En busca de la pintura y el dinero nazi. Con un elenco de grandes actores y grandes egos - Depp, Paltrow, McGregor- el film de David Koepp cuenta la historia de un excéntrico marchante que intentará hacerse de una obra de arte que esconde un millonario tesoro. Un viejo axioma de la crítica sugiere que en determinadas películas se percibe que los actores la pasaron muy bien durante el rodaje. Imposible de comprobar, el caso de Mortdecai: el artista del engaño tiene bastante de aquella suposición aunque también no se esté frente a un film descartable. Livianita, sofisticada, con un costoso envoltorio escenográfico e interpretada por actores importantes, la película tiene al mejor guionista que director David Koepp como el responsable de domesticar –hasta donde pudo– a un casting egocéntrico y repleto de estrellas. La invitación argumental es pueril pero funcional: el excéntrico marchante Charles Mortdecai (Johnny Depp, quien viene repitiendo algunos gestos desde Charlie y los chocolates empalagosos, de Tim Burton), anda detrás de una obra de arte que tendría un código como acceso a una cuenta bancaria que pertenecía a los nazis. A Mortdecai lo rodea su esposa Johanna (Paltrow), un inspector del MI5 británico (McGregor), su cuñado (Goldblum) y, más adelante, otros compradores y rusos acosadores y enojados por la destreza e inteligencia del personaje central. Como un film del período clásico que fluctúa entre el humor flemático de los títulos ingleses de Hitchcock más la elegancia y sofisticación de Para atrapar al ladrón del mismo cineasta, Mortdecai trabaja los típicos elementos de esta clase de comedias: errores, equívocos, engaños, diálogos filosos y una levedad argumental que no va más allá de aquello que pretende su historia. Se está frente a un registro genérico donde al inicio se informa que Mortdecai se encuentra en bancarrota y que por ese motivo saldrá a la búsqueda de una obra artística no tan valiosa pero que esconde un secreto que se traduciría en una fortuna de dinero. Por lo tanto, el "MacGuffin", pretexto argumental que hace avanzar a la trama, tan recurrente en las obras maestras de Hitchcock (sí, otra vez), actúa como el disparador para que surjan los otros personajes que rodean al simpático marchante. De allí en adelante, un poco a los tropezones, la película presenta a esos secundarios que al relato le son útiles para narrar a través de la acumulación. En esos pasajes, Mortdecai gana y pierde la partida: algunas situaciones no resultan graciosas, los mohínes de Depp pecan de reiterativos y el relato dispara hacia otros vectores sin demasiado interés. Pero como se trata de una comedia con códigos del policial, más de una vuelta de tuerca habrá en el desarrollo de la historia, más si Mortdecai peca de ingenuo por confiar y no dudar de quienes están cerca de él.
Híbrido sin Harry ni Sally Comedia romántica con la clásica pareja de amigos donde las vueltas del destino los llevará a conformar una relación afectiva, Los imprevistos del amor intenta, con poca suerte, recrear las situaciones y climas de la imbatible Cuando Harry conoció a Sally y, más adelante en el tiempo, de la más que interesante e inteligente La boda de mi mejor amigo. Rosie (Lily Collins, a pura simpatía) y Alex (Sam Claflin, a pura intrascendencia interpretativa) se conocen desde la escuela secundaria, pero un impensado embarazo los separa, no solo afectivamente, sino a la distancia. Mientras ella se responsabiliza en su rol de madre, él inicia una nueva relación pero, más temprano que tarde, de acuerdo a los códigos más transitados del género y a propósito de las idas y vueltas del guión, el final edificante y rosa espera a la vuelta de la esquina. La raquítica trama necesita de una banda de sonido acorde a sus pretensiones de película caza-adolescentes y desde allí es que resuenan las voces de Lilly Allen, Beyoncé y Kate Nash para edulcorar el incipiente (y tardío) amor entre Rosie y Alex. Provista de toda la parafernalia tecnológica destinada a narrar una desvaída historia, Los imprevistos del amor, antes que nada, es un híbrido exponente dentro del género. Un director de origen alemán, una parejita de noveles intérpretes (ella, la hija de Phil Collins; él, protagonista de Los juegos del hambre: en llamas) y un packaging de film británico construido de manera superficial, terminan conformando un relato que solo se vale de cada uno de los clisés genéricos de las comedias románticas elaboradas desde un departamento de marketing. En efecto, se está ante un film olvidable.
El bien y el mal se ven cara a cara Julianne Moore, Jeff Bridges y Olivia Williams integran el elenco de esta película de historia épica, de cuento de hadas, que poco aporta a los gustosos del género. No hay originalidad entre brujos, vampiros hechiceros y similares. Cuando el excelente actor Jeremy Irons concurrió a una de las ediciones del festival de Mar del Plata, se le preguntó en conferencia de prensa porqué había aceptado trabajar en Calabozos y dragones (2000), estrenada algunos meses atrás. Sin dudarlo, el intérprete de dos títulos clave de David Cronenberg (M Butterfly y Pacto de amor), respondió: "vivo en un castillo y tengo muchos gastos" En El séptimo hijo actúan, entre otros, Julianne Moore y Jeff Bridges, además de la estupenda actriz británica Olivia Williams, y se desconoce aun si los tres intervinieron en la cinta para pagar las expensas o solo por pasarla bien durante un rato. La cuestión es que el film del ruso Serguei Bodrov es un nuevo ejemplo de historia épica, cuento de hadas, héroes destinados a cumplir con un mandato y el clásico enfrentamiento entre el bien y el mal en medio de monstruos, viajes en el tiempo, brujos y hechiceros. Hay una previsible predestinación, aquella que le corresponde al tosco granjero Tom Ward (Barnes), instado por el Espectro (Bridges) a detener de una vez por todas las maldades de Madre Malkin (Moore), la brujita en ciernes. También habrá un aprendizaje, como si se remedara al western reconstruido por su versión "fantasía heroica", en donde el heredero del poder deberá cumplir sí o sí la misión. En medio de ello, infinidad de batallas, paridas desde la saga de El señor de los anillos y las posteriores estaciones en la serie de Las crónicas de Narnia y en otros films similares. No está mal para quienes disfrutan de esta clase de películas donde los tópicos genéricos (terror, aventuras), entremezclados con el suspenso y la catarata obvia de efectos especiales, construyen un discurso que solo busca –y encuentra sin problemas– un espectador adictivo. Pero, al mismo tiempo, resulta bastante poco, no solo por la impericia de Bodrov para crear algo nuevo más allá de sus referentes, sino por la repetición del gesto y el hecho puntual de creer que el término "entretenimiento" se supedita exclusivamente a no disminuir un poco la energía al vacío que se trasluce en el desarrollo de la trama. El séptimo hijo tuvo innumerables problemas de posproducción hasta su estreno internacional de hace pocos meses, pese a que aun no fue lanzada en Estados Unidos. Pero el inconveniente más grave del film es su nula originalidad en jugarse por algo que trascienda a otros títulos sobre brujos, vampiros, hechiceros y criaturas temibles de importante tamaño. Ahora bien, ¿Bridges, Julianne Moore y Olivia Williams también vivirán en castillos?
Mucho más que el sueño americano Candidata a pisar fuerte en los Oscar, la película de Bennett Miller "basada en un hecho real", narra la historia del luchador olímpico Mark Schultz y la extraña relación que establece con su millonario representante John Du Pont. La tercera película de Bennett Miller (Moneyball; Capote) tiene los requisitos necesarios (¿o acaso imposiciones solapadas?) para llevarse más de un inminente premio Oscar. El cartelito "historia basada en hechos reales", eso que tanto complace a la academia de Hollywood; un actor abocado a la comedia en su primer desafío dramático y un argumento inclinado a desnudar el mundo del deporte (la lucha libre y sus derivaciones particulares) a través de dos hermanos y su complejo entrenador. Pero Mark (Tatum) y Dave Schultz (Ruffalo) y el millonario representante y protector John Du Pont (Carell) son los vértices de una historia que va más allá del reiterado relato que describe una superación individual o grupal frente las circunstancias. Los hermanos son profesionales y reconocidos en lo suyo, de características diferentes (Mark, solitario y tímido en su anatomía pre-fisicoculturista; Dave, abocado a su familia y consejero del otro) hasta que sus vidas cambian cuando aparece Du Pont (egocentrista, manipulador, con una fuerte carga en relación a su pasado). La relación más fuerte Du Pont la establecerá con Mark, en un sutil juego de homoerotismo que tiene su apoteosis deportiva: la preparación de los luchadores para los juegos olímpicos de Seúl de fines de los '80. Habrá otro eje secundario pero central: la madre de Du Pont (Redgrave), que a través de un par de apariciones describe el pasado familiar y la inestabilidad y cuentas pendientes de su hijo, especialmente, en su privacidad. La narración fluye a través de silencios, tiempos muertos, escenas invadidas más por preguntas que por certezas, como ocurre en la psiquis de Du Pont, habilísimo titiritero del buenazo de Mark y del cuidado que Dave no quiere perder de su hermano. En efecto, es una película sobre el deporte, pero también sobre celos ocultos que hasta llegarán al crimen, mostrados de manera elegante para articular un discurso ambiguo sobre los Estados Unidos, aquel que exhibe el triunfo individual a través del deporte frente a la necesaria aparición de un sostén económico que reditúe una fama de fuegos artificiales y reconocimiento global. En esa dualidad, y superando con holgura a sus dos films anteriores, Miller se maneja con astucia, esquivando la emoción fácil y el empleo de recursos complacientes con el espectador. Ubicándose en esa zona fronteriza de cine mainstream y de modelo típico de Hollywood con cierta dosis de calidad, Foxcatcher también es una película con buenas actuaciones (Tatum, Ruffalo, el flematismo británico de Redgrave) que ante todo incluye la introspectiva composición de Steve Carell, sincera y explícita por llevarse un importante premio a corto plazo. Lástima que Sienna Miller aparezca tan poco.
Amistad con una pelota en el medio El film de Taratuto, basado en la novela homónima de Eduardo Sacheri, narra el periplo de tres amigos que intentan cumplir el sueño de El mono, alma mater del grupo que acaba de morir, con el fútbol como telón de fondo. Otra vez el fútbol como eje argumental de una película argentina de corte industrial, tal como ocurriera en la olvidable Fuera de juego (2011). Pero si esta malograda comedia en coproducción con España describía una incómoda amistad entre hombres, el quinto largometraje de Juan Taratuto construye desde la masculinidad el otro tema que recorre en paralelo a la anécdota futbolística. Cuatro amigos (Fernando, Mauricio, El Ruso, El Mono), una estructura de relato que va y viene en el tiempo, una subtrama que adquiere un peso importante y un recorrido desde el fagocitado naturalismo estético y argumental, resultan los mecanismos elegidos para la adaptación concebida por del director junto a Eduardo Sacheri (El secreto de sus ojos), también responsable del libro original. En realidad, el Mono es un hermoso recuerdo para sus amigos y el objetivo del trío será hacer feliz a su pequeña hija, especialmente, por el fanatismo que el padre le tenía a Independiente y a los colores de la institución. Debido a esto, la narración oscila entre un presente que exhibe carencias laborales y afectivas y un pasado, a través de flashbacks que hacen demasiado "ruido", dedicados a contemplar la enfermedad terminal de El Mono y la forma en que se solidifica la amistad del resto. Taratuto confía en los textos, tal vez en exceso, manejando una cámara sin demasiados riesgos formales, y en la acumulación de pequeñas anécdotas que de a poco van construyendo el propósito del grupo de amigos: hacer dinero con la venta al exterior de un jugador del interior del país y así satisfacer al grupo altruista y a la chica huérfana de padre. El problema principal de Papeles en el viento es su decisión por emplear todos los recursos comunes en esta clase de relatos. Se añora, en ese sentido, la sutileza que trasmitían las imágenes de La reconstrucción, del mismo director, al momento de narrar la enfermedad del personaje que encarnaba Alfredo Casero. Aquí, en cambio, la tragicomedia flaquea en su forzada fusión de escenas tristes y otras donde se intenta transmitir cierta comicidad. En ese punto, Papeles en el viento descansa en una concepción de relato donde los momentos en que se manifiesta el pasado escarban en ese fagocitado naturalismo del cine argentino que ya fuera apropiado por la (mala) televisión. Algunas escenas puntuales (la conversación entre Dopazo y Peretti; el viaje final hacia el estadio de los tres amigos y la niña; el casi desenlace donde se narra la venta definitiva del jugador), resuenan como escasos puntos a favor de una película sostenida a puro aporte del guión. O, en todo caso, a base de martillazos efectistas provenientes de la palabra escrita.
Los sonidos del silencio Curiosa experiencia cinematográfica resulta Sordo de Marcos Martínez ya que el film, como pretexto inicial, trabaja más que nada desde la construcción de un espacio teatral en donde los actores son todos hipoacúsicos con su correspondiente intérprete. El grupo, denominado "Extranjero" e integrado por cinco jóvenes que cargan con esa discapacidad, llevan a escena la obra que da título a la película. En ese sentido, Sordo conforma un discurso interesante no sólo por lo que ofrece sino también desde aquello que jamás exhibe. En la trama no se habla de inclusión ni tampoco el ojo está puesto en la corrección política. Más aun, la primera escena resulta representativa: el grupo rechaza un premio debido a que, según los integrantes, el galardón se debe a su condición de sordos y no a la obra en sí misma. Semejante comienzo, desafiante como disparador inicial, deja lugar a que el director describa al grupo actoral y a sus historias particulares e interiores. Sin embargo, el término "actor"” es el que se impone a la "palabra" sordo. Desde ese punto, por lo tanto, es que Martínez construye un espacio particular, que empieza conformándose como una “caja cerrada” y luego deriva hacia el lenguaje del cine, en este caso, representado a través de gestos, pero también, empleando recursos de la época muda (subtitulados mediante) en paralelo al registro oral de la intérprete. Esa convergencia entre teatro y cine (y viceversa) también plantea, otra vez, las débiles, conflictivas y casi invisibles fronteras entre el documental y la ficción. Y es donde también Sordo conforma una pequeña y gratificante victoria estética.
Un clan muy particular Un ejemplo como el de La familia Bélier corrobora por qué en la producción cinematográfica de Francia hay un espacio importante para los autores o directores que reflexionan sobre el lenguaje. Sin ir tan lejos en el tiempo, Astérix y Obélix y sus secuelas, Amélie y Amigos intocables, por citar tres ejemplos, fueron aquellos productos que movieron las piezas de una industria donde existen posibilidades para diferentes propuestas. El film de Lartigau, en ese sentido, se suma a la prédica: gran éxito de taquilla, película vendible en todo el mundo, una historia que coquetea con la comedia y el drama lacrimógeno; en fin, una suma de factores que exceden lo meramente cinematográfico, o en todo caso, un film que se establece en un punto medio entre el sentido común y la afanosa búsqueda de un espectador cómplice. Las armas son nobles, pero en varios momentos se está a pasos de caer en la tontería, aun cuando el entramado de ciertas situaciones supere a los objetivos finales de la cinta. Una familia sorda con excepción de la hija-intérprete que triunfará en el canto y un clan dedicado a trabajar en su casa-granja en la fabricación de quesos, bien lejos todavía del París soñado y de la Torre Eiffel como plano turístico. Las situaciones oscilan entre el lugar común y la simpatía sin golpes bajos a través de conflictos románticos teñidos de acné adolescente que de a poco se dirigen a que la hija deba decidir su futuro: alejarse del rebaño familiar o quedarse a vivir para siempre entre lácteos y animales. En La familia Bélier, sin embargo, hay un personaje border, el del sarcástico profesor de música, enojado con su trabajo y el alumnado, que profiere más de una frase incómoda para la corrección política que gobierna la película. En esa disyuntiva se maneja el director Lartigau, en esa franja tan estrecha para no caer en la cursilería, pero también, decidido a emplear todos los clísés posibles para convencer a un gran público. Desde ese punto puede entenderse un éxito comercial como el del clan Bélier: una película astuta, simpática, triste, melancólica, con música y letras edulcoradas y algunas situaciones que transmiten cierta gracia debido a la tipología familiar. Por lo tanto, el postre light del verano está asegurado.
Bromas pesadas y crueldad Una pareja de losers y otra con plata de sobra establecen una particular amistad donde el riesgo está a la orden del día. Así van subiendo las apuestas de la inocencia al gore. Como bien dice el título original, la película trata sobre emociones baratas pero también se juega a través de apuestas que empiezan por unos pocos dólares y terminan en una montaña de verdes donde la crueldad y el cinismo ganan la partida por lejos. Curioso film de raíz independiente, focalizado en dos o tres ambientes (¿faltará mucho para una versión teatral local?), Apuestas perversas es la ópera prima de E. L. Katz donde el director se vale solo de cuatro protagónicos de peso: dos amigos, uno sin plata y perdedor nato y otro que se quedó sin trabajo y está a punto de ser desalojado de su casa junto a su familia, más una particular pareja que se vale de aquellos dos para que apuesten a todo o nada, primero en tono de broma liviana y luego directo a un total desbarajuste donde triunfa la sangre y la mutilación. Al principio, Katz describe con sutileza al familiar Craig y a su entorno flojo de bolsillo hasta que se reencuentra con Vince, un amigo al que no ve hace tiempo, un asiduo concurrente de bares y de algunos locales con chicas desnudistas. El cuarteto se completa con Colin y Violet, que sí tienen mucha plata, razón por la que establecen una particular amistad con el par de desamparados losers. Hasta el encuentro de los cuatro, Apuestas perversas describe un mundo gris, asfixiado por el desempleo y la visita a lugares donde el voyeurismo de los personajes les es útil como catarsis para encubrir sus desgracias personales. Pero el punto de vista se modifica cuando aparecen Colin y su bella mujer, una pareja que actuará como contrapunto de ambos amigos. En ese momento empiezan las bromas y las apuestas, en primera instancia sobre cuestiones no demasiado traumáticas (tocarle el trasero a una strip girl), más adelante con otros ítems que aumentan el tono de perversión del film (tener sexo con la mujer delante de su esposo) para que al final se llega sin culpa alguna al gore como recurso (un dedo mutilado) y a la ingestión no deseada (un perrito recién cocinado) pero que bien valen los 50 mil dólares de recompensa mayor. Entre la sordidez del asunto, un cuarteto actoral que sostiene una historia fijada desde casi un único tema que acumula variables sobre un mismo centro y una sutil fluctuación entre humor negro, género de terror y una violencia que puede estallar en cualquier instante, la película juega con el voyeurismo (perverso) del mismo espectador. Como ocurría en aquella Propuesta indecente con Redford y Demi Moore, pero multiplicado por mil.
El narcoterrorismo y sus alrededores El fllm de Andrea Di Stefano busca mostrar a Escobar como personaje periférico al conflicto central que se narra en la historia donde un canadiense conoce por casualidad al jefe narco en Medellín. Denuncia de trazo grueso. Desde la muerte de Pablo Escobar (diciembre de 1993) surgieron libros, ensayos, notas periodísticas, películas, series y narcoculebrones como el exitoso, en el plano rating, emitido por canal 9 durante el verano pasado, El patrón del mal. Escobar aun vende bien debido a sus contactos, excesos, arrogancia, encumbramiento, ocaso y caída de un personaje difícil de definir en cuatro o cinco trazos. Era de esperar, por lo tanto, que apareciera una coproducción (decisión temible) como Escobar: paraíso perdido, concebida por un actor italiano de prestigio emprendiendo su ópera prima, una buena inversión de dinero y una estrella actoral en la piel de ese todopoderoso emperador de Colombia y de otros países aledaños y lejanos. Las opciones eran varias: meterse en la piel del personaje y sus negocios, analizar sus contactos con Estados Unidos, hacer un biopic convencional o, entre otras posibilidades, exhibir a aquel dueño y señor como el Mal en persona. Andrea Di Stefano se dirigió a una zona curiosa: tomar a Escobar como personaje periférico al conflicto central, articulado desde otras miradas y situaciones que al inicio del film sólo bordean al famoso narcotraficante ultra millonario. De allí que aparezca un grupito de canadienses onda hippie setentista, fanáticos del surf y recién arribados a una playa cerca de Medellín. El nexo se produce cuando uno de ellos, Nick (Hutcherson, poca ductilidad actoral) conoce a María (Traisac, una chica linda), sobrina de Pablo Escobar (Del Toro). En ese momento, la película se corre de “Baywatch” a una zona difusa en sus implicancias narrativas, que oscilan entre un romance adolescente en parajes paradisíacos y un film de denuncia de trazo grueso que parece planificado por la CIA en los años de Reagan. Esa indecisión temática de Escobar: paraíso perdido, que hasta omite cualquier referencia a sus sutiles relaciones con Estados Unidos, convierte a la película en una trama de buenos y malos, inocentes y culpables, personajes inocentes y otros que merecen la condena inmediata. Sin embargo, cuatro o cinco momentos visuales, ajenos a un guión que parece escrito a las apuradas, se manifiestan como un punto a favor de film, en especial, cuando se describe por medio de planos generales a ese edén merquero y sexual con algunas escenas que recuerdan a Carlito’s Way de Brian De Palma. El otro acierto, pese a que se trata de una historia centrada en los alrededores que construyeron la leyenda, es la sólida caracterización de Del Toro. Ya personificó al Che, ahora Escobar, ¿se vendrá el comandante Chávez con el camaleónico Benicio?
Una historia sobre héroes y demonios La última película de José Celestino Campusano, filmada en Marcos Paz, muestra el regreso de Molina a su territorio y su vinculación con el entorno que lo impulsará a volver a transgredir las normas. Sucio realismo del suburbio. Antonio Molina (Quaranta) es un tipo hecho y derecho que convive en los bordes de la delincuencia y la marginalidad, haciendo de la amistad un culto, oteando al otro, observando con respeto al amigo, pero también sospechando de ese territorio que puede explotar en cualquier momento. Pero el drama pasional del comisario Ibañez y de su bella mujer, quien decide prostituirse oponiéndose a las reglas maritales, más temprano que tarde, llevará al "perro" a transgredir ciertas normas. El ambiente y los personajes son parecidos a los de otros títulos de Campusano (Fantasmas de la ruta; Fango; Vikingo), junto a una planificación narrativa que trabaja desde la acumulación de situaciones y personajes, supuestamente dispersos, que poco a poco compondrán un único discurso espacial y temporal. Así, surgirán las clásicas criaturas periféricas del cineasta, especialmente, el duro pero honesto Calavera y el demencial Gonzalito, un adolescente psicópata digno de temer. Entre ellos, el centro neurálgico del relato, el "perro" Molina, basculando la balanza del bien y del mal, como un antihéroe del western: rostro duro y mirada feroz, amistoso y caritativo con los suyos, pero siempre espiando a un horizonte en permanente tensión. Los pasos adelante que propone El perro Molina en comparación con otros films del autor se relacionan con una mayor prolijidad desde la cámara y los encuadres (no confundir con esteticismo) y a una labor más que minuciosa del director con el rubro actoral, que contrasta con algunas escenas donde los diálogos y textos resuenan como recitados e impostados desde la genealogía de los personajes. Pero Campusano, emblema de un sucio realismo del suburbio, vuelve a confiar en ese paisaje constituido por prostíbulos, policías corruptos, soplones, hogares marginales, calles de tierra y autos desvencijados con gente que carga armas para cumplir con una orden. O con una misión donde se requiera de una ética (in)conformista que reivindique la moral de los personajes. En ese sentido, El perro Molina vuelve a explorar, como sucedía en Fantasmas de la ruta, el lugar de pertenencia como necesidad imperiosa para sobrevivir. El personaje central, llevado por las circunstancias, deberá traicionar a un amigo y confidente, no solo para convertirse en un Travis Bickle del subdesarrollo (De Niro en Taxi Driver) sino porque lo golpean donde más le duele. Sin embargo, la escena final reserva más de un interrogante: en medio de unas lacrimógenas exequias fúnebres, la puesta en escena plantea al espectador si Molina seguirá siendo un héroe o se convertirá en un auténtico demonio.