"Un crimen argentino": intriga débil. Basada en la novela homónima del periodista Reynaldo Sietecase, Un crimen argentino comienza con aquel discurso infame en el que el general Videla intentó explicar que 30 mil personas podían desaparecer como “muertos en vida”, ser “una ilusión”. La cita viene a cuento, no solo porque la opera prima de Lucas Combina transcurre en tiempos de la dictadura, sino porque gira alrededor de una desaparición, sucedida realmente en la ciudad de Rosario hacia fines de 1980. Aunque no se trate de una desaparición política sino de un caso de secuestro civil, el film quiere ver en ella un reflejo a escala de lo que sucedía en la época. No solo por aquel discurso sino porque en la trama aparece un militar de alto rango, aparentemente muy interesado en una solución sospechosamente rápida y expeditiva. A la vista del caso, sin embargo, la tesis de este film distribuido por Warner y HBO suena forzada. Al despacho del juez de instrucción Jorge Neldo Suárez (Luis Luque) llega la denuncia por el secuestro de un empresario, Gabriel Samid, y el juez deriva la investigación a sus secretarios Antonio González Rivas (un correcto Nicolás Francella) y Carlos Torres (el debutante Matías Mayer, lo mejor de la película). Los secuestradores piden un millón de dólares, mientras Rivas y Torres van siguiendo la línea de puntos. Se entrevistan con los familiares de Samid, se apersonan en el club nocturno donde se vio por última vez al empresario y finalmente tienden la clásica trampa. Acceden a pagar y combinan la entrega del dinero en un lugar público, donde el policía Cerbera (Alberto Ajaka, convenientemente duro) concurrirá con sus hombres -una pandilla de torturadores- para atrapar a quien vaya a retirar la millonada. Sencillito, aunque la cosa sale previsiblemente mal (si no fuera así la película terminaría antes de la media hora). A todo esto, González Rivas y Torres sospechan de Cerbera, “puesto” en la investigación por un teniente coronel Ríos (César Bordón, excelente como siempre), y el juez Suárez sospecha a su vez de éste. Hasta que los hilos llevan hasta un abogado-estafador (Darío Grandinetti, más desahogado que haciendo de Perón en Santa Evita), que acompañaba a Samid la noche que desapareció. Y que podría ser su secuestrador. O no. La intriga de Un crimen argentino es débil. Hay un solo sospechoso, de no ser por Ríos y Cerbera, pero en el caso de éstos la resolución decepciona las expectativas generadas. El villano es igualmente débil (un presunto “demonio”, ciertamente muy menor), y los hilos narrativos otro tanto. No hay quiebres ni sorpresas. Los personajes están definidos por una única característica, y ésta no es precisamente profunda. Torres es lechervida, González Rivas se va del país en días más, no se sabe muy bien por qué, y su relación con una colega del juzgado (una impecable Malena Sánchez) no suma ni quita nada. El juez es de ésos que posan de guapos ante sus subordinados, pero se ve a la legua que es un buenazo de aquéllos. Y eso va siendo todo. Solo cabe agregar que el caso finalmente resulta ser lo que parecía a primera vista, sin relación directa con la dictadura. Por más que aparezca un hombre de uniforme y unos policías de picana en mano. Pero la picana la usa cualquier policía, no hacía falta ser miembro de un grupo de tareas para conectarla.
Un retrato en fragmentos La película acompaña con gran libertad a una ex presa política uruguaya que ahora en la vejez se siente prisionera de su propio cuerpo. “Una cosa es el encierro y otra la soledad”, afirma Elida Baldomir, que sabe de ambas cosas. Hay dos tiempos en la vida de Elida. Uno es el de la cárcel, desde fines de los 70 hasta mediados de la década siguiente, cuando era comandante tupamara y debió soportar el confinamiento y la tortura. Hasta ser liberada junto a sus compañeros, en 1985. Otro es el presente, en que el encierro es el propio cuerpo: sus serios problemas de movilidad la confinan a una silla ortopédica, a un bastón o, sobre todo, a la cama, donde vive despatarrada. “Ya te voy a dar, traidora”, dice, dirigiéndose en femenino a ese cuerpo-cárcel. Curiosamente, de las dos cárceles, la que parecía una catacumba y la de carne, huesos y sangre, Elida dice preferir aquélla, porque allí se sentía acompañada por sus compañeras de militancia y de prisión. “Ahí era todo nosotras, no había mío ni tuyo”. ¿Y la soledad, será ésta? Según afirma en la entrevista publicada el martes en este diario la realizadora, Laura Linares, estaba preparando otro documental cuando conoció a Elida, y decidió cambiar. Del otro quedan fragmentos: era uno sobre un hogar para ancianos de Montevideo, en el que los pacientes son todos ex presos políticos. Como parte de la investigación dio con la brava Elida, que de entrada la sacó carpiendo. Linares comprendió que era a esa tozuda resistente a quien quería como protagonista. Ahora, y aunque en una escena concurra a un festejo organizado por la Asociación de Presos Políticos del Uruguay, el relato de Elida se contrapone al del hogar. Allí, seres como fantasmas, inmóviles y con la vista perdida (salvo unos pocos más aventajados, que se dedican a leer). Aquí Elida, afirmando, en su departamento, que antes que internarla en un geriátrico más vale que la tiren a las vías del tren, con silla de ruedas y todo. Marquetalia es un retrato en fragmentos. Un largo pasillo, tal vez simbólico, por donde en algún momento anda Elida, con un andador. Una tormenta eléctrica que pone el cielo de Montevideo color de sangre, entrevista a través de una ventana. Elida y su bastón, intentando correr una cortina, con mucho esfuerzo. La palabra de Elida, algún recuerdo, en vivo o en off. Elida leyendo un libro. Las docenas de cajas de remedios (para el asma, la hipertensión, psicofármacos, somníferos). Una gata besucona y otra compañía, más eventual, Vanessa, la empleada doméstica. La única que osa levantarle la voz. “No me mandés”. “Vos la contás como te conviene”. “Te pasás las 24 horas en la cama por lo deprimida que estás, tenés que salir”. ¿Será así, entonces? ¿Elida podría usar su silla más de lo que la usa? “¿Ves? Como éste era el arnés que yo usaba”, cuenta, señalando una reproducción de Frida Kahlo. Lo inauguró en la prisión, se supone que como consecuencia de la tortura. Así como asume el fragmento como unidad narrativa, sin aspirar a la continuidad dramática, Linares es sumamente flexible en lo que hace a su propio rol dentro del relato. El planteo básico es observacional, por lo cual se incluyen silencios, pequeñas observaciones visuales, ausencia total de otra voz en off que no sea la de la protagonista. En otras palabras, un(a) cineasta que desaparece detrás de su cámara, de su mirada. Sin embargo, desde un primer momento Elida le habla a ella, cuenta para ella (“Negrita”), y en dos o tres ocasiones Linares --que tiene un magnífico documental previo sobre un preso común barilochense, llamado Dulce espera, interviene con preguntas breves o comentarios monosilábicos. En otro momento la ayuda a vestirse a Elida, en aprietos para colocarse una remera. “Sabés que te espera la muerte y sin embargo sos feliz, porque vas a cambiar el mundo”, dice Elida, en presente. “Si volviera a los años 60 iba evidentemente a elegir la lucha armada”. Evidentemente.
"Dog", con Channing Tatum: un héroe de la "white trash". Dog es una de esas películas casi imposibles de evaluar. Ideológicamente es aberrante, pero en términos narrativos funciona, con méritos como el de no caer en sensiblerías cuando podría haberlo hecho. Pero claro, cómo se hace para empatizar con una película belicista, racista, misógina y anti LGBQT +. Y a su vez cómo no dejar de considerarla en sus propios términos -eficacia narrativa, sobriedad expositiva, desenlace sin golpes bajos-. Y a la vez cómo perdonarle que sea una película que parece hecha por white trashes (blancos pobres y reaccionarios) para white trashes. Uno de esos casos en que el crítico agradecería no tener que calificar con ningún puntaje, ya que está entre un 1 más grande que una casa y un 6 más o menos bien ganado. ¿El promedio, entonces? Entre 3 y 4. Tampoco da. Lo ideal sería una calificación disociada: un 1 para lo ideológico, un 6 para lo estrictamente cinematográfico. En fin, se le pone un 5 al voleo y se trata de explicar a qué viene tanta esquizofrencia. Denle una oportunidad a la guerra. Así se llama, créase o no, el “book” que el ranger Rodríguez legó a la posteridad, donde incluye no sólo fotos de su amada ovejera belga entrenada para matar, sino también poemas dedicados a ella. Un caso clavado de zoofilia platónica (por ponerle un nombre), que la película plantea como el más puro amor entre un humano y un canino. Al humano, a propósito, se lo llama “papá”. Papá de Lulú, la belga en cuestión. O sea que Rodríguez habría fornicado con un ser de cuatro patas, dando a luz una perra. Más vale dejar eso como sugerencia para una próxima película de David Cronenberg y seguir adelante. El cabo Briggs (Channing Tatum) deberá recorrer 2500 kilómetros con Lulú a bordo, y llegar a tiempo para que la perra pueda asistir al funeral de su “papá”. “Nos divertimos matando gente”, celebran Briggs y sus camaradas cuando se emborrachan, y por lo visto la encantadora Lulú se divierte de la misma manera. La perra no sólo es intratable sino que cuando ve a un señor “vestido de árabe” se le tira encima para despedazarlo. Fue entrenada para eso. “Sos la única chica con la que quisiera charlar”, le confiesa Briggs después de haber rebotado en una disco con cuanta fémina se le cruzara: el tipo pone la misma expresión de asco cuando una mujer se queja de la masculinidad tóxica o del ecocidio, o cuando ve en la tele dos chicas enamoradas. En la radio de la camioneta escucha, claro, viejos clásicos country. Y así va por la vida el héroe de Dog. El grandote Channing Tatum, rubio, de pelo corto y lleno de músculos, tiene una pinta de marine que se cae. Y es el codirector de la película, con lo cual está más que claro que para él y el codirector Reid Caroline, Briggs es, efectivamente, un héroe. Obligado, pobre, a “cargar con el mundo entero”, como todo ranger que se precie. Ahora bien, ¿qué hacer si a uno Channing Tatum siempre le cayó de lo más simpático, si la película se ve no sólo con asco sino también con agrado? Dos cosas: charlarlo en terapia y pensar en qué puntaje ponerle a Dog.
"Pequeña flor", de Santiago Mitre: pánicos y deseos. La clave de que la cuarta película del director de "El estudiante" funcione tan bien es la sensación de realidad, superpoblada de acontecimientos que no suelen ser reales. “La historia que cuento es la de mi asesino”, dice la voz en off al comienzo de Pequeña flor, la nueva película de Santiago Mitre (El estudiante, La patota, La cordillera), siempre con guion propio y de Mariano Llinás. “La de mi asesino múltiple”, podría haber especificado Jean-Claude, que de él se trata. Jean-Claude es francés pero vivió unos años en Argentina, por lo cual en cuanto José le cuenta que es rosarino él pregunta, en el más perfecto porteño, “¿Ñuls o Central?” José es su vecino de al lado, que vino a pedirle una pala y terminará haciendo un uso poco ortodoxo de ella, justificadamente harto de los aires de superioridad del tipo que repite “Pero che, boludo…”. Es la primera vez que José asesinará a Jean-Claude, no será la última. Si no fuera porque todo es igual que en la realidad, se diría que Pequeña flor es la larga fantasía, el sueño despierto del protagonista, que sublima así la crasa realidad de haber perdido su trabajo y tener que quedarse en casa, al cuidado de la bebé que Lucie, su esposa francesa, acaba de dar a luz. El título en inglés de Pequeña flor, basada en la novela homónima de Iosi Havilio, es 15 maneras de matar a tu vecino. La clave de que la cuarta película de Mitre funcione tan bien es la sensación de realidad, superpoblada de acontecimientos que no suelen ser reales. Por supuesto que también es clave que esté enteramente narrada desde el punto de vista de José. Pero eso es inevitable para que todo el andamiaje de Pequeña flor no se caiga estrepitosamente. Si el corte entre realidad y fantasía fuera tan evidente como el que José (Daniel Hendler, el actor perfecto para este papel) practica sobre su némesis (un exuberante Melvin Poupaud) con una sierra eléctrica, si los acontecimientos no se vivieran como reales, sería imposible experimentar la sensación de disparate, de desmesura, de locura, que tiene lugar a partir del momento en que José asesina por primera vez a su insoportable vecino. Si Pequeña flor estuviera planteada como una fantasía lisa y llana seria aburridamente igual a sí misma, no se vería quebrada por disrupciones que mueven al desconcierto, la incomodidad y la carcajada, como el momento en que José taladra el cráneo de su vecino. Como un proyeccionista, José proyecta para sí mismo pánicos y deseos. Como diría Llinás, la historia (y esta es una película que cree en contar historias, en desarrollar una trama) es así. José, dibujante, creó un personaje que se hizo enormemente popular, un huevo “infame” llamado Cucú. Para ganarse la vida trabaja como diagramador. Lo echan del trabajo, poco después de que Lucie (la francesa Vimala Pons, en la actuación más extraordinaria que haya dado el cine en lo que va de la década) diera a luz a Antonia o Antoniette. El mismo día Lucie consigue empleo como periodista, por lo cual deberá ser José quien se quede en casa para darle la papilla a la bebé. Allí viene lo de Jean-Claude y la pala. En uno de tantos ataques al cliché que la película emprende, Jean-Claude, cuyo trabajo consiste en “ayudar a los empresarios a bajar la calidad, evadir, despedir”, presenta el aspecto de un gigoló (gomina, bigote anchoíta, pantalones color crema) y es un verdadero enfermo del hot jazz que escucha una y otra vez, hasta el hartazgo, el tema que da título a película y novela. Cuando Jean-Claude desaparezca de escena hará su entrada una segunda figura de autoridad, la del psicólogo-chamán Bruno Rodríguez (Sergi López, sensacional), que incita a Lucie a masturbarse en medio de la sesión de terapia grupal. Al compás de su protagonista, cuyo único y largo grito desesperado es la desesperante fantasía que produce para sí mismo, Pequeña flor es reprimida y angustiada, ahogada y salvaje, contenida y desatada, ridícula y distorsionada. En términos narrativos es de una valentía, un desborde, un gusto por el caos controlado que el timorato cine contemporáneo parece haber abandonado para siempre. Todo está en estado de gracia aquí. Sobre todo unos personajes, unos actores, que dan de sí lo máximo y un poco más. Esa es la medida de Pequeña flor: todo el tiempo un poco más. Mucho más.
Los chorros también sueñan Como en las mejores muestras de cine directo, el realizador debutante logra en "Rancho" una familiaridad tal con la situación de rodaje por parte de los internos, que es como si la cámara y el equipo fueran los invitados silenciosos de ese penal que no es como cualquier otro. “Este mundo es de nosotros, los delincuentes”, le dice el Viejo Artaza a Bilbao, boxeador amateur a quien intenta convencer de que no nació para estar allí. “Allí” es una cárcel de máxima seguridad inidentificada, donde Artaza es el encargado de guardar el orden y la disciplina. El hombre no es “el poronga” sino algo así como el cacique de la tribu. Su ascendiente sobre los demás presos, su autoridad, el respeto y cariño que irradia, no son producto de la sumisión, la esclavización, el terror, sino de su condición de “viejo sabio”, de motivador incluso. Como si de un nuevo Borges, Calderón de la Barca o maestro zen se tratara, postula que “esto es un sueño”. “El chorro vive soñando con conseguir todo lo que quiere. Siempre quiere más, y a la larga todos terminamos acá”. Como en las mejores muestras de cine directo (Primary, Don’t Look Back, las películas de Frederick Wiseman), el realizador ¡debutante! Pedro Speroni logró en Rancho una familiaridad tal con la situación de rodaje por parte de los internos, que es como si la cámara, él y el equipo fueran los invitados silenciosos de ese penal que no es como cualquier otro. Todos ellos “desaparecen” para registrar, como con una cámara-sorpresa (con la diferencia esencial de que aquí los filmados saben que lo son), la cotidianidad de estos presos que, si no fuera por los espacios pequeños, el batiburrillo de objetos personales, el encierro de las cuatro paredes, algún momento de aburrimiento, sus deseos de irse, se diría, por lo relajados que se los ve, que están en un día de picnic. Speroni no pretende filmar la vida de la cárcel en su conjunto (en una única escena se ve a un guardia, las rejas sólo cuando los presos salen al patio o el pasillo, ninguna rutina que no sea la propia) sino sólo la de los presos. Parecería que ellos se autoadministran: se cocinan, se bañan cuando les parece, se imponen un orden propio. Son jóvenes o tipos como cualquier otro. Aunque se dediquen a chorear, hayan matado a su padrastro porque lo sorprendieron pegándole a la madre o sean capaces de castigar a un traidor pateándolo, metiéndole un fierro en la boca, orinándole encima y quemándolo con cigarrillos encendidos. No son ningunos angelitos y en más de un caso ni siquiera dan muestras de estar dispuestos a “rescatarse”. “Yo no sé si no voy a robar más”, se sincera uno. “Dejar de robar es como dejar de fumar, hay que esforzarse todos los días”, reflexiona otro. Está también el caso clásico del que quiere dar un último golpe que lo salve para toda la cosecha, y después retirarse. Domina el uso de la paradoja: “Voy a dejar de robar robando”. Su contertulio le aconseja que no lo haga, así como el cocinero pide permiso con la mayor educación para servir la comida, o el Viejo Artaza plantea con claridad las reglas del juego en el Pabellón Tratamental. Trabajar, lavar los pisos, no tirarse a chanta, nada de droga y nada de alcohol. Más allá de los diálogos sin desperdicio, en los que el espectador de clase media podrá aprender casi completa la lengua tumbera, hay en la notable ópera prima de Pedro Speroni dos secuencias memorables. Una es la del día de visita, donde la cámara sigue uno por uno todos los rituales de unos condenados que se comportan como padres amorosos, como novios o maridos fieles. Se bañan, se empilchan, se peinan, se ponen lindos. Un preso le acomoda la ropa a otro. Cuando la espera de los seres queridos se hace demasiado larga se los ve preocupados, desilusionados, comidos por los nervios. Hasta que los parientes llegan. La otra gran secuencia es la final, cuando la cámara sigue a un preso en un largo travelling desde atrás, para permitir que el espectador viva la singularidad, la esperanza, la emoción contenida de la situación. Es la frutilla en la torta: durante toda la película el espectador ha compartido con los protagonistas una cotidianidad que no hace de ellos unos monstruos, sino unos congéneres.
"Un amor cerca del paraíso": comer, beber, amar La mirada del realizador hacia sus personajes es transparente y la fotografía, que no se deja arrastrar por el pintoresquismo, es igualmente cristalina. El título de esta película en español anuncia su pertenencia genérica, la comedia romántica. El nombre del realizador, la perspectiva contraria: algún detalle que no sea inherente a un film de género, un “toque” que la singularice. Tan prolífico como irregular, Mika Kaurismäki --hermano menor de Aki, en sentido cronológico y cinematográfico-- nunca dejó de ser un cineasta con inquietudes que no son las propias del cine industrial. La inquietud de decir algo, aunque más no sea. Mika, de 65 años, cuenta en su filmografía con un final memorable --el de Zombie y el tren fantasma, 1991, cuando el protagonista se pierde en las callejuelas de Estambul, siguiendo el obsesionante fantasma de una mujer--, buenas películas (Arvottomat, 1982, Rosso, 1985, Cha cha cha, 1989), un homenaje cinéfilo para exclusivo consumo de cinéfilos (Tigrero, un film que nunca se hizo, 1994), una buena cantidad de películas no conocidas por aquí y algunos fallos, sobre todo cuando intentó poner el pie en el mercado internacional (entre ellas L.A. Without a Map, Highway Society y Honey Baby, todas de fines de los 90 y comienzos de la década siguiente). El título original, Mistari Cheng (“Maestro Cheng”) alude a la condición del protagonista. Dueño de un restorán de categoría en Shanghai, Cheng (Pak Hon Chu) ejerce su magisterio en la cocina. En la cocina de Sirkka (Anna-Maija Tuokko), mujer soltera de mediana edad, dueña de lo que podría llamarse un “comedero” en un alejado pueblito finlandés. Sin saber una palabra del idioma, el viudo Cheng (la condición de extranjero es tal vez la constante más marcada del cine de MK) llegó hasta Pohjanjoki junto a su pequeño hijo Niu Niu (Lucas Hsuan), buscando algo o a alguien. Nadie le entiende. Salchichas con salsa y puré, más el posible agregado de una ensalada, es el plato único del bar-restaurant de Sirkaa, cuyos parroquianos parecen no conocer otra comida que no sea ésa. Hasta que llega Cheng, con sus woks y sus sopas de perca recién pescada, y revoluciona el lugar. Cheng va a revolucionar también, claro, el corazón de Sirkka. Él cocina para ella, ella cumple para él y Niu Niu, y además tiene una pieza libre en su casa. El resto es de imaginar, y esa es la debilidad de Un amor cerca del paraíso, que cumple puntualmente con los pasos de distancia, acercamiento, fusión, alejamiento y reencuentro. La peculiaridad que aporta Mika en la primera parte -a la larga terminan imponiéndose las convenciones- es que sus personajes no son fichas de la trama, ni la historia de amor insertada en ella a la fuerza. Mika se toma su tiempo para construir unos y otra (la película dura 115 minutos, extensión infrecuente para una comedia romántica), como macerándolos de a poco. Cuando se presentan no son nadie: meras figuras en un interior. Las relaciones los hacen devenir personajes. Relación de Cheng con los clientes, con el oficio, que claramente ama, y con las comidas, que condimenta con tanto esmero como el que el realizador pone en su tarea. Relación de Sirkka con los parroquianos, al comienzo hoscamente finlandesa, más tarde ya más ablandada, más sensible. Más dejado de lado (por parte de Kaurismäki) queda Niu Niu, que en el curso del relato desaparece. El ida y vuelta es tal vez el tema del opus 31 (contando films de ficción y documentales) del menor de los Kaurismäki. La maestría culinaria de Cheng le permite a Sirkka expandir su negocio, Sirkka lo ayuda a buscar al misterioso de nombre raro (un mero mcguffin para hacer progresar la trama) y a su vez endulza su condición de padre incomunicado con el hijo. La mirada del realizador hacia sus personajes es durante ese primera parte tan transparente, tan bienintencionada como sus tristones ojos azules, y la fotografía, que no se deja arrastrar por el pintoresquismo, es igualmente cristalina. El toque de excentricidad propio de los films del género lo da el veterano Käri Väänänen (el de Nubes pasajeras), en un papel no precisamente simpático y a pesar de eso querible, el de un recolector de residuos homofóbico.
"Vuelta al perro": teatro filmado. Si años atrás se utilizaba la fórmula “cine dentro del cine” para aludir a films autorreferenciales, para hablar de Vuelta al perro habrá que echar mano de la expresión “teatro dentro del teatro (filmado)”. La opera prima de Nicolás Di Cocco no plantea las disímiles relaciones entre ambas formas de representación, como algunos films del portugués Manoel de Oliveira, ni filma deliberadamente lo teatral para traer al primer plano el carácter de artificio, como sucedía en algunos films del francés Jacques Rivette. Vuelta al perro es, en síntesis, teatro filmado que ignora serlo. En Vuelta al perro, actores formados en el teatro naturalista hacen de actores de teatro que intentan montar una obra lisamente llamada Anatomía de una pareja. Lo que podría ser una puesta en abismo, o un juego de cajas chinas, no es aquí otra cosa que el reflejo en un espejo que devuelve una imagen idéntica. Esto es: no hay una distancia o grieta que permita pensar en las relaciones entre la cosa y su reflejo, apelando a algún doblez. Si el modo de representación atrasa algunas décadas, la propia ficción habla de una fuga hacia atrás como escape del presente. La fábula es semejante a la de El ciudadano ilustre, con la diferencia de que el “artista consagrado” que vuelve al pueblo es un loser. Ricardo Darring (Daniel Di Cocco, padre del realizador) no tiene para pagar las cuentas, ni una cena con la hija, pero no pierde el aire de figurón. Hasta que el intendente de su pueblo natal (Mauricio Minetti) le hace una oferta que no puede rechazar: volver a poner la obra que lo hizo famoso “aquí y en el exterior”, por un estipendio que no le viene precisamente mal. Será cuestión de reencontrarse entonces con una troupe en la que abundan el alcoholismo, el fracaso, las cuentas pendientes, la violencia física y emocional y hasta la locura. Darring no es inocente: por lo visto le robó algún texto original a un “amigo”, que sin embargo lo perdona, y entre todos, esta suerte de Armada Brancaleone sin sentido del humor se pone a ensayar, de nuevo, aquella obra que se supone famosa y de la que en realidad se escapan las polillas. Entre Ricardo, Marcelo, el colega despechado (Marcelo Feo) y Clara (Adriana Ferrer), ex de aquél y actual amante de éste, se arma un triángulo y la obra habla, por supuesto, de un triángulo. Pero más que de un juego de espejos se trata de una mera coincidencia: una y otra capa de realidad ficcional no interactúan, no operan entre sí. Tienen en común un estilo de representación basado en diálogos súper escritos, que traen por consecuencia una mezcla de recitados y de hesitaciones, por sobreexigencias de memorización. Cristina Banegas y Rafael Ferro en sendos cameos (segundos y minutos, respectivamente), y el infalible Germán De Silva en el papel de ex alcohólico, dan un toque de jerarquía al conjunto.
"Downton Abbey: una nueva era": la restauración conservadora La aristocracia inglesa de "Downton Abbey" es una clase feliz, carente de prejuicios, hipocresías o ataduras morales. Al lado de Downton Abbey (la serie y sus dos spin offs cinematográficos), The Crown es la revolución bolchevique. En la serie de la corona, que es muy buena y no sólo por esta razón, la casa real británica es vista como presa de un chaleco de fuerza, hecho de la imagen que debe proyectar. La aristocracia inglesa de Downton Abbey es, por el contrario, una clase feliz, carente de prejuicios, hipocresías o ataduras morales. Curiosamente, no son ellos sino su mayordomo en jefe el que luce lo que los estadounidenses llaman stiff upper lip, literalmente labio superior rígido y en nuestro idioma, gente estirada. Los dos ejes narrativos de esta segunda secuela, que transcurre a fines de los años 20 y está tan superpoblada como la serie, son sosos como un meat loaf sin sal. En uno de ellos, la excéntrica matriarca de la familia Crawley (Maggie Smith, of course!) comunica a su parentela que un noble francés le ha legado tremenda mansión junto al mar, y que ha resuelto dejarla como herencia a una de sus nietas. Más allá de la sorpresa inicial de los hijos de la anciana (un grupo de actores que no pasó por la Royal Shakespeare Company) éstos no incurren en envidias, intrigas o movidas de piso. Qué va, si son más buenos que el pan de centeno. ¿Pero por qué heredó Lady Violet esa propiedad de una manzana entera, rodeada de espléndidos jardines? Porque 60 años atrás tuvo cierta aventurilla con el francés en cuestión. Estupor, pero ningún escándalo. Ya sabemos de la magnanimidad de los Crawley. Algunos de ellos, eso sí, deberán cruzar el Pas de Calais, para convencer a la hija del noble (una Natalie Baye más rígida que el mayordomo mala onda) de que debe declinar sus derechos. Lo hacen con la mayor amabilidad y cortesía, por supuesto. Al mismo tiempo un director de cine (Hugh Dancy) ha solicitado el uso de la gigantesca propiedad del clan para un rodaje que empezará siendo mudo y terminará sonoro. El galán, parecidísimo a Clark Gable (el siempre excelente Dominic West) mira con simpatía a un mayordomo joven, y la rubia estrella, que parece no hablar por estar en el Olimpo, cuando abre la boca lo hace como una vendedora de papas del Covent Garden. Es lo más divertido (aunque carente de todo matiz) de una película de tono ligero (los copetudos son tan felices…) y una puesta en escena tan chata como el frente del Museo Británico. Como curiosidad debe señalarse la reaparición de la estadounidense Elizabeth McGovern, la recordada Deborah de Érase una vez en América, haciendo de inglesa cancerosa pero, como corresponde, sonriente.
Los riesgos de enamorarse a distancia La gran precisión del film en todos sus aspectos revela la mano de un realizador experimentado. El relato es estrictamente material, Muritiba filma sólo acciones y cuerpos. Las cosas no van bien para Daniel. En la escuela de policía no tuvo mejor idea que pegarle a un cadete, lo cual le dejó una mano rota y una suspensión. En su casa se siente solo, y su otra actividad es atender a su padre anciano, que está gagá. Todo lo que tiene son los mensajes de Whatsapp de una chica llamada Sara, que vive a tres mil kilómetros de distancia, en el extremo norte de Brasil. “Te necesito”, escribe Daniel. “Muero por verte”, le responde Sara. Después de un trabajito como patovica cuidando la puerta de una disco, el robusto Daniel se decide y se sube a su camioneta, dispuesto a cubrir la distancia que separa el estado de Curitiba del de Bahía. Llegará tras varios días de viaje y varias paradas, sólo para descubrir que Sara no era la que el creía. Riesgos de conocer a alguien en las redes, y de enamorarse a distancia. Programada en la paralela “Giornate degli Autori” del Festival de Venecia, donde ganó el Premio del Público, la película de Aly Muritiba --cineasta hasta ahora desconocido en Argentina, pero de quien ésta es la segunda participación en Venecia, además de haber presentado películas previas en los festivales de Sundance, San Sebastián y la Semana de la Crítica en Cannes-- sigue a Daniel (Antonio Saboia) tan implacablemente que no hay plano en el que él no esté. Al menos hasta conocer a Sara en el pequeño pueblito de Sobradinho, donde aunque todos se conocen nadie la identifica por la foto que Daniel lleva consigo. A partir del momento en que su amor soñado aparece, a contraluz en una disco, ella le disputa los planos y el protagonismo, ya que allí el film disocia su punto de vista, que hasta entonces había sido estrictamente de Daniel, en el de él y el de ella. La gran precisión de Desierto particular (el título no alude solo al sertão próximo) en todos los aspectos revela la mano de un realizador experimentado. El relato es estrictamente material, Muritiba filma sólo acciones y cuerpos. El ancho torso de Daniel y la estrecha espalda de Sara, en una única escena en la que se quita su vestido y se va, ofendida por el rechazo del hombre del que se enamoró a la distancia. En Bahía hay 46° de sensación térmica, y la transpiración del torso del instructor de policía, cuando se saca de encima la ropa demasiado abrigada que trae para ese clima, es una protagonista más. Transpiración no solo física, ya que después de conocer a Sara Daniel se debate entre el rechazo y la atracción. Los cuerpos son importantes aquí: el cuerpo de agente del orden de Daniel, el de agente del desorden de Sara. El personaje de Sara, que por más que se atreva a la transgresión la sufre, no responde al estereotipo de mujer empoderada, que se lleva el mundo por delante. “¿No estamos todos enfermos?”, pregunta retóricamente al pastor que la quiere “curar”, y a quien su preocupada abuela lo envió. Los dos amantes por wa no podrían ser más opuestos. Daniel es una apuesta mole granítica, que parece no conocer la sonrisa ni la alegría. Sara está rota, dividida entre su quehacer diurno de carga y descarga en el puerto y la nocturna, cuando intenta ser quien ha elegido ser. Daniel no tiene amigos; Sara uno solo, el peluquero al que le dice “marica”. La cámara sigue con tanta obstinación a Daniel que en ciertos planos parece acosarlo, pegada a su rostro. Muritiba filma sobre todo en planos fijos, frecuentemente medios o americanos, lo cual le permite registrar los rostros de los protagonistas, pero también su cuerpo y el ambiente en el que están insertos. El relato es firme pero no rígido, y sostenido pero sin golpes bajos. La iluminación se luce tanto con luz natural como con el neón de las disco, y las actuaciones son esenciales. Sobre todo la del/la extraordinarie Pedro Fasanaro. Una presencia frágil, sensible y quebradiza, generadora de una enorme empatía.
"Virus-32": la peste Con acertado criterio, Hernández no pierde ni un segundo en explicar cómo se produjo el virus del título y cómo se transmite. Un deslumbrante travelling inicial que recorre pasillos, atraviesa paredes, viaja de una casa a otra y termina saliendo al exterior, donde se aprecian signos de un estado de caos, y una mayúscula licencia dramática final, obligan a bajarle un puntito a Virus-32, magnífico relato de terror del uruguayo Gustavo Hernández. En el caso del titánico travelling, porque su única justificación es presentar una serie de personajes, de los cuales sólo dos harán parte de la historia. El cine de género de la otra orilla halló el modo de hacer del máximo minimalismo espacial el trampolín para narrar el encierro, y por lo tanto el terror concentrado y sin salida. El que marcó la tendencia fue el propio Hernández con La casa muda (2010), donde una mujer aislada se veía acosada por presencias que no eran de este mundo, a las que el realizador mantenía obstinadamente fuera de campo. Lo siguieron los realizadores y guionistas Fede Álvarez y Rodo Sayagues, alternándose en esos roles en las muy buenas No respires (2016) y secuela (2021). Ahora Hernández vuelve a lograrlo, en el doble rol de director y coescritor, en esta paráfrasis de La casa muda, más poblada y física que la anterior pero igualmente encerrada. Ahora se trata de un inmenso club deportivo montevideano (aunque esa localización no se explicita, como modo de universalizar una película que no apunta sólo al mercado hispanohablante), que Iris (excelente Paula Silva, en un papel de alta exigencia física y emocional) cuida por las noches. Se ve obligada a llevar a su hija Tata (Pilar García, muy ajustada también) con ella, ya que el padre “olvidó” que ese día le tocaba a estar a cargo. Una vez en el club empiezan a aparecer, en forma furtiva, figuras en la oscuridad cruzando los pasillos, y pronto empezarán a multipicarse. La radio reporta ataques y muertos en las calles, y en un momento dado Tata desaparece. Atravesando vestuarios y canchas de basquet se encontrará con Luis, un desconocido sumamente estresado (Daniel Hendler, más perturbado que de costumbre), que está más al tanto de la erupción de seres contagiados, y que reconoce saber dónde está Tata. Propone un extraño pacto: si Iris la ayuda con el parto de su esposa, que espera junto a unos lockers, él le dirá dónde está Tata. Hay un problemita: la esposa de Luis está atada, amordazada, y se sacude con transpirada furia en una silla. Con acertado criterio, Hernández no pierde ni un segundo en explicar cómo se produjo el virus del título y cómo se transmite. Total, qué importa. Lo único que importa es que los tipos (y tipas) son letales, aunque no anden comiendo gente: no se trata de zombies, sino de infectados. Imitando la economía del realizador, el cronista no perderá tiempo en comentar el carácter de parábola de contemporaneidad, ya que lo que importa no es ni siquiera el virus, sino la mera, mínima situación de heroína e hija amenazadas, y las hordas multiplicándose en el recinto. La cámara de Hernández, siempre móvil (cero histeria), recorre el club entero, generando el curioso efecto de un encierro en movimiento. En otra muestra de inteligencia, el realizador utiliza una cerrada oscuridad (la copia presentada a la prensa, de segunda calidad, tenía planos casi impenetrables de tan oscuros), tanto para crear clima y establecer un tono (la película es muy dark, a pesar de cierta concesión final) como para mantener semiocultos a los atacantes, un poco a la manera de las tres primeras Alien. Aunque le guste lanzarse en travellings, Hernández no se ata a algún carácter programático (un mal de la época): ver la escena del segundo encierro en una camioneta, narrada con planos fijos y cortes de montaje. La salida final, sumamente ambigua en tanto no está claro si se trata de una liberación o el encuentro a una amenaza mayor, recuerda, y tal vez esté basada, al extraordinario último plano de Los pájaros, donde los Brenner logran escapar en pleno esperanzado amanecer… rodeados de aves inquietantemente quietas.