Melancólico y nihilista. Néstor Sánchez, escritor y personaje, viajero transhumante y seguidor de la prédica espiritual de George Gurdjieff, alabado por las palabras y el reconocimiento que a su obra le tuvo Julio Cortázar, crítico del boom latinoamericano de literatura y oriundo de Villa Pueyrredón, barrio en donde moriría a los 68 años en 2003. El autor de Siberia Blues, Nosotros dos y El amhor, los Orsinis y la muerte merecía un documental y por allí anduvo Matilde Michanie, también responsable de Judíos por elección (2011) y Licencia número uno (2008) sobre la "Tigresa" Acuña. La directora se vale de un acotado número de testimonios y de parlamentos extensos para desovillar la vida de Sánchez. Esas elecciones formales provocan que el relato fluya con interés pero, además, que las palabras expresadas en relación al escritor adquieran una gran contundencia. En ese sentido, Se acabó la épica elige sumar sólo lo necesario para comprender a un personaje, escapándose de la frase efímera y del anecdotario de café y sin riesgos. Se explora, por lo tanto, en la dualidad pública y privada de Sánchez, en su larga estadía en Estados Unidos, en su mirada nada complaciente y suicida sobre el mundo, en la búsqueda de un significado a la vida. Sin escaparse de algunas convenciones clásicas en esta clase de documentales, Se acabó la épica también rastrea la pasión de Sánchez por el tango y el jazz, el aspecto melancólico del primero y el carácter improvisado del segundo. Un buen documental, que no sólo refleja una vida particular sino también una manera de observar al mundo a través de una pluma nihilista y melancólica en dosis similares.
Amor después del dolor. La mirada del amor podría retitularse, recordando a un film de David Lynch, como "una historia sencilla", en este caso, romántica pero sin violines en la banda de sonido, pero también, decidida a describir una trama sobre gente adulta por edad y experiencia. Las únicas sombras que acosan a Nikki refieren al recuerdo de Garret, su esposo fallecido hace cinco años en un viaje de placer. Pero acá no hay ríspidos cortes de montaje sino una cámara contemplativa a la que el director israelí Arie Posin recurre para narrar una tragedia, aquella que vive Nikki, quien tendrá una segunda oportunidad afectiva. La novedad es que aparece Tom, un profesor de arte, un clon del fallecido, una presencia que primero sorprende a la protagonista y luego complace de felicidad. Pues bien, esto no es Ghost ni un ejemplo de historia de amor después de la muerte y mucho menos el romance entre un fantasma y una mujer viuda. Al contrario, el tono asordinado que elige Posin, sin recurrir a las postales tilingas de una historia particular como la que cuenta su película, autoriza conocer de mejor manera a un personaje complejo como el de la triste y solitaria viuda. Por eso, la sencillez y austeridad de la puesta en escena se concilian con el bajo perfil de la propuesta, sin planos bellos o bonitos ni paisajes edulcorados que evadan el centro del asunto. Además, otros dos personajes periféricos actúan como contrapunto en la atribulada vida de Nikki: por un lado, su hija, sorprendida en una gran escena por la aparición de la nueva pareja de la madre y, por el otro, el vecino que encarna Robin Williams, en una de sus últimas interpretaciones, a través de una performance sin histerias, mohines y gestos, cuestiones que en él eran habituales. Pero La mirada del amor, una oscura y cálida historia que no se permite ir más allá de aquello que pretende ser, sería poco y nada sin sus dos intérpretes principales. El doble papel de Ed Harris permite reencontrarse con un actor de múltiples recursos, pero la luz en la película le pertenece a Annette Bening en la cumbre de su madurez como actriz. Su inicial y súbito encuentro en la galería de arte con su viejo/nuevo amor, transmitido a través de la complejidad de su mirada, podría definirse como el resultado gratificante y feliz de una clase de actuación.
Un nuevo y amargo retorno de Satanás. Se trata de una película más, registrada con cámaras livianas y sin novedad, sobre las actividades paranormales Los ruegos, pedidos y deseos porque se tomen vacaciones (¡para siempre!), las películas "caseras" o de estilo found footage, por lo menos por ahora, parece que no son suficientes. El último exponente es Invocando al demonio o La posesión de Michael King, otro film-curro sobre actividades paranormales, cintas y videos encontrados en un depósito, visitas a curanderos y brujos, y el retorno –por vigésima vez– del demonio para implantar justicia. Claro, ¿cómo Belcebú no va a regresar si en estas sub-películas se reclama su presencia a través de la tabla ouija, de algún medium alucinado o de alguien que está triste por su viudez y decide contactarse con el más allá? O con el más acá, porque da la impresión de que el demonio está esperando en la siguiente esquina. Semejante trance le ocurre a Michael King (Shane Johnson), que intenta comunicarse con su difunta esposa y por eso recurre a gente con poderes sobrenaturales. En fin, Invocando al demonio es un pastiche (otro más) que agrupa títulos descartables del género de los últimos años, desde las actividades paranormales hasta los exorcismos caseros, pasando por rituales y exabruptos a Satanás registrados con cámaras livianas que no detienen sus movimientos para provocar impresión (¿miedo?) y sustos gratuitos (¿pánico?) en el espectador. Como novedad, el inexperto cineasta (?) David Jung narra en primera persona los padecimientos del personaje central, ya que este exterioriza su tristeza a través de filmaciones y registros urgentes. Hasta la media hora inicial, Invocando al demonio es pura rutina pero se deja ver; de ahí hasta el final, el suspenso deja lugar al efectismo y aquel ombliguismo de Michael King trastoca en una acumulación de escenas gratuitas propiciadas por un montaje efímero y cortante. Perdón, por el trabajo final de los editores. Dentro de esos códigos transcurre otro ejemplo de cine de género, elemental y de inmediato olvido que, sin embargo, sigue conformando a una buena cantidad de espectadores de aquí, de allá y de otras partes.
Una película al servicio del cine de espías. La nueva producción de Matthew Vaughn (Kick-Ass, X-Men: primera generación) posee todos los elementos de acción e intrigas, sumando toques de comedia pero sin ridiculizar a la saga de James Bond. Y con buenos actores. Una de espías, o de superespías, que remite a Bond, a James Bond, pero sin la parafernalia de efectos visuales y sonoros y la destreza física y mental del 007 interpretado por Daniel Craig en tramas cada vez menos interesantes. Una de espías que mira a Bond sin ridiculizarlo, sin tomárselo en broma, sin caer en el gesto paródico. Kingsman: el servicio secreto emprende un camino parecido al de Flint, agente secreto (1966) con el gran James Coburn, que miraba a aquel Sean Connery como 007, pretendiendo ser como él, no mofándose de sus hábitos y costumbres. Por eso, la película de Matthew Vaughn (Kick Ass y X-Men: primera generación) describe un universo archiconocido desde el argumento y la puesta en escena, aquel de espías y superespías, pero sumándole toques personales, simpatía, algunas situaciones que irradian originalidad y una sensación de lúdico placer que transmiten los personajes centrales y secundarios. Por lo tanto, entre otros, allí están el experto espía Harry Hart que encarna Colin Firth (estupendo); el aprendiz Eggsy con destino lumpen (Taron Egerton); Valentine, el villano que sesea (Samuel L. Jackson) y el adoctrinador al estilo "Q", interpretado por Mark Stong. Y un secundario notable, con unas piernitas muy especiales, personificado por la bailarina Sofía Boutella. Pero Kingsman no sólo es una colección de nombres actorales sino una puesta al día de reminiscencias pop de los años '60, que se conjugan con lo flemático y la ironía que bien les pertenece a los británicos. Como si se hubieran fusionado escenas de films con los Beatles junto a instantes del free-cinema inglés de aquellos años más la pirotecnia artesanal de los primeros títulos de James Bond con Connery como 007. De este mejunje muy british emerge una visión cálida y disfrutable del asunto, sin profundizar demasiado en el verosímil pero tampoco en la caricatura y en el gesto demodé y cómodo de cierto cine británico muy creído en sí mismo. De allí que las acrobacias de Hart y su instinto asesino y elegancia inglesa, el aprendizaje y las pruebas que debe afrontar su elegido, las indicaciones y órdenes del personaje de Strong sobre el tema y las maquiavélicas decisiones del malo desatado que encarna Jackson, pueden verse desde el cristal de la simpatía, sin regodeos cinéfilos ni citas inútiles, proponiendo una especie de déjà vu sin culpas donde una película como Kingsman navega cómoda y feliz. Además, la banda sonora, con Dire Straits, KC and the Sunshine Band y Roxy Music suma puntos.
Sexo, dinero y juguetes estimulantes. Surgida de un bestseller, expandido por el marketing publicitario, la película expone la relación de sublimación, dominio, esclavitud y dependencia entre un millonario y una estudiante universitaria. Más publicidad que cine. De vez en cuando la pacata sociedad estadounidense (¿sólo ella?) necesita disimular su puritanismo social y sexual a través de la literatura, el cine u otro rubro artístico. Ahora le toca a 50 sombras de Grey, las hojas escritas por Erika Leonard James, que ya tienen su correspondiente y obvio pasaje al cine. El millonario Christian Grey y la estudiante universitaria Anastasia Steelese pertenecen a esa fauna de personajes germinados por una literatura masiva y poco recordable, expandidos por el marketing publicitario y permeables a que se hable de ellos en la televisión, la oficina, la calle, el café, las reuniones entre amigas o amigos. O en pareja. De cine, tampoco de literatura, casi nada; en todo caso, Grey y Anastasia son objetos de inmediato consumo que a los años se convertirán en material descartable a la espera de sus nuevos remplazos. Pero claro, el aspecto democrático del cine es que hay lugar para ellos y su historia de amor, deseo, sexo, merchadising ad-hoc, sublimación, dominio, esclavitud, dependencia. Hay espacio para un film menos que menor, contado como si se tratara de una publicidad que estimula la obscenidad a través del dinero, una especie de cuento de hadas con dos sujetos antagónicos, un tipo que expele riqueza y poder por todos lados y una estudiante de literatura fan de Thomas Hardy que trabaja en una ferretería. Los personajes secundarios (la madre de él, la familia de ella, su amiga) son unidimensionales, de mínimas variantes, esquemas más que criaturas de ficción. Los diálogos resuenan a frases algo cachondas pero sin su posterior transpiración sexual, ya que las imágenes se inclinan al calculado corte en el montaje como si cada encuentro de la pareja pareciera un polvo clip que deja ver los cuerpos de manera fragmentada. Uf, cómo se extraña a la ya veterana Bajos instintos, ya que 50 sombras de Grey, desde lo formal, se acerca a Nueve semanas y media ahora sin frutilla y saliva pero sí con juguetes sexuales para propiciar el consumo aceptado por las clases medias y su visión tilinga del mundo. Dakota Johnson (sí, la hija del intérprete de División Miami y Melanie Griffith) y Jamie Dornan hacen lo que pueden con semejantes materiales, tan lejos de un análisis serio. Más aun, pobres ambos, no parecen interpretar papeles sino estar posando para publicidades gráficas de ropa interior. ¿Y las escenas de sexo? Uf, aburridas y calculadas, como la película misma o, en todo caso, afirmando las características de un éxito literario y cinematográfico que estimula a la venta inmediata desde una voracidad empresarial y económica que se da la mano con una visión sobre el sexo y la pareja chiquita, ínfima, casi inexistente.
Mente brillante rendida a Hollywood. El film sobre parte de la historia de Alan Turing es la versión que los estadounidenses quieren ver de aquel inglés que inventó un aparato de desencriptación y sufrió el rechazo de una sociedad conservadora que aún perdura. En Hollywood todo puede transformarse en otra cosa hasta que un matemático introvertido se manifieste como un personaje cinematográfico con cierto carisma. Las reglas están establecidas de antemano: no importa si la vida del personaje fue así ya que el sello "basada en una historia real" encubre el engaño, y al mismo tiempo, universaliza al personaje y al contexto en que se desarrollaron los hechos. Tampoco interesa que el genial Alan Turing fuera humillado y silenciado hasta hace poco tiempo por su homosexualidad, ni menos que se suicidara a los 41 años en 1954, luego de que se experimentara con su cuerpo por semejante decisión de vida ajena al té de las cinco de la tarde británico. En la galaxia Hollywood con posibilidades académicas para el inminente Oscar se tiene derecho a reconvertir a Turing en un solitario freak con tendencia a la caricatura autista al que el contexto mira de reojo pero al que se tiene que escuchar porque el tipo es el único que puede llegar a descifrar unos códigos de comunicación que los nazis utilizan durante la Segunda Guerra Mundial. Por eso El Código Enigma es la versión que los estadoudinenses quieren ver de aquel inglés que junto a su equipo de colaboradores inventó un aparato de desencriptación al que se toma como un antecedente primitivo de las computadoras. Ahora, ¿cuál es el problema que Hollywood manipule a su antojo la vida del científico y elija sus momentos públicos antes que los privados, dirigiéndose a la corrección política? Ninguno, por supuesto, porque El Código Enigma, concebida por el cineasta noruego Morten Tyldum, es un thriller más que una biografía autorizada o escandalosa y una serie de acertijos, preguntas, fracasos iniciales y victoria final de un grupo de obsesivos contratados por el poder político para sumar y concretar la derrota nazi. Y punto: la película no va más allá de un cuentito bien narrado, prolijo y académico como los films ingleses de exportación (por ejemplo, El discurso del rey, otro Oscar no tan lejano), con un notable plantel actoral (Cumberbatch en su perfecta "composición" y Keira Knightley merecen elogios, también el resto) y esos textos cuidados al detalle que pertenecen a la tradición británica y que pueden disfrutarse al momento que Turing tiene el primer encuentro con sus futuros jefes. ¿Se recordará El Código Enigma con el paso de los años? Ni ahí, aunque tal vez se la invoque como la película sobre un matemático genial, un gay reprimido y un tipo introvertido con tics a lo Rain Man dispuesto a colaborar durante la guerra para el beneplácito inglés de aquellos años y el conservadurismo hollywoodense de estos días.
Multirracial y camuflada. Hace un mes, a propósito del estreno de La familia Beliér, se expresaban las más que obvias y rancias características del cine industrial francés, en este caso, sostenidas desde lo económico por su impresionante éxito en el país de origen. Con Dios mío, ¿qué hemos hecho? vuelven a manifestarse los mismos objetivos: historia familiar, tono de comedia leve, taquilla asegurada. Pero, a diferencia de aquella, que trataba con bastante recato y sutileza las idas y vueltas de un clan sordomudo, la película de Phillipe de Chauveron agrega algunos tópicos, por lo menos, criticables. El matrimonio Verneuil, católico, ricachón, conservador y reaccionario, ve cómo tres de sus hijas se casan con un judío, un chino y un musulmán. Queda la menor, quien mantiene una relación de pareja con un negro africano, sin que los padres se enteren de la noticia. Pero habrá casamiento, peleas, reconciliaciones y, claro está, el hecho terrible de que los Verneuil deban conocer al novio y a su familia, con un padre ex militar, una esposa que lo reta y una hija que habla poco y nada. Pues bien, la trama avanza con simpatía, a través de chistes obvios sobre credos, religiones, colores de piel e ideas básicas y ramplonas sobre el mundo. Hasta acá, todo en orden: los personajes son funcionales y un par de situaciones hasta provocan algún efecto. Sin embargo, la mirada xenofóbica del film, no solo por papá y mamá Verneuil sino también de parte del resto de los personajes, construye un discurso que parece escrito por Jean Marie Le Pen y su hija, heredera ideológica del veterano político. El aspecto curioso es que las veinte, treinta referencias xenofóbicas, graciosas en su mayor parte, están concebidas dentro de una comedia familiar, es decir, bajo la protección de un género que permitiría pasar por alto la crítica. Si los gags verbales, en cambio, se dispararan desde otro género, allí la condena sería contundente. Es que Dios mío, ¿qué hemos hecho? es una película amable, siniestra y reaccionaria en dosis similares: un típico ejemplo de comedia multirracial e ideológica camuflada por un falso progresismo, tan clásico y francés al mismo tiempo.
Amor juvenil por el Tigre. Decir que se trata de una película sería un gran un contrasentido; en todo caso, se está frente a un producto perpetrado desde una idea de producción que le debe más a la televisión (a la mala) que al cine (bueno, regular, malo). Sostener que El desafío remite a las tiras juveniles de ayer, hoy y mañana también es un lugar común, una frase gastada, donde la historia, o algo parecido, está interpretada por lozanos actores con dificultades en el rubro, más allá de Diego Ramos haciendo de Willy Divine, un engreído animador a la búsqueda de talentos (¿?) y más acá de que Lopilato Darío resucite a duras penas a Coqui Argento una década después. Hay dos amigos, una chica de por medio, paisajes bonitos, un flashback de manual que cuenta una tragedia, otros jóvenes sueltos por ahí y un desenlace edulcorado que causa vergüenza. Productos con gente de la tele que además canta siempre se hicieron en el cine argentino, en especial, desde los años sesenta en adelante. Sin ir tan lejos La edad del sol con Soledad, a fines de los '90, es un ejemplo representativo de la insufrible tendencia. Pero acá no hay poncho, bosques ni viaje de egresados a Bariloche, sino un cúmulo de situaciones que hacen levantar el reprobado puntaje de la cinta con la conocida folklorista. Un parador que hay que salvar, la presencia de la televisión y la cámara que siempre filma (intertexto!... perdón, no es momento de exageraciones), uno de los muchachos que se saca la musculosa en más de una oportunidad, una supuesta confrontación entre lo primitivo y lo moderno con base en el consumo inmediato teen. Por lo tanto, también es poco serio aducir que estas líneas representan una reseña crítica porque El desafío está muy lejos, a años luz, de aproximarse a algo llamado cine.
Dos generaciones, un mismo fin. Darío y Miguel Ángel, dos épocas, dos mundos, una misma idea: salir a la calle para reclamar por una educación pública en el Chile del ex presidente Piñera. Los estudiantes y su toma de escuelas junto a las llagas y heridas de la dictadura de Pinochet en un paisaje que estalla a la búsqueda de un objetivo. El cine también es azar (no confundir con improvisación), ya que Edison Cájas y su equipo de trabajo descubren la película allí mismo, en las marchas de esos jóvenes que durante meses de 2011 no pudieron contener ni la represión policial ni las directivas de un gobierno decidido a seguir con la historia de siempre: educación cara y posible para pocos, y el que la acepte, que se las arregle y endeude de por vida. El azar va construyendo los dos relatos paralelos, el arco empieza desde el secuestro de Miguel Ángel y las torturas que le inflige el régimen que parecía eterno, y sigue, con el joven Darío, quien perdió el año escolar debido a una toma estudiantil. La cámara recorre lo público y lo privado, jamás omitiendo al contexto de entonces, con esas calles pobladas de gente que desea cambiar aquello que ya no parece imposible. Pero más que nada, ausculta las intimidades de los dos protagonistas, bucea en sus rutinas, invade como un ojo que espía las mínimas acciones, que hasta pueden parecer poco importantes, pero que van conformando el propósito del film: comprender que Darío y Miguel Ángel son sujetos actuantes de un país que desea una educación accesible. Los recuerdos de la cruel dictadura se fusionan al deporte adictivo del hombre que ya padeció el horror, aferrado ahora a la raqueta de tenis como enseñanza. El presente de Darío, tal como se observa, requiere de mirar antes de opinar, hacer antes que reclamar a viva voz, estar allí en el momento que los hechos se producen. "El baile de los que sobran", el excelente tema de Los Prisioneros, será útil como desenlace para intuir un futuro mejor. Valió la pena estar ahí junto a Darío y Miguel Ángel, dos épocas, dos mundos unidos por un mismo propósito. Vale la pena, entonces, seguir conociendo las noticias sobre el tema, en una actualidad en permanente movimiento, como la misma historia que narra El vals de los inútiles, documental ficción (o viceversa) surgido del azar, a pura garra política y cinematográfica.
Acerca de mirar y sobrevivir en el mundo. La nueva película de Clint Eastwood se ubica principalmente en la guerra de Irak, metiéndose de lleno en el género bélico con maestría. A cargo del personaje principal está Bradley Cooper, cada vez más sólido y bien marcado. A esta altura, volver a invocar el fanatismo republicano de Clint Eastwood, ya con 35 películas detrás de cámaras, puede parecer un lugar común, una verdad sin vueltas reiterada infinidad de veces. Eastwood, homus ideológico sin dobleces, es un gran director, acaso el último narrador de la tradición clásica, un cineasta que en sus recientes films ya no aparece como actor, pero que tampoco cede un ápice en su visión del mundo. Francotirador en buena parte transcurre en Irak, adonde el Navy Seal Chris Kyle (Cooper) se pondrá al frente de cuatro misiones observando por la mirilla de su poderosa arma cada uno de los movimientos de sus enemigos. Sí, enemigos que pueden ser un chico, una mujer vestida de monja o la obsesión que le quita el sueño al personaje: un francotirador iraquí tan legendario como él, otra máquina de matar entre las sombras. Kyle es respetado por propios y extraños, se juega la vida debido a una causa y desde allí articula su discurso ético y moral, también familiar, donde jamás se esconden sus más primarios deseos. En paralelo, su esposa Tanya (Sienna Miller) y sus hijos, a los que ve poco y nada por su compromiso con la patria. Sí, Kyle es un tipo patriótico y el mejor en lo suyo, tanto como Harry Callahan en Dirty Harry, los soldados norteamericanos en La conquista del honor o los japoneses que dejan la vida por su país en Cartas desde Iwo Jiwa, el díptico bélico de Eastwood sobre la Segunda Guerra. Pero si aquella visión por duplicado de bandos enfrentados convergía a criticar al poder que enviaba a los soldados a una muerte (casi) segura, Francotirador escarba en la psiquis de un personaje particular, que padece su deseo de estar en el campo de batalla, que omite al rebaño familiar debido a su compromiso con la patria uniformada y belicista. En ese ida y vuelta entre lo público y lo privado, Eastwood entrega otra clase magistral de narración cinematográfica contemplando, como es habitual en él, el placer de contar una historia sin artilugios decorativos ni construcciones de relato que omitan el corazón del asunto. El director va directo al hueso, a desnudar a un personaje comprometido en situaciones límite, a confrontar su manera de observar al mundo desde un refugio destruido por el horror. Allí no se establecen dudas ni preguntas: Kyle primero analiza y mira y luego decide qué hacer. Pero, es en ese punto donde Eastwood se destaca del resto de sus colegas que tratan temas similares: si el género bélico atañe a la derecha como ideología, Eastwood lo coloca en un lugar de tensión, anteponiendo a un soldado como Kyle por encima de las reverencias y exaltaciones heroicas que ordena y manipula una nación.