Búsqueda de identidad Se elogia y no tanto una película como No soy Lorena, ópera prima de la realizadora chilena Isidora Marras, con algún aporte local desde el actor Lautaro Delgado. Se elogia por la hábil descripción de un mundo triste y taciturno con la protagonista como centro (Loreto Aravena, buen trabajo), padeciendo la enfermedad de su mamá y atendiendo una y otra vez los llamados telefónicos que preguntan por una tal Lorena Ruiz. También es válida la alabanza cuando el film se mete en una zona laberíntica, con aire kafkiano, donde ese nombre desconocido empieza a invadir la privacidad de la frágil pero también fuerte Olivia, cargando con deudas ajenas, inestabilidades emocionales y afectivas y un contexto que oprime y cercena la libertad individual a través de voces anónimas y empresas ajenas pero siempre redituables. En oposición, No soy Lorena entrega un amplio abanico temático que recorre algunas de esas zonas, en tanto, otras traslucen como meras apostillas del entorno. La calle dice presente a través de manifestaciones estudiantiles en contra de la educación cara y onerosa, pero el dato queda ahí. Olivia tiene un simpático vecino, un chico gay, como el de tantas películas donde se traza una amistad entre una protagonista desconcertada y un muchacho siempre dispuesto a ayudar a “la vecina de al lado”. La cámara sigue cada uno de los movimientos del personaje central como una rémora de la puesta en escena del cine de los hermanos Dardenne: ella con su música, ella caminando por la calle, ella tratando de solucionar esa inesperada y ya molesta invasión a su privacidad. La referencia y la cita siempre es bienvenida, pero en el caso de No soy Lorena, lo explícito le gana la partida a la apuesta original. La idea del film surgió por situaciones parecidas que viviera la directora en relación con un supuesto error empresarial que se entromete en una vida ajena. Por lo tanto, ahí están los mejores momentos de la historia: aquellos en donde la identidad se confunde y se mezcla en una zona difusa que puede terminar en el desequilibrio mental y en la pérdida del tiempo y del espacio. El resto, aquello que rodea a este centro narrativo, resulta poco eficaz, casi de “relleno” y bastante gratuito al argumento central.
A la búsqueda del abuelo republicano Una marca temática de buena parte de los documentales argentinos de la última década se relaciona con el viaje, la búsqueda, el recorrido a emprender de un director a través de los recuerdos familiares o de la escasa información que se tiene sobre un personaje determinado que pertenece al árbol genealógico. Desde ese lugar aparecieron trabajos que referían a acontecimientos del pasado como contexto (guerras, dictaduras, paisajes tenebrosos) donde el cineasta sale a completar un álbum familiar al que faltan las fotos de un sujeto. Ese personaje, en principio bocetado por la mera información, sirve para que el interesado decida ese viaje iniciático, primero constituido por preguntas y, al final, representado como una cuenta pendiente que se pudo saldar desde lo familiar, pero también, como fijación y objetivo personal. Buenos, discretos y malos films rondan por esta temática y Por el camino de Modesto, opera prima de Sebastián Deus, queda aprisionado por las convenciones del género pese a sus bienvenidas intenciones en reinterpretar los clisés abordados en otros documentales que se valen de un similar esqueleto argumental. Modesto es el nombre del abuelo del director, un individuo nómade que debió exiliarse por su compromiso con la República Española durante la Guerra Civil, huyendo luego de la derrota por el continente europeo y recalando en Argentina. Sin demasiados datos ni testigos, el director con su cámara emprenden la travesía a la búsqueda de reconstruir una vida esbozada sólo a través de un par de recuerdos. La parábola actúa de manera eficaz pero poco original en el desarrollo de la trama, imponiéndose solo por el peso dramático del paisaje de Galicia y desde los momentos en donde imagen brinda la suficiente información que sustituye al aspecto rutinario que proponen las cabezas parlantes dentro del género. Por otra parte, los riesgos que toma el director Sebastián Deus, al aunar el pasado con un presente en donde él mismo adquiere protagonismo, reflejado en las escenas "actuales" de la España de turbulenta economía, resultan válidas para que el documental no elija un excesivo tono nostálgico que la misma propuesta preveía de antemano.
El bosque se mueve, otra vez Primero el comentario obvio: la nueva versión de Macbeth ni se le aproxima en cuanto a calidad al clásico de Orson Welles, a la versión japonesa de Akira Kurosawa (Trono de sangre) y al registro sangriento de la adaptación concebida por Roman Polanski en los años 70 como catarsis por el asesinato de Sharon Tate, su bella esposa. En segunda instancia, el australiano Justin Kurzel respeta y se aleja del texto de Shakespeare sin culpas, por ejemplo, cuando al principio construye un par de secuencias sin palabras que anteceden al encuentro de Macbeth con las brujas y sus premoniciones. Y el punto más relevante, al que también hay que invocar en el comienzo, es que el Macbeth que interpreta Michael Fassbender, en una composición que en varias ocasiones se sumerge en un bienvenido estado vacilante, tiene una potencia visual digna de elogiar, unas escenas de batallas que recuerdan a Corazón valiente de Mel Gibson (con sus excesos en el uso del “ralentí”) y algunas secuencias que, debido a su atmósfera, uso de colores opacos y poco cálidos y una puesta en escena onírica, retrotraen al cine de zombies, en especial, a los muertos vivos de George Romero en sus varias secuelas. Con semejante mejunje estilístico, la historia es la archiconocida en un par de docenas de adaptaciones cinematográficas, con el gran guerrero de la obra del autor como centro operativo del relato, acompañado por Lady Macbeth y sus consejos (Marion Cotillard, en un trabajo menor). El desafío, por lo tanto, implicaba convencer al espectador erudito y, en el otro extremo, a un público podría acercarse y luego interesarse por la obra de Shakespeare debido al film de Kurzel. En ese sentido, este nuevo Macbeth, concebido como un ejemplo de cine-espectáculo, resulta un curioso híbrido que intenta complacer a diferentes espectros de espectadores. Un terceto de notables escenas –las cavilaciones del personaje al momento de la comida en el palacio, el duelo final con Macduff, las apariciones de los personajes “fantasmas”- contrasta con la insaciable búsqueda de un target de público acorde a los descabezamientos de 300 y al fanatismo del teleadicto serial de Game of Thrones. En ese punto la película vacila y queda suspendida en la hibridez de sus intenciones marketineras, convirtiendo a la trama en una especie de “Shakespeare para iniciados” donde lo popular se confunde con un catálogo simplista de frases aforísticas. Pero el despliegue visual y la utilización del ancho de la pantalla (Macbeth hay que verla en el cine….) resultan tan potentes que los aspectos descartables del film, por momentos, quedan a unos cuantos pasos atrás de la condena crítica.
El hombre que amaba a las mujeres El menú pintaba para exquisito y suculento. Referencias a la comedia italiana y a la seducción que trasmitían aquellos divos de antaño (Gassman, Mastroianni, Amedeo Nazzari, Franco Fabrizi), un grupo de actrices de renombre con la suficiente experiencia, una cineasta heredera de la mejor tradición del género y el paisaje de un pueblo del sur del país, siempre más cinematográfico que el del centro y el norte. Pero no, el manjar previsto resulta bastante agrio, sin excesos, demasiado controlado por el guión, sin los desbordes emocionales, sociales y simpáticos que caracterizaron a la irrepetible Commedia all’ italiana. Y eso que el plato principal invitaba al deleite con la reunión de las mujeres que conoció la megaestrella Saverio Crispi, un latin lover cosmopolita, una estrella de Cinecittá que recorrió el mundo con sus películas y con su seducción a cuestas. El homenaje por el aniversario diez de la muerte de Crispi convoca a sus parejas y a sus hijas en el pueblo natal del amante latino. El disparador argumental, así como las racontos en blanco y negro sobre Saverio yendo de acá para allá con sus actuales y futuras ex parejas, resultan alentadores en una trama que apela a la nostalgia y a la reconfiguración de un personaje al que la ficción le fue útil para disimular su atolondrada vida afectiva. Pero, Cristina Comencini (hija de Luigi Comencini, director clásico de género), luego de la sorpresa inicial cuando las ex se encuentran por primera vez, elige como desarrollo de la historia una serie de equívocos y confusiones de acotada calidad cinematográfica, que se retroalimenta más cuando aparece el personaje del crítico de cine interpretado por el actor español Luis Homar. En esos momentos, Latin Lover se desplaza definitivamente a otros personajes, omitiendo el centro operativo del relato, aquel en donde el recordado galán seducía y abandonaba a sus mujeres con prontitud. Mujeres, entre otras, encarnadas por la italiana Virni Lisi (diva fallecida al poco tiempo de acabado el rodaje), la camaleónica Valeria Bruni Tedeschi y esa gran dama de la actuación que es la española Marisa Paredes, un trío actoral que la película también desaprovecha sin razón alguna.
Te amo, te odio, bailemos otra vez Un tango más es una película que va más allá de los excelsos bailes y de su estética for export, que tanto placer causa en un espectador foráneo aferrado a la belleza de una postal turística y de un pin alusivo. En efecto, los maravillosos Nieves y Copes, en blanco y negro y en color, en fotos de época y en recuerdos y testimonios, conformaron la gran pareja milonguera durante medio siglo. Entre viajes al pasado, anécdotas y retornos a lugares en donde el dúo conoció el éxito, el documental Un tango más entrega una mirada, transparente y concisa, sobre aquellos viejos (y buenos) tiempos. Pero el cine también es azar, encontrarse con algo inesperado que no estaba planificado en la preproducción. El director argentino Germán Kral, residente en Alemania, productor ejecutivo de Pina de Wim Wenders y conocedor de las reglas tangueras, de "las de antes y las de ahora", ya había explorado a la canción ciudadana con El último aplauso (2009) tensionando hasta donde se podía la confrontación entre film de exportación y película con un espectador local y cautivo. La nueva propuesta de Kral se encamina hacia ese punto, pero agrega un plus extraordinario al recorrer la hermosa historia de amor, con engaños y frustraciones aun a flor de piel entre María Nieves y Juan Carlos Copes. De allí que la imagen de la traicionada mujer se imponga a otra clase de discurso. Esa historia de pasión y desamor, como si se tratara de una letra tanguera de las más emotivas sobre el tema, provoca que el documental adquiera un impensado cariz, reflejándose en la pareja y su intimidad por encima de su historia en las pistas y su triunfo por estas tierras y en el extranjero. "No me pidas más que hable de él, ya está", expresa Nieves a cámara, tratando de olvidar a su pareja de baile, en donde lo público y lo privado adquieren una perfecta combinación. Como ocurriera hace un par de meses con Salgán & Salgán, daría la impresión de que el tango tiene nuevas historias que contar, no sólo desde la música sino a través de las bambalinas, con el director espiando por el ojo de la cerradura a una serie de personajes falibles, imperfectos, contradictorios. ¿Se estará ante el lado oscuro del tango?
Con el cine tatuado en la piel Para quien lo conoce, resulta muy difícil no recordar alguna anécdota del distribuidor y productor Pascual Condito. Sobre semejante personaje, Tras la pantalla documentaliza un mundo que desaparece en medio de los escombros. Nada más clara y concreta que la frase anterior: el trabajo de Marcos Martínez se inicia con el derrumbe de la empresa Primer Plano, que Condito lideró durante un largo trayecto de tiempo, distribuyendo cine, produciendo películas y hasta interpretando algunos roles como actor en films argentinos de las dos últimas décadas. La cámara sigue a Condito en sus mínimos detalles, gestos, movimientos, palabras. Hablando por teléfono, gritando y vociferando contra una forma de exhibir películas que poco o nada tiene que ver con sus ideas. Ideas avasallantes y desprolijas, aferradas a un pasado en donde se pensaba en un cine diferente y en un espacio para la exhibición desde hace años ocupado por un modelo hegemónico. El personaje discute con sus empleados, habla con sus hijos y hasta intenta convencer a su vástago menor que aun existe un cine diferente al mainstream norteamericano. Una de las virtudes de Tras la pantalla es no operar desde una narrativa llorona y melancólica, sostenida en un pasado irrepetible y un presente nada interesante. En ese sentido, la presencia de Condito, la manera locuaz de expresar sus ideas, su particular forma de expresarse sin red ni recurriendo a frases exquisitas, sirve como material que alude a un paisaje que ya pertenece a la historia. A una historia en donde la circulación de films y los estrenos de cada jueves tenían un aspecto más artesanal, siempre con el dinero como eje primordial, pero no como objetivo único e imperioso. El coro que rodea a Condito –directores, críticos de cine, familiares- escuchando sus quejas y su verborragia de café donde se acumulaban las voces en decibeles más que altos, actúa como telón del personaje central. Cada uno de los momentos en que el protagonista apaga las luces de su oficina, de un lugar que ya no existe, la emoción llega a la piel, a una piel tan curtida como la de Condito, llena de tatuajes de sus seres queridos y de su pasión intransferible por ese viaje de ida llamado cine.
El lado oscuro del género policial Por amplio margen el género policial obtiene el trono y ocupa el primer lugar en el productivo año (158 estrenos hasta hoy) del cine argentino. El segundo título de Nacho Garassino (debutante de ese buen ejemplo genérico en vertiente carcelaria de El túnel de los huesos) emplea los códigos del film noir, con la ciudad como protagonista, unos personajes de inmediata identificación y una estructura de relato que, nuevamente y como sucedía en recientes películas, elige el flashback como imperiosa necesidad narrativa. El movimiento circular al que está sometida la historia, por un lado, favorece en la captación de ciertos climas enrarecidos y en la descripción de un mundo que coquetea con la ilegalidad pero sin caer en el clisé bienpensante que puede acosar al género. Por otra parte, esos pequeños racontos que cortan de tajo a la trama también se presentan de manera poco sugestiva, invadiendo de manera gratuita una atmósfera, un instante enrarecido que se expone a la somera explicación visual. En esos trances del relato se encuentra Contrasangre, apoyándose en un cuarteto actoral (Juan Palomino, Daniel Valenzuela, Sergio Boris, Germán de Silva) que hace de la aspereza interpretativa y de la incorrección política seleccionada para sus personajes una especie de celebración de la suciedad y el peligro, bien entendidos, claro. En este punto, pegó el faltazo Luis Ziembrowski. En oposición al universo viril, Analía (Emilia Attias), la criatura atractiva e imperfecta para ir desovillando una trama que une y separa a los personajes masculinos. A Garassino, en ese sentido, se lo ve a sus anchas en las escenas en un bar repleto de policías y putas, en la inestable psiquis del encargado de seguridad que encarna Palomino y en la violencia física y visceral que se desencadena en el último tramo del film. En oposición, y de acuerdo a sus inclinaciones genéricas, menos acomodado se lo percibe en el dramatismo de las escenas íntimas y en la construcción de algunas escenas.
Mucho más que un brutal asesinato La película protagonizada por Graciela Alfano y Felipe Colombo con dirección de Fernández Calvete propone un sistema de relato basado en el montaje paralelo que carece de intensidad. El MacGuffin, el pretexto argumental, el disparador narrativo de Testigo íntimo resulta ser el crimen de una mujer (Guadalupe Docampo), novia de Rafael (Leonardo Saggese), pero que mantiene una relación afectiva con Facundo (Felipe Colombo), hermano del primero. Con ese pretexto como base, el nuevo policial de Fernández Calvete (La segunda muerte) va y viene en el tiempo, a través de flashbacks que informan como nexos explicativos acorde a las imposiciones de un guion con demasiadas gambetas y agujeros por completar y/o disimular. El envoltorio formal de la película se contrapone a los esquives narrativos, enfatizados por la recurrente explicación de los hechos. En ese punto, la trama suma personajes satelitales de escaso soporte dramático, como el de la suegra de Facundo (jugado por la resucitada para el cine Graciela Alfano), quien también ejerce desde la actuación una excesiva (im)postura interpretativa. Allí, por lo tanto, se exhibe otro inconveniente de la película: sucede que con la excepción de Docampo (viva o encarnando a un cadáver), las actuaciones parecen forzadas y hasta invadidas por un rancio aspecto recitativo que recuerda a varios y olvidables exponentes de décadas atrás. Como ocurriera con Brisas heladas, otro film nacional estrenado la semana pasada, Testigo íntimo elige la sustancia genérica desde la captación de ambientes cerrados y opresivos, omitiendo a los exteriores como hipotéticos protagonistas. En algún punto, esto favorece a determinadas escenas, en especial a aquellas en donde los dos hermanos discuten sobre el destino que se le dará al cadáver aun sin responsable a la vista. Pero aquello que puede funcionar desde la concreción de una puesta en escena claustrofóbica, comienza a disminuir en interés al convertirse en algo mecánico, previsible, ajeno a la sorpresa. A esas limitaciones, el film opone un sistema de relato apoyado en el montaje paralelo que, más que nada, le quita intensidad a la misma historia, convirtiendo al ya de por sí opresivo drama que viven dos hermanos a propósito de un asesinato en un catálogo solo convencional del género. El problema es que la suma de las partes, en este caso, aporta poco y nada.
Los problemas de la convivencia Pareja joven, convivencia, miedos, temores, vecinos molestos, paredes húmedas, paranoia y soledad. Otro film argentino ajeno a los grandes presupuestos con una puesta austera y despojada (como El incendio, también estrenada de este año) y dos personajes excluyentes como Dib (Rojas Apel) y Lisa (María Canale) viviendo juntos esos irrepetibles primeros días en sus cuatro paredes, con ambos en trabajos estables pero que, poco a poco y por diferentes motivos, dejará aflorar una permanente e insoportable tensión propuesta por un entorno acosador y molesto. Más que Amor, etc., la primera parte del film podría llamarse "Dib y Lisa en plan de reconocimiento de sus nuevas vidas", ya que los llamados telefónicos intentando comunicarse con la anterior habitante del departamento comienzan a inquietar a la joven pareja. Él, por su lado, toca la batería y soporta los reclamos del vecindario; ella, en tanto, construye un mundo paralelo en el trabajo y en los encuentros ocasionales con su madre y su hermana menor. Pero Dib y Lisa, pese a que se quieren y desean, comienzan a vivir su etapa oscura, a descubrir entre ambos sus zonas erróneas, a plantearse si valía la pena convivir en ese nuevo espacio. La directora debutante Lizarazu confía en su pareja actoral y vaya si acierta al compenetrarse en las dudas y certezas de Dib (un buen trabajo de Apel) y Lisa, interpretada por María Canale, hoy probablemente la mejor actriz (Abrir puertas y ventanas) sub 30 de un cine intimista. Confía en la química de ambos y en la elección de un naturalismo en la puesta en escena que jamás llega a la cornisa del lugar común y al realismo desbordado que podían insinuar las rencillas y peleas de la pareja. Como si desafiara las convenciones de cierto atmósfera minimalista y mirara con respeto y tomando riesgos un paisaje más físico y eufórico sin necesidad de caer en el exceso, Amor, etc. es una lograda síntesis de que el cine argentino necesita de esta clase de historias en donde la honestidad y sinceridad de la propuesta le gana por amplio margen al esqueleto argumental que se presenta desde un guión determinado. En ese sentido, quienes sí conviven pacíficamente son la palabra escrita y las decisiones de puesta escena de la realizadora.
Abuelito, dime tú… Según una leyenda de fines del siglo anterior, un desconocido director nacido en la India, ya con dos películas, convenció a propios y extraños con Sexto sentido, la habilísima concreción de un guión de hierro con una rigurosa puesta en escena. Se dice que la leyenda continuó como tal por un rato más, a través de El protegido y de algunas escenas puntuales de La dama en el agua y La aldea, aunque ya en Señales su cine mostraba remiendos, parches y costuras. La última década fue peor para Mr. M. Night Shyamalan, con una serie de bodrios impresentables, por ejemplo El último maestro del aire y Después de la tierra, en donde, por si fuera poco bancarse a Will Smith, su insufrible hijo devenido actor superaba con creces al progenitor. Tratando de cambiar el rumbo y con tal de que la leyenda no sólo imprima aquella legendaria frase de "veo gente muerta" y poco más, el cineasta de capa caída intenta con Los huéspedes sumar alguna pátina humorística a sus inocuas propuestas estéticas, devaluadas con el paso del tiempo y sumergidas en una mirada sobre el género desde donde se aclara su pose de farsante y chanta de detrás de cámara. El argumento va directo a los bifes: dos hermanos de 13 y 15 años convivirán con sus simpáticos (o no) abuelos en un caserón acorde a la tipología genérica. El giro dramático se relacionará con las particulares características de los abuelitos de marras que fluctúan entre flatulencias, incontinencias y vómitos. Hasta acá, Los huéspedes está más cerca de una relectura de un film de los Monty Python en trámite jubilatorio que de aquellos deslices y caídas al abismo del otrora prestigioso director. Pero Shyamalan construye el relato desde el fagocitado corsé del "found-footage", que en el caso de Los huéspedes funciona como si fuera una autoparodia de los mejores (y pocos) momentos de la carrera del realizador. Un par de sustos de los pequeños debido a las decisiones de los veteranos protagonistas resultan valiosos dentro de una estructura de relato que sólo transmite un carácter híbrido y de pasatiempo sin demasiadas pretensiones. Shyamalan, en ese sentido, podría ir gestionando su jubilación o, por qué no, su retiro voluntario del cine.<