Juntos sin importar cómo. El nuevo thriller procedente de la pluma de Claudia Piñeiro, en este caso con cierta inclinación a la parodia, se aleja por un rato de la habitual geografía country para ubicarse en un barrio clase alta-media (en ese orden) y así construir una nueva versión sobre infidelidades, vinculaciones extramatrimoniales y un par de cadáveres exquisitos que sirven como ejes conductores de la trama. La receta funciona de a ratos y más que nada se sostiene por el protagónico de peso de Andrea Pietra y debido a las charlas que su personaje tiene con Ernesto, el desconcertado esposo, primero feliz y luego víctima de las artimañas planificadas por su mujer. La cuestión es que si hay basura que esta no se note demasiado en la pareja que se habla poco y nada y que tiene una hija adolescente (Sánchez), quien tampoco los pondrá al tanto de su embarazo. Pero el "tuya" y el "te quiero" descubiertos por Inés (Pietra) permiten algo más que una sospecha: la "otra" podría ser la secretaria de su esposo (Celentano), alguna desconocida o hasta una joven fotógrafa de revistas de moda (Viale), de relación filial con la primera. A Ernesto (Marrale), en tanto, se lo ve feliz y nunca dubitativo por su inminente viaje de negocios a Brasil. El packaging visual de Tuya se transmite al detalle en sus implicancias formales y temáticas. Llueve en más de una escena (como sugiere la rutina policial) y los momentos acordes al género que transcurren en morgues o a través de sospechas, persecuciones, señuelos, pistas y confirmaciones tampoco faltan a la cita. Tuya confía en su perfil bajo y en jugarse por aquellos aspectos básicos del género, como si su historia fuera un capítulo más largo (y sólo pasable) de la tira Mujeres asesinas. Superior al desastre de Las viudas de los jueves pero a escalones debajo de Betibú (que tampoco trascendía demasiado a las reglas del género), esta nueva adaptación sobre la obra de Claudia Piñeiro es un cuentito menor donde su argumento no pretende ir más allá de aquello que muestra, eso sí rescatable, debido a la energía actoral de Andrea Pietra aun con peluca rubia al estilo film de Hitchcock o De Palma (la cita verbal a Psicosis suena forzada). Ah, a Juana Viale, como siempre sucede, se la ve muy bella.
Amor y odio filial. Tiene solo 26 años, cinco películas premiadas en festivales de primer nivel, el periodismo le dio el mote de "enfant terrible" y se dedica a provocar con sus temas y elecciones de puesta en escena. Con menos de 20, el quebequense Xavier Dolan presentó Cómo maté a mi madre en Cannes y luego vinieron otras ficciones en donde se cruzan las relaciones humanas, los padres ausentes, la homosexualidad (Los amores imaginarios; Tom en la granja) y el cambio de sexo (Lawrence Anyways) y la figura materna como eje central de todas las tramas. El arco parece cerrarse con Mommy, visión de Dolan sobre el combo madre-hijo ahora con menos virtuosismo que en la opera prima pero con los mismos vicios e inquietudes estéticas que caracterizan a su prolífica obra. En un mundo distópico donde las madres tienen el derecho de desprenderse de sus hijos cuando estos representan una amenaza no solo social, Mommy presenta a Diane (Dorval), madre soltera con un violento e irascible hijo adolescente (Pilon), a quienes se sumará más adelante una vecina (Clément), de profesión escritora, quien no se sabe por qué razón está perdiendo el habla. Dos madres y un hijo revoltoso, la síntesis perfecta para un cineasta como Dolan, que invita a contemplar peleas, gritos histéricos, violencia física teñida de cinismo y esa obsesión por el diseño de vestuario que tanto satisface a este rebelde de postulados edípicos mezclados con partículas de psicodrama que terminan siendo devoradas por un esteticismo vacío y a la moda. Las dos notables actrices (fetiches del director) y el protagónico de Pilon, que sustituye a Dolan intérprete, suman para bien de la película. Uf, por lo menos, el film zafó de un engreído actor.
Un policial con una visión desencantada Joaquin Phoenix es Doc Sportello, el centro de la trama de la nueva aventura con el sello de Paul Thomas Anderson. A su alrededor desfilarán los más extraños personajes, con varios desvíos y fluctuaciones narrativas. El detective Philip Marlowe creado por Chandler recuperándose de los tres días de Woodstock, luego de disfrutar "Ball and Chain" por Janis Joplin. Así se lo ve a Doc Sportello (esa bestia actoral de Joaquim Phoenix) al comienzo de Vicio propio. Más adelante, estará más o menos estropeado de acuerdo a las idas y vueltas de la adaptación del libro de Thomas Pynchon que, por suerte, cayó en manos de Paul Thomas Anderson, un realizador al que los desafíos le caen más que bien. El viaje alucinógeno y las propuestas contraculturales parecen terminar y los años 70 muestran el orden establecido por la política de Nixon, la resaca de los crímenes del clan Manson, una policía de California (el ex imperio hippie) que muerde por todos lados y el consumo de drogas duras y blandas que sólo extienden por un rato el casi perimido sueño sesentista. Doc es el centro del relato pero alrededor suyo entran y salen personajes: sus ex (muchas), su ex preferida, su novia actual, su amigo y defensor, el cana que interpreta un genial Josh Brolin y el empresario que encarna un lascivo y excedido Martin Short en solo diez minutos, pero también, traficantes, músicos, hippones soplones de la policía, surfistas y un paraíso casi extinguido que no quiere despedirse para siempre. Vicio propio dura mucho (le sobran algunos minutos) pero en su conjunción de trama con detective como protagonista junto a un marco de época predeterminado pero nunca irónico (como sí ocurre en Pánico y locura en Las Vegas y El gran Lebowski) logra un particular crescendo dramático que se presenta a partir de desvíos y fluctuaciones narrativas. Ocurre que Anderson, a diferencia de otros títulos suyos, deja que la cámara desnude a sus personajes a través de planos estáticos, sin recurrir a violentos cortes en el montaje. Como si la historia y sus múltiples subtramas se ubicaran en esa última noche y fiesta que cierra la década del 70 en Boogie Nights, la estructura circular de Vicio propio refleja el ABC de una novela policial más allá de su autor: nada es lo que parece ser, todo es volver a empezar, docenas de personajes se acumulan en el relato, la policía se siente cómoda en su genealogía corrupta, las drogas van y vienen, el detective privado ostenta su pesimismo y, por si fuera poco, una voz en off (la de la arpista y compositora Joanna Newson, quien también actúa) poetiza, describe e ironiza sobre las situaciones. Y allí estará Sportello, al borde de la caricatura, como un personaje de Crumb, marcado por el consumo y por el deseo de mirar con los ojos cerrados. Y si es junto a Shasta (Katherine Waterston), en una día lluvioso con ambos descalzos y empapados, mucho mejor.
Desmesura y alegorías. El chileno Jodorowsky tiene 86 años, hacía 25 que no filmaba y le costó conseguir dinero para La danza de la realidad, su último opus que tendrá sus furiosos detractores y también fanáticos que no dudan en admirar a un cineasta tótem dedicado a la magia y el esoterismo y, en los últimos años, a la voracidad del twitter que lo lleva a tener más de 1 millón de seguidores. Es que el director de El topo, Santa sangre y La montaña sagrada trabaja sobre los límites de la representación, cruzando géneros hasta reconstruirlos a su manera, recurriendo a la alegoría con énfasis, convirtiendo a sus tramas en relatos oníricos, lejos del verosímil y de una puesta en escena realista. La danza… es autobiográfica o no (trabaja parte de la familia del director), remite a su educación con un padre stalinista, pero también recorre la historia de su país desde la originalidad y el subrayado burdo, la genialidad efímera y la estupidez narcisista, la provocación tardía y una mirada personal que destruye sin miramientos a Buñuel y al surrealismo para convertirlo en un desfile de travestis, enanos de circo, extras y danzarines sin brazos, escenas escatológicas, otras de tortura con picana en plano detalle y una mujer, la mamá del niño protagonista, que arremete con su voz operística en una performance cercana a una María Callas clase B. Todo es artificio en La danza de la realidad, acumulación desmedida como simulación narrativa, capricho y elocuencia de un creador admirado y repudiado por propios y extraños, pontificación extrema digna de un profeta de Internet, en especial en la última media hora del film. A los 117 minutos aparece brevemente Gastón Pauls sumándose al circo Jodorowsky, un espectáculo digno de un genio o un chanta. Tómelo o déjelo.
Tristeza y melancolía Extraño film de Pierre Salvadori, un menos que discreto realizador de la abundante producción industrial de origen francés. Extraño y sugerente por la elección de un tono melancólico que describe a algunos personajes que conviven en un viejo edificio de departamentos de París. Un nuevo cuidador del lugar (Gustave Kervern), una pareja de jubilados (Catherine Deneuve, Fedor Atkine) y otras criaturas que parecen salidas de un vodevil de atmósfera densa y taciturna. Un par de situaciones menores que conectan a los personajes y el sutil retrato de un micromundo lejos de la Torre Eiffel y el Arco de Triunfo, recorren una trama dedicada a sumar por medio de pequeños instantes, leves conversaciones, cruces de miradas y nada de gritos y voces estentóreas. En ese sentido, Antoine, el nuevo custodio del lugar, es el sujeto actuante y el punto de vista del relato; también, el personaje mejor trabajado desde el guión y el de mayor carnadura dramática ya que a partir de su fuerte e inestable presencia rondan los otros habitantes del edificio, especialmente Mathilde, que personificada por la diva Deneuve adquiere un mayor peso que aquello que le ofrece la misma historia. Extraño y curioso film En un patio de París, ubicado en un punto medio entre la comedia gris y el drama de perfil bajo, donde supuestamente sucede poco y nada, pero que en su delicada exposición se atreve a contar el paso del tiempo y las cicatrices y derrotas que no puede disimular un grupo de personajes particulares, metidos entre cuatro paredes, sobrevivientes de un mundo lejos del triunfo y de las bondades que ofrece la llamada Ciudad Luz.
En perpetuo movimiento. Un par de noches próximas a fin de año, casa en el Tigre, cinco amigos cerca de los 30 y una chica que se suma para alegría o fastidio del resto, drogas, sexo y un grupo que no será el mismo una vez que se termine el último porro. ¿Vóley, sólo es eso? No, por suerte. La segunda película de Piroyansky director (luego de Abril en Nueva York o algo así como tengo plata, una cámara y quiero filmar algo) construye su discurso desde dos ejes: por un lado, la clásica comedia de situaciones fijada en un tiempo y espacio únicos con mucha testosterona sub 30 de por medio, y por el otro, una sutil mirada del director en relación a la amistad, la traición y el fin de una década para el grupete de amigos. Nicolás, Pilar, Manuela, Nacho, Cata y Belén tienen sus particulares características y su propia visión del mundo y desde allí Piroyansky articula un discurso que entremezcla momentos graciosos con otros patéticos y traiciones e infidelidades con escenas corales donde el director va y viene en cuanto a decidirse por un único punto de vista. Pues bien, en su superficie genérica, Vóley es una comedia que trabaja desde diversas capas que van más allá de la gracia y simpatía de sus personajes (bienvenidos los seis trabajos actorales con una brillante Violeta Urtizberea en su histérica composición), ya que el relato oscila entre aquello que provoca una complicidad inmediata con el espectador (diálogos, situaciones vodevilescas) y la posterior derivación hacia otras zonas más oscuras y menos transparentes debido a las idas y vueltas de los únicos seis personajes. Piroyansky, por lo tanto, logra exponer a sus criaturas y exhibir sus virtudes y defectos pero jamás levantando un dedito acusador. El director no se ubica por encima de sus personajes sino que los muestra tal como son, eligiendo el camino de la comedia para imponer una mirada sobre el mundo que no debería confundirse con una elección leve y superficial. Vóley, es una buena película, entre otras cuestiones, porque el director elige proteger a sus personajes.
El individuo y sus fragilidades. Breve presentación del realizador turco Nuri Bilge Ceylan (nacido en 1959): se trata de uno de los nombres más importantes del cine de las últimas dos décadas, un director abonado a los festivales clase A y ganador de premios, como la Palma de Oro en Cannes por el estreno que nos ocupa, todo un acontecimiento para la cartelera local. Tres monos, Érase una vez en Anatolia, Climas y Nubes de mayo son algunos de sus títulos, áridos, de extensa duración, donde se concilia una puesta en escena minimalista pero nunca excesiva y una lectura particular sobre el mundo. La acción, o en todo caso, las conversaciones que se entablan entre los personajes de Sueño de invierno, se ubican en una zona montañosa de Turquía, con clara preeminencia de un hotel como (casi) único espacio físico. El disparador argumental es la agresión de un chico contra el auto de Aydian, el personaje central del film, un cínico y arrogante intelectual que parece extraído de un texto de Chejov. La referencia al escritor ruso no es casual, ya que las derivaciones del caso llevarán a que Ceylan explore a los habitantes del pueblo –donde Aydan es uno de sus "señores"–, especialmente, a la joven esposa del protagonista y hasta a su hermana, recién separada. El tono es gris y lúgubre, las conversaciones conforman el corpus central del film, la luz mortecina describe a un paisaje helado y mortuorio que parece detenido en el tiempo. Por momentos, la forma en que se expande el argumento de Sueño de invierno recuerda a algunos títulos del gran Ingmar Bergman, también a la transparencia temática del cineasta griego Theo Angelopoulos y a los tempos cansinos de la obra del húngaro Bela Täar. Ceylan, por lo tanto, es un director que oscila entre la importancia de los temas que aborda (muchísimos en Sueño de invierno) y un bajo perfil destinado a no subrayar los contenidos. Allí estaría el secreto de su cine: convertir a sus temas en relatos universales, incómodos para disfrutar (extraordinarias las dos discusiones de Aydian con su hermana y luego con la esposa), pero extrañamente seductores por su exposición y franqueza. Por eso las más de tres horas del film jamás se hacen eternas y transcurren placenteramente
La venganza de la carne. Promovida de manera más que astuta como el primer thriller de terror vegano, Naturaleza muerta tiene más de un punto de contacto con las novedades genéricas de los últimos años en el cine argentino. Desde Diablo en adelante, pasando por toda una serie de películas afincadas en el horror truculento, la apuesta de Gabriel Grieco invita, por un lado, al misterio que ronda en un pueblo de provincia, y por el otro, a la exposición macabra y exterior que propone el slasher más crudo. La primera mitad es alentadora en la conformación del conflicto que tiene a una inquieta periodista como personaje principal (Luz Cipriota), junto a un grupo de lugareños de particulares características y esa extraña sensación que puede lograr un film de género en transmitir qué representa tenerle miedo al miedo. La venganza, los vejámenes, las mutilaciones y el cautiverio y agonía que padecen los secuestrados por un siniestro personaje viran la historia hacia el plano detalle, la delectación por la sangre que salpica el lente de la cámara y la exhibición (gratuita o no, eso dependerá de gustos) de una tortuosa cámara del horror, devenida en una especie de frigorífico de la muerte. Grieco, por otra parte, se aferra a un sistema narrativo heredado de la pureza del cine clásico y de aquellos films que gobernaron los años 70 y 80 en su vertiente gore que no necesitaba autodefinirse como una producción clase Z. En ese sentido, Naturaleza muerta es un exponente vital de la tipología genérica de los últimos años: un poco de suspenso, algo de terror explícito, entremezcla de seriedad y humor, una chica linda acosada por un lugareño y una particular lectura sobre el exceso de consumo de carne. Los vegetarianos y veganos ya tienen su película.
Fantasías de una adolescente El último film de Francois Ozon indaga en el descubrimiento sexual de una joven y sus consecuencias que derivan en una historia policial. Una película perfecta de vuelo acotado. Probablemente cuando a Francois Ozon lo llevaban de chico a jugar en una plaza de París prefería entretenerse en el sube y baja antes que en el tobogán. Así es su prolífica carrera como director, por lo menos hasta ahora, con muchos cortos y documentales y 15 largometrajes de ficción que abordan diferentes géneros y problemáticas con desiguales resultados. Ozon puede jugarse por el policial noir (La piscina), abordar la soledad de una mujer con toques del género fantástico (Bajo la arena), explorar en un texto vetusto con desgano y aburrimiento (Potiche), escarbar en el mundo femenino como si se tratara de un desfile de moda (8 mujeres) o tratar de acercarse al universo del genial Fassbinder para quedar muy atrás de su referente (Gotas que caen sobre rocas calientes). Daría la impresión que Ozon mira, filma y se va, sin comprometerse con aquello que registra, moldeando una filmografía que no es bochornosa pero que tampoco se escapa de un rutinario profesionalismo lejos de la autoexigencia. Un no-autor con portación de apellido convocado por el mundo festivalero. Eso sería Ozon: un director de oficio que cumple un trámite. Dentro de esa poética de formulario, Joven & bella retoma tópicos del erotismo francés y risqué ya abordados en La piscina y Bajo la arena, pero ahora, desde la piel de una adolescente de 17 años (la modelo Marine Vacht) que decide ejercer la prostitución y así explorar con su cuerpo. En realidad, Isabelle pierde la virginidad y desde ahí expresa su deseo – y lo materializa rápidamente– por tener relaciones con hombres mayores, primero a espaldas de sus padres, y más tarde, para implicarse en una historia policial debido a la muerte de uno de sus asiduos clientes. La referencia llega hasta el Buñuel de Belle de jour (1967) con la bella y gélida Catherine Deneuve componiendo a una señora de la alta burguesía que se prostituye de día par descubrir sus oscuros deseos. Pero en la comparación, como casi siempre ocurre con Ozon, el director de En la casa (estrenada el año pasado) pierde la pulseada con el maestro aragonés, no sólo por su ausencia de compromiso, también debido a que Joven & bella, desde su concepción de relato y elecciones visuales, no deja de ser una película rutinaria y perfecta pero de vuelo acotado. Perversa, provocadora, transgresora y sexista en contadas grajeas; fría, diseñada y construida por un director con alma de esquimal y perezosa en su formulación sobre un tema tan interesante y complejo como es el descubrimiento sexual de una adolescente. Sugerencia: ver ya La vida de Adéle y después comparar.
Buscar una familia y un tesoro. Riesgosa propuesta la de Jazmín Stuart en su primera incursión a solas como realizadora, ya que Desmadre (2011), su ópera prima, fue concebida junto a Juan Pablo Martínez. Riesgosa y temeraria porque se atreve a desovillar las vidas de dos hermanos (Pascual y Dina), la figura de una madre ausente y un padre internado debido a un accidente que anoticia a los vástagos sobre un supuesto tesoro oculto. Riesgosa, temeraria y desigual es Pistas para volver a casa en su acumulación de paisajes, géneros, tonos, giros argumentales, catarsis de personajes y una narración des-centrada sin culpa alguna por su directora para que el espectador no fije la atención en un único registro. Al comienzo se observa a los hermanos y sus actualidades y rutinas: ella, empleada de una lavandería y ajena a cualquier roce con la sociedad; él, por su parte, separado y con dos hijos al cuidado de una mujer mayor que satisface sexualmente al protagonista. De ese realismo, no solo temático sino también debido a su elección de puesta en escena, se pasa a la posibilidad de ingresar al género de aventuras, con aquel tesoro deseado y con la poca información que tienen los hermanos desde el tema invocado por el padre. Y, más adelante, la aventura virará hacia el reencuentro con la madre, registrada por Stuart en una lograda escena que ubica a los tres personajes en medio de una vegetación convertida por su tamiz visual en una escena de tragedia griega. Sin embargo, en esa incansable variedad de tonos y atmósferas que corresponden a determinadas situaciones que viven los hermanos, en donde se intercambian histéricos estallidos emocionales y una pátina angustiante de silencios y sutilezas, Pistas para volver a casa gana y pierde la partida. En buena medida, sostenido su oscilante relato por los trabajos de Érica Rivas (sigue ocupando un lugar privilegiado como una de las grandes actrices argentinas) y Juan Minujin, la apuesta a todo o nada de Jazmín Stuart como realizadora permite presumir a futuro nuevas incursiones en el ámbito familiar. En Pistas… la honestidad estética y temática termina ocultando los pozos e idas y vueltas de su sistema narrativo. No es poco.