La inquietante salud de los enfermos El director holandés se revela aquí como un provocador lúdico, al plantear una comedia entre negra y absurda que transcurre en una mansión claustrofílica y claustrofóbica. Hay encierro, ahogo y perversión, pero en un tono ligeramente amable. La familia burguesa como encierro, ahogo y perversión es el motivo central en la obra del holandés Alex van Warmerdam, tal como permitían constatar sus dos películas estrenadas en Argentina: Abel, de 1986, y Little Tony, de 1998. Ahora, con su film más reciente, Los últimos días de Emma Blank, este escritor, director, músico y actor (con formación en diseño gráfico, pintura y teatro) vuelve a dar una vuelta de tuerca al asunto, en la que tal vez sea su película más explícita. Como de costumbre, el formato elegido es el de la comedia entre negra y absurda. Formato que permite a Van Warmerdam jugar con un hombre que se comporta como perro, una mujer que le “come la boca” al hijo treintañero y un forastero estrangulado y puesto luego a tomar sol en la playa, con su bronceador, su toallita y su sombrilla. ¿Un Todd Solondz holandés? Sólo en parte: lo de Van Warmerdam es ligeramente más amable, ostensiblemente menos chocante. No es raro que Los últimos días de Emma Blank esté basada en una obra de teatro escrita por el propio Van Warmerdam: como prácticamente el conjunto de su obra, el opus 7 de este nativo de Haarlem transcurre casi toda en un único decorado, el de la mansión familiar claustrofílica y claustrofóbica. En una cuerda algo más realista que Abel y Little Tony (que parecían transcurrir en peceras de tonos saturados hasta la asfixia), en esa mansión campestre viven una señora cincuentona y su servidumbre. Está dicho y admitido que a la señora Emma (Marlies Heder) no le queda mucho camino por andar, se supone que por culpa de un cáncer. Dato que ella usa como carta blanca para tratar al personal con una desagradable combinación de desplantes, caprichos y abusos. “¡Quiero una anguila!”, exige durante el desayuno, y ahí corre la cocinera Bella (la voluminosa Annet Malherbe, esposa de Van Warmerdam en la vida real). “Voy a pintar”, suspira al atardecer, y la mucama Go-nnie (Eva van de Wijdeven) debe pasarle el siena y el cobalto, para que la señora dé un par de pinceladas y considere concluida su obra. Peor le va al mayordomo Haneveld (magnífico Gene Bervoets), a quien la señora obligará a usar bigote. “¿Qué quiere, que me lo pegue?”, pregunta él, ligeramente desconcertado. “¡Por supuesto!”, responde la tirana. Pero si a alguien le toca bailar con la más fea es a Theo (el propio van Warmerdam, que suele reservarse papeles en casi todas sus películas). Al comienzo no se sabe si el tipo está totalmente chapita o si está representando un papel al que lo obligan (más tarde se sabrá). Pero lo cierto es que se comporta igual que un perro: duerme en el sofá, corre a buscar la pelotita, hace caca en el parque y, sí, cada tanto corre a “montarse” a alguna de las mujeres de la casa. Que toda esta situación esconde un segundo relato, tal vez hasta un tercero, puede comenzar a sospecharse a partir de ciertos indicios. Alguna alusión a papeles y representaciones por aquí, ciertas extrañas familiaridades por allí (como que la señora le pida al mayordomo que se acueste a dormir a su lado), de a poquito se irá viendo que tal vez la idea de puesta en escena sea consustancial. Tanto como una serie de parentescos cruzados, al comienzo insospechados y extraordinariamente enrarecidos a la larga. Sello del autor, Los últimos días de Emma Blank es tan divertida como pueden serlo diálogos que más parecen intercambios de veloces escupitajos entre los contendientes. O un tipo que se prueba distintos modelos de bigotes mientras sofoca el evidente deseo de asesinar a la mujer que lo esclaviza. O ese otro tipo que viene con una remachadora y remacha al parquet a una pobre enferma inmovilizada. ¿O es que no es tan pobre, ni está tan enferma ni inmovilizada? Tanto por su aire viciado como por la sistemática, maniática instalación de un doble relato, se podría hacer dialogar Los últimos días... con los cuentos más claustrofílicos de Cortázar: La salud de los enfermos, Cartas a mamá, Casa tomada. Pero es mucho más liviana: por más sordideces y abyecciones que se desplieguen (la última parte es particularmente pródiga en ellas, y por eso tiene menos misterio que la primera), Van Warmerdam suele comportarse como un provocador lúdico, un molestador que descuenta la tácita complacencia del molestado. Del molestado espectador, que si sintoniza la cuerda apropiada podrá pasar un rato desagradablemente divertido.
Erase una vez en la salvaje estepa No parecen haber sido muy interesantes los años en los que Gengis Khan todavía no era Gengis Khan, sino un muchacho llamado Temudjin. No, al menos, como lo cuenta el ruso Sergei Bodrov en Mongol. Contando con un generoso presupuesto provisto por capitales kazajos, mongoles, rusos y sobre todo alemanes, Bodrov narra infancia y juventud del hombre que llegaría a ser uno de los más poderosos de la tierra con lujos fotográficos, a los que la copia en DVD que a partir de hoy se presenta en salas locales difícilmente haga honor. Lujos fotográficos, cientos de extras, varias cámaras para filmar las batallas y poco más: es asombrosamente escaso lo que el espectador de Mongol puede llegar a aprender sobre esos años de formación. Por más que se atraviesen un buen par de décadas, un largo par de horas y kilómetros y kilómetros de áridas estepas. Todo ocurre a fines del siglo XII, y Bodrov lo narra en dos tiempos. En el primero de ellos, el joven Temudjin, preso como una fiera en manos de su enemigo jurado, Targutai, recuerda cuando era niño y aquél asesinó a su padre, prometiendo llevar la muerte a toda su descendencia. Liberado de prisión gracias a la intervención de su amada, Temudjin (interpretado por el actor japonés Tadanobu Asano, visto en Bright Future, Zatoichi y Café Lumière, entre muchas otras) terminará combatiendo a quien fuera su hermano de sangre, Jamukha, unificando a todas las tribus de la zona, imponiendo una ley donde hasta entonces había barbarie, coronándose Gengis Khan y dando inicio al Imperio Mongol, que a lo largo del siglo XIII llegaría a extenderse desde Europa Central hasta el Océano Pacífico, y desde Siberia hasta Mesopotamia, la India e Indochina. En una palabra, Bodrov se entrega, en Mongol, a una de las pasiones más permanentes de lo que ha dado en llamarse “el alma rusa”: el culto al líder poderoso, el hombre fuerte, llámese Zar, Khan, Emperador, Stalin o Putin. La originalidad –si puede dársele ese nombre– es que en este caso no se asiste al cenit de su poder, sino a los prolegómenos. Más allá de los peligros que ese culto entraña, el mayor problema de Mongol es de orden dramático. Lejos de brindar la posibilidad de conocer a una figura histórica, la película se limita a hacer desfilar hechos, de modo tan ensayado y burocrático como una parada oficial. Matan al padre, secuestran a la madre, el niño huye, conoce a la que será su amada, se convierte más tarde, por lo visto, en el único guerrero de la historia que a la vez haya sido hombre de familia, venga al padre y así sucesivamente.
La felicidad sigue teniendo su precio Dueño de una de las carreras más admirables que cualquier actor en actividad pueda exhibir en Hollywood y ovacionado el domingo pasado en el Kodak Theatre, tras casi cuarenta años de ninguneo académico, Bridges se luce como un cantante country en decadencia. No hace falta hacer de discapacitado para ganar un Oscar. También se puede hacer de vieja leyenda del country, bastante alcohólico y reventado, que renace de sus cenizas. Sucedió en los ’80, con Robert Duvall en El precio de la felicidad (Tender Mercies, 1983) y vuelve a suceder ahora en Loco corazón, donde, para acentuar las continuidades, Duvall hace del mejor amigo del héroe. Pero el héroe de la jornada es Jeff Bridges, dueño de una de las carreras más admirables que cualquier actor en actividad pueda exhibir de Hollywood y ovacionado de pie el domingo pasado en el Kodak Theatre, tras casi cuarenta años de ninguneo académico. Amado por la cámara, los espectadores y, por lo visto, también por sus colegas, bienvenida sea Loco corazón, aunque más no fuere por haberle facilitado finalmente al hijo de Lloyd el homenaje que desde hace rato merecía. ¿Y como película? No es que esté mal, pero es una de esas que uno tiene la sensación de haber visto cientos de veces. La última película, Fat City, Las puertas del cielo, Starman, Tucker, Los fabulosos Baker Boys, Texasville, Wild Bill, El gran Lebowski: ¿cómo no sentir, en el momento en que este hombre baja de una maltrecha camioneta, desaliñado, el pucho colgando, la camisa salida del pantalón, que se está reencontrando a un amigo tan querido? Con canas, barba, pelo largo y una voz algo más aguardentosa –casi una versión Nick Nolte de sí mismo–, Bridges compone a Bad Blake con las mismas dosis de sencillez, verdad, transparencia y encantadora pereza con las que toda la vida se plantó ante cámara. Frente a sí, en medio de la nada del Oeste Medio, el boliche en el que le toca actuar esa noche: un bowling. Homenaje buscado o encontrado al que tal vez sea el mejor papel del viejo Jeff, posiblemente el más complejo: el de un tal Jeff Lebowski, fiaca y borrachín al que confunden con un sosías y la vida se lo convierte en algo entre Chandler, Kafka y el humor judío. Aquí, ni Chandler, ni Kafka ni humor judío, sino Hank Williams, tango y redención. Como toda película hollywoodense sobre personajes quebrados, la primera parte es mejor que la segunda, porque por más que en aquellas colinas piensen lo contrario siempre va a ser más interesante el quiebre que la cura. Bad Blake vive de gira, atravesando el país en su camioneta y juntándose, en el pueblito en el que le toque presentarse, con los músicos que su manager o la buena fortuna hayan dispuesto. Blake canta y toca la guitarra. Por más que de repente se le vaya la mano con el McCullen’s y tenga que salir a vomitar en medio de un tema, sabe cómo hacerlo, y la voz raspada del Bridges sesentón ayuda muchísimo. Lo que Blake ya no hace es lo que siempre fue su fuerte, componer, por más que su manager le pida de rodillas temas nuevos. Su manager y un tal Tommy Sweet (Colin Farrell), alguna vez su discípulo y ahora, al menos para el propio Bad, su peor rival. Habrá que ver qué pasa el día que se junten en un escenario, Tommy como número central y Blake como músico soporte. Aunque al comienzo no haya referencias a la vida familiar de Blake, ya aparecerá el remordimiento por un hijo al que hace demasiado tiempo abandonó. Eso explica por qué este veterano gruñón se muestra tan compinche con el hijo de cierta periodista (Maggie Gyllenhaal, nominada por este papel), con quien Bad por supuesto iniciará una relación. Cuando el hombre meta la pata mal y vaya a parar a un grupo de rehabilitación para alcohólicos, será momento de comprender que ya estamos metidos en plena mitología hollywoodense. Con música de T-Bone Burnett (una de las canciones acaba de ganar también el Oscar), sus momentos de verdad permiten que esta ópera prima de Scott Cooper escape de las fórmulas que la cercan. Empezando por Bridges, claro, que no sabe actuar si no es con eso. Pero también Gyllenhaal aporta grandes dosis de espontaneidad. Y hay momentos –el encuentro del veterano con unos músicos demasiado jóvenes para su gusto, el reconocimiento instantáneo de que un gordito realmente sabe tocar, la batalla de poder con un sonidista– que se viven como si en verdad estuvieran sucediendo frente a cámara. Y eso no es algo que se experimente todos los días en el cine.
Una batalla ganada por Disney La expectativa que generaba un Lewis Carroll filmado por el responsable de tantas fantasías inolvidables se termina diluyendo en una lectura demasiado lineal, con más elementos de la mitología actual que el delicioso absurdo del original. Pocos realizadores parecían más indicados que Tim Burton para dar al cine una versión definitiva de Alicia en el País de las Maravillas. Dejando de lado, por poco vista, la que posiblemente sea la más lograda (la que el checo Jan Svankmajer filmó, cuadro a cuadro, a fines de los ’80), los intentos fílmicos alrededor de la célebre novela de Lewis Carroll –cerca de una veintena desde los tiempos del cine mudo, de los cuales el más conocido es el de Disney, de comienzos de los ’50– no habían estado a la altura. Por eso, cuando se supo que el sello del ratón había puesto el nuevo proyecto en manos de Burton, cosquilleos expectantes recorrieron la aldea cinéfila. Razones de afinidad creativa, sumadas a la promesa de inmersión total que siempre brinda el 3-D, hacían aguardar con ansiedad la tecnoboda Burton-Carroll. Pero el imaginero de Charlie y la fábrica de chocolate erró esta vez el camino, y lo que se anunciaba como matrimonio en el cielo terminó en divorcio por infidelidad. Con guión de Linda Woolverton (veterana de Disney que participó en La Bella y la Bestia, El Rey León y Mulan), Burton optó por fusionar las dos novelas del ciclo Alicia (Aventuras de Alicia en el País de las Maravillas, 1865, y A través del espejo y lo que Alicia encontró al otro lado, 1871), reconvirtiendo de paso a la niña en cuasi veinteañera, tal vez como forma de justificar una muy discutible conversión final en heroína de espada tomar. Movido por la percepción de que las versiones anteriores habrían sido meros “desfiles de freaks” (una crítica imprevista, proviniendo del realizador de Beetlejuice, Ed Wood y El cadáver de la novia), Burton optó a la vez por darle a la historia un carácter más homogéneo, trastocándola en cuento de reinas, guerreras y dragones y torciendo así el espíritu de la novela. Al texto original le insume un par de líneas establecer que a la protagonista el mundo real la aburre mortalmente. En el tercer párrafo el conejo ya está hablando y a la segunda página Alicia se metió de cabeza en la madriguera. Burton echa mano en cambio de un doble preámbulo, cuestión de explicar por qué la niña alucina conejos parlantes. Alicia (Mia Wasikowska) recurre aquí a la fabulación para huir de la estiradísima high society británica de mediados del siglo XIX. Incluyendo una perspectiva de casamiento que suena a condena de por vida. En ese mundo bajo tierra la reciben –digitalizados y con las voces de Alan Rickman, Timothy Spall, Stephen Fry y Michael Sheen, entre otros– el conejo, el gato de Cheshire, la oruga azul, la liebre de marzo y resto de la fauna parlante, conduciéndola ante el Sombrerero Loco. El pelo color zanahoria, rostro enharinado, pupilas verde limón y un marcado ceceo, al estar interpretado por Johnny Depp el papel del Sombrerero crece en importancia con respecto al original. Pero la torcedura de fondo de la versión Burton consiste en despojar los encuentros de la niña (o la joven) y sus raros anfitriones de la serie de acertijos lógicos llevados al absurdo, que permitían que ese mundo funcionara como puesta en cuestión de lo real. La Alicia de Burton-Woolverton viene a cumplir aquí un rol prefijado por alguna clase de predestinación, que la lleva –como Harry Potter, como los niños de Las crónicas de Narnia– a restituir un orden perdido, sin que medie en ello su voluntad. En esa Wonderland ahora llamada Underland, la Reina Roja (Helena Bonham Carter, por lejos lo mejor de la película) ha destronado a su hermana buena, la Reina Blanca (Anne Hathaway, otra vez princesa Disney), con ayuda del jefe de sus ejércitos, la Sota de Corazones (Crispin Glover, con parche y cicatriz). Como un San Jorge de espada y armadura, Alicia deberá cumplir su rito de iniciación guerrera, combatiendo al dragón Jabberwocky (voz de Christopher Lee). En otras palabras, lo que en Carroll era subversión de la lógica burguesa se ha trastrocado en mitología tradicional al uso contemporáneo. Una batalla ganada por Disney, se diría. ¿Y el 3-D? Burton no filmó Alicia en ese formato, sino que la transfirió a él en una etapa posterior. Tal vez por eso la sensación de tridimensionalidad se ve reducida aquí a una pátina. ¿La exuberancia visual? Oh, sí, desde ya, aquel que vaya al cine como quien hojea un libro ilustrado hallará sin duda, en las selvas de hongos gigantes diseñadas por el departamento de arte, la colorida paleta digital del director de fotografía Dariusz Wolski, el desfile de trajes de época, las orugas parlantes y los gatos esfumados, razones para justificar el precio de la entrada, cuyo valor equivale al de un kilo de asado.
Una película para oír, con poco para escuchar Una cosa es diluir, confundir, anular incluso las fronteras entre lo real, lo reconstruido y lo inventado, y otra intentar disimularlo. Recreación de un caso real que habría tenido lugar durante la última dictadura, Adopción recurre a actores para representar los papeles de quienes vivieron esos hechos. Pero no hace explícita esa condición (no, al menos, hasta el rodante final, donde aparecen los nombres del “elenco”). Otro tanto sucede con el “material de archivo”, presuntas filmaciones caseras en Super 8 que son en verdad fragmentos actuados y filmados para la ocasión. La mayor objeción que puede hacerse a la película (la única que de veras importa, tal vez) no es sin embargo de orden ético, sino cinematográfico. Mal actuadas (en uno de los casos, al menos), las entrevistas (falsas) a cámara “dicen” tan poco, en términos visuales y expresivos, como los fragmentos de (falsas) home-movies. El problema de Adopción no es ser un falso documental que no se asume como tal, sino fragmentos filmados que no llegan a hacer una película. Toda una summa al servicio de la corrección política, el caso es el de un chico huérfano a quien durante la dictadura adoptó un hombre gay. Tras disimular su condición (no eran tiempos en los que la homosexualidad se aplaudiera), el hombre lo llevó a vivir con él y su pareja. Sospechando que los padres del chico podrían ser desaparecidos, el adoptante se puso a investigar, dando la impresión de que la mamá podría haber sido una combatiente del ERP en la selva tucumana y el papá, el dueño de una funeraria (oficio simbólico si los hay, en tiempos de represión), vinculado con los militares. El hombre habría secuestrado al chico, separándolo de su madre y poniéndolo al cuidado de unas tías. Pero finalmente resulta que no, que la mamá no era combatiente del ERP ni de nada, y no queda muy claro si el papá secuestró o no al chico. Con lo cual la sensación es que el material narrativo fue sometido a más de una manipulación, para condimentar el asunto con pizcas de suspenso político. El primer chirrido proviene del actor que hace del chico adoptado en la actualidad. En la primera parte sobre todo, el muchacho “recita” sus diálogos, haciéndose notar que están escritos y levantando una primera sospecha. Sospecha referida tanto al pacto que la película establece (con la verdad, con el espectador) como a la pericia dramática con la que está manejada. Incluso al actor que actúa bien (el que hace del hombre adoptante) se le hacen decir textos semiteóricos sobre la situación de adopción, que también hacen ruido dramático. Cuando el hombre aparece, en los presuntos fragmentos de hace treinta años, con una peluca oscura, la película empieza a hacer pensar en algo así como una versión de Los rubios a la que se le borraron las comillas. Igual, el problema básico de Adopción es que las filmaciones caseras comunican tan poco como los fragmentos talking-heads. Con lo cual termina resultando una película para oír, antes que para ver. Pero tampoco lo que se oye tiene mucho interés...
El tópico de la familia en peligro En la filmografía de Mel Gibson, el tópico de la familia en peligro es uno de los más insistentes. Empezando por la mismísima Mad Max, donde le mataban a la esposa. Lo mismo que en Corazón valiente. En Revancha la ecuación se volvía misógina, con la jermu conspirando para despacharlo. En El patriota la cosa pasaba, en cambio, por vengar al hijo asesinado. Con esos antecedentes, cuando en la primera escena de Al filo de la oscuridad el bueno de Mel va a buscar a su hija al aeropuerto, no puede dejar de sospecharse que la pobre chica acaba de ganarse una condena a muerte. De allí en más, lo que mueve al hombre-que-cuando-se-pasa-con-el-alcohol-se-pone-antisemita no es tanto la venganza como el deseo de entender (de investigar) quién mató a su amada hija. Y por qué. Regreso de Gibson como actor, tras siete años de ausencia (la última había sido Señales, de 2002), Edge of Darkness es la remake de la miniserie homónima, que el neozelandés Martin Campbell dirigió para la televisión británica un cuarto de siglo atrás. Veterano detective viudo de homicidios de la policía de Boston, Thomas Craven (Gibson) sigue la pista de la gigantesca corporación en la que su hija trabajaba como ingeniera nuclear. Danny Huston compone al CEO de esa compañía de modo tan sibilino, que ya en la primera escena se convierte en sospechoso número uno. Estrechamente ligada al gobierno de los Estados Unidos, el interés prioritario de la megacorporación no es precisamente la investigación científica. Por esa razón un grupo de activistas antibelicistas intentó cometer un atentado en la planta, saliendo ilesa sólo la hija de Gibson. Al menos, hasta el momento del reencuentro con su fatídico padre. Con un llamativo parecido a Dana Andrews, el Gibson cincuentón parece haber tomado la misma inteligente decisión que en su momento asumieron Clint Eastwood y Bruce Willis: que la edad se note, en lugar de intentar disimularla. Ya en su primera pelea (que no es con un fisicoculturista, sino con el más bien esmirriado novio de su hija), Craven tiene que sentarse y tomar aire. Que el detective no luzca como superhéroe, sino como un tipo débil y cansado, se corresponde con el tono de la película, a medio camino entre el melodrama de pérdida paterna –al estilo de La habitación del hijo–, la película de venganza y uno de esos thrillers político-corporativos, de los que se usan ahora. En esa misma media agua y volviendo a dirigir lo que ya dirigió décadas atrás, Martin Campbell le pone freno a la superacción de sus películas previas en Hollywood, sobre todo las de El Zorro y las de James Bond. Lo cual no convierte necesariamente a Al filo de la oscuridad en una gran película, pero sí en una algo más sobria que la media actual de Hollywood. Sobria, siempre que se pasen por alto las apariciones de la hija muerta y los diálogos que el padre mantiene con ella, dignos de Papá corazón. Lo que le levanta varios puntos a esta película es el personaje a cargo del genial Ray Winstone, que empieza como mercenario y termina como justiciero.
Pasen y entren en una mente oscura La nueva película del director de Brazil representa para su autor un modo de revisar su obra. Y de ese ánimo tal vez devenga la obsesión con la muerte que atraviesa toda la película, tiñéndola de una melancolía que hasta ahora Gilliam tendía a repeler. De Los aventureros del tiempo a 12 monos, de Brazil y Las aventuras del Barón Munchausen a Pánico y locura en Las Vegas, los protagonistas de la obra de Terry Gilliam siempre recurrieron a la fantasía como modo de escape. En ese sentido, es posible que El imaginario mundo del Dr. Parnassus represente para Gilliam un modo de revisar su obra. De ese ánimo de revisión tal vez devenga la obsesión con la muerte que atraviesa toda la película, tiñéndola de una melancolía que el maniático estilo visual del autor hasta ahora tendía a repeler. Obsesión debida sin duda a la muerte de su estrella, Heath Ledger, así como también la de uno de los productores. Teniendo en cuenta que Gilliam se acerca a los 70, es posible, sin embargo, que el tono crepuscular de El imaginario mundo... vaya más allá de esas eventualidades. La escena introductoria es de tono oscuro y sentido transparente. “¡Pasen y entren en la mente del Dr. Parnassus!”, convoca a los gritos el presentador de un circo ambulante, plantado en medio de una Londres contemporánea nocturna y ominosa, con homeless y basura en las calles. Frente al escenario, nadie. Apenas unos borrachos que salen de algún club nocturno (Gilliam se cuida de hacer de esos hooligans muchachitos de clase media, de los que cualquier lady querría de novios para sus hijas) y que vandalizarán escenario, actores y decorados. El remedio para tanta sobredosis de realidad está del otro lado de unas cortinillas de celofán que funcionan como espejo de artificio. Detrás de ellas, el mundo que da título a la película y que se reconfigura constantemente, como una suerte de inconsciente colectivo móvil, a la medida de sueños y pesadillas de cada visitante. En este caso el del vándalo middle class, que pagará por lo que hizo. Con un increíble castillo vagabundo por casa, teatro y carromato, la del Dr. Parnassus es una troupe medieval, implantada en medio del mundo contemporáneo. En el caso de Parnassus (un Christopher Plummer como de taxidermia), lo de medieval puede llegar a ser literal. El hombre dice ser inmortal y andar por los mil años, producto de un pacto que hizo con el Diablo (Tom Waits, con maquillaje blanco y bigote anchoíta) para conquistar a la mujer amada. A cambio de ello el ilusionista debió ceder a su hija Valentina (la impavida Lily Cole), a quien el Malo se apresta a recoger para siempre. Anda cabizbajo Parnassus, y lleno de culpa, en el momento en que se incorpora a la troupe un tal Tony (Heath Ledger). Tony anda huyendo de algo, y el milenario émulo de Fausto le pedirá una ayuda. No sólo la premonitoria escena de presentación de Ledger –con el cuello colgando de una cuerda, bajo el London Bridge– sino su necesario reemplazo por tres actores (Johnny Depp, Jude Law y Colin Farrell encarnan los avatares de Tony, cada vez que atraviesa el espejo), el aspecto mortuorio de Plummer y la pesadumbre de mil años de su personaje, sumen a la película en un tono fúnebre. Tono que el guión (coescrito por Gilliam con Charles McKweon, de vuelta con él luego de Brazil y Munchausen) tiene la lucidez de convertir en signo del fin de una época. La época de los relatos, de las ficciones, que ya a nadie le interesa escuchar. Es verdad que esta idea, que un diálogo entre Parnassus y el Diablo explicita, se contradice con el arte de Gilliam, que tiende a poner la fantasía visual, el diseño del sueño, la efusión ilustrativa, por encima de la narración. En la reconstrucción de ese imaginario, ese Parnassus llamado Gilliam vuelve a contar con la ayuda del milanés Nicola Pecorini (uno de los inventores de la steadycam, su director de fotografía estable desde Pánico y locura...) y una dirección artística que quien se inició como ilustrador de los Monty Python habrá vigilado estrechamente. La dirección de arte echa mano de coloridos campos, ondulaciones y sembradíos dignos de Grant Wood, tanto como bosques de cartón teatral, onirismo de medusas gigantes y escaleras al cielo, decorados gigantescos, grandes ilusiones digitales y hasta algún número musical que parece homenajear la memoria de los Python. El imaginario mundo del Dr. Parnassus, o Pasen y entren en la mente del Dr. Gilliam.
Preconceptos sobre la convivencia “Ojalá los alemanes ganen la guerra, así nos libran de los franceses”, anhela la parroquiana de un baño público. Corre noviembre de 1942. Sobre las ensortijadas calles de Túnez llueven bombas aliadas, y llueven también volantes que desparraman los aviones de la Wehrmacht, intentando convencer a la población de la conveniencia de apoyar al Reich. Myriam y Nour son las mejores amigas, y para ellas jamás fue un problema que una sea judía y la otra musulmana. Pero ahora los tiempos cambiaron, la radio oficial no propala la convivencia sino el odio racial y hasta en El Corán puede leerse que el único modo de ser fiel a Alá es profesar la fe de Mahoma. ¿Podrán Myriam y Nour, en este contexto hostil, seguir siendo amigas? Segundo film de la realizadora, guionista y actriz Karin Albou (la anterior, La pequeña Jerusalén, había tenido ya una considerable repercusión en el circuito de festivales y cine “de arte”), La canción de las novias reúne item caros a la agenda de la corrección política y sexual. Desde la amistad femenina hasta la resistencia al nazismo, pasando por las relaciones entre judíos y musulmanes en el mundo árabe y sin descartar la condición de la mujer en las comunidades musulmanas, las restricciones sociales al deseo femenino y la tradición del casamiento por interés en la cultura judía. Nour (Olympe Borval) quiere casarse con su novio Khaled, pero el padre no la deja. A Myriam (Lizzie Brocheré) le sucede exactamente lo contrario. A la condición de viuda reciente, su madre, Tita (interpretada por la propia Albou) debe sumarle la de ser judía. Lo cual la obliga, por ley del gobierno colaboracionista de Vichy, a pagar un “impuesto” del que no puede hacerse cargo. Unica solución: casar a la hija con un médico que podría ser su padre (Simon Abkarian). Algo que Myriam intentará resistir contra viento y marea. De resistir sabe la muchacha: acaban de expulsarla del colegio por cantar canciones contra el mariscal Pétain. Al mismo tiempo, Khaled colabora con el ejército ocupante, haciendo de soplón. Cine a la carta, La canción de las novias no está exenta de ninguno de los riesgos que cercan esta clase de relatos. Uno de ellos es que los personajes, antes que tener existencia propia, tienden a ser mera expresión de ideas previas. La sinceridad y entrega de ambas protagonistas ayuda a disimularlo, pero no a salvarlo. El otro es que en la medida en que los item de la agenda temática se colocan en el relato como huevos en una huevera, inevitablemente se incurre en estrecheces y simplificaciones. Por más que se la quiera contrapesar con alguna muestra de generosidad individual, la idea de colaboración de la comunidad musulmana con el nazismo es, a la vista de la historia contemporánea, una particularmente resbalosa.
La otra cara de un best-seller Los suecos le ganaron de mano a Hollywood, con el traslado al cine de la taquillera “trilogía Millenium”, saga escrita por el fallecido Stieg Larsson. La primera parte atraviesa con suerte dispar distintas variantes del policial, incluyendo ingredientes de tinte político. Desde hace un tiempo se ha constituido, en todas partes del mundo –Buenos Aires incluida, desde ya–, un culto semisecreto. Identifica a sus profesantes la ávida, fanática lectura de una Biblia que se presenta en tres imponentes volúmenes, de tapas negras y títulos largos. Se trata de la llamada “trilogía Millenium”, saga policial-social escrita por el ya fallecido Stieg Larsson e integrada por Los hombres que no amaban a las mujeres, La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina y La reina en el palacio de las corrientes de aire. Lleno de fe o de olfato marketinero, el proyecto original de este ex periodista y novelista sueco aspiraba a reunir nada menos que diez tomos, todos orillando las 600 o 700 páginas. La muerte se interpuso, pero Larsson no deliraba: Millenium es uno de los más fenomenales éxitos de venta de los últimos años. A la hora de pasarla al cine, los suecos le ganaron de mano a Hollywood y la filmaron al estilo El señor de los anillos: las tres al mismo tiempo. Estrenadas con considerable éxito en Europa, ahora llega hasta aquí Los hombres que no amaban a las mujeres, única rodada por el danés Niels Arden Oplev, que no quiso hacerse cargo de las otras dos. Aunque Millenium suene a discoteca o jueguito de compu, así se llama, en la ficción, la revista donde trabaja el protagonista, Mikael Blomkvist (Michael Nyqvist). Tras meterse con un tortuoso megagrupo económico, Blomkvist se ganó una condena de prisión por calumnias. Antes de cumplirla, otro poderoso, miembro de un clan tradicional –algunos de cuyos miembros fueron en su momento nazis de rompe y raja–, lo convoca para hallar a la hija, desaparecida desde hace nada menos que 40 años. Mientras tanto otra trama discurre en paralelo, protagonizada por Lisbeth Salander (Noomi Rapace), que parece la heroína de un comic dark. Lisbeth tiene veintipico, está llena de piercings y tatuajes, es hacker y su look combina lo dark y lo punk. Dura, lacónica, perspicaz y con un historial familiar más que complicado, la chica tiene el infrecuente oficio de investigadora privada. No es difícil adivinar que terminará uniéndose a Blomkvist, en la investigación del enigma planteado por el podrido clan Vanger. No es fácil comprender las razones del culto, viendo Los hombres que no amaban a las mujeres. Nutrido plato de la cocina posmoderna, sobre un fondo de cocción integrado por distintas variantes del policial (el noir, el whodunit à la Agatha Christie, la película de asesino serial en general, El silencio de los inocentes en particular), Los hombres que no amaban... dora una agenda política (el poder de las grandes corporaciones, las secuelas del nazismo, la pervivencia de una ética de izquierda clásica, representada por Blomkvist) y las sella en política sexual. El tema del abuso a las mujeres atraviesa toda la historia y produce una serie de ecos, transferencias y reflejos entre distintos personajes, el primero de los cuales no es otro que Lisbeth. En estos casos la eficacia depende de dos cosas. Una es la mano del cocinero o director. Formado en la televisión danesa, Niels Arden Oplev no exhibe más que una burocrática eficacia. El otro asunto definitorio es la forma en que se dosifican y combinan los ingredientes. A gusto del cronista, el costado Agatha Christie, con su trillado desfile de sospechosos, le quita interés a esta primera entrega. Pero ya en las novelas de la vieja dama inglesa, Hércules Poirot solía tener más color que el gastado mecanismo que lo contenía, y algo parecido sucede aquí. No con Blomkvist, demasiado ético (y épico) para tener verdadero relieve dramático, pero sí con Lisbeth Salander. Que tal vez sea (fans de los libros así lo confirman) la gran creación de Larsson. Tan capaz de quemarse las pestañas hackeando datos imposibles como de tomarse brutal venganza de sus abusadores –venganza que a algunos les parecerá reprobable y a otros comprensible–, cada vez que la chica interviene, la película crece. En la misma medida decae durante los largos tramos (dura 2 horas 20’) en los que Blomkvist se pregunta si el culpable de la desaparición o muerte de Harriet Vanger será uno u otro miembro de su familia. Dicen los connaisseurs que, tal como sus títulos hacen sospechar, el protagonismo de Lisbeth es más acusado en las dos entregas siguientes. En meses más se sabrá si eso realza sus respectivas versiones cinematográficas.
Un paraíso para niños maltratados El nuevo film del director de El señor de los anillos parte de un crimen para sumergirse en un mundo imaginario y hacer agua por todos lados. Desde el limbo, la protagonista observa a quienes la sobreviven, mientras recuerda las circunstancias en que fue asesinada. Parecía absolutamente lógico que fueran Peter Jackson y su compañera, coproductora y coguionista Fran Walsh quienes tomaran a su cargo –junto con la también coproductora Philippa Boyens– la traslación cinematográfica de The Lovely Bones, novela publicada años atrás y considerada infilmable. Es que, tal como se anuncia desde la primera línea, Susie, su protagonista y narradora... está muerta. Desde un limbo en el que espera turno para llegar al cielo, observa a quienes la sobreviven, mientras recuerda las circunstancias en que fue asesinada. Un crimen abominable y un mundo imaginario y paralelo: ¿The Lovely Bones no podría ser vista acaso como paráfrasis de Criaturas celestiales, la película que, tres lustros atrás, representó el acceso definitivo de Jackson a la primera división cinematográfica? Pero esta vez algo falló y lo que había sido un triunfo rotundo se trocó en estentóreo fracaso artístico. La pregunta es, entonces, qué falló y por qué. “Me llamo Salmon, como el pez”, informa de entrada Susie (Saoirse Ronan, la chica pelirroja de Expiación, deseo y pecado, que es por lejos lo mejor de la película). “Tenía catorce años cuando me asesinaron, el 6 de diciembre de 1973.” Hasta el momento del crimen, Desde mi cielo (título que respeta el de la edición de la novela en castellano) narra la vida familiar de los Salmon, núcleo que se completa con papá Jack (Mark Wahlberg), mamá Abigail (Rachel Weisz), abuela Lynn (Susan Sarandon) y la hermana mayor y el hermano menor de Susie. A partir de ese momento nodal, el relato alternará –como lo hacía Criaturas celestiales– entre “la vida en la Tierra”, que tiene por ejes la investigación policial y el duelo familiar, y la de Susie en el limbo, zona que puede verse como proyección de sus fantasías. En Criaturas celestiales, ambos planos del relato aparecían dramáticamente justificados, y su choque no hacía más que enriquecerlo mutuamente. Todo lo contrario de lo que sucede aquí. Por un lado, la “normalidad” a toda prueba de los Salmon les quita todo relieve o interés dramático, haciendo de toda la primera parte de la película una zona preparatoria de alguna otra cosa. Nominado al Oscar y caracterizado de un modo que recuerda al Francella de El secreto de sus ojos (rubio, de anteojos, a medio camino entre la timidez y la cortesía), algo más de color tiene, como es lógico, el vecino freak, al que Stanley Tucci le otorga una preocupante sonrisa. Pero Jackson parece conformarse con la mera máscara, como si ni se le hubiera cruzado por la cabeza la posibilidad de raspar detrás de ella, para ver qué hay. Lo mismo sucede con la abuela Sarandon, caricatura que en un breve clip humorístico luce una excentricidad de spray, whisky y cigarrillo en mano que la hace aparecer como escapada de una publicidad veraniega. Finalizado el clip, Sarandon da las hurras y se va, devolviendo la película a la solemnidad y el sobrepeso que la hunden. Sabiéndose desde el comienzo quién es el abusador y asesino de Susie, la investigación policial (a cargo de Michael Imperioli, el Christopher Moltisanti de Los Soprano) tiene el solo interés de saber si atraparán o no al vecino raro. Se supone que a esta falta de interés narrativo (que hace quedar las abundantes referencias al aeromodelismo como signos sin significante) debería oponérsele aquello que constituiría el corazón del relato, su verdadera fuente de atractivo, lo que le da título: el mundo interior de la niña tronchada, representado por esa dimensión intermedia a la que ha ido a parar. Frustración mayor de Desde mi cielo: aun aceptando la idea cuasi medieval de que existiría un paraíso para niños maltratados, más difícil de hacer pasar se torna la forma que el realizador de la tal vez sobrevalorada trilogía de los anillos ha querido dar a ese cielo. Como ya sucedió en casos similares –en Más allá de los sueños, 1998, y La fuente de la vida, 2006, por citar un par de ejemplos–, el onirismo kitsch-digital de Desde mi cielo, lleno de tonos saturados y vaporosos, de surrealismo de libro de mesa, de baladas new age más propias de Celine Dion que del austero minimalismo que siempre caracterizó a Brian Eno (responsable de la banda de sonido), hace pensar que Jackson habrá avizorado en ese cielo un campo de juegos para desplegar una imaginería que convierte en trencito de juguete lo que debería ser relato cinematográfico. No es la primera vez que el realizador de King Kong rinde culto a ese altar sintético. Algo parecido ocurrió en su primera película en Hollywood, la comedia de fantasmas Muertos de miedo (The Frighteners, 1996). Pero en aquella ocasión el espíritu lúdico, la energía narrativa y furor inventivo compensaban el desborde de efectos especiales, y aquí parecería no quedar nada pero nada de todo eso.