Infierno y redención en Harlem Fenómeno indie de la última temporada, desde sus exitosas presentaciones en Sundance y Cannes hasta la reciente nominación en seis de las más importantes categorías del Oscar, Precious es una película abierta a toda clase de discusiones. Estas han ido, hasta el momento, desde la imagen que da de la comunidad afroamericana hasta cuestiones nodales, vinculadas con la ética y estética cinematográficas. La resolución de esas múltiples discusiones tal vez sea más sencilla de lo que parece, ya que es probable que todos tengan (parte de) razón. Desde quienes le atribuyen el ejercicio de una pornografía de la miseria hasta los que se emocionan hasta las lágrimas (o hasta la ovación de quince minutos, como sucedió en Cannes). Desde quienes le endilgan un emocionalismo de golpes bajos, torpezas de estilo, tremendismo dramático, el reciclado de fórmulas probadas, hasta aquellos que ensalzan la inusual energía, el carácter mutante, el desprejuicio brutal, la apuesta a matar o morir, el infrecuente poderío dramático y narrativo. Bienvenidos a la película-desconcierto del año. Basada en Push, novela publicada a mediados de los ’90 por la poetisa afroamericana Sapphire, dicen que el original es más extremo que la versión cinematográfica. Y eso que la película despliega maltrato materno, violencia familiar, abuso sexual desde la más tierna edad, intento de asesinato, dos hijos que la protagonista tuvo con su padre (el de ella), Down y sida. Claro que todo eso se contrapone con la voluntad de supervivencia a toda prueba por parte de la protagonista. Voluntad que la película hace suya, se diría que desde las entrañas. Pero conviene ir por partes. Preciosa (la debutante Gabourey Sidibe, nominada con justicia al Oscar a la Mejor Actriz Protagónica) es una chica afroamericana de 16 años, 150 kilos y semianalfabeta, que vive, a fines de los años ’80, en un tugurio de Harlem, en compañía de su madre (la impresionante Mo’Nique, nominada como Actriz de Reparto). Acomplejada por su sobrepeso, retraída y sin un amigo o amiga a la vista, que la chica vaya al colegio se explica en tanto eso permite a su madre desempleada cobrar el seguro social, basada en el argumento de quedar al cuidado de la hija de su hija. Aunque en realidad es la bisabuela la que lo hace. Como la nena es Down, Preciosa la llama, sin el menor rastro de falso pudor, Mongui. De modo más o menos sistemático, el guión (escrito por el debutante Geoffrey Fletcher) contrapone lo terrible con aquello que Preciosa hace para sobreponerse. Así, las escenas en las que la madre la usa como esclava (incluida la insinuación de esclavitud sexual, que la novela hace explícita), aquellas en las que le tira sartenes y otros utensilios por la cabeza (más tarde será un televisor) o los flashbacks de pesadilla en los que el padre la viola, con anuencia de la querida madre, alternan con otras que muestran los lentos, dificultosos avances de la protagonista en la escuela alternativa a la que ha sido derivada. Escuela que comparte con un grupo selecto de chicas afroamericanas y latinas, todas ellas más o menos descastadas y conducidas por una profesora (Paula Patton, la bella mulata de Déjà Vu), cuya buena onda tal vez la convierta en versión femenina del Sidney Poitier de Al maestro con cariño. Hay otro ámbito de recuperación que a la larga tendrá consecuencias. Es la oficina donde atiende, con la mezcla justa de distancia profesional e interés personal, una psicóloga del Servicio Social (Mariah Carey, morocha, irreconocible, asombrosamente impecable). Ubicada en tiempos de Reagan, la Harlem de Preciosa es un infierno de crack, abandono y descuido oficial. Toda posible salida de ese purgatorio no es producto del sistema como tal, sino de la voluntad de remar que dos o tres servidores públicos ponen en el asunto. Filmada con un look adecuadamente “sucio”, no parece casual que en un momento madre e hija vean, en un televisor, imágenes de Dos mujeres (De Sica). Teniendo en cuenta las escenas en las que la protagonista se imagina como Disco Queen tamaño XXXL, al estilo impreso por el afroamericano Lee Daniels podría etiquetárselo como posneorrealismo mágico. ¿Son acaso impertinentes esas intrusiones fantasiosas? ¿En nombre de qué clase de dogma habrían de serlo? Combinando –en ocasiones con fortuna, en otras con torpeza– realismo sucio y cuento de hadas (con la monstruosa madre como trasposición del Ogro o la Bruja), feísmo y preciosismo, tratamiento de shock y drama íntimo, golpes bajos y sinceridad a toda prueba, lo que está fuera de discusión es que Preciosa es un pastiche hecho y derecho. Lo cual no tiene nada de malo: el pastiche es un estilo como cualquier otro. En cuanto a la moral que la anima... A la sensación de que se va armando sobre la marcha, la película de Lee Daniels le suma el estar contada desde la propia experiencia de la protagonista. Eso la convierte en diario íntimo, cerrándole el paso a toda posible tentación de explotar la miseria y el dolor ajenos. En Preciosa nada es ajeno, todo se vive como propio.
La bestia triste ataca de nuevo A falta de sorpresas, la versión de este clásico, con Benicio del Toro y Anthony Hopkins, luce una saludable vitalidad. Claro que una mención destacada se la llevan los efectos especiales. Innovadora no es. Humor no le sobra. Liviandad tampoco. Baches en la trama no le faltan. Es posible que lo más destacado haya que buscarlo, antes que en peculiaridades de estilo, novedades de enfoque o grandes aciertos de puesta en escena, en algunos de sus rubros técnicos. A pesar de todo ello, esta nueva versión de El hombre lobo es una película que funciona. Habrá quienes consideren a esa mera funcionalidad un mérito débil, cuestionable, conservador incluso. En momentos en que a Hollywood le cuesta un perú lograr una eficacia mínima en sus relatos, sin embargo, el sufrido frecuentador cinematográfico puede llegar a agradecer con ganas una película que logra hacer crecer, como ésta, el interés y la intensidad dramática. Feroz como el que más, el hombre lobo siempre fue el más tristón y culposo de los monstruos clásicos del cine (o de la Universal, que es decir lo mismo). Drácula, puro ello, gozaba como loco de sus orgías de sangre. Frankenstein tenía escasa conciencia de su condición, mataba de puro torpe, nomás. El Lawrence Talbot de Lon Chaney era, en cambio, superyoico: se desgarraba por dentro, luego de hacerlo con cada una de sus víctimas. Basada en el guión escrito por el vienés Curt Siodmak para la versión de 1941, esta remake dirigida por Joe Johnston (protegé de Spielberg, director de Jumanji y Jurassic Park 3) es fiel a esa condición original. Como en The Wolf Man (conocida en Argentina como El lobo humano), el menor de los Talbot vuelve al paraje inglés que lo vio nacer, llamado en este caso por su deseable cuñada Gwen (Emily Blunt). Su hermano mayor ha sido despanzurrado, en medio del bosque, por alguna fiera, y es por eso que Gwen lo llama. Creciendo en pilosidades del Che para acá, el Lawrence de Benicio del Toro es, en esta ocasión, actor shakespereano. No se nota, tampoco importa demasiado: ninguno de los hechos posteriores tiene relación alguna con su frecuentación de la representación. Según las habladurías, el que anda causando estragos es el oso de un circo gitano. Corrección política en regla, ya se verá que no es precisamente desde afuera de la comunidad de donde viene la monstruosidad. En lo que constituye el mayor aggiornamiento de esta versión, los Talbot resultan ser una familia disfuncional. Liderados por un barbado, severo pater familiae (Anthony Hopkins lo compone como si fuera él el contagiado por Shakespeare), se trata de un clan tan decadente que El hombre lobo bien pudo haberse llamado La caída de la casa Talbot. Teniendo en cuenta su resolución y a la luz de aquellas El hombre lobo contra Drácula o El hombre lobo contra Frankenstein, también pudieron haberle puesto El hombre lobo contra el hombre lobo. De lobo bueno y lobo malo va la cosa aquí, cruce de Edipo con una versión dark de las leyes de Mendel. Arrancándose a fuerza de zarpazos gore cierto almidón propio del cine de época, cada escena de acción representa algo parecido a los brutales saltos que pega la fiera. Desde la primera de ellas, que tiene lugar en el campamento gitano, hasta el combate final dentro de la casa Talbot, esas escenas están llenas de dinámica y de sangre, incluyendo una amplia gama de mutilaciones y descabezamientos. En algún momento, la criatura andará con el corazón de una víctima colgando entre los dientes. De esos rituales de sangre, el más festejable es aquel en el que Talbot opone a la razón psiquiátrica el inapelable llamado de lo salvaje, desatando un desastre en un aula llena de jurásicos médicos pre-Freud. Con Walter Murch a cargo del montaje y propulsada por los tuttis orquestales de Danny Elfman, el nombre clave de El hombre lobo es el de Rick Baker. Legendario creador de efectos especiales de Videodrome, Hombres de negro y la remake de El planeta de los simios, entre muchas otras, no es raro que las transformaciones de El hombre lobo se parezcan enormemente a las de Aullidos y Un hombre lobo americano en Londres, de comienzos de los ’80. Ambas fueron responsabilidad del propio Baker, cuya participación en la serie Werewolf, en la película Lobo (1994) y ahora en ésta lo confirman como máximo especialista en la generación de licantropías cinematográficas.
Demasiada desgracia “¿Desgracia eterna se escribe con ce o con ese?”, pregunta, en el ascensor de un hotel, una señora a un señor, como quien inquiere si la confitería queda en el segundo o en el cuarto piso. Dejando de lado la impertinencia de la pregunta –habida cuenta de que la mujer de ortografía vacilante no es Clemente sino una señora escritora– el modo en que la película verbaliza allí su obsesión central es tan delicado como lo hubiera sido la abrupta irrupción, en ese mismo ascensor, de un tropel de elefantes. Una serie eterna de desgracias, sinsabores y ruindades despliega este film israelí –que en Cannes 2007 no ganó un premio, sino tres– a lo largo de sus relativamente considerados 78 minutos. La ventaja de Medusas sobre otros repertorios de calamidades, como pueden haberlo sido Babel, Vidas cruzadas et al, es que al tremendismo punitorio de aquéllas ésta le opone al menos un tono menor, jaspeado de un humor asordinado. ¿Humor judío? Seguramente, teniendo en cuenta la desgracia eterna que lo prohíja. Un ramillete de mujeres protagoniza o genera en otros la galería de esparcidas contrariedades. Una de ellas es Batya, mesera de catering a la que su novio acaba de plantar, y que padece madre benefactora pública y estrella mediática, padre abandónico y un departamento que hace agua, literalmente. Otra, Keren, a quien una fractura producida en su propia boda impide su luna de miel en el Caribe, debiendo conformarse con un hotel de Tel Aviv en el que unas habitaciones huelen mal, otras dejan pasar todos los ruidos y el ascensor no funciona. Después está Joy, mujer filipina que, a la culpa por haber dejado a su hijo allá en Manila, debe sumar el ¿castigo divino? de tener que cuidar a una octogenaria insoportable. Están también la escritora, que parece demasiado feliz para la película (hasta que se demuestra que no lo era para nada) y una fotógrafa a la que echaron del trabajo, por empecinarse en fotografiar “siempre lo peor” (obvia autorreferencia de la guionista y correalizadora Shira Geffen). Hay también una querubina muda y simbólica, que sale del mar y vuelve a entrar en él, para justificar tal vez el título. No es el único tráfico de realismo mágico: cierto heladero de playa, clave para la felicidad de Batya, reaparecerá treinta años más tarde, idéntico a sí mismo, para cumplir su destino de alegórica solución providencial. Todo está mostrado en consonancia con esa forma de minimalismo dry que diluye conexiones entre escenas y echa mano de un humor ácido y mudo, muchas veces en forma de gag solitario. El minimalismo de ocasión no impide el recurso a unos horribles esfumados, que representan el punto de vista de una chica con conmoción cerebral y no se veían en cine desde los buenos y viejos tiempos de David Hamilton, aquel rey del kitsch que, en los ’70, fotografiaba lánguidas chicas desnudas a través de velos, que no eran rosados.
Futuro lleno de chupasangres Aunque el tema suene trillado, el dúo de realizadores australianos consigue un producto bastante digno: la premisa es un 2019 en el que casi todos son vampiros, y quedan tan pocos humanos que la batalla por sangre fresca es inevitable. Una nueva pareja de hermanos mellizos que dirigen juntos, una nueva película de vampiros. A pesar de ello, si algo no se siente en Daybreakers, vampiros del día es el gusto rancio de la repetición. Nacidos en Alemania y radicados en Australia, los hermanos Michael y Peter Spierig no se dejan patotear en su película de presentación en Hollywood por las convenciones genéricas ni por las imposiciones del gran espectáculo, practicando nuevas variantes sobre un canon –el del vampiro cinematográfico– que a pesar del uso y el abuso sigue renovando su sangre. Sin llegar a ser una gran película, la segunda de estos twin brothers (tienen una previa en Australia, Undead, 2003) logra tomar distancia del típico producto-Hollywood, escapando por una de las tangentes de más probada productividad: la del espíritu clase B. La primera variante (aunque ya lo había hecho Blade) es llevar a los vampiros al futuro, poniéndolos en un marco de cine de anticipación. Fiel a las mejores tradiciones, Daybreakers usa el futuro para hablar del presente. El año es 2019. “Se cumplen diez años del momento en que se desató el virus”, informa el noticiero, como para que quede claro. Vaya que el virus prendió, rápido y generalizado: el grueso de la población es vampírico, los políticos lo son y también los conductores de televisión, los científicos y hasta las top models. “Soy senador y vampiro, no me falta nada”, bromea uno de los vampiros “buenos”. Eso también estaba en Blade, tomado a su vez de X-Men: hay, en el mundo del futuro de Daybreakers, vampiros progres y vampiros fachos, para decirlo mal y pronto. Ver, por ejemplo, los miembros del Ejército Vampírico, todos blindados y de negro, como SS del futuro. Y los que no son fachos son guachos. Básicamente, los representantes de la megacorporación dominante. Sobre todo su dueño, Charles Bromley, que permite la reaparición de Sam Neill y brinda, por lo tanto, uno de los grandes alegrones de la película. El tema es que ya casi no quedan seres humanos en ese futuro, y los pocos que quedan son cazados, para servir de alimento (o bebida) al conjunto de la población. Pero con lo que hay no alcanza, motivo por el cual la Corporación Bromley intenta desarrollar a las apuradas un sustituto hemoglobínico, proyecto a cargo del hematólogo Edward Dalton (Ethan Hawke). Edward, que se niega a beber sangre de humano (¡llega a rechazar, durante una cena, una botella añejada en cubas de roble!) descubrirá, sin embargo, que su jefe guarda en la manga ases bastante más sangrientos. Mientras tanto, un pequeño grupo de resistentes se arma. Lo integra la bella Audrey Bennett (la australiana Claudia Karvan), lo lidera el mítico Lionel Cormac, más conocido como Elvis (Willem Dafoe), y los vamprogres están invitados a sumarse a él. Al mismo tiempo, la falta de alimento comienza a hacer retroceder a parte de la población a su estado más primitivo, con largos colmillos, grandes alas, orejas en punta y un hambre feroz de carne humana. O vampírica, lo mismo da. Daybreakers cultiva un retrofuturismo de edificios modernísimos y look vestimentario años 40, incurriendo en esa manía de tanto cine de anticipación contemporáneo, que parece creer que si no recurre al monocromatismo le van a retirar la tarjeta del Club Cool. En este caso, un gris acerado tiñe todo. El relato despliega demasiadas líneas, con lo cual algunas de ellas, que daban para más (la de los vampiros animalizados, reprimidos por la policía como indeseables) quedan a medio camino. Aunque la película no lo cultive como línea básica, el costado pulp funciona bien, con picos de sangre, alguna escena de canibalismo, un par de descabezamientos y una ordalía ralentizada que parece El Bosco en versión coreográfica. Lo que no funciona tan bien son los toques de humor, esenciales a la clase B y depositados sobre todo en el personaje de Willem Dafoe, que queda en una extraña media agua, entre el comic relief y la solemnidad. Sin llegar a alturas siderales, lo mejor de Daybreakers es el costado aventurero, con ese grupo de resistentes con ballestas lanzaflechas, cuya solidaridad en la acción remite a Howard Hawks, John Carpenter y el George Romero de Tierra de los muertos. Además de algunas líneas de diálogo que son como paráfrasis de Raymond Chandler. Como cuando Ethan Hawke reflexiona, con amargura: “La vida es una mierda, y encima no te morís nunca”. Suerte de vampiro.
Sobre el egoísmo y las apariencias Lejos de ser la comedia romántica que sugiere el título en castellano, la película gira alrededor de las ambiciones personales y la ruptura de lazos sociales. El director evita los guiños más obvios, pero sucumbe a la tentación condenatoria, con moraleja incluida. Nada más engañoso que el título en castellano de esta película, apuntado a venderle al público una comedia romántica, cuando si algo no es Up in the Air es eso. Por suerte no es eso. Aunque en algún momento, allá por los dos tercios de metraje, da la impresión de que el director y coguionista Jason Reitman se apronta a pisar ese palito reparador. Lo cual hubiera representado una solución tipo “conejo de la galera” para una ficción que gira alrededor del egoísmo, la ruptura de lazos con los demás, la nube ombliguista en la que el protagonista se deja flotar. Que esa resistencia de Mr Reitman a la opción más facilista sea loable no libra el remate elegido del pecado contrario, el de la condena. Con lo cual el romanticismo oportunista –propio del Hollywood menos “serio”– se trueca por un moralismo de castigo, al que el Hollywood más “serio” es afín. Más que a la anterior La joven vida de Juno, la película de Reitman a la que Amor sin escalas más se parece es su ópera prima, Gracias por fumar. Curiosamente, en ningún caso se trata de guiones propios, sino de adaptaciones de novelas. Sujeto aborrecible, el protagonista de Gracias por fumar, lobbysta de empresas tabacaleras, era capaz de hundir sin piedad, en el curso de un talk show televisivo, a un chico con cáncer terminal, producto de su exposición al humo de cigarrillo. No mucho más encomiable, el Ryan Bingham de Amor sin escalas es uno de los profesionales más brillantes de una empresa especializada en despidos laborales. Lo de vivir en el aire es consecuencia de eso. Bingham se la pasa viajando de Dallas a St. Louis, de St. Louis a Wichita y de Wichita a Florida. De allí que para él aviones, escalas y aeropuertos sean más su casa que el departamento semivacío que lo espera en Omaha, cada vez que se ve obligado a pasar allí unos días. Si en Gracias por fumar el personaje de Aaaron Eckhart seducía al espectador con su brillante labia, en Amor sin escalas el de George Clooney queda escrachado en la secuencia inicial, en la que les deja, a una decena de pobres tipos y tipas, sólo lágrimas, furia o un silencio absorto. De allí en más, y aunque despliegue su completo repertorio de sonrisas ladeadas, miraditas pícaras, susurros y acerados one liners, el espectador no dejará de sentir frente a él una acentuada molestia estomacal. Molestia que tiende a desaparecer en cada uno de sus encuentros con Alex Goran (Vera Farmiga, de Los infiltrados y La huérfana). Viajera impenitente también ella, tan desligada de las cosas de la tierra como Ryan, Alex es su doble exacto. Para decirlo con sus palabras, “soy vos, pero con vagina”. O eso parece. De parecer se trata. Las escenas entre Clooney y Farmiga, llenas de cócteles, jueguitos de seducción y lenguas afiladas son como debieron haber sido la películas del Clan Sinatra, si a las partenaires femeninas se les hubiera dado más lugar que a un jarrón. Por una astucia de guión, la molestia que Bingham despierta se disipa por completo ante la aparición de un personaje que es, en apariencia, aún más abominable que él. Se trata de Natalie Keener (la recién llegada Anna Kendrick, que en la serie Crepúsculo cumple un rol casi invisible). Típica arribista, Natalie acaba de venderle al gerente de la firma (Jason Bateman, que había estado en La doble vida de Juno) un nuevo y más perfecto sistema: el de despidos por teleconferencia. Si el sistema se adopta, Bingham deja de viajar, algo que en su caso equivale a un 11-9-2001 personal. De allí en más el espectador puede experimentar, en relación con él, un violento volantazo, que lo lleve del asco a la piedad. Eso es bueno para una película a la que, más que la identidad, le interesa el espejismo de las apariencias. Vira también el personaje de Natalie hacia zonas inesperadas, conmovedoras incluso. Habrá que tomar nota de la asombrosa ductilidad de Mrs Kendrick, una de las dos grandes revelaciones de Amor sin escalas. La otra es la más veterana (pero igualmente desconocida) Amy Morton, extraordinaria como durísima hermana del protagonista. Como por otra parte Clooney y Farmiga están a la misma altura de ellas dos, Amor sin escalas termina pareciendo una versión con cuerpo de Gracias por fumar. Allí todo empezaba y terminaba a la altura de la boca, órgano emisor de labia. Aquí, el resto del cuerpo se integra. Está claro que esa ampliación de lo humano no hubiera sido posible de no haber existido, entre una y otra película, ese minitratado sobre la apariencia que fue La doble vida de Juno. La diferencia es que más allá de un remate redondamente tranquilizador, los personajes de La doble vida de Juno gozaban de una libertad que en el caso de Clooney es sólo condicional. Desde el comienzo pende sobre él una condena moral que, es clavado, tarde o temprano hará sentir su dureza. Más allá de que en cine ninguna condena es buena, en este caso queda la duda sobre el motivo. ¿Es acaso la condición de Bingham, peón del capitalismo más salvaje, lo que merece el castigo que el guión le aplica? ¿O tal vez lo que un bolero definiría como “incapacidad de amar”? ¿O el no haber sido fiel a la familia, quizás? En cualquier caso, Reitman cierra con una moraleja lo que en el transcurso del relato evitó que se pareciera a una fábula, haciendo lugar al libre juego de los personajes.
La fábula del cellista funerario Esta película japonesa, que llegó a la última entrega de los Oscar sin demasiados antecedentes, terminó arrebatando la estatuilla al Mejor Film en Lengua No Inglesa nada menos que a Entre los muros, de Laurent Cantet, y a la israelí Vals con Bashir. A partir de ese momento la pregunta quedó picando: ¿qué llevó a los académicos a convencerse de que esta fábula del joven e inexperto cellista funerario reunía más méritos que sus soberbias competidoras? Llegó el momento de despejar la incógnita. La visión de Departures (título internacional) lleva a pensar que los votantes del Oscar encontraron en ella lo que más les gusta ver, aquello que sus competidoras se cuidaban de no ser: una película que, a los clichés de la propia cultura, les suma los del cine internacional, tal como Hollywood lo concibe. Prototipo de buen chico, el protagonista, Daigo (a quien Masahiro Motoki dota de exasperante hiperexpresividad) pasa de la herencia del padre (tocar el cello en una orquesta de Tokio) a la de la madre (administrar el bar que aquélla atendía, en la ciudad natal de Yamagata), para terminar poniéndose a las órdenes de un padre simbólico, el viejo Ikue (el veterano Tsutomu Yamazaki, que llegó a actuar bajo las órdenes de Kurosawa), especializado en rituales funerarios. Algo así como una versión para adultos del Karate Kid, Fin de partida narra el aprendizaje de este nuevo y ultracodificado oficio por parte de Daigo, que empieza como aprendiz y termina como maestro. Ya se sabe: las fábulas de aprendizaje suelen gustar al público. Pero también gustan los artistas, y es muy lindo ver a alguien tocar el cello. Es por ello que cada tanto Daigo retoma el instrumento, ejecutándolo en exteriores de tarjeta postal, por más que sería mil veces más cómodo, accesible y funcional hacerlo en el living de casa. La novia (Ryoko Hirosue) desempeña, mientras tanto, su tarea primordial: mirarlo con sonrisa aprobatoria. En su transcurso desmesuradamente extendido (dos horas diez), Fin de partida desbroza meticulosamente todos los clichés habidos y por haber, referidos a la cultura nipona: el peso de la herencia, la relación maestro/discípulo, la sumisión femenina, los rituales de hierro y –faltaba más– los cerezos en flor. A eso suma aquello que (se supone que) el gusto occidental reclama: relato off a cargo del héroe, metáforas obvias, flashbacks de la infancia, subrayados musicales (el músico favorito de Kitano y Miyazaki, Joe Hisaishi, desciende de lo genuinamente naïf a lo chorreante de melosidad), toques de humor y de absurdo para descomprimir el tema mortuorio, muertes y nacimientos cuidadosamente repartidos, una sucesión de epifanías finales y el detalle de las grullas volando, cada vez que alguien pasa a mejor vida. “Yo quería un Oscar y por mis pecados me dieron uno”, haría bien en confesar, parafraseando al capitán Willard, el director, Yojiro Takita, cincuentón iniciado en el ancho campo del pinku eiga, el porno japonés. El culo de Seiko es el título de una de sus películas más exitosas.
Nuevas armas para un viejo sabueso En el más drástico aggiornamiento de la creación de sir Arthur Conan Doyle hasta la fecha, el director reconvirtió al icono de la deducción y la lógica aplicada en héroe de superacción. La fórmula, que por momentos funciona, termina volviéndose insustancial. SuperSherlock contra Lord Blackwood y la Orden Oscura hubiera sido un título más fiel para esta reedición 2.0 del sabueso de Baker Street. En lo que representa el más drástico aggiornamiento de la creación de sir Arthur Conan Doyle hasta la fecha, la Warner, Guy Ritchie y un equipo de guionistas reconvirtieron al icono definitivo de la deducción y la lógica aplicada en héroe de acción, con tanto músculo como cerebro y más superespectáculo físico que intrigas en interiores victorianos. Debiéndole más al cine de superhéroes, a Indiana Jones, al comic filmado y hasta a James Bond que a Conan Doyle, la violenta reformulación no tendría, en sí, nada de malo, y hasta por momentos funciona. El problema no es el aggiornamiento sino el adocenamiento. Como ya había sucedido con El superagente 86, la maquinaria hollywoodense vuelve a demostrar que no sabe concebir una producción de más de 100 millones sin reformatearla como superespectáculo de acción digital. Y suerte que no se les haya ocurrido hacerla en 3D. Puede aceptarse que ese monumento de la cultura británica que es Holmes tenga ahora el acento neoyorquino de Robert Downey Jr. Al fin y al cabo, ¿no había hecho Downey ya de Chaplin, en los comienzos de su carrera? ¿No podría hacer mañana de Churchill, del propio Bond o, de no estar disponible Helen Mirren, de la mismísima Queen Elizabeth? Puede aceptarse que Watson no sea esta vez la representación misma del common man, regordete sin otro glamour que su sensatez y fidelidad, sino nada menos que Jude Law, Sting en versión mejorada por el que las chicas se hacen encima. Puede aceptarse que el Sherlock de Downey sea un pugilista consumado y hasta que luzca abdominales tipo six pack. Es cierto que el Sherlock original no iba a andar protagonizando escenas enteras a trompada limpia, como sucede aquí. Pero también es cierto que lo suyo no eran sólo juegos de la mente: en casi ninguna de sus aventuras dejaba de aplicar dos o tres golpes secos cuando se requería. Hasta puede aceptarse que el habitante del 221 B de Baker Street se tire sobre el Támesis de cabeza, estilo clavadista mexicano. Lo difícil es aceptar el decoloramiento de la intriga en la que Holmes está inmerso, archivillano incluido. Todo tiene lugar en una Londres victoriana y digital, de cielos y callejuelas casi tan dark como los de Sweeney Todd. En la secuencia inicial, Sherlock y Watson se tirotean y finalmente atrapan a Lord Blackwood, aristócrata descastado al que le da por los sacrificios humanos (Mark Strong, favorito de Guy Ritchie que también actúa en La joven Victoria, otro estreno de la semana). En la siguiente secuencia, Blackwood es ejecutado en la horca. De allí en más se ocupará de complotar, con la intención de restaurar una antigua sociedad secreta filomasónica, cuyos miembros le obedecen fielmente. Su objetivo: llegar al Parlamento, tomar el Poder. ¿Pero cómo, no lo habían ahorcado? Vamos, esos detalles se solucionan fácil. Un equipo de guionistas trabajando de sol a sol, un set completo de trampitas argumentales y alguien que explique todo al final, y listo. Total, a quién le importa la intriga, que parecería escapada de la pluma del emérito Dan Brown, mientras todo se resuelva en un London Bridge en plena construcción (en plena construcción digital, se entiende), con el héroe y el villano colgando al mejor estilo Hitchcock. Con la diferencia, claro, de que en las de Hitchcock a uno le importaba que el héroe no cayera y el villano sí. No es que Downey no esté simpático, desde ya. Sus cruces con Law y con la novia de éste (la pelirroja Kelly Reilly, vista recientemente en Eden Lake), los momentos de comedia casi estilo Extraña pareja, los intercambios de retruécanos como de sitcom, las torpezas del inspector Lestrade (Eddie Marsan), la ladrona y viuda negra que compone la siempre atendible Rachel McAdams: todo eso es lo que mejor funciona en Sherlock Holmes. El problema es que tiende a disolverse, en la misma medida en que toma cuerpo lo que menos importa: la intriga, la figura del villano, el costado superacción. En un par de escenas Mr. Ritchie se regala a sí mismo su rol favorito, el de émulo de Tarantino. Una es un hallazgo: Holmes descompone, en ralenti, un match de box en el que destrozó a su rival. La inmediata reproducción de la misma escena, pero ahora a velocidad normal, demuestra que al ojo se le escapa, al natural, lo que la técnica cinematográfica es capaz de mostrarle. Engolosinado, unas escenas más adelante Ritchie repite el chiste, con la diferencia de que la escena no lo justifica en lo más mínimo. Allí, el realizador de Juegos, trampas y armas humeantes vuelve a ser él mismo, después de haber sido Tarantino durante un minuto casi completo.
Sátira disfuncional El reencuentro entre dos viejos amigos está lejos de ser ideal: afectados por pequeños resquemores y viejas deudas, Marcos y Martín se mueven bajo una luz siempre irónica. François Truffaut confió alguna vez su método para no repetirse: filmar cada película en contra de la anterior. A la luz de su carrera hasta la fecha, parecería que Ezequiel Acuña (Buenos Aires, 1976) comparte ese secreto. Sin parecer del todo convencido, el monosilábico protagonista de Nadar solo (2003) emprendía un viaje en busca del hermano mayor, y en el camino era asistido por su mejor, tal vez único amigo. Frente a ese lánguido solipsismo en blanco y negro, Como un avión estrellado (2005) daba la impresión de ser un mundo entero abriéndose de golpe, en todas direcciones. Presentada, fuera de competencia, en el Bafici 2009, Excursiones plantea un nuevo regreso y una nueva ruptura. Regreso de Acuña a uno de sus cortos iniciales, ruptura del tono entre tristón y abrumado de los largos anteriores. El resultado es una sátira disfuncional, tan poco previsible desde la obra previa del realizador como infrecuente para el cine argentino. Marcos (Matías Castelli) y Martín (Alberto Rojas Apel, coguionista de todas las películas de Acuña) eran los protagonistas de Rocío (2000), uno de los primeros cortos de Acuña. Diez años más tarde, como quien sale de un largo ostracismo, Marcos llama a su amigo para que lo ayude. En aquella época Marcos quería ser actor. Terminó trabajando en una fábrica de golosinas. Ahora, como acaban de despedirlo, se acordó de su vocación. No suena muy convincente, pero dice tener la posibilidad de presentar un unipersonal en un local. Martín, que escribe guiones para la tele, podría darle una mano. O no: no es tan seguro que ninguno de los dos sea dueño de alguna capacidad artística. Además ambos tuvieron sus razones para dejar de verse y esas razones aflorarán en cada encuentro, bajo la forma de una serie interminable de resquemores mínimos, de hipersensibilidades y zancadillas mutuas. Regreso también de Acuña tras un exilio autoimpuesto –luego del fracaso de público de Como un avión estrellado–, Excursiones pudo haberse llamado Exclusiones. No sólo porque hay un tercero eliminado (Lucas, cuya muerte en un accidente apuró la disolución grupal), sino porque Marcos parece sentirse todo el tiempo en esa condición frente a Martín. A éste, por su parte, nunca se lo ve muy copado con el reencuentro. Siguiendo el canon más clásico de la comedia, a ambos los rodea una pequeña constelación de secundarios, todos vistos bajo una luz irónica. Están, por un lado, los hermanos menores de Marcos y Martín (Martina Juncadella, como estudiante de teatro convencida de que Molière es la obra más famosa de Shakespeare, e Ignacio Rogers, como rocker en-pose-de-Birabent) y, por otro, dos improbables gurúes artísticos: un actor-bailarín, Martín Piroyansky, y un director de teatro cuya fama parecería provenir de su autorreclusión, Santiago Pedrero. Corrosiones pudo haber sido otro título para Excursiones, teniendo en cuenta no sólo la mirada que la película echa sobre toda esta galaxia más bien trucha, sino también el modo en que el recelo mutuo erosiona la relación entre Marcos y Martín. Como ciertos matrimonios, este gordo y este flaco viven pasándose facturitas impagas. Un matrimonio, sí: hay que ver los nervios que le entran a Marcos cuando su amigo se pone a jugar con el avioncito del bailarín-aeromodelista. Producida por Matanza Cine (compañía que dirigen Pablo Trapero y su mujer, Martina Gusman) y extraordinariamente fotografiada, en súper-16 blanco y negro, por Fernando Lockett (ver Otra vuelta, Música nocturna, El hombre robado), el opus 3 de Acuña opone, al hermetismo de los protagonistas de las películas previas, un edificio dramático casi enteramente hecho de diálogos. Lo que importa allí es lo no dicho o lo dicho a medias. Las interrupciones y los destiempos. Coautores de la película, Rojas Apel y Castelli abordan esa esgrima verbal con la clase de timing y la soltura que sólo los que “se tienen” de memoria pueden lograr. Antes que como alguna clase de combate dialéctico, los diálogos de Excursiones funcionan como ballet sonoro, como música hipnótica. Teniendo en cuenta el oído musical de Acuña, no es raro que sea así. Tras “descubrir” a los Jaime sin Tierra en Nadar solo, y a Mi pequeña muerte en Como un avión estrellado, el realizador hace ahora lo propio con el grupo uruguayo La Foca. Pero no sólo de diálogos está hecha Excursiones (¿o Extorsiones?). En los intersticios que la balbuceante verborragia de Marcos y Martín deja libres, Acuña, Lockett y La Foca se ponen a patinar con la magnética Martina Juncadella, en escenas que aportan otra clase de música: abstracta, extática, puramente visual.
Ensayo sobre la explosión hormonal Aunque responda a los clásicos códigos de la comedia de iniciación, poco hay de previsible en el film protagonizado por Alejandro Tocar, en el que el deseo sexual se convierte en motor de la existencia de un chico judío. Presentada en 2007 en la prestigiosa Quincena de Realizadores de Cannes, nominada más tarde al Goya al Mejor Film Extranjero, Acné, ópera prima de Federico Veiroj (Montevideo, 1976), tal vez sea el eslabón perdido que conduce de Rapado a Verano del 42. O de Nadar solo a El mal de Portnoy, si se prefiere. Coproducida por la compañía argentina Rizoma, la primera película de Veiroj narra la adolescencia –como las óperas primas de Martín Rejtman y Ezequiel Acuña– desde una cierta parquedad expositiva y un marcado control sobre cada uno de sus planos. No por ello deja de responder –como el film de Robert Mulligan o la casi contemporánea novela de Philip Roth– a los códigos más clásicos del género “comedia de iniciación”. Comenzando por el más básico de ellos: la humorística complicidad con la ansiedad sexual del protagonista (judío, para más datos, como Alexander Portnoy). Alumno de tercer año en un colegio privado en el que se enseña hebreo y se aprende la Torá, mientras el profesor de Historia diserta sobre la Francia del siglo XVII Rafa Bregman (el enrulado Alejandro Tocar) juega al ta-te-ti con sus compañeros, dibuja penes en su cuaderno o se abstrae observando a la bella Nicole, a la que los chicos más grandes miran con ganas. En ese lugar que está entre el ta-te-ti, la genitalidad y el deseo primaveral parece encajada la vida de Rafa, a quien su hermano mayor le consiguió un debut con la shikse. Las máscaras de apio que le aplica la cosmiatra no logran frenar la invasión de granitos en la cara, y eso no hace más que incrementar su natural timidez. Tampoco sirven de mucho las instrucciones para el levante perfecto dadas por el más experimentado de sus amigos. Rafa toma puntillosa nota de ellas en una libretita, y no dudará en consultarlas en presencia de Nicole. Pero Nicole es casi tan tímida como él, y se va. La atenta observación del detalle, el buen oído coloquial (aunque el habla de Rafa y sus amigos derive a veces en dicciones trabadas) y un rigor estético no tan férreo como para ahogar el humor son algunas de las virtudes más evidentes de Veiroj, ex asistente de la dupla Stoll-Rebella y autor ya de una segunda película, La vida útil, que confirma y consolida todo lo mostrado aquí. Llevada por la talentosa Bárbara Alvarez (25 watts, Whisky, El custodio, La mujer sin cabeza), la cámara se mantiene a distancia justa, se mueve sólo cuando es imprescindible y corta lo menos posible. Repartida de modo difuso y parejo, la luz es bella y funcional. El poder de síntesis, el pudor expositivo, alcanzan, en ocasiones, elocuencia máxima. Sobre todo en el plano único en el que tres chicos espían, desde detrás de la puerta, un trámite de divorcio, con la cámara espiándolos a su vez desde lejos. Tan aguda como para sugerir, mediante el parecido de las actrices, que a Rafa la mucama, la puta y la cosmetóloga le dan más o menos lo mismo, la mirada de Veiroj no condesciende a prejuicios y encasillamientos. Rafa será tímido, pero eso no le impide escaparse de casa a la noche, fumar, tomar whisky y jugar al poker con los amigos o pedir favores especiales en un prostíbulo. Tampoco que lo manden a dirección, de-sentumecerse escuchando The Clash al mango o extremar, a fuerza de imaginación, un vasto e instructivo repertorio masturbatorio. Repertorio heredado quizás a la distancia, vaya a saber, de un congénere neoyorquino llamado Alexander. Cuarenta años atrás, este tal Alexander desplegaba un catálogo parecido al de Rafa Bregman, en una novela en la que, como aquí, el deseo y la curiosidad sexual eran tan fuertes que hasta lograban traspasar la mismísima culpa judía.
Desde lejos también se ve Ganadora del Premio de la Crítica Internacional en Mar del Plata 2008, La Tigra, Chaco parece la película más sencilla del mundo. Pero no lo es. En su ópera prima, Godfrid y Sasiaín ofrecen una mirada que no es ni porteñocentrista ni antropológicamente correcta. Tal vez la mejor ópera prima que el cine argentino haya dado en años, seguramente en La Tigra, Chaco esa condición no se hará evidente a primera vista. Como el ambiente que retrata, como sus personajes, el debut cinematográfico de Federico Godfrid y Juan Sasiaín (treintañeros, porteños, graduados de la carrera de Imagen y Sonido) es –o parecería ser, ya que está llena de corrientes subterráneas– la película más sencilla del mundo. Receptora del Premio de la Crítica Internacional en Mar del Plata 2008 y de una mención especial en el Festival de Karlovy Vary, en lugar de las trampas de la trama, del chisporroteo estilístico, La Tigra, Chaco elige una forma de observación modesta y aguda, una estilización que no es forzada ni ostentosa. Absolutamente precisa, sí: de no ser por la cualidad de esa mirada, de ese estilo, los ambientes y los personajes difícilmente cobrarían un encanto de improbable disipación, tras los supereconómicos y perlados 75 minutos que dura la película. “La Tigra, rugir del Chaco”, dice un cartel en la primera escena, cuando Esteban (Ezequiel Tronconi) baja del micro. En otra película, la rimbombante frase de promoción pueblerina sería objeto de burla, de escarnio incluso. En otra película. De modo se diría que milagroso, ésta no sufre del menor asomo de porteñocentrismo. Tampoco de su contrario, esa hija culposa de la soberbia que es la corrección antropológica. Vista a través de los ojos del protagonista, que tras varios años en Buenos Aires regresa para reencontrar al padre, La Tigra, Chaco aborda el ambiente pueblerino con la doble condición del que no está del todo adentro ni del todo afuera. Estereotipos, atrás: más allá de las referencias al calor y la aparición de algún que otro tereré, el pueblito, de casas bajas de clase media, podría pasar más por uno de la provincia de Buenos Aires que por éste del Lejano Nordeste. Mientras espera el regreso del padre –camionero sin fecha de llegada–, Esteban se reencuentra con la tía checoslovaca, con el hermano postizo al que casi no conocía y sobre todo con Vero (Guadalupe Docampo). En cuanto Esteban la ve, es como si la cámara registrara un movimiento sísmico infinitesimal, pero verificable, que se transmite al espectador como una onda. O una honda. En esa secreta hipersensibilidad (anótese el nombre de la directora de fotografía, Paula Gullco) radica buena parte del efecto que la película produce. La otra parte está en los actores, claro, parejamente maravillosos. Lo cual obliga a mirar para el lado de los realizadores, porque cuando el que brilla es un elenco entero, es el director el que lo hace brillar. Junto con Vero, que prepara el ingreso a Medicina, viene su novio, que atiende la carnicería del padre (Roger, pronunciado con la ge a la argentina). Mucho antes de que la rivalidad entre Esteban y Roger termine a las trompadas en un picado, la sintonía fina entre actores y cámara-sismógrafo la hace pesar en el cuadro, sin necesidad de ir a un plano corto. A Godfrid, Sasiaín y Gullco les basta encuadrar desde una distancia media para que, ante la llegada del rival, el cambio casi imperceptible de la expresión de Esteban revele que Roger se acerca, fuera de campo. Otro ejemplo perfecto de distancia focal en La Tigra, Chaco puede advertirse en la escena en que Roger pasa a buscar a Vero en moto. La cámara, que estaba tomando a la chica a cierta distancia, no se mueve. Deja que la moto entre en cuadro, al fondo, y desde allí observa cómo Vero monta y se van. Para qué acercarse, si de lejos también se ve. En otra escena, Roger afila sus cuchillos, en la carnicería, mientras por detrás pasa Esteban en bicicleta. Pero la cámara de Gullco no capta sólo rivalidades cabrías. No hay escena entre Ezequiel Tronconi y Guadalupe Docampo en la que la química entre ambos no fluya de un modo que en el cine argentino no se veía desde vaya a saber cuándo. Que ambos actores son extraordinarios salta a la vista. Pero más extraordinaria es la comunicación entre ellos y la cámara, que siempre los observa desde una única posición. Esteban y Vero titubean, hablan de pavadas, se interrumpen, desvían la vista, sonríen nerviosamente, y todo ello adquiere el carácter de una invisible e hipnótica coreografía. Habría que dedicarle espacio a esa Chus Lampreave del nordeste argentino que es la tía checa (Ana Allende), a la sabia interrelación entre actores porteños y no actores provincianos, a la drástica erradicación de todo folklore. Pero antes que eso hay que hablar, sí o sí, de los dos últimos planos de la película. No contar de qué tratan, sino encomiar, en ellos, un manejo del fuera de campo, de la secuenciación, de la economía expresiva, del tratamiento lumínico, de una forma de emotividad pudorosa e indirecta que debería considerarse magistral, si no fuera que se está hablando de una ópera prima. De la mejor ópera prima argentina desde... ¿desde Ana y los otros? Una película, en este caso la de Celina Murga, tan próxima a ésta en términos geográficos como éticos y estilísticos. Pero eso debería ser tema de otra nota.