Una gran tormenta matrimonial El film de Rubén Östlund cuestiona temas como la paternidad, la familia ejemplar y las crisis matrimoniales. Con escenas que invitan a la incomodidad, el drama tiene un discurso eficaz que se vale también del humor. A poco del inicio de Force Majeure se produce la gran escena del film, o por lo menos, el momento que alterará de ahí en más la vida de un matrimonio de vacaciones, junto a sus dos hijos, en un centro de esquí en los Alpes franceses. Dura menos de cuatro minutos y resulta un momento de tensión insoportable que tiene como centro de interés a una avalancha de nieve, filmada con cámara fija, donde cada movimiento de los integrantes de la familia protagonista tendrá consecuencias en el devenir de la historia. Ruben Östlund, de origen sueco, tiene un par de películas que en su momento fueron exhibidas sólo en festivales locales, pero Force Majeure apunta más alto en sus intenciones: es el título de su país enviado para el próximo Oscar, además de haber obtenido algunos premios en certámenes de cine de primer nivel. Por lo tanto, sería una pena que pasara desapercibida por el público, ya que la trama se dedica a cuestionar temas como la paternidad, la familia ejemplar y las idas y vueltas de un matrimonio que vive una crisis a propósito de una avalancha de nieve. O, en todo caso, los comportamientos de determinados personajes que padecieron una situación límite. Östlund, por suerte, no recurre al manual del psicodrama, sino que deja que las conversaciones y las mínimas situaciones de la pareja y sus hijos fluyan entre la sutileza y el perfil bajo. Un llanto declamatorio del padre, las miradas y silencios de los chicos, las ganas de estar sola o lejos del rebaño familiar por parte de la esposa, la presencia de otra pareja que escucha atentamente lo sucedido ese segundo día con la avalancha de nieve como protagonista (otra de las maravillosas escenas de Force Majeure) invitan a la incomodidad del espectador, pero también, a disfrutar de un film de discurso universal que jamás olvida cierto humor, sardónico y eficaz en dosis similares. En un jueves de estrenos con dos títulos en donde el paisaje adquiere importancia dentro de la historia (el otro es Madres perfectas), el film de Östlund elige el camino más riesgoso pero honesto en su objetivo: la tormenta ocasionada por la naturaleza podrá pasar y un par de copos de nieve servirán como paisaje ideal de ese grupo de personas que caminan sin destino claro en la escena final. El discreto encanto de la burguesía (sueca) parece haberse mudado a los Alpes franceses.
Diosas y dioses en el Olimpo Un paisaje paradisíaco de Australia, dos madres atractivas que pasaron los 40 (una viuda, la otra con el esposo de viaje) y un par de jóvenes Adonis surfistas y vástagos de ambas, son los indicadores temáticos de la historia que narra Anne Fontaine en su primera incursión en las borrascosas aguas de la coproducción. En realidad, Lil (Watts) y Roz (Wright) se conocen hace tiempo, dirigen una galería de arte, toman sol, miran fotos y observan con interés a sus hijos, que han crecido. La previsible trama llevará a que cada una tenga relaciones con el vástago de la otra y surjan preguntas y afirmaciones que parecen sacadas de una revista femenina de hace 40 años. "Cruzamos la línea", dice una de ellas, mientras disfrutan de su comodidad risqué entremezclada con confesiones de diván entre ola y ola y salida y caída del sol. Pero la trama avanza y surgen complicaciones, no vaya a ser que el mito de Electra triunfe en medio de esos imponentes lofts, ya que algunas chicas empiezan a dar vueltas alrededor de los novios de las mamás/amigas. Madres perfectas parte de un pretexto de cine porno para convertirse en una lección moral entre llantos, alguna rendición de cuentas y conjeturas en voz alta entre moco y moco. Pero no va más allá de otro (mal) ejemplo de cine le petit bourgeoisie, elección donde Fontaine parece sentirse cómoda entre cierto instinto provocador y una más que transparente inclinación por cerrar la película con mensajes invadidos por una moralina excesiva y tranquilizadora. Watts y Wright, bellísimas ambas, hacen lo que pueden en este cuentito supuestamente transgresor.
La fusión del hombre y el intérprete El documental de Eduardo Calcagno sobre la figura de Ulises Dumont desentraña los principales trabajos de este versátil actor y cuenta con valiosos testimonios de Norman Briski, Gorostiza, Tito Cossa y Kartún, entre otros. Ningún miope usa un solo par de lentes, flaco", le dice El Gato Funes al killer Mendizábal (Federico Luppi), su amigo de "la pesada", en una simpática escena de Últimos días de la víctima. Funes es Ulises Dumont (1937-2008) y a ese pasaje del film de Aristarain se le podrían sumar muchísimos otros donde el actor exhibió su versatilidad y aspecto camaleónico. Por eso Ulises, un alma desbordada, de una manera particular, es un bienvenido homenaje en imágenes a este intérprete multifacético del teatro y el cine que, a través de docenas de personajes, se convirtiera en un referente durante más de dos décadas. La apuesta del director Calcagno se centra casi exclusivamente en los cuatro protagónicos de Dumont bajo los órdenes del mismo cineasta. El inestable personaje de Los enemigos, la versión cinematográfica de Yepeto, el rol de peso en Te amo y el siniestro mutilador de películas de El censor, y también el estupendo papel en el gran mediometraje Nunca dejes de empujar Antonio (del mismo Calcagno), expresan al detalle la fusión actor-director. Pero Dumont, tal como se informa, fue un reconocido intérprete en las tablas, desde inicios de los 60 hasta encarnar a un acabado ejemplo de autoridad teatral en aquellas jornadas de Teatro Abierto, uno de los primeros lugares de resistencia frente a la dictadura. Los testimonios, por su parte, no son abundantes y esto ayuda para un mejor disfrute del trabajo de Calcagno. Sus familiares cercanos, las palabras de Norman Briski, la intervención de Esther Goris (quien participara en Los enemigos) y un encuentro de eminencias de la dramaturgia, donde se reúnen Carlos Gorostiza, Tito Cossa y Mauricio Kartun, resultan más que suficientes para desentrañar recuerdos e invocaciones sobre el actor. Calcagno, en ese sentido, y de acuerdo a sus decisiones, centró el interés en la fusión del hombre con el intérprete, en ese aspecto invisible donde confluyen lo público y lo privado, en el apasionado amor que Dumont tenía por su profesión y en un puñado de películas y testimonios que articulan un particular discurso que nunca necesita recurrir al golpe bajo y la lágrima fácil. Allí, Ulises, un alma desbordada, aclara el porqué del título y del propósito de este sentido documental sobre un actor único en su especie.
Zombies con pasajes de ida Las expectativas para los fanáticos de Rec (que incluye a quien suscribe esta crítica) apuntaban a que se elevara la calidad de la saga luego de una segunda parte con excesivas explicaciones teológicas y una precuela de inmediato olvido. La imbatible Rec de 2007, con la camarita al hombro de Pablo, los zombies de pasillos y escaleras, los climas asfixiantes e insoportables y la seducción y posteriores miedos y gritos de Ángela Vidal (Manuela Velasco), la periodista televisiva nocturna, permitían albergar ciertas esperanzas sobre el fin de la saga creada por Jaume Balagueró (también director de un film interesante como Mientras duermes) y Paco Plaza, este último ahora sólo en el rol de productor ejecutivo. Pero la frustración golpeó la puerta otra vez, las cámaras ágiles no están, los sustos se hicieron previsibles y el contagio por un virus fatal ya se parece al de otras películas con argumentos parecidos. Ahora la peste se aleja de la ciudad para ubicarse en un barco custodiado por científicos, patovicas de seguridad bien armados y algunos invitados ocasionales. La excusa es una boda adonde concurre Ángela sin saber que podría ser utilizada como experimento de laboratorio ya que se sospecha que algo extraño le quedó en el cuerpo luego de trances semejantes. Algunas escenas de la primera parte recuerdan lo mejor que hizo el terror español en las últimas décadas, exhibidas por un looser experto en computación, personaje que levanta un tanto el nivel del film, quien admira con ingenuidad adolescente a la atribulada periodista. La tripulación, que desconoce un destino fijo, poco a poco se irá convirtiendo en esos famélicos y violentos zombies, pero ya son demasiados, poco sorpresivos, sin la filosa ironía de antaño. Pero la zancadilla más importante al seguidor de la saga se relaciona a que las cámaras en mano desaparecen, el fuera de campo no existe y la trama se circunscribe a exhibir algunos sustos y litros y litros de hemoglobina por las instalaciones del barco. Sólo quedan Ángela y su musculosa salpicada de sangre para describir un apocalipsis del que se esperaba mucho más. Qué pena.
Otro rostro para el horror Poca información se conocía sobre el trato y las experimentaciones con homosexuales en los campos de concentración del nazismo. Menos aun se sabía de Carl Peter Vaernet, médico danés que experimentó con prisioneros en Buchenwald, uno de los tantos centros del horror. El triángulo rosa y la cura nazi para la homosexualidad presenta semejante tema a través de material informativo, entrevistas a científicos y una elección de punto de vista a cargo de un investigador ficticio. La descripción que se hace de Vaermet, quien luego del ocaso nazi trabajó en el Ministerio de Salud en Argentina, además de ejercer la medicina en un instituto privado, oscila entre sus datos personales y su labor pública, momentos en que el documental se plantea hasta dónde puede llegar la mente de un individuo al trabajar de manera consciente para el mal. Si la documentación resulta más que valiosa para conocer una parte casi desconocida de aquel terror, la forma en que transmite el discurso no va más allá de un informe televisivo con sus correspondientes relatos a cámara entremezclados con imágenes de archivo y escenas que complementan los objetivos de la película. Los últimos minutos del trabajo de Jasper y Steinberg conectan aquel pasado con la actualidad política e institucional de Argentina, al mostrarse imágenes sobre la promulgación en julio de 2010 del matrimonio igualitario. Allí el documento desplaza su carácter histórico para convertirse en un institucional urgente sobre los últimos tiempos, donde aquel asesino con varios diplomas, dispuesto a curar “la enfermedad”, se convierte definitivamente en una foto en blanco y negro detenida en el tiempo.
El tiempo, la vida y todo lo demás El director Richard Linklater logró un gran trabajo en la película que traza un recorrido desde los sentimientos. Doce años de la vida de Mason Evan Jr. (Coltrane) transcurren frente a cámara, en registro real, desde sus años iniciales en la escuela hasta su arribo a la universidad. El tiempo fluye a través de elipsis imperceptibles jamás subrayadas por información innecesaria. Los hechos no son excepcionales y Linklater, por lo tanto, se dedica a mostrar un crecimiento, una serie de cambios, un puñado de vidas de acuerdo al devenir del tiempo. Los padres de Mason (Arquette y Hawke, ambos extraordinarios) están separados, se equivocan en sus elecciones y decisiones, pero los años también transcurren para ellos. Y está la hermana mayor del protagonista, primero niña, luego adolescente, más tarde mujer, la cálida y tímida Samantha (interpretada por la hija del cineasta). Y otros personajes y otras historias, pequeñas, nada trascendentes: la nueva pareja de la madre, amigos, padres, la historia de los Estados Unidos como marco de época (Obama presidente, la guerra de Irak), pero sólo lo necesario porque esto, por suerte, no es Forrest Gump. Mason crece frente a nosotros, se muda con su mamá y hermana, se reencuentra con su padre, va y viene buscando su lugar en el mundo. Está creciendo, recorriendo esos años donde se define buena parte de una vida a futuro. Pero son sólo doce años los que Mason/Coltrane crece ante nosotros y la sensación final es que se quiere seguir viendo a este grupo de personajes tan cercanos, afables, imperfectos, sinceros. Linklater lo hizo y eso que venía de cerrar la gran trilogía del amanecer-atardecer y de medianoche con la pareja Julie Delpy y su fetiche actor Ethan Hawke. Pero la ambición de Boyhood es superior y supera cualquier expectativa. Mason y los suyos, los que están cerca de él o aquellos que conocerá con el devenir de los años, son personajes ordinarios convertidos en extraordinarios a través de un rodaje de más de diez años y pocos días junto a una minuciosa y trabajosa edición final. A ellos los vemos crecer, envejecer, cambiar, sumar inquietudes artísticas, pelearse y reconciliarse, pero sin caer en clisés y lugares comunes. No hay primer beso ni experiencia sexual inicial en la vida de Mason. Eso está implícito y por ese motivo no se necesita exhibirlo. La vida se cruza con el cine en Boyhood sin hechos resaltantes, sólo rescatando ese puñado de años del período formativo de un personaje. Film-experimento pero recorrido desde los sentimientos, donde se concilia la vida con el cine, o el misterio de la vida con el misterio del cine. Por suerte, Linkater dedicó parte de la suya para construir esta gran película.
Hollywood en versión neurótica La nueva obra del legendario David Cronenberg se dedica a examinar el lado oscuro de las estrellas del mundo del cine. Con elenco multiestelar, por momentos parece un film menor dentro de una carrera singular y única. Qué le habrá pasado por la cabeza al maestro Cronenberg para aceptar un guión repleto de trazos gruesos y carente de sutilezas? ¿Por qué se atrevió a registrar una visión de Hollywood que parece provenir de la mente de un director sólo preocupado por desenmascarar el lado oscuro de las estrellas? Cronenberg, ya con más de 70 años, tiene el derecho a hacer lo que se la antoje, bien lejos de sus gloriosas décadas anteriores y más que dispuesto con el nuevo siglo a opinar sobre el mundo y sus miserias. Entre puntos altos (Cosmópolis; Una historia de violencia), menos que discretos (Promesas del Este) e invadidos por debates dialécticos en relación al psicoanálisis (Un método peligroso), los films de Cronenberg en el siglo XXI, tal vez menos novedosos y originales que los de antaño, se dedican a explorar territorios coyunturales, dirigiendo más que un dardo certero a un paisaje reconocible. De manera similar se exhibe a Hollywood y sus personajes demenciales en Polvo de estrellas, desde la actriz devenida a menos Havana (Julianne Moore, en una sobreactuación recordable), hasta el actor y chofer de limousine (Pattinson, otra vez apático pero funcional a la trama), el escritor defensor de la cientología (Cusack) y el engreído Benjie (Evan Bird, en un papel que remite a un combinación entre Justin Bieber y Macaulay Culkin). A esa familia disfuncional, de raíz artística, llega la joven Agatha (Wasikowska), con la intención de descubrir ese mundo de enajenados con el riesgo de terminar siendo un integrante más de esa acumulación de celos, envidias, conformismos y narcisismos al por mayor. Con semejantes materiales, que recuerdan a la noventista Las reglas del juego de Robert Altman, Cronenberg mete en el bisturí en zonas ya transitadas por otros films y por la misma televisión en sus informes sobre el divismo de las estrellas. El director, en ese sentido, observa desde la obviedad, jugándose por un humor negro con resultados inestables, tratando de encontrarse cómodo con una historia ajena y eufórica desde la caracterización de los personajes. Algunos momentos donde se percibe el paso del tiempo (especialmente a través de la cincuentona Havana) y por la visible cicatriz que lleva Agatha en su cuerpo, recuerdan al mejor Cronenberg, aquel de las heridas, las llagas, la piel dañada. Film menor dentro de una carrera singular y única, que parece concebido desde la mente de un joven inquieto más que procedente de la sabiduría de un realizador veterano, Cronenberg no se animó a mirar a Hollywood desde un lugar legitimado por su propio ombliguismo, como sí lo hiciera David Lynch en esas dos últimas obras maestras, Imperio y El camino de los sueños.
Acerca del arte de robar Se filmó en 2011 cuando aún se pagaba el viaje en colectivo con monedas pero Barroco es una película de estos días. Otra más. Pero de las buenas que viene organizada bajo ciertos parámetros estéticos originados en la FUC (Universidad del Cine). Julio y Lucas están gestando una fotonovela –como aquellas Kiling de los '70– en un Buenos Aires donde no hay gas. Además, Julio consigue trabajo en una librería, y comparte el espacio con otros dos empleados y un jefe que acepta de entrada las bondades laborales del personaje central en el local. También, Julio tiene una novia (Laura), que toca música barroca con su flauta traversa en un trío donde su ex se encarga del órgano. Pero entre diálogos sutilmente expresados y ese aire culto que resplandece en varias producciones de estas características (Castro; El escarabajo de oro y porqué no la reciente Dos disparos), a Julio se le ocurre robar libros, motivo por el que al principio será acusado por su jefe y sospechado del atraco por algún compañero del trabajo. Estanislao Buisel mira al detalle los comportamientos de los personajes, registra cada una de sus mínimas acciones y explora ciertas rutinas con delectación y nobleza, sin caer en clisés y en ese denso minimalismo recurrente de cierto cine argentino de pose autosuficiente. Cerca del final, la fotonovela se construye a través de las imágenes, concretándose como un reflejo de lo visto anteriormente, donde se incluyen otros robos y engaños. Allí, aquella revista Kiling de décadas atrás se convierte en un material de culto que remite a La jetée de Chris Marker. Otra cita más, otra referencia de renombre que aclara, por si no bastara, las intenciones de la película.
Film prolijo con falta de riesgo Un guionista en crisis matrimonial debe filmar una historia por encargo de un productor: una comedia romántica que transcurre en España que trata un conflicto de pareja similar al que vive en su privacidad. Ficción, realidad, cine dentro del cine, capitales argentinos y españoles, personajes de treinta y pico, clase media. La paella y/o el asado están listos: El amor y otras historias es un film un poco de allá y otro tanto de acá, con actores conocidos, un director debutante pero guionista consumado (la serie Vientos de agua; la película Séptimo) y un tratamiento formal que le debe más a un programa de televisión que al lenguaje del cine. Pablo (Alterio) escribe pero modifica más de una vez el texto de acuerdo a su ruptura de pareja, altera el guión de hierro según sus trances personales, discute, se pelea y reinicia el rodaje aferrado a su crisis personal que parece devorarle la ficción. En determinadas escenas se percibe el gusto del director por la comedia clásica americana, especialmente, hacia aquellos títulos realizados por Howard Hawks, Preston Sturges y George Cukor. Pero el traspié principal de El amor y otras historias es que sólo trabaja desde la superficie del género, rozando al clasicismo pero nunca ubicándolo en un terreno de tensión, apropiándose de sus códigos más visibles pero inclinándose hacia su costado más amable y menos críptico. La trama funciona como un mecanismo de relojería donde todas las piezas están en su lugar: la música, los momentos románticos, la potencia actoral de Alterio, Cardinali y Marta Etura (bellísima mujer), el coro de secundarios, el guión como elemento de transición al momento del rodaje de cualquier película. Pero todo aquello que en las dos historias se fortalece a través de la palabra escrita trasluce liviano y sin matices al momento de la puesta en escena. Ocurre que en ocasiones el género requiere de algo más que de su faceta amena y de poco riesgo para que una película no recuerde a tantas otras que cuentan historias donde un matrimonio parece caerse a pedazos.
Nueva franquicia para adolescentes El film, basado en la novela de hace dos décadas de Lois Lowry, narra una historia de amor que tiene como escenario un universo sin colores, donde en apariencia no existe el dolor. Con Jeff Bridges y Meryl Streep. Finalizada la saga Harry Potter, retirados los vampiros almibarados de Crepúsculo y con Jennifer Lawrence ya bien crecida tal como se la observa en las páginas de Internet, el negocio del cine para adolescentes parecía estar en un punto muerto. Sin embargo, Hollywood barajó de nuevo, afiló otra vez sus colmillos y volvió a proponer otra serie de combinaciones entre la literatura y el cine. Este año ya se conocieron Ladrona de libros, Un cuento de invierno y Bajo la misma estrella, tres ejemplos diferentes en cuanto a propuestas temáticas pero que apuntan a ese sector del mercado, aquel que más consume cine dentro del cine. El nuevo estímulo para el púber cinéfilo es El dador de recuerdos, basada en la novela de hace dos décadas de Lois Lowry, que repara en una distopía sobre un mundo posible, constituido por el conformismo y las agradables apariencias donde no existe el dolor, la violencia o cualquier otro mal que altere a una comunidad que vive para el confort y la autosatisfacción. Jonas (el joven Thawaites), quien reside en un universo sin colores, armónico y sin conflictos, con ropa y vivienda similar a la del resto, será el designado por la Jefa Mayor (Streep, en plan de preguntarse cuándo le depositan el dinero en el banco) y así heredar la labor de The Giver (Bridges, también productor del film) para absorber los recuerdos que fueron eliminados por esa comunidad distópica donde no existe el lado oscuro de la vida. Por allí, ya que se trata de una historia de amor en medio de un relato en el que hay que dar a conocer la falsedad de un mundo, aparecerá la joven Fiona (Odeya Rush), quien le quita al sueño al elegido, el traumado Jonas. Pasan muchas más cosas que este mero esqueleto argumental, pero eso no es lo más importante, sino la forma que se transmite el discurso, hacia quienes está dirigido y el criterio de puesta en escena que el menos que discreto director Phillip Noyce (Juego de patriotas; El coleccionista de huesos) elige para construir una ficción donde se presenta un futuro utópico. Entre conversaciones plenas de aforismos y frases de afiches de enamorados, charlas sobre una herencia que Jonas no desea apesar de los requerimientos del viejo y cansado The Giver (algún que otro momento se puede rescatar allí), un riguroso diseño de producción que incluye una luz que abruma por su carácter gélido y mortuorio y una extraña atmósfera que homenajea a Orwell y su 1984 pero en versión infanto-juvenil, transcurre la hora y media de El dador de los recuerdos, un nuevo ejemplo de una manera de pensar al cine que parece no tener intenciones de tomarse ni un mínimo descanso.