tomando una cerveza, en una de las mejores escenas del filme). Ese vínculo se vuelve poderoso por fuerza actoral obviamente, pero también por el tiempo que se toma el director para afianzar ese trabajo en el guion escrito. El relato crece a medida que crece esa relación y tácitamente se agiganta ese otro "cuco" tan bien construido por referencia de los personajes. Salvo por la aparición de Enzo Ferrari (Remo Girone), y algunas tomas de su figura encumbrada, el monstruo automovilístico ruge a las sombras de los intentos por mejorar la mecánica del novato competidor y se agiganta ante cada fracaso. No era necesario cambiar el título para su estreno local. Lo elemental del original es lo suficientemente contundente para cualquiera que se ponga a imaginar la contienda luego de escucharlo: Ford vs Ferrari. David contra Goliath. Es suficiente. En “Contra lo imposible”, todo funciona como una gran orquesta narrativa. Son esperables las nominaciones a edición y mezcla de sonido, banda sonora, montaje, etc y es que efectivamente, estamos frente al relato tradicional arraigado en lo más profundo de la cultura cinematográfica norteamericana, con el aditamento personal del realizador que, sin dejar de cumplir con el objetivo, se guarda cuatro o cinco momentos de firma personal (la escena de la llave inglesa, la pelea en la vereda, el encuentro con Enzo Ferrari y, por supuesto, la clara crítica al corporativismo cuando este va en desmedro de la fuerza de trabajo que lo hace funcionar. “Contra lo imposible” irá por el Oscar sí, pero no dejará de ser una buena muestra de cine bien hecho cuando éste sirve para mostrar lo agridulce de algunas leyendas gloriosas.
Luc Besson es definible como un director ecléctico en cuanto a temáticas, heterogéneo en cuanto a resultados, y a veces errático en su ritmo narrativo. Independientemente de esto, lo que sí podemos amalgamar en su cinematografía es la construcción y delineamiento de sus personajes. Todos, de una manera u otra, están barnizados con la misma marca, incluso tienen la extraña potestad de poder decir diálogos que de no tener a éste director detrás caerían en el ridículo. De “Subway” (1985) a “El perfecto asesino· (1998), o de “Azul profundo” (1988) a “Arthur” y los Minimoys (2005), sus criaturas tienen ese sesgo de sufrimiento presente. Un rincón de cierta tristeza o melancolía habita en el núcleo de quienes llevan a cabo la historia. Eso sí, a esta altura es insoslayable su gusto por mujeres heroínas. El quinto elemento, Angel-A, Nikita y Lucy son los ejemplos más cabales y el estreno de esta semana, se encuentra claramente en este grupo de películas de acción en donde es la mujer la que se enfrenta a cuarenta tipos, y todos reciben su porción de roscazos, tiros y patadas voladoras. Luego de los artilugios instalados en Lucy, aquella con Scarlett Johansson, el director sube la apuesta en todo convirtiendo a Anna en otra belleza mortal. El espectador verá que al lado de ella Nikita es La novicia rebelde cuando iba al jardín de infantes, pero con un leve detalle: Anne Parrillaud presentaba un phisyque du rol mucho más creíble, además de, claro, ser una buena actriz. Anna Poliatova (Sasha Luss) es reclutada por la KGB como agente sicario que, disfrazada de modelo, deberá cumplir con la misión de liquidar a cuanto "enemigo" de la causa se le cruce por delante. Ella va y lo hace hasta que la cosa no le cierra porque le prometieron que la largaban en cinco años, y eso no estaría ocurriendo. Anna empieza a ser contactada por un agente de la CIA que también le promete cosas, pero en el mundo de la bella agente las promesas duran poco, así que la acción se sostendrá dramáticamente por la bronca y por la injusticia. Hay que decirlo: a esta altura de la soiré el director francés no se guarda nada en cuanto a dinámica de escenas de acción, algunas de las cuales remiten a la poética de John Woo, pero ya no se molesta en justificarlas demasiado. Los efectos, la fotografía, el sonido y las coreografías están bien hechas, sin dudas, pese a tener que conceder que una flaca de no más de 55 kilos derriba de una piña a un tipo que le saca una cabeza y media de altura. No hay mucho más. Por suerte Besson, no es demasiado fanático de las secuelas.
Salvo por cuestiones económicas, no había ninguna razón concreta para una secuela de “Angry Birds. La película” (2016). Todo el contenido se volcó en aquella primera entrega incluida, no la presentación ortodoxa de los personajes (que la hubo), sino el desarrollo y la justificación de los mismos, ya que poco se sabía de acuerdo a lo mostrado en el videojuego en el que se basa el guión. De modo que una segunda aventura de los pájaros que no pueden volar y los cerdos que los quieren capturar tiene poco sustento, a excepción de la diversión que supone realizarla. Este es el factor principal para verla. No es mucho, pero es cierto que cuando un equipo detrás de una producción artística se divierte esa diversión se contagia, aun cuando el producto en sí tiene limitaciones. Así que vuelven Red (voz de Jason Sudeikis, doblado por Raúl Anaya), Chuck (voz de Josh Gad, doblado por Faisy Omar), Bomb (voz de Danny McBride, doblado por Rubén Cerda), Águila poderosa (voz de Peter Dinklage, doblado por Bazooka Joe) y Matilda (voz de Maya Rudolph, doblada por Berenice Vega), entre otros. La isla de los pájaros vive en paz y armonía adorando a su ídolo Red hasta que un día reciben miles de mensajes provenientes de la isla de los cerdos, comandada por Leonard (voz de Bill Hader, doblado por Dafnis Fernández). Los mensajes proponen una tregua ya que hay un enemigo que se les viene encima a todos y hay que hacer causa común. Nada del guión de Peter Ackerman, Eyal Podell y Jonathon E. Stewart irá por andariveles sorpresivos ni puntos de giro determinantes, por el contrario. La trama es bastante simple con los malos de un lugar, los buenos del otro, y una resolución que estará cercana a lo físico más que lo intelectual. “Angry Birds 2: La película” se sostiene en algunos gags efectivos, con buen ritmo de montaje y sobre todo porque es consciente del público al cual apunta: fanáticos gamers a los que se sumarán niños y niñas que no superen los 9 años. Acaso sean ellos quienes mejor la pasen en el cine.