Road movie que se vuelve hermética Nacida de un proyecto de homenajes al 250º aniversario del nacimiento de Mozart, la película presenta a un grupo de músicos que, entre realismo mágico y alguna alusión a Saddam, va en busca de la voz femenina perfecta por el desértico paisaje iraquí. En 2006, para celebrar el 250º aniversario del nacimiento de Mozart, el New Crowned Hope Festival encargó al británico Simon Field, ex director del Festival de Rotterdam, la realización de una serie de películas a manera de homenaje. Que no tenía por qué ser explícito, y hasta podía resultar indiscernible, lo demuestran dos del lote conocidas en su momento en el Bafici: I Don’t Want to Sleep Alone, de Tsai Ming-liang, y Syndromes and a Century, de Apichatpong Weerasethakul. Que el genial compositor vienés haya compuesto un Requiem dio pie al realizador kurdo-iraní Bahman Ghobadi para convertir en eje de su film a un octogenario, cuya muerte se presume próxima. Con el nombre de Media Luna, el aporte de Ghobadi le permitió ganar, tres años atrás, una segunda Concha de Oro al hilo en San Sebastián, luego de haberlo hecho en 2004 con Las tortugas también vuelan. En Argentina, el opus 4 del realizador kurdo (tiene una película posterior, prohibida en Irán) se estrena en proyección DVD. Un octogenario músico kurdo reúne a sus diez hijos, músicos también, desperdigados a lo largo de la frontera entre Irán e Irak. El objetivo: celebrar el primer concierto que el hombre dará en Bagdad en 35 años, tras la caída de Saddam. Suben a un colectivo desvencijado, conducido por un hombre que se dedica a la riña de gallos, con la intención de ingresar en Irak. Los guardias fronterizos no se muestran muy propensos a permitirlo, mientras desde el cielo los aviones aliados lanzan un rocío de bombas. Esa es la mínima línea argumental de Media Luna. Minimalismo que reconoce como origen el escaso tiempo de Ghobadi para cumplir con el compromiso. Como la simple lectura del argumento permite presumir, hay un fuerte sesgo real-referencial en la película, aunque desde ya menos cargado que ese gigantesco golpe por debajo del cinturón que fue Las tortugas... En este caso, las alusiones a la situación post-Saddam y a la ocupación yanqui se reducen a las mencionadas, debiendo sumárseles eventualmente la de una aldea del exilio, de población enteramente femenina, en la que viven –Las mil y una noches en versión política– 1334 cantantes iraquíes. El carácter de road movie da ocasión a Ghobadi, y a su coguionista Behnam Behzadi, de hilar episodios de ataduras no muy tirantes. Una tonalidad costumbrista y con toques de absurdo, cierto grado de capricho y pinceladas de humor negro permiten ver a Media Luna como versión benigna del film de las tortugas voladoras. Caprichos: en la primera escena, el chofer –ingenuo, buenazo, seguramente analfabeto– cita a Soren Kierkegaard. La cita tiene lugar durante una riña de gallos, en medio de una nada pétrea. ¿Será esa nada la que invita a citar al más famoso predecesor del existencialismo? Más posiblemente sea la muerte a la que la cita alude: ya en la escena de su presentación, Mamo aparece acostado en la tumba que previsoramente se cavó. En el último tramo, el leve realismo mágico que hasta entonces teñía la película (incluyendo dos o tres sueños o visiones por parte del anciano) da lugar a lo que puede verse como una forma de intrusión divina. O semidivina, al menos. Mamo necesita para su concierto una cuasi celestial voz femenina, oída al pasar cerca de la ciudad de las mujeres kurdas. No puede dar con ella, cree que todo se ha perdido, cuando se oye un ruido en el techo del colectivo estacionado en el desierto. Es, claro, la portadora de la voz, verdadera deusa ex macchina, llovida desde algún cielo protector y, además, hermosa (Golshifteh Farahani, a la que Hollywood echó el ojo en Red de mentiras). Por si quedara alguna duda del alegórico peso que la película le destina, el nombre de la morocha caída del cielo es Niwemang: Media Luna. De allí en más la amable road movie queda en manos de la Providencia, la alegoría y el hermetismo.
De “Gigoló americano”, sólo lo peor. Hoy toda una celebridad hollywoodense, antes de serlo Ashton Kutcher empezó haciendo de grandote lelo en la muy buena sitcom That ’70s Show. A mediados de la década en curso se hizo archifamoso. ¿Cómo lo logró? Muy sencillo. Casado con Demi Moore, a poco de contraer matrimonio, Kutch (así lo llaman sus amigos, o sea el mundo entero) acrecentó la envidia ajena, blogueando en detalle sus maratones sexuales matrimoniales con la sexy más gélida del mundo. Poco tiempo más tarde, el muchacho devino uno de los más reconocidos twitteros, minicontando, desde adentro, cómo es ser... una celebridad hollywoodense. Producida por él mismo, Amante a domicilio es como un apéndice de sus blogueos y twitteos. En ella hace de lo que él mismo se ocupó de hacer creer que es: el sex toy con el que todas (¿todos?) quisieran jugar. Eso, en la primera parte. Después viene el castigo, como la moral del Hollywood Concentration Camp dictamina que debe ser. “Esta casa fue de Peter Bogdanovich”, le dice Samantha (Anne Heche) a Nikki (Kutcher) al introducirlo por primera vez en su palacio de las colinas, algo así como un Le Corbusier de Los Angeles. Ese comentario tal vez represente la mayor relación con el cine que guarda la película dirigida por el británico David Mackenzie, contratado porque hace unos años dirigió la muy parecida Young Adam. Amante a domicilio es, básicamente, American Gigolo, por lo que la película de Paul Schrader tenía de peor (el furibundo moralismo protestante del realizador), pero no lo mejor (el denso aire de viscosidad paranoica que ese puritanismo generaba). A ello le agrega dislates de propio cuño. Como que el gigoló, capaz de vivirse a las mayores ricachonas de la Costa Oeste, no tenga casa... ¡ni auto! ¡En Los Angeles! ¡Donde hasta los homeless andan en Fords y Suzukis! En la primera parte, Kutcher se hace el dandy luciendo una colección entera de echarpes y tiradores, ensaya reiteradamente un ronroneo vocal como de Marilyn masculino, camina como Travolta en Fiebre de sábado por la noche y le pone cada dos escenas la hache a Heche. Lo hace en el living, la terraza, la antecocina y a veces hasta en la cama. Hasta que Samantha lo descubre con las manos en la masa (de otra) y lo patea. Ocasión ideal para que el deprimido winner conozca a una camarera (la latina Margarita Levieva, casi tan camelera como el propio Kutcher) que le hará probar de su propia medicina. Para que aprenda y se arrepienta, se remuerda, se autoflagele, abjure para siempre de lo que alguna vez fue. En el final un escuerzo se devora una ratita, con la más cruel y simbólica lentitud del mundo.
Obra maestra en presente En Rosetta queda claro que, para los Dardenne, la realidad excede a toda posibilidad de comprensión definitiva y que el cine es, antes que un arma de conocimiento, una de desconocimiento. Pero la cámara de los hermanos lucha por conocer. Noticia de ayer: el primer día de 2010 va a estrenarse una de las películas del año. Aunque Rosetta no es una película del año próximo sino de hace diez, parecería como si en verdad fuera de dentro de diez años. O de cien. No se trata de la hipérbole de un crítico de cerebro acalorado, sino del carácter mismo de la unánimemente considerada obra mayor, hasta la fecha, de los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne, dos de los contadísimos cineastas esenciales del cine contemporáneo. Contemporánea: ésa es una palabra consustancial a Rosetta. Como pocas, la ganadora de la Palma de Oro en Cannes 1999 da la sensación de transcurrir en un eterno presente que, bueno es aclararlo, jamás se estabiliza, jamás se consolida, jamás es igual a sí mismo. Ese carácter –la inestabilidad, la situación de tránsito, el modo abrupto en que se establece una relación con el mundo– queda inmejorablemente definido en la secuencia inicial, a esta altura poco menos que legendaria. Una chica atraviesa, a velocidad maratónica, los pasillos de una fábrica. Parece empujada por la cámara, que la sigue con extrema ansiedad. Es interceptada por una autoridad, tiene una discusión, reclama que le den el puesto, argumentan que no es posible, forcejea, pelea, escupe, es echada. De allí en más, Rosetta (la debutante Emilie Dequenne, Palma de Oro en Cannes a la Mejor Actuación Femenina) seguirá buscando empleo. Y peleándose: con su madre, con distintos empleadores, con el administrador del camping en el que ella y la madre tienen instalada su casa rodante, con el empleado de una venta de waffles al paso, que le consiguió un puesto poco duradero. El plano final, interrumpido por la mitad –al mejor estilo Cassavettes–, muestra a Rosetta por primera vez fija, perpleja, tal vez a punto de pedir perdón. Jamás se sabrá si es así. Para los Dardenne (ver entrevista) la realidad es un exceso. Excede al cine, a la gente, a toda posibilidad de comprensión definitiva. La realidad se escapa. Al ver Rosetta podría decirse que, para los hermanos, el cine es, antes que un arma de conocimiento, una de desconocimiento. El espectador desconoce por qué no le dan a Rosetta el puesto que pide. Desconoce qué pasó con su padre, protagonista de un fuera de campo extremo. Desconoce si la chica tiene o tuvo vida sexual. “No bailo”, le dice a Riquet, el empleado de la wafflera, cuando él la invita, y el modo en que lo dice suena a virginidad. En una escena previa, Rosetta se arroja sobre el muchacho para frenarlo, lo tira de la moto, forcejean sobre el piso: es, sin serlo, el coito más salvaje que el cine haya dado en años. El espectador desconoce, también, si los dolores de estómago que hacen retorcer a la chica son producto de la tensión, de una enfermedad o hasta, por qué no, de un embarazo. Desconoce si el secador de pelo que se pasa sobre la panza es un método de cura casera, la herramienta con la que se daña o el origen de sus dolores. Desconoce por qué Rosetta está a punto de dejar morir a alguien, aunque cierta traición posterior tal vez ayude a explicarlo. Por una paradoja esencial a su arte, la cámara de los Dardenne, que es su ojo y el del espectador –y que lleva, como en todas sus películas, el extraordinario Alain Marcoen– hace, sin embargo, lo imposible por conocer. Aunque más no sea, por conocer ese centro del mundo que para ella es la protagonista. Por eso la corre durante toda la película, mientras la propia Rosetta también lo hace. Rosetta corre para conseguir empleo, para cargar con su madre alcohólica, para frenar al administrador, para visitar los varios escondrijos en los que guarda cosas aparentemente sin valor, como los zapatos que se cambia por botas de trabajo. Escondrijos: hay algo animal en Rosetta. Algo de bestia de carga, notorio cuando levanta una bolsa de varios kilos de harina o una garrafa. Algo como de liebre que escapa del cazador, como lo confirma un comentario al paso. “Ojo que hay un zorro por ahí”, le advierte en un momento el administrador del camping, como si fuera ella la que corre peligro. Desde ya que, como todas las películas de los hermanos y más que ninguna otra, Rosetta combina la fisicidad más extrema (el ruido de la moto de Riquet, fuera de campo, es uno de los más aterradores que se recuerden en cine) con el cuento moral, a partir del momento en que la muchacha comete un acto abominable. Abominable, pero –esto es esencial– no irreparable. Nada es irreparable, nada es para siempre en el cine de los Dardenne. De allí que en sus películas la palabra “moral” no esté asociada con una condena sino con una posible elección, una opción, un desafío. Consecuente con ese carácter no definitivo, Rosetta termina con un plano inconcluso, como cortado al medio, que en lugar de cerrarla la deja abierta para siempre. Esto debe ser entendido tanto en sentido concreto como, sobre todo, en sentido moral, para usar un término que, en plena posmodernidad, los Dardenne han logrado resignificar tal vez como nadie.
Francia clona a Hollywood Las buenas condiciones del comediante Kad Merad y la presencia de Catherine Deneuve y Emmanuelle Béart no alcanzan para que esta réplica de lo que Estados Unidos insiste en llamar “comedia brillante” consiga levantar algo de vuelo. Como el resto del universo cinematográfico no ofrece resistencia al inminente desembarco de los humanoides azules de Avatar, hay en esta temporada porteña un único estreno navideño, apuntado a las señoras. A quienes, se supone, la megafantasía econaïf de James Cameron dejará perfectamente indiferentes. Mis estrellas y yo representa una de las tendencias más visibles del cine francés contemporáneo: la de la clonación hollywoodense. Con ejemplos notorios en otras áreas (thrillers, policiales, terror extremo), en esta ocasión se trata de mimetizarse con la clase de comedias a las que, a pesar de un brillo cada vez más ajado, se sigue llamando “brillantes”. Para consumar la mímesis se pone un cómico en lugar de otro (el argelino Kad Merad por Adam Sandler, Steve Carell o Ben Stiller), un par de estrellas en lugar de otras (la Deneuve y la Béart, haciendo las veces de Meryl Streep y Meg Ryan), se idea un mecanismo dramático funcional, se le da al asunto una vuelta de tuerca moral-redentorista... et voilà, Ho-llywood à Paris. Robert, protagonista de Mis estrellas y yo (el calvo Kad Merad, buen cómico), podría haber dado para cierto patetismo neura, alla Rupert Pumpkin en El rey de la comedia. O para un psycho liso y llano, de película de terror. En lugar de eso funciona como mero perno argumental. Venido a menos, el tipo aprovecha su condición de empleado de limpieza de una poderosa agencia de representación artística para revolver, en el turno de la noche, escritorios y cajones de sus encumbrados jefes. El objetivo: sacar datos que le permitan acceder a las étoiles, haciéndose pasar por agente. Bien para garronear un autógrafo, bien para acosarlas, al borde mismo del síndrome de Chapman. Una institución del cine francés (Deneuve, recibiendo el honor casi mortuorio de hacer prácticamente de sí misma), una de sus competidoras de la siguiente generación (Emmanuelle Béart, con una cara como la de Graciela Alfano en Bailando por un sueño) y una estrellita joven (Mélanie Bernier, linda pero afecta al mohín) descubrirán que fueron sus víctimas. Conspiran entonces para darle su merecido, pero luego intentarán reconciliarlo con su ex esposa (una también desmejorada Maria de Medeiros). Trocados los reproches por ternura, la vuelta del loser al seno familiar será cuestión de unas pocas escenas más. Mis estrellas y yo es la segunda película de Laetitia Colombani, una chica de treinta y pico que parecería concebir el cine como si tuviera el doble o triple de edad. No hay aquí otra pretensión que la de hacer unos buenos euros, dándole al público lo que se supone que le gusta. Si para ello hace falta ponerle al protagonista un gato persa, de puro lindos que son esos bichos, se hace. La presencia del gato permite, de paso, que el dueño lo lleve a una psicoanalista veterinaria. Circunstancia que da pie a un juego de palabras que, por más forzado que sea, en francés funciona mejor que en castellano. La señora es una psy-chat-naliste, y como mucho más no tiene Colombani a mano para hacer reír, ese juego de palabras devendrá su arma casi única, repitiéndose no menos de media docena de veces y especulando, tal vez, con un público lo suficientemente distraído como para reírse cada vez que alguien lo dice. Como si no fuera la tercera, cuarta, quinta o sexta vez que eso sucede.
Hitler estilo “Gran Cuñado” Convertir al nazismo en farsa cinematográfica no es una novedad y allí están El gran dictador, Ser o no ser y hasta Bastardos sin gloria para probarlo. Lo que sí es nuevo es que eso se haga en Alemania, aunque los resultados no son alentadores. “¡Quiero a mi judío!”, brama el Führer en su despacho de la Cancillería, al enterarse de que el ser que más quiere en el mundo –más incluso que a su amada perra Blondi– acaba de ser reenviado al campo de concentración del que lo trajeron, después de una pequeña riña con Goebbels. Convertir al nazismo en farsa cinematográfica no es precisamente una novedad, y allí están El gran dictador, Ser o no ser, ¿Dónde está el frente? y hasta Bastardos sin gloria para probarlo. Lo que sí es nuevo es que eso se haga en Alemania. Hasta el punto de que ya antes de su estreno allí, un par de años atrás, Mein Führer habría provocado, de acuerdo a lo que informan los cables, “un acalorado debate”. La pucha que estará disminuida la temperatura de los debates políticos en el mundo entero, si esta pequeña farsa, más próxima a Gran Cuñado que a Celebrity Death Match, hizo subir el termómetro de ese modo. Corre el mes de diciembre de 1944, los aviones aliados surcan los cielos del Reich, el gobierno de mil años tambalea y el Führer se quedó sin voz. Ese es el cuadro de situación, justo en el momento en que Josef Goebbels cranea la idea de un gigantesco acto de masas, que deberá devolverle la confianza al pueblo. Para eso se requieren dos cosas: que Albert Speer diseñe una Berlín de cartón, que tape las ruinas del centro, y que Adolf recupere la voz y dé un discurso. Para ello, el ministro de Propaganda acaba de convocar a un actor (¿un otorrinolaringólogo no hubiera sido más pertinente?). El actor también se llama Adolf. El apellido es algo más preocupante: Grünbaum. Es más: el tipo está prisionero en un campo de concentración y de allí lo trasladarán directamente al edificio de la Cancillería, donde termina convertido en el asistente de más confianza para el hombre del bigote mocho. Habrá quien ponga el grito en el cielo ante ciertas escenas, como una en la que la esposa del pobre prisionero judío lo acusa de ser “tan soberbio como Hitler”. Sin embargo, los riesgos de la película escrita y dirigida por el suizo-judío Dany Levy parecerían ser otros. Ser más aparatosa que graciosa es, seguramente, el principal de ellos. Comedia trabajosa, Mein Führer parecería no tener en cuenta que hasta el absurdo es hijo de la lógica. Cómo creer, por ejemplo, a un personaje como el de Grünbaum, que sale del campo de concentración tan fresco y saludable como una lechuguita, y hasta con un dejo de pedantismo actoral. Cómo admitir que noquee al Führer en medio de su despacho, sin que los uniformados Goebbels, Speer, Himmler y Bormann reaccionen. O que esté a punto de asesinarlo con un pesado objeto de decoración, sin que ninguno de esos temibles capitostes mueva un dedo. Todo lo cual no quiere decir que Mein Führer sea políticamente absolvible. El Hitler que pinta es tan patético (no puede con Eva Braun en la cama, la perra lo mea, el fantasma del padre lo tortura, Goebbels lo quiere matar) que podría salirse del cine con la sensación de que el tipo, pobre Adolfo, anda necesitando urgente alguien que lo proteja y lo cuide. ¿Un prisionero judío, tal vez?
Un paraíso para los torturadores Ella es una linda maestra jardinera, tan llena de pecas como una nena. El, un caballero pintón, con 0 km y anillo de matrimonio bajo la manga, sorpresa para coronar un fin de semana idílico. El nombre del lugar en el que él planea darle la novedad a ella lo dice todo: Eden Lake, Lago del Edén. Hay dos posibilidades: o se trata de una estúpida comedia romántica, con la pareja perfecta a orillas del lago de sus sueños, o de una despiadada fábula social, con el edén de los ricos convertido en infierno. En el afiche local de la película se ve cómo la sangre baja por la cabeza del muchacho, mientras su ginger girl observa con rostro aterrado: ya se sabe cuál de los casilleros atravesar con filosa cruz. Podría suponerse a Eden Lake, ópera prima del británico James Watkins, un mix entre Los perros de paja, El señor de las moscas, El juego del miedo y Alien. Como en la primera, la joven pareja burguesa, enfrentada a sus peores terrores, verifica que éstos son peores de lo imaginado. Como en la segunda, un líder cruel y autoritario disciplina al grupo de jóvenes seguidores, obligándolos a ir mucho más allá de sus escrúpulos. Como en la tercera, a partir de determinado momento se ofrece, al sadismo de la audiencia, el campo orégano de la tortura, la mutilación, el derroche sanguíneo. Como en la última, una mujer se revelará como la más macha de todos, convirtiéndose en versión darwiniana de ella misma. Como darwinismo sangriento podría definirse, de hecho, la línea filosófica que anima a este thriller crudamente británico. Que –debe dejarse constancia– ha recibido cuantiosos elogios y seguramente los seguirá recibiendo aquí. Uno de esos elogios apunta sobre el “realismo” de la película de Watkins, sostenido en que el monstruo no es aquí un psicópata asesino, un fantasma, un zombie o cualquier otra entidad imaginaria, sino unos chicos con malos modales, rottweiller y navajas. Podría pensarse, por el contrario, que ese carácter de reproducción crasa de lo real no es muy virtuoso, en tanto empobrece el material, lo vuelve literal y reduce el campo de posibles interpretaciones. El posible reaccionarismo de la moraleja (¡huid, gente de bien, de sospechosos muchachones!) se ve atenuado, ciego sería no reconocerlo, por el hecho de que es el protagonista (Michael Fassbender, Bobby Sands en Hunger y el crítico de cine de Bastardos sin gloria) el que fuerza la escalada de violencia. Se relativiza, a la vez, la condena sobre el grupo de chicos, al señalar que el minihooligan líder del grupo es como es porque tiene un padre como el que tiene. No pueden dejar de computarse dos llamativas muestras de oportunismo, exhibidas por el realizador y guionista (autor de un par de guiones previos para terceros, sobre ideas vecinas a las de esta película). La primera es la de proveer satisfacción garantizada al público de El juego del miedo y otros exponentes de pornotortura cinematográfica. La segunda es la de construir, en el personaje de la (super)heroína, una suerte de Rambo feminista, tan útil para la cartera de la dama progre como para el bolsillo del caballero facho. Y ninguno contento, porque está claro que si alguna sensación deja Eden Lake es la de un profundo malestar. Queda por ver para qué sirve.
Postales de una niñez periférica El debut en el largometraje de Giulianelli, que viene de competir en el Festival de Pusan, adhiere a un modelo de cine de observación estricto, en el que sólo existe lo que la cámara capta: fragmentos, situaciones discontinuas, momentos. Hace unos años pasó por la cartelera porteña, casi sin que nadie se enterara, una película argentina que lograba dar cuenta del mundo de la infancia desde una distancia justa y parca, en la que no había lugar para condescendencias o idealizaciones. Se llamaba Buenos Aires 100 km, la dirigió el graduado de la FUC Pablo José Meza y se editó poco después en DVD. Ahora, Puentes –que se estrena en una única sala, la de Arte Cinema, en Constitución– intenta un acercamiento semejante al mismo planeta, con logros algo menores. Como Buenos Aires 100 km, Puentes llega a la cartelera casi en silencio. Aunque su realizador, el treintañero Julián Giulianelli, también cuenta, como Meza, con papeles en regla –estudió en la FUC y en San Antonio de los Baños– y la propia película tuvo un recorrido previo por festivales. Buenos Aires 100 km llegó al estreno tras pasar por San Sebastián, Huelva y La Habana. Puentes lo hizo, en octubre pasado, en un festival más atípico. Más legendario también, en términos de cinefilia dura: el de Pusán, en Corea. Ambas películas hablan de una niñez periférica. Los protagonistas de Buenos Aires 100 km vivían en una pequeña ciudad de provincia. Los de Puentes son chicos de clase media de alguna zona del conurbano, que aunque no se menciona podría ser del Oeste. Haedo o Ramos Mejía, pongámosle. Son tres compañeros de escuela pública, Matías, Tomás y Pedro, que juegan picaditos en la zona, a veces se ratean del cole y miran pasar los trenes, desde arriba. “Algún día deberíamos tomar el tren”, dice Tomás. “¿Para ir a dónde?”, pregunta Pedro, que de los tres es el menos propenso a las aventuras. “No sé, para donde vaya el tren...”, contesta Tomás. Que, lejos de ser un salvaje, es el que en los picados se agarra a trompadas. El que se anima a falsificar la firma de los padres. El que, cuando vea un arma, se la va a quedar. Primero, parece que para jugar. Pero el arma está cargada, y a la siguiente discusión en el potrero Tomás va a sacarla. El viaje en tren a la ciudad de noche, que da tanto miedo como curiosidad, será, finalmente, algo así como un homenaje a él. A diferencia de Bs. As 100 km, que tenía menos resquemores dramáticos, Puentes adhiere a un modelo de cine de observación estricto, en el que sólo existe lo que la cámara capta. Y lo que capta la cámara –bien llevada por Gustavo Biazzi, de destacada tarea en Castro– son fragmentos, situaciones discontinuas, momentos. Ninguno de ellos epifánico o revelador. Salvo una escena clave, en la que se echa mano de un perfecto fuera de campo. En este tipo de enfoque son esenciales las largas caminatas, los tiempos muertos, los paréntesis. Martín, Pedro y Analía, hermana de Tomás, andan por Buenos Aires de noche, van a unos jueguitos, paran para comer una pizza, hablan poco. Se cruzan con unos pibes chorros no tan chorros, con uno que manguea comida o cigarrillos, con unos malabaristas (¿referencia al “mágico mundo de la infancia”, acaso?) y, en algunos diálogos, se ponen al borde de un porteñismo alla Pelota de trapo. Durante una hora y cuarto el espectador los observa, a medio camino entre el interés, la tenue expectativa y una cierta abulia, como de siesta infantil.
El drama en tiempo presente La ópera prima de ficción de Zbanic hace eje en la relación entre madre e hija, marcadas por una historia trágica de violación e impunidad. La directora toma distancia del horror, convirtiendo el desgarro en objeto de ficción autónomo. En una de las primeras escenas de Grbavica, que en Argentina se estrena –sólo en formato DVD– con el título de Sarajevo, mi amor, la protagonista se pone a jugar un juego un poco bruto con su hija. Se corren por el departamento, gritan, forcejean. La chica logra dominarla como un catcher, la espalda contra el piso, agarrándola por los brazos. En ese momento el juego se vuelve para la mujer tortura intolerable y pide a gritos que la suelte. No se entiende bien qué le pasa. Pero algo le pasa, porque no es la única ocasión en que reacciona de manera aparentemente loca. La reconstrucción de eso que le sucede a Esma, que reconoce como origen una conmoción largamente soterrada, es el tema, la mecánica y hasta la forma de Sarajevo, mi amor. Nacida de la voluntad de exponer una herida que durante demasiado tiempo la sociedad bosnia no se atrevió a aceptar –las decenas de miles de mujeres musulmanas violadas por soldados, durante las guerras de los Balcanes–, la ópera prima de ficción de Jasmila Zbanic, ganadora del Oso de Oro en Berlín 2006, tiene dos o tres virtudes esenciales. Una es el temple que le permitió a la realizadora tomar distancia, convirtiendo el desgarro en objeto de ficción autónomo. Otra, el mantener a raya los demonios que asuelan a obras como ésta, muy marcadas por lo real: la alusión directa, la alegoría, la voluntad de demostración. Finalmente, el que tal vez sea su hallazgo clave, el rechazo absoluto de toda certidumbre previa. Rechazo que lleva a construir la historia así como el ciego golpea el aire: escena a escena, sin certezas. La película de Zbanic hace eje en la relación entre Esma, cuarentona larga, y Sara, su hija de doce años. Chica de carácter, Sara no sólo juega al fútbol de igual a igual con los varones: si no la respetan, se agarra a trompadas con el más matón. Madre soltera, como a Esma no le alcanza con coser para afuera, se presenta a un puesto de camarera, en un club nocturno. “Mostrá las tetas, te van a dar más propina”, aconseja una compañera más experimentada, que predica con el ejemplo. El club Amerika está lleno de hombres y todos parecen ex mercenarios, mafiosos en curso, criminales de guerra. No es raro que de pronto Esma mire a alguno y salga corriendo, en otra de esas conductas locas que, se va entreviendo, podrían ser las más lógicas del mundo. Habrá un hombre distinto de los demás, ley de compensaciones demasiado “cantada”, que tal vez hubiera convenido evitar. Mientras tanto, Sara sigue suponiendo que su padre es un shaheed, un muerto en combate. Pero Esma llamativamente calla, disimula, tira la pelota al costado. En algún momento su silencio deberá quebrarse. Habrá quien reproche a Sarajevo, mi amor el carácter, tal vez excesivamente tradicional, de una fábula de desocultamiento, con su fatal encadenamiento conclusivo de revelación, confesión y catarsis. Pero por qué sería reprobable lo que los griegos convirtieron, hace más de dos mil años, en uno de los módulos representativos básicos de la cultura occidental. Es loable que esta suerte de tragedia optimista se narre con la prosaica vitalidad de un drama en tiempo presente, en el que la realizadora y guionista muestra la suficiente lucidez para diferenciar entre dos categorías antagónicas de violencia. Una es la que Esma sufrió más de doce años atrás y que no es evocada ni por un solo flashback, en un pito catalán a uno de los recursos más obvios y gastados del cine. Esa violencia encierra en sí todos los males de este mundo. Hay otra, liberadora, necesaria y vital, que encarna ese pequeño huracán llamado Sara, capaz de tirarle cosas por la cabeza a cualquier adulto que quiera indicarle qué hacer y qué no. Y de agarrarse a trompadas con su madre, en una escena que funciona como reflejo trágico de la otra, cómica, que se señala en el primer párrafo. Escena que recuerda, en su desesperación, las batallas campales familiares de más de una película de Cassavetes. “Es una película de actores”, reprocharán otros, como si eso fuera intrínsecamente malo. Hay películas “de actores” muy malas, desde ya. Son aquellas en las que las actuaciones se roban la película. Están las otras, las buenas, en las que actuar y transmitir verdad se vuelven la misma cosa. Es el caso de Sarajevo, mi amor, donde la veterana Mirjana Karanovic, vista en películas de Kusturica (Papá salió en viaje de negocios, Tiempo de gitanos, Underground), es capaz de construir una emoción compleja y secreta, la de sentir culpa por un crimen del que fue víctima, mientras apaga un cigarrillo y prende otro. A su lado, la asombrosa Luna Mijovic logra aunar violencia interior, energía rebelde y la más profunda, inexplicada orfandad. Entre esas emociones contrapuestas y urgentes discurre Sarajevo, mi amor, una película que no es sólo de sus actrices.
El gusto y las razones de los otros Cabría calificar de “renoirianas” a las películas escritas por la actriz, realizadora y cantante Agnès Jaoui, siempre en tándem con su marido, el actor y guionista Jean-Pierre Bacri. Tanto en las dirigidas por terceros (el caso de Conozco la canción, de Alain Resnais) como en las propias (El gusto de los otros, Como una imagen, ahora Háblame de la lluvia), “todos tienen sus razones”. Fórmula que alguna vez condensó la voluntad ecuménica de Jean Renoir, en relación con sus personajes y, por extensión, con el mundo. Todos los guiones de Jaoui & Bacri son inevitablemente corales, con la galería de personajes funcionando como espejos que se reflejan y refractan. La diferencia es, en tal caso, que los de Háblame de la lluvia parecen, en relación con los de las películas anteriores, más “escritos”, menos vivos, algo más arbitrarios. En el centro del juego de espejos, como siempre, el personaje de la propia Jaoui. En este caso se trata de Agathe Vilanova. A la que –signo de su carácter público, así como de la distancia que establece– los demás suelen mencionar con nombre y apellido. Escritora feminista, recién ingresada al campo de la política, Agathe regresa, acompañada de su pareja, a su pueblo natal en el sur de Francia. Viene a darle una mano a su hermana Florence (Pascale Arbillot) en los trámites sucesorios vinculados con la muerte de la madre. Un periodista de televisión (Bacri) y su amigo Karim (Jamel Debbouze) aprovechan la ocasión para invitarla a participar de un documental, parte de una serie dedicada a mujeres “exitosas”. Karim es, a su vez, hijo de Mimouna (la argelina Mimouna Hadji), doméstica de toda la vida de la familia Vilanova, a quien Florence y su marido ya no pueden pagar un sueldo. A pesar de lo cual la fiel Mimouna les sigue sirviendo, a cambio de techo y comida y para disgusto de Karim, que no puede dejar de atribuir la situación al maltrato racial. Todo está dado para un denso tejido de intereses encontrados y puntos de vista divergentes, que va desde la rivalidad fraterna –entre la dominante Agathe y su desplazada hermana menor– hasta la cuestión racial y social en la Francia (por extensión, Europa) contemporánea. Entre uno y otro asunto, otras puntas densas, algunas potencialmente irritantes. Como el tema de la soledad a la que su carácter despótico ha condenado a la feminista, puesta en crisis tanto por su hermana como por su pareja (y hasta por los improvisados documentalistas). “Potencialmente” es aquí la palabra clave, ya que ciertas insuficiencias en la definición y pintura de los personajes hacen del opus 3 de Jaoui una suma de bocetos, antes que una película completa y redondeada. Jugada, como los films anteriores de la dupla, a un tono que tanto se abre al drama íntimo como a la comedia ligerísima, algunos personajes no trascienden el carácter de piezas de un mecanismo (la pareja de Agatha, el marido de su hermana, la propia hermana). Otros resultan inconvincentes (el documentalista inepto de Bacri) y hasta Agathe parece más definida por lo que se dice de ella que por sus propios actos.
Un porteño que mira hacia el interior Rodada una en Entre Ríos y la otra en Catamarca, El amarillo, de factura muy casera, es oscura, primaria y rústica, mientras que Gallero, el opus 2 de Mazza, ofrece un excesivo pulido técnico y fotográfico que no necesariamente la beneficia. ¿Quién es Sergio Mazza? El estreno conjunto de El amarillo y Gallero permite empezar a contestar una pregunta que en los últimos años circuló en ámbitos muy reducidos. El de los festivales, concretamente. Opera prima de Mazza, El amarillo resultó, tres años atrás, uno de los descubrimientos de la 21ª edición del Festival de Mar del Plata. De allí pasó al Bafici y llegó más tarde a Venecia, Viena y Locarno. Fue nuevamente en Mar del Plata, a fines del año pasado, donde Mazza (recibido en la carrera de Diseño de Imagen y Sonido y con formación en Artes Plásticas) presentó su opus 2, Gallero. Es una muy buena iniciativa, por parte del Malba y Arte Cinema, estrenar ambas películas en forma coordinada, ya que ello permite hacer foco en lo que constituye, hasta la fecha, la obra “completa” de un cineasta en pleno desarrollo. Siendo Mazza porteño, su cine se localiza, hasta ahora al menos, en el interior. El pueblito de La Paz, Entre Ríos, en el caso de El amarillo, y varias localidades catamarqueñas, en el de Gallero. Ambas se inscriben resueltamente en lo que podría denominarse “minimalismo rural”. De factura netamente casera, El amarillo es oscura, primaria y rústica, mientras que Gallero ofrece un pulido técnico y fotográfico que no necesariamente la beneficia. En ambas hay, antes que historias propiamente dichas, embriones de historias posibles o tal vez ni siquiera eso. Hay el encuentro entre un hombre y una mujer. Encuentro que en El amarillo aparece marcado por una tensión sexual que la atraviesa de punta a punta y que en Gallero adquiere el carácter de una lenta e indefectible inminencia. La tensión de El amarillo –que no es sólo sexual, sino también cinematográfica– reconoce una fuente notoria, que lleva el nombre y apellido de Gabriela Moyano. Actriz, cantante, compositora y letrista, esta huesuda morocha constituye uno de los grandes hallazgos no sólo de Mazza, sino del reciente cine argentino en su conjunto. Dueña de una sexualidad hipnótica pero desganada, de un timbre cavernoso y de un hablar raspado, Moyano –ganadora de una Mención Especial en el 8º Bafici– parece, en El amarillo, una femme fatale de cine negro de los ’40, extraviada en un bolichón rasposo del Litoral. Le basta sacarse un zapato, perezosamente, al costado de un plano general, en medio de una cocinita de tres por cuatro, para que la mirada del espectador se clave, a la distancia, en su pie izquierdo. Ni qué decir de cuando agarra la guitarra y, sentada sobre un tablón, con un montón de botellas de gaseosa tamaño familiar por único atrezzo, frasea unas milongas tristonas y unos boleros melanco, cuyas herméticas letras parecen como de otro planeta. De otro planeta es también la tensión que esa presencia genera, en un entorno que, de no ser por ella, sería rotundamente mustio. La cámara, como contagiada de la pereza siestera del lugar, toma ese entorno tal como es, sin hacerse preguntas. De los personajes se sabe poco, casi nada. Del forastero, que viene “de Olivos” y llegó allí en bote. De Amanda, que está ahí desde hace unos meses. De “El Amarillo” (nombre del boliche), que en él, por las noches, los parroquianos bailan chamamés con las chicas. O contratan, si prefieren, “servicio completo”. “¿Tené un cigarrillo, vó?”, pide Amanda, como los presos de la cárcel. “¿Va’ queré algo má, vó?”, pregunta después. Mazza no filma el paisaje: lo da por supuesto. No sucede lo mismo en Gallero. Filmada en un digital de alta definición sumamente pulido, en Gallero se siente la mirada del forastero, no ajena a cierta voluntad de embellecimiento. Una voluntad que choca con la aridez del paisaje y de la gente. El del título es Mario, trabajador golondrina parco y solitario, dedicado casi exclusivamente a sus gallos de riña. Julia le lleva unos treinta años, alguna vez perdió a toda su familia en un accidente y tampoco es de hablarse todo. La cámara observa a distancia un acercamiento que de tan lento se hace casi imperceptible, acoplándose a esos tiempos. Circunstancialmente Mazza da entrada, mediante inserts, a breves –tal vez inadecuados– sueños y fantasías de los personajes, así como a ciertas fotos posadas que recuerdan el pop pobre del fotógrafo Marcos López. Un colega definió a Gallero como un posible cruce entre El romance del Aniceto y la Francisca y Japón (por la relación, eventualmente sexual, entre el cuarentón y la septuagenaria) y está claro que dio en el clavo. No sólo por la justeza de las referencias, sino por el propio hecho de que la segunda película de Mazza parecería recorrer caminos cinematográficos menos singulares que la primera.