El atelier, de Laurent Cantet Por Gustavo Castagna Estimulante retorno del mejor Cantet luego de divagar en guiones ajenos y en historias divorciadas de su mundo. Ocurre que el director de Entre los muros (aquí la entrevista) vuelve a bucear en la paleta multicultural e ideológica de la Francia de estos días a través de un grupo de jóvenes coordinados por una novelista y profesora (estupenda y bella Marina Foïs). Como hiciera en aquel film premiado en Cannes, Cantet establece un debate dialéctico entre opiniones contrastantes que anclan en ese micromundo que caracteriza a Francia, y no solo a este país, sino a buena parte de la Europa contemporánea. Puntos de vista diferentes, discusiones sobre el mundo global y sus pretensiones y alcances económicos y religiosos, desenmascaran a un paisaje, que en el caso del cine de Cantet, se circunscribe a aspectos teóricos y reflexivos, ajenos a la acción. Sin embargo, entre los alumnos, sobresale Antoine (Matthieu Lucci, notable novedad actoral), con un pasado y presente al borde de lo ilegal, a través de un personaje que fusiona realidad y ficción y que no abandona la tensión que se establece entre la literatura y lo “real” Este personaje – también “teórico” – y en constante enfrentamiento con la profesora y coordinadora será el eje conductor durante la segunda parte de la película. Acá El atelier coquetea con la tensión sexual entre ambos personajes ubicados en dos universos ideológicos contrapuestos. A Cantet se lo presume cómodo mostrando los paseos de Olivia (la profesora) por las playas de Ciotat (ciudad anclada entre Marsella y Toulon), acaso tratando de discernir el enigma que tipifica al joven “rebelde”, tal vez exhibiendo una sutil curiosidad que excedería el aspecto teórico para, de alguna manera, sustituirlo por el deseo sexual y así estar a solas con Antoine. En esas escenas la película roza los cuerpos pero termina eligiendo las miradas profundas e inquisidoras entre los dos personajes, volviendo a ubicar a la interrogación teórica y a las pulsiones que se establecen entre la literatura y la realidad por encima de la concreción del deseo (no solo sexual, también ideológico y / o político). Interesante propuesta de Cantet que revalida aquella importancia dentro del cine francés que había adquirido con Recursos humanos y El empleo del tiempo. Cabe aclarar que en el guión de El atelier reaparece su colaborador Robin Campillo, de quien este año se conociera la galardonada 120 pulsaciones por minuto. Entones, ¿se estará ante el dúo perfecto dedicado a describir una zona borrosa y poco contemplada en la cinematografía francesa? Por los resultados, más que seguro. EL ATELIER L’ atelier. Francia, 2017. Dirección: Laurent Cantet. Guión: Robin Campillo y Laurent Cantet. Fotografía: Pierre Milon. Producción: Denis Freyd. Intérpretes: Marina Fois, Matthieu Lucci, Florian Beaujean. Mamadou Doumbia, Mélissa Gilbert. Duración: 113 minutos.
Los buscadores, de Juan Carlos Maneglia y Tana Schémbori Por Gustavo Castagna A la búsqueda de un supuesto tesoro repleto de joyas desde los tiempos de la Guerra de la Triple Alianza sale un grupo de heterogéneos personajes pero de idéntico nivel social, es decir, sobrevivientes, trabajadores, individuos ajenos a la riqueza y el poder económico. La leyenda sobre el preciado objetivo se manifiesta en cada una de las escenas de Los buscadores, el nuevo opus de la pareja de directores Juan Carlos Maneglia y Tana Schémbori, recordados por el éxito masivo y global de 7 cajas, estrenada por acá en julio de 2012. Pero, a diferencia de aquella combinación de policial lumpen y marginal con travellings interminables y justificados desde el punto de vista dramático y narrativo, Los buscadores elige un tono de comedia coral, con una multitud de personajes, buenos y malos por su calaña pero simpáticos casi todos, con la intención de elaborar una trama simple, sin puntos demasiados altos, correcta desde la acabado técnico, eficaz e inofensiva en sus resultados finales. Ocurre que la narración, sin objeciones ni grietas, presenta un conflicto al que no le pertenece la sorpresa, el guiño irónico, la relectura que vaya más allá de la fortaleza de un guión construido en un laboratorio de textos para cine. No está mal, pero tampoco Los buscadores se entromete en el delirio que le cabían a algunas situaciones – buena parte de la historia transcurre en una embajada y en medio de una fiesta acorde a ese paisaje –. En ese trance de ir o no más allá de la corrección que permite una comedia naturalista liviana y sin riesgos, la película queda instalada en la mera simpatía (bienvenida pero acotada) de la mayoría de sus personajes, en el esquema básico de una historia sin subterfugios ni relecturas que se evadan de las indicaciones provenientes del guión. Allí es que 7 cajas le gana la partida al tono feliz y descontracturado de Los buscadores. En ambas se trabajan géneros, situaciones, personajes y un marco social determinado. En la primera se profundiza sobre el tema, se interroga y plantean enigmas. En la segunda, se rodea y acaricia al conflicto virado a la comedia, se lo observa de manera irónica pero sin escaparse de las convenciones genéricas. Solo eso, nada más que eso. LOS BUSCADORES Los buscadores. Paraguay, 2017. Dirección: Juan Carlos Maneglia y Tana Schémbori. Guión: Juan Carlos Maneglia y Mario González Martí. Fotografía: Richard Careaga. Música: Derlis González. Edición: Alfredo Galeano. Intérpretes: Tomás Arredondo, Cecilia Torres, Christian Ferreira, Mario Toñanez, Sandra Sanabria, Leticia Panambi Sosa, Nelly Davalos. Duración: 102 minutos.
Visages Villages, de Agnès Varda y JR Por Gustavo Castagna Se vienen sus nueve décadas de vida y pese a los lógicos problemas de salud, las imágenes de Agnès Varda estimulan el futuro, la vitalidad, las ganas de seguir adelante. Su último doc Visages Villages, construido junto al artista plástico visual JR, estimula salir y ver, reconocer y contemplar, descubrir y reflexionar sobre paisajes, contextos y personajes omitidos por la rutina y las necesidades cotidianas. En ese sentido, a diferencia de dos de sus trabajos más cercanos en el tiempo (Les glaneurs et la glaneuse, 2000; Las playas de Agnès, 2008), Visages Villages es un contundente documental de observación que bajo el pretexto del “viaje turístico” arrima más de una opinión sobre el mundo. Ocurre que junto a JR, experto en gigantografías de gente común y anónima, la camarita y las lentes del particular dúo de directores, una señora conocida en el mundo del cine casi nonagenaria y un artista “callejero” con look “cool” y porte parecida a la de un joven Jean-Luc Godard, festeja el placer de estar vivos sin esconder su asombro frente al descubrimiento de ese paisaje placentero pero reacio a las postales bonitas. No es que Visages Villages pretenda convertirse en un reflejo del mundo y sus carencias, al contrario: desde su estimulante energía, en especial, transmitida por Varda, las imágenes hablan por sí solas, sin necesidad de subrayados ni de frases sentenciosas. Operarios, obreros, meseras, una señora que se resiste a un desalojo, referencias a Un perro andaluz, caminatas cortas o no tanto de la pareja de directores, viajes en la van para retratar a una road movie no iniciática, tal vez crepuscular pero nunca mortuoria, caracterizan a la hora y media de un documental fuera de lo común, reflexivo y juguetón, también político y social sin levantar dedos acusadores. Se habla de Godard en el trabajo de Varda y JR y se sale a la búsqueda de la leyenda que vive recluida desde hace tiempo en su mansión ubicada en la pequeña ciudad suiza de Rolle. Los últimos minutos de Visages Villages proponen a priori el reencuentro de dos compañeros de lucha, de aquella irrepetible Nouvelle Vague, de la viuda de Jacques Demy (director de Los paraguas de Cherburgo) y del referente “demasiado ego” de varias generaciones hasta hoy que ya tiene 87 años. Pero no, la frustración dice presente, el fuera de campo se materializa en la ausencia, en un mero cartel que enoja y entristece a Agnès. En esos minutos finales de Visages Villages, Godard decide el final cut sin importarle el momento emotivo de la celebración entre dos viejos conocidos. En esa inesperada coda, el documental de Varda y JR agrega un tercer nombre como responsable, inesperado hasta allí, pero obvio cuando se trata de ejercer (otra vez) un bienvenido (o no) ejercicio de transparente narcisismo. VISAGES VILLAGES Visages Villages. Francia, 2017. Guión y dirección: Agnès Varda y JR. Fotografía: Romain Le Bonniec, Claire Duguet, Nicolas Guicheteau, Roberto De Angelis, Julia Fabry, Raphaël Minnesota y Valentin Vignet. Música: Matthieu Chedid. Edición: Maxime Pozzi-Garcia y Agnès Varda. Distribuidora: IFA Cinema. Duración: 89 minutos.
Otra historia del mundo, de Guillermo Casanova Por Gustavo Castagna Pueblo chico como metáfora de un país. Alegoría y símbolo para retratar un conflicto. Humor asordinado, reacio al impacto inmediato, entremezclado con la reflexión sobre un estado de las cosas. Uruguay. Sí. Por más que se trate de una coproducción con plata local y de Brasil, la atmósfera, el tempo narrativo, las situaciones y las decisiones que toman los personajes y ese humor acondicionado a tonos y atmósferas determinadas pertenecen al hermoso paisito de acá carca. Otra historia del mundo es una historia particular, gira hacia el discurso universal y retorna a lo específico y concreto en su paisaje melancólico y personajes acordes a ese contexto. En Los Mosquitos pasan cosas. Una intervención militar, dos amigos complotados para provocar la ira del coronel, el plan que fracasa a medias, uno va preso y el otro parece enloquecer. Pero no: la Historia se puede enseñar de otra manera, aludiendo al pasado para comprender al presente. Y hacia ese punto va el profesor Esnal (César Troncoso), cual maestro John Keating de La sociedad de los poetas muertos en versión oriental y mate en mano para instalar un discurso que refiera a aquello que no puede decirse y, en consecuencia, “abrir ojos y mentes”. Una Historia Universal al alcance de todos, refiriendo al presidiario, alertando sobre la falsedad y la mentira de ese paisaje ocupado y restringido, sometido a la restricción de ideas y a la nula libertad de expresión. Pues bien, el film de Casanova (El viaje hacia el mar) obtiene sus mejores resultados en ese tono medio entre comedia en voz baja y susurrante aunada a la lectura política sobre el conflicto. En la vereda opuesta de sus logros, el inválido estiramiento de algunas escenas conspira con el tono general de un relato que acumula sus virtudes a pasos eficaces y cansinos. Entre un elogiable grupo actoral se destacan Néstor Guzzini como el militar y el notable César Troncoso encarnando al profesor, intérprete ya visto en otras películas, entre ellas, en Infancia clandestina donde personificaba al esposo de Natalia Oreiro y padre de las criaturas. OTRA HISTORIA DEL MUNDO Otra historia del mundo. Uruguay/Argentina/Brasil, 2017. Dirección: Guillermo Casanova. Guión: Inés Bortagaray y G. Casanova sobre la novela Alivio de luto de Mario Delgado Aparaín. Con César Troncoso, Roberto Suárez, Néstor Guzzini, Natalia Mikeliunas, Alfonsina Carrocio, Gustaf, Nicolás Condito. Producción: Hugo Castro Fau, Kristina Konrad, Natacha López e Isabel Martínez. Música: Hugo Fattoruso y Daniel Yafalián. Forografía: Gustavo Habda. Montaje: G. Casanova y Pablo Riera. Duración: 105 minutos.
Cetáceos, de Florencia Percia Por Gustavo Castagna Casa nueva, mudanza, pareja…. cajas embaladas. Un nuevo espacio, nueva vida, pareja feliz… pero él (Alejandro) tiene que concurrir a un congreso en Bologna. ¿Pareja feliz, entonces? ¿Y las cajas sin abrir? Skype podrá ser la salvación, la tabla de rescate para Alejandro y Clara, una mujer ahora sola, a la espera de una novedad laboral, rodeada de nuevos amigos, algunos extranjeros, una profesora de yoga, algún retiro espiritual bien de esta época light y ¿vacía? Tan vacía aun como la (nueva) vida de Clara, reconociendo un nuevo paisaje extraño y rostros diferentes, cercanos, de carne y hueso, no el de su pareja vía Skype, modernidad contraproducente en lo afectivo, con el fuera de campo en permanente tensión. La pantalla te dice “hola, cómo andas” o “qué linda estás”, pero desde ahí no sabes cuándo te está escuchando el otro o en qué momento se percibe una desazón, un rostro poco feliz, un rictus pleno de disgusto y ajeno a toda pasión. Bienvenida opera prima de Florencia Percia, que escarba en ese vacío de una pareja a la distancia con las cajas de la mudanza todavía sin abrir. Bienvenido, entonces, ese humor al que la película recurre en más de una ocasión, donde la mirada de la directora husmea sin mofarse, escarba sin levantar el dedito sobre algunas taras de una clase media profesional y sin obstáculos económicos que necesita de la naturaleza, el yoga y los paseos fuera de la gran ciudad para alejarse de la rutina laboral y ¿afectiva? Cetáceos mira a las películas de Ana Katz, a aquella novia errante ahora sin pareja y perdida en Mar de las Pampas, reclamándole a su novio la frustración afectiva por teléfono desde un locutorio. Ese humor asordinado del cine de Katz (también presente en Los Marziano y Mi amiga del parque) se transmite en muchos momentos de Cetáceos, que cuenta con una intérprete inolvidable (Elisa Carricajo) y secundarios de peso o periféricos de notable presencia actoral. Los planos finales de Clara vislumbran los interrogantes que se vienen de ahí en más. Acaso perciben un mundo sin Skype, con la computadora apagada, con nuevos proyectos, con otros tránsitos y retiros espirituales mirando documentales de ballenas. Clara mira hacia un lugar (des)conocido. En tanto, todavía quedan varias cajas pendientes de abrir. CETÁCEOS Cetáceos. Argentina/Italia, 2017. Dirección y guión: Florencia Percia. Producción: Mercedes Córdova, Valeria Forster y Florencia Percia. Fotografía y cámara: Lucio Bonelli. Dirección de arte: Ana Cambre. Montaje: Andrés Quaranta. Vestuario: Jam Monti. Música: Matteo Carbone. Intérpretes: Elisa Carricajo, Rafael Spregelburg, Susana Pampín, Esteban Bigliardi, Carla Crespo, Gabriela Ferrero, Claudia Cantero, Abian Vainstein, Horacio Marassi, Andrea Strenitz, Pablo Seijo. Duración: 76 minutos.
Transformación, de Iván Wolovik Por Gustavo Castagna Suerte de rockumental sobre un creador, letrista, cantante y personaje de la música como Palo Pandolfo, Transformación escarba en los días de grabación del grupo La Hermandad, liderada por la voz y presencia del ex Don Cornelio y la Zona y Los Visitantes. También suerte de confesionario a cámara, donde Pandolfo habla de su pasado, los temas que le gustaban o no, la admiración hacia Led Zeppelin IV, opianando sobre música, las voces líderes, los cambios, la producción y pos de un disco. Pero ojo, Transformación es un documental de trabajo de un grupo de trabajo: la voz reconocible de Palo toma la palabra pero otros tienen su espacio, su lugar de discusión, su zona de debate sobre la gestación y puesta al día de un disco a punto de parir. Por allí, en breves apariciones, también aportan lo suyo Ricardo Mollo e Hilda Lizarazu. Ocurre que la hora y diez de la película dirigida por Iván Wolovik se entromete en el momento de creación de un músico y de sus músicos, pero también, en las ideas que se relacionan con la posproducción del material. En ese punto, Transformación bebe de la veta genérica inaugurada allá en los 60 por dos films esenciales de la música en su faz creativa: One Plus One / Sympathy for the Devil (1968) de Jean Luc-Godard (primero, antes que el resto, otra vez,) y Let it Be de Michael Lindsay Hogg. El caos musical y político de JLG con los Stones y la anarquía y odio entre los cuatro (o más) culminada en otra (nueva) genialidad de Los Beatles. El trabajo de Wolovik, en cambio, apuesta a la calma, la reflexión, la palabra justa, el grito-voz a cappella desgarrador de Palo al final. Si hasta en un momento se da lugar a una sesión de ejercicios de yoga con especialista incluido dentro del estudio de grabación. Los tiempos cambian.. TRANSFORMACIÓN Transformación. Argentina, 2017. Dirección: Iván Wolovik. Con Palo Pandolfo e intervenciones de Ricardo Mollo, Hilda Lizarazu, Los Tipitos, Daniel Gorostegui, Víctor Carrión. Duración: 69 minutos.
Una mujer fantástica, de Sebastián Lelio Por Gustavo Castagna Una buena película y una excelente actriz. Una actriz notable por encima de la película. Un protagónico que representa y constituye la misma película. Pienso y no encuentro otra explicación o somera respuesta al asunto: Una mujer fantástica ES Daniela Vega, como Gloria, anterior título del director chileno Sebastián Lelio, ES y será recordada por Paulina García, su estupenda protagonista. Aquella mujer de casi sesenta años y este personaje trans: vidas paralelas, porqué no, rechazo social y desprecio, un contexto que oprime y corroe, las apariencias que deben gobernar para que una sociedad no se sienta incómoda por sujetos extraños. Pero Una mujer fantástica parte desde una fatalidad, un momento trágico que quiebra la felicidad de la pareja de Marina y Orlando (él 30 años menor que ella), tipo casado con hijo y enamorado y gozando junto a su mujer trans (Daniela Vega). Desde allí comenzará la odisea de Marina, soportando los insultos directos o figurados de propios y extraños, las miradas que aniquilan, el desdén de un entorno (familiar, social, público y privado) que no acepta a una mujer que toma decisiones, que se la jugará entero por la legitimación y el respeto a su viudez, a la encrucijada de no salir del centro de una historia que es suya y que le pertenece. Lelio sabe cómo manejar las piezas de un relato que oscila entre la búsqueda de la corrección política (junto a una aceptación general que incluye el visto bueno del mercado de festivales) y los esfuerzos por no convertir la historia en un alegato directo solo destinado a la militancia LGBT. En ese ida y vuelta narrativo, donde se insinúa la autoconciencia de su director y del coguionista Gonzalo Maza por imponer la historia individual de Marina por encima del cuerpo y corazón comunitario y militante, Una mujer fantástica gana puntos pero también, por momentos, se convierte en una película convencional. Buena y convencional, pero sin demasiados riesgos formales y temáticos que no vayan más allá de una historia de vida. Un ejercicio interesante, por lo menos en mi opinión, sería comparar el film de Lelio con el reciente estreno de 120 pulsaciones por minuto. Compararlas en cuanto a búsquedas estilísticas, pretensiones de mercado, tratamiento temático, personajes, contextos. Mientras alguien se dedica a semejante ejercicio, el 4 de marzo es más que probable que Una mujer fantástica gane el Oscar a mejor película no hablada en inglés. No van al Mundial de Fútbol pero apostaría que esa noche más de uno cantará “Chi-chi-Le-le-le”. UNA MUJER FANTÁSTICA Una mujer fantástica. Chile/Alemania/España/Estados Unidos, 2017. Dirección: Sebastián Lelio. Guión: Sebastián Lelio y Gonzalo Maza. Producción: Sebastián Lelio, Pablo Larraín, Juan de Dios Larraín y Gonzalo Maza. Intérpretes: Daniela Vega, Francisco Reyes, Luis Gnecco, Aline Küppenheim, Nicolás Saavedra, Amparo Noguera, Trinidad González, Néstor Cantillana, Alejandro Goic, Antonia Zegers. Duración: 104 minutos.
El sacrificio del ciervo sagrado, de Yorgos Lanthinos Por Gustavo Castagna Abonado a festivales clase A y referente de un cine de la “maldad” (para ponerle un rótulo medio estúpido), el griego Yorgos Lanthinos divide aguas entre quienes bendicen sus dardos quirúrgicos dirigidos a una burguesía decadente, y los otros, en el bando opuesto, que no le perdonan esa mirada malsana y poco compasiva sobre la familia y la sociedad. Por un lado, parece ser que la obra de Lanthinos opone a los defensores de las películas de Michael Haneke (me ubico ahí acá) con cierta visión sensiblera y bondadosa que agrupa a espectadores y a un sector de la crítica. La batalla (medio tonta y superficial, digamos) tiene su nuevo exponente con El sacrificio del ciervo sagrado, ya con elenco internacional de primera en manos del malo malo eres del griego, quien vuelve para joderle la existencia a las almas delicadas y sensibles que solo soportan historias lindas y que te acaricien el alma (frase tonta pero acorde). Pero vayamos al asunto principal. El sacrificio del ciervo sagrado tiene momentos notables, en especial, aquellos en donde la puesta en escena converge a un muestrario del cine de terror en vertiente acosadora, incómoda, molesta. Ocurre que la trama pide eso y Lanthimos lo transmite con fina sutileza. Del acoso se encarga un joven de 16 años y los afectados son un matrimonio profesional y feliz (Farrell, Kidman) con dos hijos. Él experto cirujano, ella oftalmóloga, buen pasar económico, prestigio para el fuera, la vida a flor de piel. Pero el mundo empieza desmoronarse cuando el médico erra una operación coronaria y fallece el padre del futuro invasor de esa existencia placentera. Allí Lanthimos se siente a sus anchas y construye instantes de inusitada belleza fusionada a una perversión que mira con detenimiento al cine de Haneke. En efecto, antes de que surja subrepticiamente una especie de regodeo manipulador sobre el castigo que merece la familia “responsable” (y aun cuando los últimos diez minutos vuelven al tono inquientante de los mejores momentos), el cineasta griego construye sus propios “Funny Games” al servicio de una mirada misantrópica que no admite vacilaciones y que exige el interés de un espectador sin preconcetpos. En ese terreno, el del terror psicológico e invasivo, el director de Canino y The Lobster triunfa en sus propósitos, conformando una puesta en escena metálica, fría y gélida, que provoca esa inestabilidad y malestar similiar al de sus películas anteriores. El secreto del ciervo sagrado, con su dùo actoral de estrellas al servicio del director junto al temor que transmiten las apariciones del joven interpretado por Barry Keoghan, es una película que nunca traiciona sus objetivos buscando incomodar, molestar y hasta irritar. Jamás la indiferencia. Y está bien que así sea en medio de un cine lánguido y escaso de sorpresas. EL SACRIFICIO DEL CIERVO SAGRADO The Killing of a Sacred Deer. Gran Bretaña/Irlanda/Estados Unidos, 2017. Dirección: Yorgos Lanthimos. Guión: Yorgos Lanthimos y Efthymis Filippou. Fotografía: Thimios Bakatakis. Edición: Yorgos Mavropsaridis. Intérpretes: Nicole Kidman, Colin Farrell, Alicia Silverstone, Barry Keoghan, Bill Camp, Raffey Cassidy, Sunny Suljic. Duración: 121 minutos.
La verdad a cualquier precio, de Ken Loach Por Gustavo Castagna Recién hace un par de meses vi Yo, Daniel Blake, hasta ahora la última película de Loach (hoy 81 años) y al terminarla me preguntaba el porqué de la demora en la visualización. No sé aun el motivo ya que pocas veces el director inglés me defraudó con su cine de trazo grueso y contundente, se trate de la descripción de un marco social (en general, clases medias baja o clase sobreviviente) o, en todo caso, poniendo el dedo crítico en la política de su país, trazando thrillers en donde las corporaciones se imponen y acosan al individuo. Sintetizando: desde los inicios con Pobre vaca (1966), allá en la coda del free cinema inglés, Loach nunca me pareció un cineasta superior pero tampoco un nombre descartable, tal como viene opinando un sector de la crítica en los últimos tiempos. Caídos del cielo, Agenda secreta, Mi nombre es todo lo que tengo, Riff-Raff y Ladybird, Ladybird –aun sobre la base de recuerdos- son títulos más que recomendables. En una línea media, sin destellos de puesta en escena y aferrándose a una narración por momentos divagante en cuanto a la selección de flashbacks, transcurre La verdad a cualquier precio, Route Irish el original, filmada hace casi ocho años, donde el cineasta explora con mirada profunda y quirúrgica al lado oscuro de su sociedad cuando se toman decisiones extremadamente políticas relacionadas a la muerte y el encubrimiento. La trama ofrece a dos amigos pertenecientes a la SAS (Fuerzas Armadas Especiales) en medio del conflicto bélico con Iraq. Un cadáver será el disparador argumental de la historia a través de la investigación que inician la viuda y el amigo del soldado fallecido. Loach confía en su particular telaraña narrativa, por momentos compleja y digna de seguir con atención, en otros, confusa y al borde de la autocomplacencia y la gratuidad formal. Como si el guión solo se sintiera cómodo con una estructura de “rompecabezas”, La verdad a cualquier precio fluye a los tropezones, con momentos de tensión y otros más que nada supeditados al poder de la palabra. En medio de esas oscilaciones narrativas, Loach vuelve a clavar su mirada ácida y crítica al poder británico y a las corporaciones que mandan a la muerte a un montón de individuos con tal de llevar la paz a un mundo siempre en conflicto por culpas propias más que ajenas. LA VERDAD A CUALQUIER PRECIO (Route Irish). Gran Bretaña / Francia / Italia / Bélgica / España, 2010). Dirección: Ken Loach. Guión: Paul Laverty. Fotografía: Chris Menges. Edición: Jonathan Morris. Diseño de producción: Fergus Clegg. Intérpretes: Mark Womack, Andrea Lowe, John Bishop, Geoff Bell, Jack Fortune, Talib Rasool, Craig Lundberg. Duración: 109 minutos.
Detroit: Zona de conflicto, de Kathryn Bigelow Por Gustavo Castagna - 31 enero, 2018 Compartir Facebook Twitter Sabiamente estructurada en tres partes bien diferenciadas entre sí, el último opus de Kathryn Bigelow adquiere, del principio al final, una postura lejana a la corrección política, a las fórmulas de ocasión y a la búsqueda de un espectador bienpensante. Así como ocurría en La noche más oscura y en menor medida en la ya lejana Días extraños (su opera prima Cuando cae la oscuridad hoy puede verse como un festín cinéfilo y solo eso), Bigelow tensiona al extremo la capacidad y resistencia del espectador. Como sucedía con la última hora de La noche más oscura, con el grupo de elite (comandado por una representante de la CIA) a la búsqueda de Bil Laden, la directora de la sobrevalorada Punto límite sabe que juega con fuego pero no teme quemarse las manos en pos de la fisicidad y el suspenso / terror psicológico que invade a las historias. Vaya desafío el de Detroit: Zona de conflicto: sumergirse en los violentos hechos ocurridos allí en 1967, a dos años de haberse producido el asesinato de Malcolm X y a uno de que suceda el crimen de Martin Luther King. Pero para Bigelow, en la primera parte, el personaje es la masa enfrentada al poder, posibilidad que le da a la realizadora de mezclar material documental y de ficción, haciendo crecer el estallido social-racial hasta límites insospechados, sin líderes ni mandatos procedentes de la política. Es un enfrentamiento racial, crudo y sin concesiones. En su segundo segmento, que invierte más de una dura y que traslucirá como el núcleo del relato, el film se centra en el motel Algiers, con una docena de personajes principales y secundarios, feroces y sanguinarios policías, negros que serán humillados y torturados y dos chicas blancas que andaban por ahí. Y un personaje periférico y polémico: un guardia de seguridad, negro, que actúa como criatura antagónica del enfermo y repulsivo agente Krauss. Una tercera y última parte, luego de la violencia física extrema que la precede, oficia como una pátina de corrección y como vehículo tranquilizador, cuestión que no invalida a la película pero la decanta hacia una zona menos compleja. Justamente, esa complejidad de situaciones al límite es lo que marca a fuego las mejores zonas dramáticas de Detroit. Esa fiereza narrativa de Bigelow que parece oponerse al modelo Hollywood sistematizado, y que la ubica junto a las propuestas valiosas o no de Clint Eastwood y Mel Gibson (más allá de cuestiones “ideológicas”), convierten a la directora en una figura extraña e inclasificable en medio de los oropeles y las polémicas que últimamente vienen sacudiendo al Imperio del Cine. DETROIT: ZONA DE CONFLICTO Detroit. Estados Unidos, 2017. Dirección: Kathryn Bigelow. Guión: Mark Boal. Intérpretes: John Boyega, Will Poulter, Algee Smith, Jacob Latimore, John Krasinski, Anthony Mackie, Jason Mitchell, Hannah Muray, Jack Reynor, Kaitlyn Devor, Ben O’Toole, Nathan Davis Jr., Peyton Alex Smith, Malcolm David Kelley, Joseph David-Jones, Laz Alonso, Ephraim Sykes, Leon Thomas III.Fotografía: Barry Ackroyd. Edición: William Goldenberg. Diseño de producción: Jeremy Hindle. Duración: 143 minutos.