Sadismo siglo XXI en su máxima expresión Existe una primera versión de 1978, una berretada clase C de importante repercusión en los autocines de esa época, que jamás fue estrenada en la Argentina. Desprolija, irreverente y con un guión que parece escrito durante una larga noche de borrachera, aquel film de culto tiene sus fanáticos incondicionales. A más de 30 años a un grupo de inadaptados cinematográficos se les ocurre hacer la remake, con un argumento casi similar, unos actores horribles y una catarata de escenas sádicas que complacerá las apetencias de quienes buscan estas supuestas emociones en el cine. La pequeña historia muestra a una joven que decide escribir una novela lejos de la ciudad, instalándose en una cabaña en medio del bosque, con su notebook, celular, varias botellas de vino y algunos porros. Pues bien, la protagonista será acosada, ultrajada, golpeada y humillada por cinco tipos (entre ellos, el alguacil del lugar) y luego se vengará del grupo duplicando la dosis de sadismo de los enfermitos violadores. A diferencia de la original, la nueva versión agrega cámaras de video para filmar las aberraciones que padece y luego disfrutará la chica frente al quinteto de desquiciados. Modernidades estas que ya cansan como recurso cinematográfico desde REC y su continuación. Pero lo más deplorable del asunto no es únicamente la exhibición gratuita de escenas de torturas y padecimientos físicos, sino la (doble) resaca moralista a la que apunta el argumento, como si las intenciones de Escribiré sobre tu tumba se dirigieran a condenar a la protagonista por alejarse de la ciudad, alquilar una cabaña en medio del bosque, pretender escribir una novela y fumarse un porro a solas un rato antes de la peor noche de su vida. Y, desde allí, justificar su cruel venganza. <
La obsesión, según pasan los años El texto de Oscar Wilde tiene varias versiones para cine, especialmente realizadas por directores ingleses y estadounidenses. El británico realizador y actor Oliver Parker, por su parte, ya había explorado en la obra del autor en las académicas Todos quieren ayudar a Ernesto y Un esposo ideal, y hasta en una ocasión se animó al Otelo de Skakespeare en una espantosa adaptación. El nuevo Dorian Gray presenta los problemas habituales de estos tiempos al convocar un texto canónico y pensar en un espectador de fugaz e inmediato consumo cinematográfico. La recreación de la época victoriana transmite pomposidad y grandilocuencia escénica, con la consabida utilización de una música que subraya lo que ya de por sí se observa en las imágenes. El sufrimiento personal de Gray (Ben Barnes) y su obsesión por retener el paso del tiempo a través de un pacto fáustico cuyo responsable mayor es Lord Wotton (Colin Firth), al fin y al cabo el centro narrativo del texto de Wilde, no manifiesta en ningún momento la suficiente profundidad, ya que la película describe con una alarmante pereza desde la puesta en escena los amores del personaje central, los cambios que se producen en la sociedad de aquella época y los momentos en que el pobre Dorian se enfrenta con su eterno retrato. Sólo la escena en que se reencuentra con la corte victoriana entrada en años ostenta cierto misterio. Pero el problema mayor es que determinadas acciones del personaje pueden confundirse con las de Jack, el destripador y El Dr. Jeckyll y Mr. Hyde, resaltando aun más los resultados híbridos y vacíos de este casi atentado contra la obra de Oscar Wilde <
Los vecinos están molestos Y siguen las remakes de films de terror de décadas pasadas. Ahora le toca a La epidemia, nueva versión de The Crazies (1973), un film clase B del especialista George A. Romero, que casi 40 años después colabora en el guión e invierte dinero en la producción. Cabría plantearse si el género tiene algo nuevo que decir en relación con las innovaciones que desde fines de los ’60 produjeron cineastas como Carpenter, Raimi, De Palma o el citado Romero, responsable de la seminal La noche de los muertos vivos (1968). La respuesta sería ambigua porque La epidemia, sin construir un argumento original, vuelve al tema de la contaminación química de un pacífico pueblo en Iowa, razón por la cual de un día para el otro los habitantes (casi todos) sufrirán alteraciones mentales y físicas y se transformarán en seres violentos para sorpresa de algunos pocos, como el sheriff y la doctora del pueblo (que conforman una feliz pareja y esperan un hijo), el asistente de aquel y una joven empleada. Ya está, parece decir el director Eisner: con estos cuatro personajes y el marco de un pueblo casi fantasmal, ocupado por vecinos desquiciados en actitud zombie se tiene una película como esta. Y es más que suficiente con las cuatro o cinco escenas que provocan sustos, los consabidos excesos gore (destripes, mutilaciones, baldazos de sangre), las persecuciones habituales, algún guiño cinéfilo y una elemental crítica a un sistema político y social que contamina el medio ambiente. Padecer ese paisaje desolado y ocupado por extraños seres, donde un par de días atrás los habitantes se saludaban y conocían entre sí, ahora transformado en un lugar desolado, sin salida y en el cual alguien te puede esperar con un hacha en la mano a la vuelta de la esquina, parece ser la fórmula ideal para construir un film tenso y de un suspenso (casi) insoportable. Bienvenida rutina es la que define a esta nueva epidemia cinematográfica. Hasta la próxima. <
El mundo es horrible y peligroso El segundo film de Amat Escalante se estrenó en 2008 y por fin llega a las pantallas locales, tras haber recorrido el circuito de festivales. Carlos Reygadas, el director de la excelente Luz silenciosa, es uno de los productores asociados de Los bastardos y este no es un dato menor para el segundo film de Amat Escalante. No tanto por las herencias estéticas –más aun, las diferencias estilísticas entre un film y otro son notorias– sino por cuestiones ajenas a ambas películas: ocurre que Los bastardos es un film que ha trascendido festivales y que integró y obtuvo premios en varios festival es Clase A. Reygadas, en ese punto, hizo lo suyo para ubicar a Los bastardos en un plano de importancia en un mercado tan particular como el del cine. Los bastardos tiene una estructura particular, ya que en su media hora inicial presenta a unos mexicanos indocumentados en Los Ángeles esperando un trabajo, sea cual fuere, con tal de sobrevivir al día a día. La lectura, en ese sentido, es elocuente: se habla de la marginalidad en las grandes ciudades, dentro de una atmósfera de riesgo, de un mundo a punto de estallar a través de la violencia. Esa sensación de inestabilidad emocional que se produce en los primeros minutos, donde Escalante plantea la situación con pocas palabras, es la que prologa a la segunda mitad del film, donde dos de los mexicanos sin trabajo o con trabajo muy mal pago, deciden invadir la privacidad de una mujer que vive con su hijo fanático de la música electrónica. Allí la tensión, con los mexicanos armados, se hace insoportable, y la descripción de los personajes –sólo tres de ellos ya que el hijo de la mujer se va antes de que la casa sea invadida–, permite otra clase de lectura sobre el conflicto. Aferrado aun más a diálogos mínimos (uno de los jóvenes mexicanos casi ni pronuncia palabra), las relaciones entre el trío fluctúan entre la piedad, los juegos sexuales, la soledad, los silencios, la turbia sensación de no saber qué va a ocurrir. Y eso se transmite con inteligencia al espectador (más allá de alguna frase altisonante que desmerece el clima que consigue el film), causando una permanente incomodidad. Tema central del cine de las últimas dos décadas, como se vio hace un par de semanas con la argentina El perseguidor, la invasión de un ámbito privado (familiar, institucional) parece no tener fronteras. Y la violencia está allí, latente, como esos dos tiros a quemarropa que se escucharán en esa casa, donde víctimas y victimarios representan las carencias de una sociedad determinada (o de cualquier sociedad). Pero la vida, como se observa en el desenlace, seguirá su camino hasta el próximo estallido. <
Berlusconi y los ojos de videotape El documental de Gandini no se circunscribe únicamente a narrar el pasado y la actualidad mediática de Silvio Berlusconi, sino también, los cambios que se produjeron en las últimas tres décadas en la RAI y, por extensión, el poder avasallante de la televisión y el inmediato convencimiento de la masa. Los materiales a los que recurre el director (y que manipula a gusto y placer) toman como eje al mandamás italiano, pero también recorre la vida de otros personajes públicos, por ejemplo, el paparazzi Fabrizio Corona, un fotógrafo que chantajea gente famosa y que a través de su particular profesión puede provocar el derrumbe o el triunfo de cualquiera. La dosis de humor está presente en una publicidad de tres minutos, en que mujeres de diversas edades entonan una canción alabando a Berlusconi, en tanto, la gravedad del asunto se confirma en los créditos finales, donde se dan a conocer números que ya de por sí intimidan: la poca libertad de prensa que existe en Italia y, el horror mismo: el 80% de la población confía en aquello que la televisión comunica. Más allá de su rutinaria formato y de su limitado alcance cinematográfico, Videocracy estimula la polémica, el enojo, el fastidio, acaso la irritación, y no solamente por los planos cercanos de la dentadura perfecta y la sonrisa permanente del padrino Silvio. Podría plantearse, por qué no, una versión argentina sobre el poder de la televisión y sus monopolios mediáticos-políticos: cualquier parecido con Videocracy (no) sería producto de la casualidad.
Los extraños amores de una rubia cool Jess anda en problemas. Vive con su esposo y parece que es feliz, pero en el mismo lugar reside el hermano de él, que anda con el carácter alterado mientras muestra sus tatuajes para seducir a la cuñada rubia. Los hermanos se quieren y temen uno con el otro, pero en el fondo no pueden olvidar su origen en común. Por eso la mala suerte (ay, los azares del cine) hace que choquen entre sí , los autos queden destruidos y ellos entren en un estado de coma irreversible. O no, pues uno se recuperará pero parece haber perdido la memoria y tomará características del otro (el que se sigue en coma) para disfrute (o no) de la pobre Jess. Y así la cosa: la personalidad de un hermano va al otro pero el que trata de recordar algo tiene miedo que su pasado retorne. En fin, Jess sigue enamorado de uno pero el otro lo seduce, en tanto, la obre añora los tiempos felices a través de objetos que aparecen y reaparecen. Ideas sobre el cine, en este punto, en Personalidad múltiple no aparece ninguna. El guión parece salido de un laboratorio de lugares comunes y del imperio de las obviedades. La musiquita romántica acá, la que aterroriza para provocar algún sustito por allá. La puesta en escena (una falta de respeto a la definición) rinde culto a alguna revista de decoraciones y ni tampoco disimula su tono fashion, entre el romanticismo de postal de enamorados con las gaviotas de fondo y el culto al dinero, obsceno de por sí, que ostentan varias escenas. El trío actoral, por su parte, encabezado por “Buffy” Gellar y los hermanos en cuestión no manifiesta empatía alguna. En este punto se destaca algún momento protagonizado por el can de la pareja (o del trío) con cierto énfasis facial que supera a los intérpretes principales.
Alguien nos vigila y controla La ópera prima de Víctor Ruiz empieza con el truquito del rewind, es decir, la película rebobina y nos lleva al final, sugestivo y de preguntas sin resolver aún, donde una pareja arrastra algo que no alcanza a verse con claridad. Comentan sobre una mala praxis y se observa a los personajes sucios, cansados y tensos, con la tierra también cobrando protagonismo, mientras él narra un hecho del pasado y ella plantea olvidarse del asunto. A los pocos minutos se descubre que él es médico de chicos y ella arquitecta. A la media hora de El perseguidor se modifica el inicial registro verista del film por el punto de vista de una cámara que vigila a la pareja durante su estadía en una casa situada en el Delta. Pues bien, podrá adivinarse o no por qué una cámara espía y quién la maneja, y por supuesto, los pretextos que caracterizan a un film que habla de la invasión de la privacidad. Tema representativo del cine de los últimos 20 años (Michael Haneke y David Lynch dieron muestras de su interés), la propuesta de Ruiz confronta esas dos posturas en colisión: el realismo de determinadas escenas y la cámara voyeur que husmea la intimidad de un matrimonio, interpretado por dos buenos actores como Marita Ballesteros y Alejo Mango. En ese choque tumultuoso entre un par de vidas ordinarias y el virtuosismo de la puesta de cámara (acompañada por un logrado trabajo de iluminación) oscilan las virtudes y carencias del film. El perseguidor es un ejercicio formal (o formalista) donde la historia no interesa tanto ni el guión se preocupa por explicar demasiado.
Acerca de la mentira (religiosa) Es el año de Marco Bellocchio. Meses atrás se estrenó la excelente Vincere y ahora le toca el turno a un film anterior, La hora de la religión, que expresa la feroz mirada del cineasta sobre la fe y la necesidad de creer en algo no terrenal. Ernesto Picciafuocco (impresionante trabajo de Sergio Castellito) es un dibujante y artista reconocido, ateo, separado y con un hijo. En la primera escena, enviados del Vaticano le informan de la inminente beatificación de su madre, asesinada por uno de sus vástagos, dilema moral que acosará a Ernesto, ya que la presión familiar hará lo posible para que el personaje se interrogue sobre su pasado y su mirada sobre la fe, o la falta de ella. Sin embargo, tal como hiciera en Vincere, Bellocchio elige una puesta en escena no realista, plagada de momentos fantásticos que iluminan una ciudad irreal que parece ocupada por fantasmas. Más aún, Ernesto se enamorará de la profesora de catecismo de su hijo, pero la película plantea si esto no es más que una intromisión (otra más) de la religión en la vida privada del desconcertado aunque también sonriente Ernesto. El viaje a la revelación o la confirmación de la mentira de la fe, expresada visualmente como si se tratara de diferentes estadios del Infierno de Dante, establecerá más de una paradoja que, al fin y cabo, es la intención primordial del film: ¿hasta qué punto puede resistir alguien la invasión ideológica de una fe religiosa sin reparar que se trata de un insoportable tormento? Film de tesis, polémico, original, audaz. Un típico Bellocchio de estos tiempos.
Eva, Sofía y otros chicos del montón Parece que el cine argentino, dentro de la comedia, anda rindiéndole homenaje al cine que Pedro Almodóvar filmó hace 30 años, es decir, a aquel de la llamada “movida española”. Hace tres años, ¿De quién es el portaligas?, dirigida por Fito Páez, no ocultaba al referente; dos semanas atrás, algunas escenas de Boca de fresa, dirigida por Jorge Zima, invitaban al recuerdo del cine del manchego; en tanto, Las hermanas L sostiene su base argumental a través del desprejuicio, las escenas sexuales, los conflictos familiares y un transparente déjá vú, logrado en ocasionales escenas y más que rengo en el análisis global del film. Los disparates se suceden en una familia particular: dos hermanas de características opuestas (Silvina Acosta y Florencia Baier), unos padres separados (Willy Lemos y Daniel Fanego) y una corte de personajes que cruzan influencias del cine de aquel Pedrito y del ex enfant terrible John Waters. Las situaciones oscilan entre momentos de rotunda eficacia y otros donde la exuberante simpatía de los personajes cae en el cliché más remanido y estereotipado. Sin embargo, uno de los problemas mayores de Las hermanas L es su débil construcción cinematográfica, plagada de primeros planos que no condicen con el ritmo y la agilidad interna que debe tener una comedia. Por lo tanto, en una película que poco armoniza con el slogan de “multiorgásmica”, quedan los desbordes (actorales, sexuales, situacionales) que hacen lo posible para sostener el interés del relato. En este punto, la desenfrenada actuación de Soledad Silveyra merece el mayor de los elogios. <
Híbrida mixtura de géneros La segunda película de Zima parte de una bienvenida (y desmedida) pretensión: hacer una comedia alejada del costumbrismo habitual y jugarse, con resultados frágiles y flacos, por las peligrosas aguas de la mixtura de tonos y registros dramáticos. En varios de sus pasajes el filme elige el intercambio de elementos procedentes de distintos géneros y temas: comedia, aventuras, western (cordobés), viaje iniciático, pareja alocada con aire almodovariano, personajes que bordean el kitsch, otros toscos y alguno que recuerda a los dementes de Pájaros volando. La excusa es una búsqueda, a cargo de la pareja interpretada por Rodrigo de la Serna y Érica Rivas, por saber si está vivo o muerto el responsable de una canción popular que salvaría la débil cuenta bancaria de un productor discográfico. El viaje de placer de la pareja a Miami se modifica por la naturaleza agreste de un paisaje cordobés, lugar ideal para contar una historia que va y viene de género y de tono. De la Serna y Rivas son buenos actores, en tanto el rostro y la figura de Vattuone invocan a los antihéroes de los westerns de Anthony Mann. Los créditos finales, con la voz de la Mona Giménez cantando el tema que da título al film, comprueba las débiles fronteras entre el mestizaje genérico y el híbrido sin eficacia. <