Rock con destino adolescente Tom Cruise encarna al divo Staccey Jaxx en este film dirigido por Adam Shankman sobre una estrella de rock similar a Axl Rose y que queda a mitad de camino entre el cruce de géneros. Todo dependerá del concepto que cada uno tenga sobre lo que es, sería o fue el rock como postura rebelde. Algunos amarán esta película de coreógrafos cinematográficos donde se invocan desatinos como Glee, Mamma mia! y la remake de Hairspray, también dirigida por Shankman. La atmósfera teen-Disney tampoco falta a la cita con la rosadísima historia de amor entre la aspirante a estrella Sherrie, chica de pueblo recién llegada al mundo loco rockero 1987, y el tabernero de musculosa Drew, con look que huele a nieto de Tony Manero, aquel Travolta de la fiebre de sábado por la noche. Otros dirán que los secundarios justifican la película: la pareja de losers de Russell Brand (insoportable) y Alec Baldwin (al principio simpático y luego insufrible), el empresario todoterreno que encarna Paul Giamatti y la censora rockera a la que Catherine Zeta-Jones le da más vida que a lo poco que le ofrece el guión. Acaso alguno se vea sorprendido por el divo Staccey Jaxx en la piel y en los pectorales de Tom Cruise, imitando a Axl Rose o a cualquier otro metalero década del '80, inclusive de Poison y Def Leppard. O, tal vez, se trate de la versión pura y casta del rock de dos décadas, recorrida por el género musical originado desde el teatro, con algunos chistes que funcionan y una pareja central ajena a cualquier mínimo síntoma de carisma. Pero aquello que más hace ruido en este film sobre el rock para preadolescentes, cuyo responsable original sería Across The Universe, ese engendro sobre la memoria beatle, es la apropiación desenfrenada de un mundo en manos de coreógrafos, teatristas y bailarines evacuando su adrenalina estética para concebir un pastiche que no llega a convertirse ni en kitsch ni en camp. La era del rock queda en el medio de todas sus declaradas pretensiones estéticas: no es ópera rock porque le falta zafarse, tampoco es un film retro debido a su voraz márketing adolescente, menos aun una guarrada al estilo John Waters (Hairspray, la original) por su autoconciencia de novelita rosa con príncipe y princesa que terminarán triunfando como artistas, similar a las alegrías y felicidades que caracterizaban a El club del clan sesentista y argentino. Pero acaso no se le debería pedir demasiado a una película que apunta al público que se regocija con la saga Crepúsculo. En ese sentido, la ensalada visual perpetrada por Shankman jamás traiciona sus objetivos. En cuanto a las voces principales, traslucen como menos que discretas, definición que también abarca a las coreografías, a puro piloto automático, que hace añorar a aquellas que construyeron la gran historia del género. Nuevas versiones de clásicos de Guns’N’Roses, Joan Jett, Twisted Sister y Pat Benatar, entre otros hits de los '80, y resuenan en la banda de sonido. Suponer que alguna de ellas podría superar a las originales hubiera resultado una agradable e inesperada sorpresa.
Ni siquiera sangre o colmillos En un nuevo cruce de personajes históricos con elementos propios de la galaxia Hollywood actual, el film no encuentra ni busca el rumbo. No tiene ni un villano digno. Se veía venir y se produjo al poco tiempo. Si Sherlock Holmes, según la óptica del cine para adolescentes, es un aventurero que resuelve los dilemas en luchas cuerpo a cuerpo, y Edgar Allan Poe, en la más cercana El cuervo, se convertía en un personaje lejos de la literatura, no debe sorprender que Abraham Lincoln encarne a una especie de Van Helsing en estado catatónico. Nada impide que en el mundo cinematográfico mainstream, en la galaxia preconcebida y precocinada del Hollywood de estos días, se sucedan tales historias “originales” donde se cruzan nombres canónicos de la literatura y la política de los Estados Unidos con una estética proveniente de un videojuego. Menos aun que un discreto realizador (o “cocinero”) de origen ruso como Timur Bekmambetov exponga una historia donde sólo interesen las escenas de acción al estilo Matrix y una trama que parece escrita por algún iniciado en la cátedra de guión. Las dudas surgen cuando se descubre a Tim Burton en la producción, ya acomodado en el cine industrial con sus últimos títulos, menos originales que aquellos que hiciera en el siglo pasado. Sorprende su nueva faceta pero tampoco es para alarmarse: acaso el destino de Burton de ahora en más sea el de invertir dinero para formar replicantes de aquella original puesta en escena que representaban sus mejores films. El problema es que Bekmambetov sólo es un reflejo de aquel gran Burton, peor aun, aggiornado al modelo de cine de entretenimiento de estos días. Sorprende, y de sobremanera, que en Abraham Lincoln: cazador de vampiros no pueda construirse un personaje medianamente interesante ni tampoco un momento de tensión que vaya más allá de las reiteradas peleas entre dos bandos opuestos que, acuerdo a la débil concepción, parecen unos reflejos de otros. La excusa argumental es débil y sólo actúa como disparador: un joven Lincoln se convierte en un exterminador de chupasangres debido a su afán de venganza y justicia por la muerte de su madre. De allí en más, junto a un par de colaboradores (uno negro, por aquello que vendrá más adelante) saldrá a la caza de vampiros. Y acá está otro de los problemas de la película: la ausencia de un villano seductor, un sujeto siniestro que seduzca al espectador, un personaje que debido a su maldad transmita cierta complicidad de manera sutil. Como también era de esperar, la última parte se refugia en la actividad política de Lincoln y en sus prédicas pacifistas y democráticas previas al viaje final camino al teatro y a la función donde será asesinado. Es el único momento emotivo donde no se observa a ningún ridículo vampiro cerca del personaje. Tal como viene la mano no deberían sorprender otros futuros y extraños cruces en esta clase de cintas. Van un par de posibles títulos: Thomas Jefferson y las noches de luna llena y James Monroe y la maldición de Frankenstein. No parece imposible.
Una fórmula que no pretende Cumbre de lo políticamente correcto, la película narra el cruce de dos mundos opuestos: el de la riqueza de un hombre tetraplégico y el de un inmigrante con problemas legales. Se sugiere sospechar cuando llegan noticias sobre los films franceses más taquilleros que superaron en recaudación a los “tanques” estadoudinenses. Y no pasa sólo por tratarse de un material “local” (por ejemplo, la saga Asterix y Obelix, dos bodrios sin vueltas), sino por el carácter universal de la propuesta que en mucho se parece a aquellos “mainstream” procedentes de Estados Unidos. El último éxito francés es Amigos intocables, que fue vista por 18 millones de espectadores seducidos por la particular historia de Phillipe (François Cluzet), un aristócrata tetrapléjico, y su asistente-ayudante y futuro amigo Driss (Omar Sy), de origen senegalés. La película de Toledano y Nakache, cuarta incursión juntos, tiene los condimentos para que el crítico apele al manual de los lugares comunes y de las frases repetidas. “Un canto a la vida”, “una película sobre la condición humana” o “un logrado cruce de ternura, amistad, comedia y drama” serían algunos de los habituales recursos periodísticos para explicar una película que acumula los clísés más transparentes en esta clase de historias. Pero la fórmula funciona de a ratos, dentro de aquello que pretende y que tampoco es demasiado. Por ejemplo, la primera escena cuando los protagonistas, sin que aún se sepa qué los une, emprenden una picada para eludir y luego ridiculizar a la policía. Allí se descubre la minusvalía de Phillipe (excelente actor Cluzet) y la asistencia permanente que requiere de Driss y sus morisquetas y “consejos de vida” que cansan a los pocos minutos. El cuentito sigue bien contado porque la estructura dramática se establece a partir de un extenso racconto desde el que empieza a mostrarse el choque entre dos mundos, el de la riqueza en soledad de Phillipe y el del inmigrante con problemas legales y familiares que caracteriza al inquieto Driss. De allí en adelante, el arsenal de lugares comunes: la amistad y complicidad entre los dos, una mujer que Phillipe conoce por cartas, la música clásica que lo complace y, en oposición, el fanatismo por Earth&Wind&Fire que identifica al solícito ayudante. Amigos intocables, cumbre de lo políticamente correcto, no omite una lectura social superficial y teñida por la culpa francesa en relación a los inmigrantes ilegales que convierte a la trama ya no en un lugar común, sino en una avalancha imparable de tips cinematográficos. Es decir, cuando la película no reflexiona en voz alta y se aferra a un tono ligero de comedia, la trama funciona sin problemas. En cambio, al opinar sobre el mundo y su catarata de injusticias, el discurso tambalea y hasta se convierte en cursi y de segunda mano. El final, por su parte, prevé algo peor: ¿cuánto falta para que un productor norteamericano compre los derechos y anuncie la previsible remake?
Una mirada indiscreta sobre la pareja Historias de relaciones en crisis, infidelidades, dilemas que marcan el paso del tiempo, especialmente al momento del sexo, son algunos de los condimentos de este film del experimentado director Rajko Grlic. Ya lejana en el tiempo aquella pirotecnia original que proponían las películas de Emir Kusturica, hoy en día más aferrado al barullo cool de No Smoking Orchestra, sobre el ex cine balcánico se conoce poco y nada en nuestro país. Todo queda en familia tiene un par de años, está concebida por un experimentado director y en sus imágenes rondan algunos rostros de las cintas de Kusturica, dentro de una historia de parejas en crisis, infidelidades y dilemas que marcan el paso del tiempo, especialmente, al momento del sexo. Más aun, se está frente a una coproducción repartida entre países que provocaron la desaparición de Yugoslavia, tal como lo señalaban las enfáticas imágenes finales de Underground (1993), mito en celuloide a esta altura. Pero la película de Grlic es otra cosa; se trata, en todo caso, de un producto internacional para festivales con un discurso universal sobre el matrimonio y el sexo que a través de su ligereza reúne alguna dosis de comedia sarcástica con culebrón terminal. Hacia allí apunta y jamás se traiciona. Un padre artista de aire bon vivant que muere y dos hijos que heredan lo mejor y lo peor del progenitor. El mayor, que aguarda el nacimiento de su primer hijo junto a su esposa; el otro, separado de su mujer y con una hija algo punkie (piercing incluido). A los dos los atraen las adolescentes y por eso andan de acá para allá con alguna aventura efímera, en tanto se descubre que el mayor tiene una vida paralela con otra mujer y el otro pretende volver a reunir a su familia disgregada. Habrá peleas, reconciliaciones, algún intento de suicidio, amantes castigadas, problemas prostáticos, nacimientos y un período de estructura dramática y vidas familiares atolondradas que terminarán junto a la lápida del padre muerto hace un año. Todo ello conformado desde los códigos de una comedia dramática burguesa donde los personajes no pueden detener el paso del tiempo. Si se repara en las idas y vueltas que viven los personajes, Todo queda en familia es una película perfecta, constituida por un guión que acumula información, sorpresas, cambios de tono y una visión otoñal sobre el placer que se está yendo para siempre para dejar paso a la triste rutina que señala hacerse cargo de aquello que corresponde dentro de una sociedad legitimada. Por esas razones, la película acumula hechos importantes pero no reflexiona demasiado, presentando situaciones límite sin ocultar su mirada ligera sobre el estado de las cosas. Todo queda en familia es eso: un vodevil sobre gente que aún no sentó cabeza. Al Mariscal Tito no le hubiera gustado.
Los dilemas del cine indie estadounidense en el siglo XX La opera prima de Jennifer Westfeldt, con ella como protagonista junto a Meg Ryan y Jon Hamm, presenta a dos amigos que deciden tener un hijo sólo porque pasaron los 30. En realidad, cuando se habla de cine indie, saltan las confusiones y mentiras. Plan perfecto es algo independiente, un poco industrial, con reminiscencias de la comedia de los años '80 (Cuando Harry conoció a Sally, vía la recientemente fallecida Nora Ephron), valiéndose de una puesta de cámara digna de una sitcom y observando al mundo desde un lugar transgresor que termina sin disimular su conservadurismo estilo tortas de frutilla con crema servidas por Doris Day para Rock Hudson a la hora de la merienda. Con una diferencia sustancial que repara en una frase, desde aquellos lejanos “Hagamos el amor” hasta el contundente y directo “Vamos a coger”. Al fin y al cabo, gran parte del cine indie es eso: más liberal, menos culposo en las relaciones de pareja y con la enfática frase de por medio. En medio de esos dilemas transcurre la opera prima de Jennifer Westfeldt, con ella en uno de los protagónicos junto a una pléyade actoral exitosa en series de televisión. El planteo es casi revolucionario: dos amigos que, pasados los 30, deciden tener un hijo pero sólo para que el tiempo biológico no se les venga encima. Profesionales de éxito ambos, el contexto que los rodea, con dos parejas de amigos de por medio que ya tuvieron hijos, es la novedad que presenta el guión para que la pareja, que no se desea ni ahí, tenga su primer y único vástago. Plan perfecto (Friends With Kids no estaba mal como para cambiarlo) se aferra a diálogos y textos veloces donde la pareja central, primero con los amigos y luego a solas, hablan sobre la fidelidad, el paso de los años y las libertades que tendrán ambos buscando la felicidad en otro lado, más allá del crío y de sus primeros meses de vida. De allí que cada uno vivirá su rato feliz y placentero al lado de otro: él junto la languidez fashion que tipifica a Megan Fox y ella con el recién divorciado que interpreta Edward Burns, otro emblema de Hollywood que como actor y director fluctúa entre el mainstream y el universo indie. A la película –además de sobrarle algunos minutos– se le olvidan los personajes secundarios, bastión esencial de la comedia clásica para que se manifiesten como contrapunto de la pareja central. Westfeldt y Adam Scott, en cambio, encajan a la perfección y a pura química, aprovechando el contraste entre la supuesta seguridad (y pose “canchera”) de él junto a las dudas e incertidumbres (lágrimas inclusive) que caracterizan a ella. Con momentos felices y otros donde se va colando esa maldita pátina conservadora, el debut de Westfeldt es bastante feliz, aunque no alcanza ni por asomo a los planteos sobre la pareja de Maridos y esposas de Woody Allen, concebida hace más de dos décadas. ¿Será que la comedia indie estadounidense de a poco se dirige a una gran remake de Los tuyos, los míos y los nuestros?
Una reunión familiar con humor, drama y música Valiéndose del tono despojado de películas anteriores (25 Watts y Whisky junto a Pablo Rebella e Hiroshima), la nueva película de Stoll disecciona a una familia particular: padres separados desde hace tiempo, hija adolescente, escenas que fluctúan entre la tristeza, el drama y un humor asordinado y seductor. Pero el tema es la familia y Montevideo, por lo tanto, aparece de forma aislada y secundaria, ya que el trío protagónico es referencia, gesto, silencio, rutina, placer, displacer. La construcción de los personajes es parsimoniosa –el padre y su oficio de odontólogo, la madre que concurre a la hospital para saber de la salud de una tía, la hija infiel a su novio que falta al colegio a punto de recibirse en el secundario–, y el montaje paralelo y la duración de cada plano resulta eficaz a través de un ritmo interno que no requiere de escenas que enfaticen los pequeños conflictos. Stoll maneja con sabiduría los tempos narrativos, pero agrega una banda de sonido como cuarto protagonista que describe por dónde anda el trío familiar y sus asordinadas angustias y decisiones poco extremas. Trasluce en 3 una estupenda reunión de humor, drama y música para contar una historia familiar que de a poco intentará recomponerse, a través de pequeños gestos que enaltecen o ridiculizan a los personajes, en especial, a la figura del padre, cuidadoso de las plantitas del consultorio y goleador de fútbol entre jugadores de más de 40. Ambigua en su mirada quirúrgica hace la institución familia, con ese humor parco que caracteriza al cine uruguayo (Gigante; Norberto apenas tarde; los films citados al comienzo) 3 puede parecer menos riesgosa que sus antecesoras y hasta convencional en su entramado familiar. Hasta se diría más popular y nada extremista frente a la ultraindependiente Hiroshima. Sin embargo, el director demuestra que nunca existen respuestas claras cuando se articula un discurso sobre una familia disfuncional como la 3. En esa zona descentrada y misteriosa que reúne grandezas y miserias, tristezas y alegrías, silencios y decisiones que se toman sin red, la película encuentra sus virtudes y logros. Y sin recaer en tonos y elecciones costumbristas, por suerte.
¿O juremos con gloria morir...? Después de su ópera prima M, el realizador argentino Nicolás Prividera tomó un camino más que inesperado: filmar 200 años de historia argentina desde las tumbas del cementerio de la Recoleta. Y salió airoso. Monumentos, panteones, placas, textos. El cementerio de Recoleta como espacio de acción discursiva y de confrontación de voces de la historia argentina. Un prólogo mortuorio con imágenes de la Argentina de la segunda parte del siglo XX, acompañadas por los sones del Himno Nacional y un epílogo fúnebre donde el Río de la Plata cobra protagonismo mientras “Va Pensiero” de Verdi recorre ese otro cementerio de cadáveres. Nicolás Prividera opina desde los textos de próceres, políticos, intelectuales, presidentes y proclamas qué fueron aquellos tiempos y qué es esto de hoy. La operación estética es singular: recorrer el cementerio aristocrático desde la lectura del pasado para llegar a la reflexión del presente y –vaya intención– explicar la sangre derramada, los enfrentamientos, los ajusticiamientos y los incontables cadáveres que sintetizan un país. En ese sentido, Tierra de los padres no es sólo una lección de historia convencional donde diversas personalidades de la cultura leen la palabra escrita de casi dos siglos junto a lápidas y monumentos recordatorios. Tierra de los padres coloca en tensión a la Historia porque la elección de textos es democrática y en algunos casos deja vislumbrar las contradicciones de un mismo personaje. Sarmiento y su Facundo, Lugones y su espada, la feroz ambigüedad de Rosas, la autosuficiencia asesina de Roca y la visión de futuro de Moreno son algunas de esos parlamentos que tienen que estar sí o sí en un film de estas características. Pero horrorizan personajes secundarios como Hilario Ascasubi y su goce a pleno al narrar las torturas a los salvajes unitarios. Sin embargo, la película no se queda sólo en eso: el cementerio también es recorrido por visitantes, turistas y estudiantes que escuchan el desgano de una guía cuando se planta frente a la tumba de Eva Perón. Y junto a ese mismo mármol un pequeño grupo de veteranos fieles al movimiento entona la marcha, pero no la primera parte, sino la segunda y tercera, resignificando a la celebrada y mítica canción. ¿Puro azar? ¿Casualidad o causalidad? No importa, eso muestran las imágenes. Dos gatos se disputan una paloma muerta, los trabajadores del lugar hablan entre ellos de sus rutinas mientras transportan ataúdes, las angulaciones de cámara sobre determinados monumentos van más allá del virtuosismo del encuadre. Planos planificados fusionados a planos azarosos que terminan resultando una de las tantas virtudes del film. Los testimonios de la segunda mitad del siglo XX –Rodolfo Walsh, Victoria Ocampo, el general Valle, Videla, Massera, entre otros– anuncian el último viaje, el de ese plano secuencia aéreo de cinco minutos sobre el interminable río mientras el coro de “Nabucco” actúa como contrapunto de aquellos fantasmas que cobraron vida detrás de los muros.
Turismo cinematográfico con sello Allen El cineasta neoyorquino continúa con su periplo europeo y desembarca en la capital italiana. Historias corales, que incluyen al propio Woody, quien encarna a un director de ópera retirado con las características que lo identifican. Woody Allen está viejo. Obvio. Su cine perdió originalidad, impacto, sarcasmo verbal, emotividad y ferocidad con buenas armas. Más que obvio. En los últimos años algunas de sus películas parecen paseos turísticos por ciudades europeas (Barcelona, Londres, Roma) más que films trascendentes por sus temas y elecciones estéticas. Obvio otra vez. ¿Y entonces, cuál es el problema? Ya hizo las obras maestras, las buenas y aceptables películas, también las malas y de inmediato olvido. Ya van 45 títulos dirigidos y resulta imposible, obviamente, encontrarse con una filmografía sin subas y bajas, donde se perciben sus reiteraciones, esquemas, lugares comunes e historias que traslucen como concebidas de “taquito” A Roma con amor es una de ellas donde Allen hace turismo cinematográfico contando una historia coral con personajes centrales y secundarios, mejor tratados algunos que otros: una joven pareja que el azar separa por unas horas, otra que espera la llegada de los padres de ella (Judy Davis y el mismo Allen), un rutinario empleado que se hace famoso de manera inesperada (Roberto Benigni) y un veterano que anduvo por la ciudad tiempo atrás (Alec Baldwin) y conocerá a su alter ego italiano. Con esos personajes y con el paisaje previsible de Roma en plan territorio para enamorados (la Fontana di Trevi, otra obviedad) y con el inicio y final con “Volare” de cortina musical (seguimos con los lugares comunes), Allen construye una película con sus momentos felices y no tanto, aquellos donde se intuye la mirada de turista enamorado de una ciudad por encima de situaciones no construidas en películas anteriores. A Roma con amor marca su retorno como actor luego de algunos descansos donde no encontró un rol ideal para mostrar el paso inexorable del tiempo. Justamente, su dupla con Judy Davis, donde él encarna a un director de ópera retirado, con las características que lo identifican desde Annie Hall hasta hoy, resulta uno de los puntos fuertes de un film menor, deshilachado, que fluctúa entre profundos pozos narrativos y aislados momentos de genialidad y originalidad desde la puesta en escena. Hay otros personajes, como la joven pareja de italianos y el charlatán que encarna Benigni (insufrible, como siempre), que parecen olvidados por el guión, cuestión que sorprende tratándose de la obsesión esencial del autor. Penélope Cruz, interpretando a una prostituta (¿fetichismo de Allen de los últimos años?), trasluce como un atractivo y hermoso decorado. En fin, otro Allen que no será recordado ni ahí como una obra importante pero al que también cuesta omitirlo sin vueltas por tratarse de un film inofensivo, pasatista, inocuo y tan leve y livianito como el pegadizo estribillo de “Volare, oh, oh, oh; cantare, oh, oh…”
Sangre y cuerpos destripados en La Feliz Primero fueron las noticias que informaron sobre los sádicos asesinatos de “El Loco de la Ruta” en una Mar del Plata lejos de los lobos marinos y las postales veraniegas. Luego vendría el libro de Carlos Balmaceda y ahora le toca a la película de Gonzalo Calzada, que tiene dos ejes protagónicos: El Vasco (Garzón), investigador con un pasado y presente tumultuoso y violento, y Riveros (Villamil), periodista de policiales metido en casos de corrupción, prostitución callejera y chanchullos políticos. Con esa base argumental acorde al film noir, la película suma otros personajes, secundarios y satelitales: el ciego que encarna Minujín, la forense a cargo de Valentina Bassi y, citado en buena parte del desarrollo y presente en la última parte, el irascible Alemán que personifica Rodolfo Ranni, salido de alguna cinta de los primeros años de la democracia (En retirada, La búsqueda, El desquite). En realidad, La plegaria del vidente es efectismo puro, como los policiales de los ’80, con la suma de un montaje ríspido donde se percibe la crudeza de los asesinatos, sangre al por mayor, cuerpos destripados y un minucioso trabajo de posproducción. En efecto, la película –excesiva en todo sentido, para bien o mal del relato–, con múltiples tramas que pueden interesar o no (la relación entre el no vidente y la forense poco aporta), y el efecto e impacto visual por encima de la narración, son los ítems en los que descansa la enmarañada historia policial. Pero hay un eje temático que funciona: la necesaria amistad entre el Vasco y Riveros con el telón de una ciudad sórdida, de calles llenas de putas, policías corruptos y sangre derramada. Eso sí: los aspectos visuales parecen extraídos de la estética videoclipera de finales de los ’80, con ese montaje elusivo y directo al mismo tiempo que rememora otros excesos, aquellos que el salvaje Oliver Stone construyera en Asesinos por naturaleza. Cuando la adrenalina visual baja un par de tonos y el Vasco y Riveros, entre puteada y puteada, teorizan sobre los cadáveres destripados, la película se aleja de la pirotecnia visual y de sus autoconscientes y virtuosos formalismos.
Pareja despareja en el negocio del fútbol La película del español David Marqués cuenta la historia de dos hombres que se conocen cuando intentan salvarse con la venta de un joven jugador las grandes ligas. Algunos pocos gags para un resultado fallido. La crítica podría empezar con algunas ironías de corte político, como la de sostener que Fuera de juego, coproducción hispano-argentina filmada hace más de un año, fue motivo suficiente para que se decidiera la expropiación de Repsol. O sugerir que luego de la película se declaró la crisis económica en España. Pero no es necesario para expresar que la obra del español David Marqués ostenta la transparente definición de “comedia fallida con solo un par de logradas situaciones y gags”. Y vaya si el plato estaba servido para que la historia funcionara: una pareja despareja, la de un ginecólogo argentino y un representante español de futbolistas, pretendiendo vender a una joven promesa en el mercado hispano del fútbol. Los ingredientes de la paella estaban visibles: explorar ese mundo de empresarios, representantes, acuerdos económicos y hoteles de muchas estrellas y, al mismo tiempo, articular un discurso donde la comedia recurriera a su costado más cínico e irónico para analizar un universo tipificado. Pero no, pese a que la dupla Peretti-Tejero tiene algunos instantes felices, más por el esfuerzo de ambos que por la construcción superficial de sus personajes desde el guión, Fuera de juego es una comedia desvaída, incongruente, poco sustanciosa como representante del género. Hay un punto de inflexión en la trama y es el momento en el que Javi (Tejero) y Diego (Peretti) se conocen en el aeropuerto cuando el segundo llega a España junto a su representado (“chino” Darín a puro anti-carisma). Ocurre que esa escena de presentación de los dos “chantas” se produce a los 20 minutos, cuando aun la película está en su zona incipiente y de construcción dramática de sus dos personajes principales y de los otros (demasiados) satelitales. Allí se caen los platos de la mesa, ya que las situaciones siguientes aparecen forzadas, de nulo impacto, con tramas aledañas que podrían estar o no, por ejemplo, la relación de pareja de Javi con su novia (Peleritti) y la de Diego con la hermana del español. El momento feliz de Fuera de juego está al principio, cuando Diego, que odia el fútbol, se entera de que debe representar al joven jugador. Ahí surge el cameo de Martín Palermo, más duro que en los últimos partidos antes del retiro, y el del actor que encarna al tío del prometedor futbolista, un personaje simpático interpretado por el padre del “chino” Darín, en una intervención que no figura en los créditos.