Ya dejó de ser una moda impuesta por la crítica y propiciada por la multitud de premios y reconocimientos en festivales de cine de altísimo prestigio. El cine que se hace en Rumania, o por lo menos el que se difunde fuera de su territorio, es el más sólido, exigente y extraordinario de la actualidad. Por supuesto que no todos los films alcanzan la categoría de La noche del Sr. Lazarescu, Aurora, Budapest: 12.08, la reciente El tesoro o Policía, adjetivo. Pero las secuelas de la dictadura de años de Nicolae Ceausescu, expresadas en forma directa o indirecta en muchos títulos, ha mutado a un discurso universal, cercano al realismo cotidiano, en donde las ´ínfulas del capitalismo salvaje se corroboran en vidas grises, automatizadas por una idea sobre el mundo que hace eco en otras latitudes. Es lo que ocurre con El vecino de Radu Muntean, también director de Boggie y Aquel martes, después de Navidad, la nueva gema del cine rumano mientras se espera que algún distribuidor local se anime a estrenar por acá algún título de los se presentaron en el reciente Festival de Cannes. La mínima historia de El vecino disecciona a un mundo construido desde una supuesta felicidad que se ve trastocado por un hecho anómalo: la sospecha de un buen padre de familia con un trabajo particular, quien de un día para otro presume que un hombre asesinó a una mujer. Los ecos del thriller resuenan en primera instancia, pero Muntean decide narrar la historia desde el personaje central, ese hombre bonachón (Matei Patrascu) sumergido en dilemas éticos y morales en relación a su propio comportamiento. El paso siguiente será el menos previsto por el manual del thriller convencional: la ambigua cercanía entre el sospechoso y el buen vecino, que no solo se traducirá en diálogos incómodos y miradas poco complacientes, sino también desde la invasión a la privacidad (¿autorizada?) del supuesto criminal en el día a día del personaje central. Sin estallidos emocionales o catárticos que subrayen el conflicto, El vecino articula su discurso desde un distanciamiento que jamás omite la sospecha, el qué dirá el otro, el temor por perder la seguridad conseguida a través de un buen trabajo, una esposa ejemplar y un hijo fanático de la computación. El vecino ausculta el terror desde el fuera de campo, sin reparar en escenas convencionales, descansando en esa letanía familiar que en un momento sumará a un inesperado integrante. Desde la psiquis de Patrascu puede descifrarse la incomodidad de una sociedad, muy establecida en detalles que caracterizan a la sociedad rumana, pero no tan lejana a otras geografías más cercanas con idénticas problemáticas. El vecino, claro está, en una película extraordinaria sobre un tema universal.
El misterio femenino o cómo decodificar a cinco personajes particulares. Luego de las novedades formales de Otra vuelta y La vida nueva –films inclasificables en algún rótulo, y por eso mismo, enigmáticos- Santiago Palavecino observa a cinco mujeres de diferente procedencia social, recurriendo a un espacio cinematográfico (un bosque) que adquiere raíces fantasmagóricas. Celina (Cecilia Rainero), María (Agustina Muñoz), Nené (Ailín Salas), Delfina (Agustina Liendo) y Paula (Agostina López) conforman un corpus heterogéneo, repleto de matices y conflictos internos, disímiles en sus acciones, rostros y cuerpos. En ese sentido, Algunas chicas elimina cualquier atisbo de explicación psicológica ni tampoco se aferra a la dictadura de un guión con sus correspondientes quiebres. Los personajes están ahí, tan desconcertados como se requiere desde la elección de una puesta en escena al abismo en donde la sorpresa y los cambios de tono y de códigos genéricos posibilitan una sutil extrañeza en la narración. De allí que los encuentros y desencuentros de los personajes adquieren un aura fantasmal, no solo porque uno de ellos se considere una bruja sino también debido a los climas sinuosos y nada realistas que ofrece una trama atrapante. El disparador argumental es la vista de Celina a una casa de campo donde se reencuentra con una amiga y conoce a otros personajes jamás condicionados por el guión. La luz y el sonido triunfan sobre la palabra escrita, favoreciendo los cambios de tono y las alteraciones genéricas que propone el argumento. El espacio se reconvierte en forma permanente, variando de un sinuoso bosque a interiores asfixiantes que determina la trama. Las relaciones entre las cinco mujeres actúan como meros pretextos argumentales hacia zonas novedosas, haciendo prevalecer una atmósfera onírica en donde a Algunas chicas se la observa más que cómoda. Santiago Palavecino concibió su reinterpretación Mulholland Drive y emprendió su viaje por su propia Lost Highway pero en clave femenina. Bienvenidos, entonces, a este misterio con más preguntas que certezas.
Opera prima de los jóvenes realizadores Nicolás Suárez y Juan Gebauer, la trama se inserta en un tono de comedia agridulce que toma como referencia a un taxista (Carlos Portaluppi), ex jugador de fútbol con siete partidos en primera división, recorriendo la ciudad con un carácter entre irascible y renuente al diálogo. Salvo, claro está, su pasión por el fútbol y específicamente su amor incondicional por San Lorenzo. En uno de sus viajes laborales, se cruza con una madre (Ana Katz) y su hijo preadolescente, quien practica el deporte en Vélez. Más allá de la convocatoria a la afición “cuerva” y de los chistes, cánticos y referencias al club dirigido por los empresarios Lammens y Tinelli, la mirada de los directores se ubica en la periferia del fútbol para desentrañar a un personaje particular que observa en el preadolescente la posibilidad del triunfo para olvidar de una vez por todas su propia frustración. En medio de esa relación, el film prevé una historia íntima entre el taxista y la protagonista, pero Hijos nuestros, por suerte, no cae en recetas fáciles y fórmulas digeridas de antemano. Por supuesto que la trama recorre el camino de la añoranza por la cancha perdida en épocas de la dictadura y desde hace décadas sustituida por un conocido hipermercado. También habrá lugar para la escena delirante, registrada en una ceremonia religiosa en donde Daniel Hendller oficia de cura. Y conversaciones sobre el pasado y el presente del ex club de Boedo (por ahora, quien sabe en el futuro). Pero la celebración del realismo como apuesta estética termina ahí, ya que el fin concreta su principal motivación narrativa: desmenuzar a un personaje límite con sus virtudes y errores, sus bondades y arrestos altruistas, pero también, sus arranques de ira y su desordenada vida personal. En ese punto la película entra en una zona de crisis al no elegir un camino más arriesgado y menos sometido a los parámetros recurrentes del naturalismo como sostén dramático. Para alejarse de esos tópicos, en buena porción de su desarrollo, la historia cuenta con dos estupendos intérpretes como Portaluppi y Katz en su segundo encuentro delante de la cámara luego de Una novia errante, dirigida por la realizadora y actriz.
Aprendizaje en medio del horror Entre los estrenos del jueves aparece el nuevo film del director israelí Eran Riklis, donde un niño palestino-israelí tiene la oportunidad de asistir a un prestigioso colegio pupilo en Jerusalén, donde sehace de un amigo nuevo y se pone de novio con una chica judía. Una película más sobre el conflicto arábe-israelí, pero en este caso no narrado desde el horror bélico sino a partir del crecimiento interior de un personaje. Es el caso de Eyad en Mis hijos, con un adolescente de 16 años, su relación con los padres, su rol de alumno ejemplar y la posibilidad de estudiar en un instituto en Jerusalén, ya de por sí, como único representante de la comunidad árabe. Allí, la historia propone su hipótesis (política) y su formulación ideológica/familiar, donde el personaje central deberá decidir si sigue aferrándose a los conceptos de origen o comienza a observar al mundo desde otro lugar, adaptándose a aquello que le asigna la nueva región ajena a él. Una historia de aprendizaje y crecimiento con un contexto de riesgo (político, social, económico) no resulta ser un tema original para el cine de estos días. Más aun si la odisea de Eyad está conformada por los clichés comunes en esta clase de historias (padres de ideas rígidas, una novia judía, un amigo discapacitado, una abuela protectora, el contexto que sospecha del personaje central). El director Eran Riklis, de larga trayectoria en el marco de un cine israelí exportable (Mis hijos es una coproducción con Francia y Alemania), resulta ser un experto en fusionar lo público y lo privado, aunando un paisaje a punto de explotar con una historia personal relacionada a los afectos y orígenes de los personajes. Mis hijos, por lo tanto, trabaja esa tendencia temática y formal. Corrección política que no se compromete a responsabilizar inocentes o culpables más un relato de iniciación con un personaje que vive el pasaje de la adolescencia a la adultez planteándose si le da la espalda a los orígenes o decide exponer su ideología en el lugar que le toca sobrevivir. En ese trance ideológico y afectivo, Mis hijos hace eco en un montón de películas bien narradas donde el tema político actúa como mero acompañante de una historia de vida que presenta momentos tristes, alegres, fúnebres y divertidos. La clásica simulación de un ejemplo for export destinado a vender con sus decisiones (in)discutibles un producto determinado para el mercado global del cine.
No sólo para fanáticos Como sus colegas Julien Temple y Lech Kowalski que registraron la historia del punk y sus inicios en carne viva y en cuerpo presente, sea como fan, groupie o pichón de periodista, Scott Crawfrod emprendió un camino similar para vivir a pleno aquellos diez, 15 años en Washington y exponerlos en Salad Days: A Decade of Punk in Washington DC un más que interesante documental construido desde un formato televisivo. En efecto, los acertados testimonios de David Grohl y Henri Rollins, entre otros, describen el germen, desarrollo y apoteosis del punk ya lejos de los canonizados Sex Pistols, The Clash, Ramones o Buzzcocks. En esa conformación cronológica que propone el trabajo, se acumulan bandas esenciales y otras que no tuvieron tanta repercusión más allá de los 300 espectadores de cada presentación en vivo y de las hojas de los fanzines. Pero el realizador se aleja de una historia convencional al señalar ciertos hitos de esos 15 años de música, dejándole lugar a la explicación de hechos poco conocidos para aquellos no tan adictos al punk: La Revolución del verano, el peso fundamental del sello Dischord, el compromiso social de algunas bandas, las alusiones al "emocore" y la zona oscura que marcó la presencia de los skinheads en ciertos shows, son descriptos de manera didáctica con mirada de periodista (Crawford lo es, además de diseñador gráfico) a través de las imágenes. El blanco y negro de los shows al palo de Minor Threat, The Teen Idols, Rites of Spring, Big Boys y Fugazi (uno de los grupos preferidos por el director de acuerdo a la extensión de las imágenes) también deja lugar a Fire Party, una de las primeras bandas de chicas punkies. Al mismo tiempo, al tratarse de un trabajo que no omite al contexto, Salad Days refiere a acontecimientos políticos y sociales que describieron a la era pos Reagan, marco en que se desarrolla la última parte del documental. Un condimento extra de este buen registro visual y sonoro es ver un poco del energético Bad Brains, la banda funk hardocore que sonaba de fondo en la escena del boliche punk de After Hours, obra maestra de Martin Scorsese de los años '80.
Un impecable cuento acerca de los sobrevivientes El film dirigida por Lenny Abrahamson, candidata a cuatro premios Oscar, tiene una trama particular que transcurre en un espacio único entre dos personajes. El suspenso es un elemento clave que se sostiene desde lo que no se ve. Año a año la Meca hollywoodense y el inminente Oscar necesita de una película (dos, como máximo) que se evada de las convenciones y los clichés de un total de producción bastante rutinario. Ojo, la referencia a un film “distinto” alude a cierta independencia estética del mainstream, o en todo caso, al mismo origen de la obra. Es el ejemplo de La habitación, que procede de Canadá e Irlanda y está postulada a cuatro premios Oscar de suma importancia (película, director, actriz y adaptación). En general, aquello “distinto” condice con la originalidad del tema, las decisiones que toma el realizador en cuanto a la puesta en escena y el contexto que rodea a la misma película. La habitación, en ese sentido, cumple a rajatabla con los tres ítems: una trama particular que transcurre buena parte en un único espacio con sólo dos personajes, decisiones formales con la cámara que sirven para alterar la monotonía y el encierro y, por si fuera poco, la información en donde se mezcla la gastada frase “basada en una historia real” con otros hechos parecidos de ese misma “realidad”. Sintetizando: el film del irlandés Lenny Abrahamson (Frank, de 2014, además, suma la estupenda química actoral de la pareja protagónica, representada por la madre (Brie Larson) y Jack, su hijo de cinco años (Jacob Tremblay), quienes viven encerrados en los pocos metros cuadrados de un cuarto sin ventanas y una claraboya de por medio que sirve como único contacto con un mundo que se desconoce. La estructura narrativa permite toda una primera parte de tono asfixiante, incómodo, casi irrespirable, comprendida por las preguntas del pequeño a su mamá, en donde se profundiza un excelso uso del fuera de campo a través sombras y sonidos que alteran la emociones de los personajes y, por supuesto, inquieta al mismo espectador. Esa primera hora y algo más, ofrece lo mejor del film: el suspenso se corrobora desde aquello que no se ve, y en tanto, la historia no deja de crecer a través del cariño de esa madre hacia ese hijo. La liberación de ambos, en donde la luz cambia y los planos ya no sorprenden por la originalidad, resulta catalizador y excesivamente emotivo para ambos personajes, en franca discordancia con la primera parte, que traslucía como más contemplativa, siniestra, poco enfática en relación a la pareja central, casi minimalista en su concepción del suspenso y al temor a lo desconocido. Extraña historia de amor entre madre e hijo, ubicada a años luz de docenas de películas hollywoodenses, La habitación es una película formalista, autoconsciente de sus varias virtudes y de sus pequeños defectos.
Hermanos poco unidos La primera escena de 8 tiros sorprende debido a la potencia de las imágenes y a esa extraña sensación de que todo puede estallar en un río de violencia a los pocos segundos. Pero no, el paisaje del cementerio y ls exequias fúnebres de no se sabe aún quién, contienen a esos feroces rostros, tristes algunos, temibles otros. De ahí en más, la trama ingresa en una zona donde confluyen dos hermanos (Juan y Vicente), un intendente corrupto, prostitución a la vuelta de la esquina y el narcotráfico como punta de conflicto que une, separa y vuelve a reunir a los personajes. En ese sentido, la película inicial de Bruno Hernández, asistente de dirección y guionista de otros títulos, elige el camino del ajuste de cuentas con el pasado, tomando como centro al personaje de Juan (Daniel Aráoz) y la turbia relación con Vicente (Luis Ziembrowski). En ese punto, 8 tiros muestra lo mejor que tiene: la tensa no-amistad de uno con el otro, el afán de venganza, la incertidumbre por un pasado que corroe y retorna para incomodar el presente. Pero la película, en varias ocasiones, se abre a otras zonas y personajes que adolecen de un mejor desarrollo y que terminan siendo solo elementos decorativos a la anécdota principal. Un político (Roly Serrano) que hubiera merecido un mayor tratamiento desde el guión, la administradora de un prostíbulo (Leticia Brédice) con poco peso dramático en la historia y una investigadora colombiana del caso (Nela Sinisterra) que entra y sale de la trama sin rigor alguno. En ese tibio engranaje que conecta al núcleo central de la historia con otros personajes y situaciones poco o nada interesantes, 8 tiros expone un par de escenas de acción, teñidas de la clásica violencia genérica del policial ya exhibidas en ejemplos de hace dos o tres décadas. No están mal resueltas, al contrario, pero no escapan de ciertas convenciones y clisés de antaño transmutados a la tecnología cinematográfica de estos días. Por eso, entre cuentas pendientes de hermanos dedicados a la narcotráfico y algunos momentos pletóricos de violencia, de manera cadenciosa y con acotado vuelo, termina imponiéndose el primero de los ítems.
Cuando se hace camino al andar La película, dirigida por Franciso Varone construye un viaje sin demasiado vuelo poético que se aferra demasiado al guión. Sin embargo, logra una gran empatía con el espectador. Suerte de road movie minimalista y de viaje de reiniciación de un personaje y de características crepusculares para el otro, la opera prima de Francisco Varone se suma a una tendencia del cine argentino iniciada hace casi dos décadas a través de las películas de Carlos Sorín. Dicha referencia, desde donde pueden encontrarse títulos como Historias mínimas y El perro, tendría más adelante en Las acacias de Pablo Giorgelli otro marcado ejemplo. Aun con ecos y reflejos de los films citados, la travesía de Camino a La Paz apunta hacia zonas menos transitadas en las road movies vernáculas. En efecto, la pareja central trasluce desde el contraste de las características del remisero Sebastián (Rodrigo de la Serna) y el viejo Jalil (Ernesto Suárez), quien profesa la religión árabe profundizando sus aspectos ortodoxos. La situación principal se establece a los veinte minutos: el viaje que ambos deben emprender a Bolivia donde se produciría el reencuentro de Jalil y su hermano. Además de Sorín y Giorgelli como citas e invocaciones a la trama central, Camino a La Paz, en cuanto al reencuentro de dos parientes cercanos, referiría a Una historia sencilla de David Lynch, acaso la zona menos oscura de la filmografía de un gran director. Esa empatía entre Sebastián y Jalil, al principio entre enojos y cierto desinterés del primero al otro, obviamente, se irá fortificando a medida que disminuyan los 3000 kilómetros de distancia. En ese punto, la película ingresa en su etapa crítica al construir un discurso sin demasiado vuelo poético, aferrándose a aquello que sólo pide el guión y a los eventuales y pequeños acontecimientos que viven los viajeros. Desde allí la película fluctúa entre un tono amable y empático hacia el espectador que aun atenúan los momentos de tensión que padece la pareja, por ejemplo, a través de un robo o al instante en que el Peugeot 505, también protagonista, dice basta. Esos reparos que pueden encontrarse en algunas zonas del film, de acuerdo al registro placentero que elige el director, que serán bienvenidos o no por el público, descansa con autosuficiencia en la química actoral que se establece en la pareja protagónica. La mirada primero crítica y luego comprensible de de la Serna, metido en la piel del oscilante e inestable Sebastián, actúa a favor del registro dramático que gobierna casi todo el desarrollo de Camino a La Paz. El contrapunto, en tanto, funciona a la perfección desde la minuciosa e introspectiva actuación de Ernesto Suárez, un hombre de las tablas que recién debuta en cine en este viaje hacia la paz interior de dos personajes marcadamente opuestos.
Terror gótico, versión local Terror gótico, fiebre amarilla, sacerdotes, leyendas, fantasmas, maldiciones y Satanás a la vuelta de la esquina. El explosivo y genérico cóctel preparado por el director Gonzalo Calzada invita al fanático de esta clase de films a ir más allá de la enunciación "horror para adolescentes" proponiendo un viaje al pasado, un retrato de época arrasado por la peste en los años de Domingo Faustino Sarmiento como presidente. El detonante argumental es un cura (Martín Slipak), presuroso por bendecir almas derrotadas por la fiebre amarilla, quien decide visitar a su hermano (Adrián Navarro) y familia y volver a contactarse con el guardia de la propiedad (Patricio Contreras, en un logrado personaje de ocultos matices siniestros). Allí, Resurrección invalida la apuesta anterior, sometiendo su trama a las instalaciones de ese caserón corroído por la enfermedad, omitiendo cualquier referencia (salvo en un par de textos puntuales) al contexto en que se desarrolló la epidemia. Tal como ocurría en el segundo título del director, La plegaria del vidente, la historia se abre a otros caminos, cruzando géneros, explorando el pasado, apostando a una ambición temática por momentos errática y desconcertante. Pero también, como suele suceder con el género en su vertiente gótica nac & pop, la potencia de la imagen, el diseño de producción, el excelente trabajo con la luz y la fuerza que imponen determinadas escenas, especialmente, aquellas relacionadas a apariciones fantasmales, se imponen a las costuras de una trama que informa en exceso y de manera divagante. En ese sentido, la utilización de una enfática banda de sonido no hace más que subrayar los textos proferidos sin ningún atisbo climático. Debido a eso, la clásica lucha de un cine genérico en donde una trama desvaída y confusa se confronta con la imaginación visual que trasuntan determinadas escenas, deja imponer a un personaje como el Patricio Contreras. Un personaje que condice con las virtudes del film: su imagen abriendo y cerrando las puertas de la mansión y la ambigüedad en el trato con el joven sacerdote ejemplifican los caminos emprendidos por este (des)equilibrado exponente de terror gótico argentino.
Las dos caras de un genio El director Danny Boyle estuvo a cargo de Steve Jobs, un nuevo film sobre el inventor y empresario. El elenco incluye a Michael Fassbender, Seth Rogen y Kate Winslet. En menos de dos años y medio, el cine se interesó tres veces sobre la vida de Steve Jobs. Un discreto documental (The Man in the Machine), una espantosa ficción (Jobs) con un insufrible Ashton Kutcher, y ahora el nuevo opus del sobrevalorado Danny Boyle, el mismo de la pirotécnica Trainspotting y de ese ejemplo acabado de pornomiseria de exportación que fue ¿Quién quiere ser millonario? Ahora bien, más allá del genio en sí mismo, ¿Steve Jobs vale como personaje cinematográfico? En algún punto tiene que ver con la moda de ficcionalizar a determinadas mentes brillantes de manera biográfica donde se fusionan aspectos públicos y privados de los personajes. En 2010 fue Red social, el año pasado el Oscar protegió a La teoría del todo y Código enigma, y ahora le toca el turno a esta curiosa, valiosa e inválida por momentos, revisión de la vida de Jobs a través tres hechos: los lanzamientos de la Macintosh Apple II, la Next y la iMac. Por un lado, se agradece a Boyle y al guionista Aaron Sorkin (Red social, oh casualidad) alejarse de las convenciones de un biopic que intenta agrupar la vida de un personaje en dos horas promedio. En ese sentido, Steve Jobs construye su relato a través de esos tres hechos junto a ocasionales flashbacks y “separadores” narrativos que actúan como “descanso” de los ejes centrales la historia. En efecto, la supuesta complejidad argumental no disimula su estructura teatral, como si el film estuviera dividido en tres actos, con una puesta en escena asfixiante, plagada de textos y discusiones que no hace otra cosa que reforzar la primigenia idea de “caja cerrada” que gobierna a las imágenes y a las acciones. De esta manera, el relato fluye de manera centrípeta (las tres partes están construidas de manera similar) sin posibilidades de fuga hacia otras zonas. O sí: en algunos instantes Boyle y Sorkin nos muestran el lado oscuro del personaje, la relación con su esposa y su hija, la forma en que manipulaba a propios y extraños. En esos momentos, la trama respira un poco y, antes que nada, esto se debe a un cuarteto actoral decidido a no hincarse a la dictadura de un guión supuestamente "perfecto". Son esos bienvenidos lapsos en donde Michael Fassbender se aleja de los clisés catatónicos del método Stanislavski, Seth Rogen oculta su cara de nabo para componer a Steve Wozniak (cofundador de Apple con Jobs) y Jeff Daniels intimida en el rol del CEO de la compañía y "enemigo" del personaje central. Pero la gran Kate Winslet, en el papel de la dispuesta a todo Joanna Hoffman, jefa de marketing de la empresa, representa la energía y vitalidad que la misma película ofrece en forma muy acotada.